Filosofía en español 
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Democracia como Institución: Nematología y Tecnología

[ 888 ]

Fundamentalismo democrático primario como Tecnología / Nematología:
Democracia como Fin de la Historia

El fundamentalismo democrático primario [867] {requiere, tal como lo entendemos desde la perspectiva del materialismo filosófico}, ser analizado tanto desde el momento tecnológico como desde el momento nematológico. [876]

Considerado desde el momento tecnológico habría que ofrecer una definición de los contenidos tecnológicos imprescindibles para una democracia, así como las hipótesis relativas a la génesis de tales contenidos y, por supuesto, a los tipos de fundamentalismos democráticos primarios.

Los contenidos tecnológicos los reduciríamos, en este bosquejo, a los dos siguientes:

(A) Las técnicas de delimitación práctica del pueblo soberano referencial y efectivo en el contexto de los otros pueblos [889], democráticos o autocráticos.

(B) Las técnicas del ejercicio de la soberanía del pueblo en el contexto del pueblo mismo, a través de la representación parlamentaria. [890] […]

El momento nematológico de la democracia, tal como la entiende el fundamentalismo democrático primario, está prácticamente disuelto en el momento tecnológico, aunque puede exponerse del modo sistemático doctrinal que es propio de los tratados académicos o de los documentos en los que se expone la constitución democrática y sus presupuestos (Idea de pueblo, de representación parlamentaria, de Estado de derecho –cuya doctrina fue desarrollada, por cierto, tanto por las democracias populares unipartidistas, como por las democracias parlamentarias multipartidistas–).

No cabe la menor duda de que el momento nematológico tiene un peso decisivo en la organización de la estructura jurídica de las democracias fundamentalistas, pero no procede dedicar aquí más páginas a esta cuestión.

En cambio, sí es conveniente suscitar al menos la cuestión de la dependencia del momento nematológico respecto del momento tecnológico [877], dependencia que queda enmascarada por el espejismo de una doctrina que, al sistematizar el estado de cosas de una sociedad democrática realmente existente, ofrece la impresión de la autonomía teórica respecto de la cual los momentos tecnológicos tenderían a ser interpretados como un mero ejercicio o puesta en práctica de la doctrina.

El espejismo se produce principalmente porque la doctrina nematológica se expone al margen de los verdaderos motores dinámicos que la mueven tecnológicamente, como pueda serlo el pueblo referencial ya constituido, la maquinaria administrativa, policial, militar, etc., del Estado, herencia del Antiguo Régimen [733]. También los intereses de sus grupos, sus canalizaciones partidistas, sus costumbres, sus modales y su vocabulario. Y este espejismo se manifestará en la apariencia falaz [681] de una “constitución democrática según las reglas del juego que el pueblo se hubiera dado a sí mismo”. En realidad, no hay tales “reglas de juego”, sino resultados deterministas de procesos concretos de enfrentamientos, acuerdos, consensos sin acuerdo, de instituciones, reivindicaciones de clase y, en medio de todo ello, como instrumento coordinador, los “poderes fácticos” (ejército, policía, funcionariado administrativo) que mantienen la continuidad histórica de la sociedad política [553-608].

A raíz de la caída de la Unión Soviética, la nematología de las democracias, precisamente como alternativa al comunismo soviético, fue aproximándose cada vez más al fundamentalismo [866], si bien su metodología combinó tanto los procedimientos pacíficos (ayudas al tercer mundo, a los países subdesarrollados) como los militares (orientados, eso sí, a salvar a los Estados que incumplían los derechos humanos, declarando la guerra por el título de civilización: guerras del Irak, de Bosnia, de Afganistán, etc.).

El documento que cristalizó esta nematología fue el famoso artículo de Francis Fukuyama, “¿El fin de la Historia?”, publicado en 1989, en la revista The National Interest, y ampliado dos años después en un libro en cuyo título desapareció ya la interrogación: El fin de la Historia y el último hombre (traducido al español por Planeta en 1992). Fukuyama era a la sazón Director Adjunto de la oficina de planificación política del Departamento de Estado de los Estados Unidos del Norte de América, y su artículo fue citado en un discurso del presidente Bush I (a pesar de que este no era considerado por los europeos como socialdemócrata), y que podemos considerar como el manifiesto de la filosofía de la nueva política del Imperio norteamericano, una vez caída la Unión Soviética [723]. Según Fukuyama, lo que estaría ocurriendo en nuestros días, sería la culminación del proceso histórico iniciado con la Revolución francesa, que estaría alcanzando su definitivo término en la consolidación de la democracia parlamentaria y de la economía liberal de mercado. Quedarán sin duda muchas bolsas de población sin democracia, pero su destino estaba ya determinado. La democracia será la forma de convivencia a la que definitivamente habrá llegado el Género Humano y, en este sentido, la Historia puede darse ya por acabada. [Vid., Gustavo Bueno, “Estado e Historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)”, El Basilisco 2ª época, núm. 11, págs. 3-27].

Dando por supuesta la realidad histórica del Género humano [720], podrá afirmarse que el punto en el cual la línea de su evolución histórica habría alcanzado su cenit era la democracia parlamentaria, y no, por ejemplo (como podría decir un demócrata cristiano [847]), la conversión del Imperio romano al cristianismo, con Constantino el Grande. Si la doctrina cristiano-agustiniana veía en el nacimiento de Cristo el año cero de la Historia Universal, el momento (largamente preparado por la providencia divina, según decía Eusebio de Cesarea, quien presentó a Constantino el Grande) en el cual la alienación del hombre por el pecado original había sido cancelada, y por tanto, el fin de la historia en la plenitud de los tiempos (después de la venida de Cristo no cabría citar ningún acontecimiento más importante en la historia del Género humano, es decir, el progreso implicado en la Praeparatio evangelica habría alcanzado su escalón más alto; por lo que, después de la venida de Cristo, no cabría ya esperar revolución más importante capaz de equipararse a la unión hipostática de la Segunda Persona de la Trinidad con la naturaleza humana: solo el progreso en extensión de la eucaristía podría ajustarse a esta Idea del progreso [793] (en virtud de la cual todos los hombres de todos los pueblos pudieran identificarse mediante la comunión con el Corpus Christi) [851].

En cambio, la doctrina democrática comenzará a ver en la democracia la verdadera transformación del Género humano en una realidad libre y dueña definitivamente de su destino. Es esta una versión de las más radicales imaginables del fundamentalismo democrático. Ser demócrata comenzará a significar prácticamente lo mismo que ser hombre. Las sociedades no democráticas, o los partidos no democráticos, en general, no podrán ser considerados por el fundamentalista democrático como plenamente humanos [864-865]. Para el fundamentalismo democrático “vivir en democracia” (como se dice ahora por los socialdemócratas) es equivalente a vivir en libertad, es decir, a ser hombre en sentido pleno. Por ello, todo lo bueno que pueda ser atribuido al hombre, habrá de deducirse de su condición de demócrata. En España, durante el gobierno de Zapatero, este fundamentalismo democrático ha pasado a ser el valor humano más elevado. [873]

El fundamentalismo democrático es una nematología de la democracia estrictamente metafísica, tan metafísica como pudiera serlo la nematología teológica [21] del Antiguo Régimen que hacía derivar el absolutismo de la Gracia de Dios.

Pero no por ello es una superestructura retórica que nada añade a la democracia técnica realmente existente [854-855]. Porque este fundamentalismo, en cuanto nematología, forma parte de muchas democracias realmente existentes (las que, por ejemplo, hemos sometido a crítica en nuestro Panfleto contra la democracia realmente existente, Madrid 2004), y no tiene como función única la autocomplacencia o la propaganda (lo que ya sería suficiente para liberarle de la acusación de superestructura). Define también el mapa que dispone y la posición en él que se atribuye a una democracia respecto de otras formas de sociedad política, y en especial, traza la línea divisoria entre el partido fundamentalista [867] (el PSOE, por ejemplo) y el partido principal de la oposición, a quien tendrá necesariamente que ver, si no como antidemocrático, sí como poco democrático, como “reliquia del franquismo”, pues su fundamentalismo le obliga a reconocerse a sí mismo como el verdadero adalid de la democracia. Y, al mismo tiempo, el fundamentalismo democrático socialdemócrata, a través de su optimismo gradualista, dispondrá, con su optimismo democrático, de un eficaz opio del pueblo [878], al presentarse como ideología de reconciliación con la realidad [860]: “En democracia todas las medidas que toma el gobierno socialista, aunque a veces cometa algún error, serán un paso adelante (o dos adelante y uno atrás) hacia la felicidad humana”. La esperanza en el futuro terrenal comienza a ser ahora el color del horizonte del pueblo democrático, como en el Antiguo Régimen lo era la esperanza en el futuro celestial.

La democracia fundamentalista será presentada, en términos del idealismo más metafísico [844], como un “estado de Gracia” alcanzado por el Género humano, pero a costa de desconocer cuáles son los fundamentos materiales en los cuales se asienta una democracia realmente existente, a saber, la libertad. Y no solo la libertad-de [881] (la libertad de coacción, la inmunidad de cada individuo respecto de la sujeción a otro) sino también la libertad-para, que no es otra cosa sino la capacidad de elegir, aunque no en el sentido metafísico del libre arbitrio, entre los bienes ofrecidos por un mercado pletórico.

Y aquí reside, desde la perspectiva del materialismo filosófico, el nexo entre la democracia parlamentaria y el mercado. Un nexo que empíricamente ha sido ya advertido (Schumpeter, Fukuyama y otros) aunque desconociendo, casi enteramente, su estructura ontológica, precisamente porque utilizaban una Idea metafísica de libertad que ocultaba esa estructura ontológica [831]. Ahora bien, este armonismo democrático orienta también, por su pacifismo, la política militar de la democracia, que buscará reducir al ejército a la condición de una ONG y se verá obligada a dar las explicaciones “cínicas” para justificar las inevitables intervenciones del ejército en otros países, considerándolas como “misiones de paz”, como si hubiera habido alguna vez algún ejército que iniciase una guerra, aún promovida por un Estado no democrático, que no tuviera una misión de paz, a saber, la que consiste en obtener la paz de la victoria sobre el enemigo.

La nematología fundamentalista de la democracia oculta también tenazmente la posibilidad de que una democracia se derrumbe, y no ya por desfallecimiento de la voluntad política de sus dirigentes, sino por un desfallecimiento del mercado, por una crisis profunda de materias primas o de energía, que limitaría totalmente la libertad de elegir y llevaría a la guerra [852-853] no deseada, pero necesaria, para la supervivencia del pueblo y para el mantenimiento de su libertad de elección.

Por último, la nematología fundamentalista de la democracia, que asume también, al lado del principio de Leibniz, el principio de la igualdad (incluso en España crea un Ministerio de Igualdad, no menos metafísico), se verá precisada a falsificar la realidad, a ocultarla o sencillamente a desconocerla, al no advertir que la libertad objetiva de mercado pletórico, esencia de la democracia realmente existente, implica precisamente la desigualdad económica y social entre los ciudadanos [832]. […] Por ello, en la democracia de mercado libre, las desigualdades entre los ciudadanos han aumentado de modo que a los demócratas idealistas les parece escandaloso. En 2008 hay en España muchos más millonarios en euros que en la época de Franco, y la demanda de joyas, residencias de lujo o automóviles de altísima gama es en nuestros días, y contando con demanda solvente, muy superior a la demanda de hace diez, veinte o treinta años.

Las desigualdades de los ciudadanos y de su estratificación social es la ley del desarrollo de la democracia de la libertad [887], sin perjuicio obviamente de que en el Estado de bienestar y gracias al progreso industrial, el nivel de vida de los estratos inferiores de la sociedad sea mucho más elevado del que correspondía a los estratos más bajos de las épocas anteriores (democráticas o no democráticas). En vano se esforzarán los fundamentalistas democráticos que ocupan el gobierno en encarecer su política de igualdad, aduciendo por ejemplo la extensión de la seguridad social, de nuevos hospitales, de transportes “sociales” (populares), de impuestos progresivos sobre la renta de las personas físicas, etc. Estas políticas de mejora de los estratos de menor nivel de renta no pueden confundirse con una política de igualdad. Se trata de una política orientada objetivamente (aunque subjetivamente pretenda ser lo contrario) al establecimiento de la desigualdad social, a la vez que al equilibrio entre los diferentes estratos sociales mediante la consolidación de los mínimos para los estratos más bajos. A evitar los peligros de que las gentes menos favorecidas puedan representar para quienes disfrutan de mayores niveles de renta: habrá que proporcionales hospitales, viajes colectivos, viviendas sociales, ocio o cultura abundante para que no molesten a quienes se curan en hospitales de lujo, a quienes viven en residencias no menos lujosas, a quienes viajan en aviones privados o incluso a quienes pagan más impuestos, porque con ellos legitiman su propiedad, que queda consolidada mediante el tributo proporcional plenamente reconocido por la democracia. Los socialdemócratas que predican la igualdad en sus programas (y peor aún si lo hacen sinceramente) desconocen o no quieren reconocer la ley de la democracia de la libertad, se parecen a los clérigos que prueban la inmortalidad del alma (e incluso lo hacen sinceramente) porque desconocen o no quieren reconocer la ley de los organismos vivientes.

En realidad, la desigualdad implicada por la libertad objetiva que es propia de la democracia, deriva no tanto de la democracia en su sentido específico, sino de la democracia en cuanto comporta la condición de ser un Estado de derecho, y en la medida en la cual la libertad positiva humana solo se configura como tal, históricamente (dentro de las leyes). Por ello, cuando se define la igualdad democrática como “igualdad ante la ley” se incurre en un tipo de definición genérica y no específica, por la razón de que todos los Estados de derecho (todos lo son, y no solo los democráticos) implican el principio de la igualdad ante la ley (la isonomía, en los Estados esclavistas de derecho de la Antigüedad, considerados algunas veces como democracias por razones sin duda meramente procedimentales) [829]. Lo que ocurre es que precisamente la igualdad ante la ley, la isonomía, es aquello que implica (presupone, confirma o promociona) la desigualdad, juntamente con la libertad objetiva; porque si hay leyes es porque hay desigualdades que se trata de regular, no de suprimir, y por ello es lo que convierte a las leyes precisamente en un principio de desigualdad. La ley justa, que se atiene a la definición de justicia de Gayo (suum cuique tribuere, dar a cada uno lo suyo) sanciona la desigualdad de la sociedad esclavista, regulándola, acaso moderándola: “Al latifundista habrá que darle lo suyo, los latifundios que tiene en propiedad; al esclavo sus alimentos y recursos indispensables”. La ley tributaria, en una sociedad democrática, es también una ley que regula, sanciona y legitima la desigualdad económica de los ciudadanos, porque la igualdad de los ciudadanos ante la ley tributaria no puede ser aritmética sino proporcional: el que tiene más tributará más, pero proporcionalmente igual a quienes tienen menos. Por ello ha podido considerarse como profundamente injusto el supuesto reparto igualitario de 400 euros dispuesto en la campaña electoral por el presidente Zapatero a dieciséis millones de ciudadanos que tributan el impuesto sobre la renta, porque en este reparto tanto los más ricos como los más pobres recibirán la misma cantidad, y, además, al resto de ciudadanos que no tributan, y por tanto, que no reciben nada. Por ello es tan difícil justificar, dentro del Estado de derecho (y menos aún dentro del Estado de derecho democrático) la razón de ese reparto aritméticamente igualitario de los 400 euros, decisión que deberá figurar como ejemplo inigualable en la historia de la incompetencia democrática: ¿fue una ayuda inspirada por un espíritu ético de beneficencia, pero carente de toda dimensión política? ¿Fue una compra encubierta de votos? En cualquier caso, fue injusta.

{EC95 / EC77 / → EC95 / → EC77 / → PCDRE / → FD / → ZPA /
EC109-113 / → BS33 3-24 / → BS42 19-80 / → BS11 3-27}

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