Filosofía en español 
Filosofía en español

Materialismo / Idealismo político y democrático

[ 852 ]

Materialismo filosófico / Idealismo democrático pacifista:
Guerra / Paz perpetua / Claussewitz / Doyle

1. La democracia, definida como sociedad política no violenta y pacífica [851], que adopta el diálogo o el debate parlamentario, o la diplomacia internacional, como método para dirimir cualquier tipo de conflictos, termina siendo considerada por el idealismo fundamentalista democrático como la única alternativa posible de la sociedad política civilizada [864] y, por tanto, como el “fin de la historia” [888]. Fukuyama se aventuró, siguiendo a Kojève, a poner como motor de la sociedad política al reconocimiento, una idea genuinamente psicologista o espiritualista. […]

La violencia y la guerra habrán de ser retiradas del campo político, y el principio de Clausewitz (“la guerra es la continuación de la política”) habrá de ser anulado definitivamente. De hecho, una gran parte de los historiadores progresistas de nuestra época, tienden a ocultar cualquier referencia, incluso a las grandes batallas, citándolas a lo sumo a pie de página. El propio Fukuyama incorporó a su doctrina el llamado “teorema de Doyle”, según el cual la guerra no puede estallar entre democracias. […]

Las consecuencias de este teorema son abundantes:

La primera, que es necesario investigar las situaciones en las cuales pueda ser aplicada (en antropología política, en historia) la teoría del contrato social a las relaciones internacionales. Se supondrá que la génesis de la sociedad política [889] hay que buscarla antes en los procesos pacíficos de comercio entre tribus que en las confluencias bélicas que conducen al exterminio o a la esclavización de la tribu vencida por la tribu victoriosa.

La segunda consecuencia podría ser la necesidad de proseguir el frustrado proyecto de deslegitimación de la guerra, emprendido por el presidente Wilson, que había puesto en práctica la teoría de la paz perpetua de Kant, y que condujo al Tratado de París de 1928 (conviene tener presente, sin embargo, que Kant, como Rousseau [859], habían visto en las democracias el verdadero principio de los conflictos violentos).

Como tercera consecuencia: la política de desarme (y, en el límite, la supresión de los ejércitos nacionales) practicada recíprocamente entre los Estados democráticos. Fue la idea que inspiró a la política de los laboristas en la Inglaterra de los años de entreguerras, política que ha sido acusada, retrospectivamente, de facilitar el armamento de la Alemania nazi y, por tanto, de ser corresponsable (acaso no intencionalmente) de la Segunda Guerra Mundial.

Como cuarta consecuencia: asumir como objetivo político, primero, el de la “globalización de la democracia” [832]. En el momento en el cual todos los Estados de la Tierra alcanzasen la democracia, la paz perpetua, según el teorema de Doyle, quedaría asegurada. Sería necesario crear un Tribunal Universal de Justicia, cuyas sentencias, aceptadas por todos, garantizarían la resolución pacífica de los conflictos.

Sin embargo, sabemos que estas propuestas del idealismo democrático no han conseguido el cese de los conflictos y de las guerras en el siglo XXI, ni entre las sociedades democráticas, en sus relaciones recíprocas, ni entre las sociedades democráticas y las teocracias islamistas orientales. Sabemos también que el proyecto de una globalización de las democracias implica los principios irenistas fundados en los derechos humanos y en la armonía universal de todos los pueblos y culturas del género humano; pero este principio no parece capaz de derribar el principio de Clausewitz.

Desde un punto de vista filosófico (no ya religioso o metafísico, es decir, el que se funda en ese humanismo laico que reivindica la “fe en el hombre” como sustituta de la “fe en Dios” agustiniano), el idealismo político en general y el idealismo democrático en particular han de dejar paso al materialismo político.

2. La concepción materialista de la democracia política asume naturalmente el postulado de la existencia política de la guerra, es decir, prácticamente, el principio de Clausewitz (“la guerra es la continuación de la política por otros medios”). Un principio que, por lo demás, no es específico de la democracia, puesto que también afecta a las otras formas de organización política; simplemente no excluye a las democracias.

En efecto, el principio de Clausewitz considera a la guerra como un conflicto entre repúblicas (Estados). Pero manteniéndose en la escala política, y no en la escala psicológico etológica [565] que pone, como causas próximas de la guerra, principios tales como la ambición, la “necesidad de reconocimiento”, el deseo de poder, o la “huida hacia adelante” de los políticos atrapados por sus dificultades domésticas. Causas que sólo alcanzan significado político cuando están implicadas en una estructura política.

No será la ambición, sino la ambición política; no el afán de poder, sino el afán de poder político; ni es la huida hacia adelante de los políticos que quieren escapar de las amenazas internas, sino la posibilidad de que el Estado al que pertenecen pueda moverse hacia adelante. Por ello, las “causas de la guerra” habrán de ponerse principalmente en la capa basal, dada su naturaleza variable y dependiente, cada vez más, del mercado interno y externo (reservas energéticas, agrícolas o ganaderas, producción industrial, incremento demográfico...), a través, por supuesto, de la capa cortical.

En este sentido, la guerra entre Estados (sean o no democráticos) se nos aparece como una eventualidad siempre posible en un sistema de Estados en equilibrio inestable. El materialismo filosófico rechaza, por metafísica, la doctrina de la armonía entre los Estados, la posibilidad de una “alianza de civilizaciones” [712] y con ello la posibilidad de una “paz perpetua”. La única paz perpetua que reconoce en el terreno positivo es la paz perpetua particular (no universal) que se firmó, en 1530, entre Francisco I y los cantones suizos. Una paz perpetua que, por lo demás, se interrumpió varias veces, por ejemplo, en las campañas napoleónicas.

Desde este punto de vista, la concepción materialista de la democracia se opone frontalmente al idealismo pacifista que ha ido tomando cuerpo, primero en el terreno doctrinal (en la ideología de la paz evangélica de San Agustín, de Fray Luis de León o de Erasmo, hasta acabar en la doctrina de la Paz Perpetua de Kant), y en segundo lugar en el terreno positivo del Derecho Internacional, a partir sobre todo de la Conferencia de La Haya de 1899, convocada por Nicolás II de Rusia. Y, poco después, a partir de la Conferencia de La Haya de 1907, del proceso de deslegitimación de la guerra impulsado por Levinson a partir de los catorce puntos de Wilson de 1917, que culminó en el Tratado de París de 1931, y que, desacreditado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, volvió a reformularse, tras la experiencia de las explosiones nucleares, en la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y en otras muchas resoluciones ulteriores.

De este modo ha llegado a cristalizar la ideología pacifista que podríamos llamar hoy “oficial” en muchos foros políticos nacionales e internacionales, que se oponen frontalmente al principio de Clausewitz y que podemos resumir en tres proposiciones fundamentales:

(1) El postulado (llamado a veces “teorema”) de Doyle (en atención al artículo de Michael Doyle, “Kant, Liberal Legacies and Foreign Policies”, en Philosophy &c. Public Affairs, 1983) […], se basa, precisamente, en la suposición de la imposibilidad de que un parlamento democrático declare la guerra a otro parlamento democrático. De donde se sigue que existirá un método infalible para lograr la paz perpetua: la globalización de las democracias liberales. La globalización o la universalización de las democracias se considerará, por otra parte, como un proceso irreversible en el curso de la historia, como sostuvo F. Fukuyama en su libro sobre El fin de la historia […]. Resume E. Todd: “Si a la universalización de la democracia liberal (Fukuyama) le sumamos la imposibilidad de la guerra entre democracias (Doyle) obtendremos un planeta instalado en la paz perpetua”. (Después del Imperio, Foca, Madrid 2003, pág. 14).

Este postulado es claramente afín a la concepción idealista de la democracia.

(2) Postulado de la inexistencia de la guerra (que se opone frontalmente al postulado de existencia política de la guerra, tal como lo formuló von Clausewitz): “La guerra no existe como categoría política.” La guerra no es una continuación de la política; es la cesación de la política.

Este principio, cuya primera formulación “cuasi irónica” acaso habría que ponerla en El Político de Platón, cuando definió al político como “pastor de un rebaño sin cuernos” (que utiliza la palabra en lugar de utilizar el palo para pastorearlo), ha ido tomando cuerpo en la doctrina y en la práctica de múltiples instituciones políticas de las democracias homologadas [855]. Desde las conferencias de desarme nuclear hasta la sustitución de los títulos de los Ministerios de la guerra por Ministerios de defensa, o de la sustitución del nombre de guerra dado tradicionalmente a las intervenciones bélicas por la denominación “misiones de paz”. La paz, según esta doctrina, no es desde luego la paz evangélica, puesto que se reconocen conflictos permanentes entre los Estados; pero la guerra se redefine como un caso más de métodos de resolución de conflictos. Un modo de anegar la especie (“guerra”) en el género (“conflicto”), que nos recuerda el método que inició Pi Margall para anegar la especie (“español”) en el género (“hombre”) cuando decía: “Antes que español soy hombre” [742].

Los postulados (1) y (2) no se implican mutuamente. Cabría mantener el postulado (2) al margen del (1), puesto que el proceso de deslegitimación de la guerra podría también llevarse a cabo desde plataformas políticas no democráticas, ya fueran aristocráticas, ya fueran autocráticas.

Pero lo cierto es que el postulado (2), combinado con el postulado (1), implica una concepción idealista-armonista de la democracia y de la guerra.

El postulado (2) –“la guerra no existe como categoría política”– tiene como corolario muy importante (aunque no se quiera reparar en él) la consideración de las guerras entre Estados como procesos separados de la política, incluso como fracasos de la política que obligan a su interrupción. Es decir, inducen a considerar a las guerras como procedimientos no políticos de interacción entre los Estados y, por tanto, como procedimientos propiamente prehistóricos, salvajes o bárbaros, en todo caso no civilizados (“las guerras son la vergüenza de la Humanidad”).

Según esto, la llamada historia del Género humano, en la medida en que comprende guerras históricamente decisivas (sobre todo las dos últimas guerras mundiales del siglo XX), obligan a considerar a la historia universal como la prehistoria de la Humanidad. Una idea que ya ensayó Marx al calificar como “prehistoria de la Humanidad” a toda la historia de la humanidad anterior a su estado final, en el cual los conflictos de clase habrán acabado definitivamente gracias a la implantación del comunismo. Pero, tras el desmoronamiento de la hegemonía de la ideología marxista (sobre todo después de la caída de la Unión Soviética), la “prehistoria de la Humanidad” tendió a verse como ya terminada, sin necesidad de llegar a ese “estado final”, a partir de la constitución de la Sociedad de las Naciones Unidas, de su carta de 1945 y de su Declaración de los Derechos Humanos de 1948 [481-488].

{EC112 / EC113 /
EC 110, 112-113 / → LVC / → PCDRE 277-280 / → BS30 /
EC13 / → EC14 / → EC33 / → EC52 / → EC116 / → EC148}

<<< Diccionario filosófico >>>