Filosofía en español 
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Idea pura de democracia: Fundamentalismo, Funcionalismo y Contrafundamentalismo

[ 854 ]

Democracia Ideal / Democracia realmente existente: modelos y formas
Canon fundamentalista de la democracia

La distinción democracia ideal / democracias realmente existentes puede cruzarse con otra distinción (que también consideramos ineludible cuando hablamos de democracia en general): la distinción entre democracia formal (o forma de la democracia) y democracia material [827] (o contenido de la forma democrática).

En efecto, la Idea de democracia ideal {la Idea de democracia en cuanto forma pura de sociedad política, tal como la conciben muchos de aquellos que se enorgullecen de ser demócratas, que son a la vez tratadistas de libros o alegatos en favor de la democracia} puede ir referida tanto a la democracia formal como a la material; y la Idea de democracia realmente existente puede ser considerada desde sus “componentes formales” como desde sus “componentes materiales”. En todo caso, nos apresuramos a decir que las distinciones anunciadas tienen, a su vez, versiones muy diversas, cuya consideración complica inmediatamente el tratamiento del asunto. Procuraremos reducir estas complejidades a sus líneas mínimas y esenciales.

Cuando oponemos la democracia ideal a la democracia realmente existente, es obvio que no estamos presuponiendo que solo hay una única democracia ideal, y una única democracia realmente existente.

Contamos, con varios “modelos ideales” de democracia. Por ejemplo, la democracia directa o asamblearia, la democracia parlamentaria representativa, sin listas cerradas y bloqueadas, la democracia inorgánica y la democracia orgánica, la democracia liberal pura o la democracia social; las democracias autoritarias y las democracias blandas; las democracias nacionales o la democracia universal; la democracia monárquica o la democracia republicana.

Contamos también con varias formas de democracia realmente existentes, por ejemplo, las democracias capitalistas y las democracias socialistas; las democracias de economía centralizada y las democracias de economía descentralizada; las democracias limpias y las democracias corrompidas (por sus funcionarios); las democracias pacíficas y las democracias expansionistas o imperialistas. O si se quieren utilizar otros criterios más empíricos de clasificación: la democracia francesa, la democracia alemana, la democracia holandesa o la democracia española.

Conviene, por tanto, tener en cuenta que al referirnos a una democracia realmente existente, o bien podemos analizarla en su relación con un modelo ideal de democracia (que podría ser el modelo que ella misma se propuso como guía, o acaso con otros modelos ideales diferentes), o bien en su relación con otras democracias realmente existentes. En realidad, estos diversos planos de relaciones suelen darse cruzados, cuando formamos la clase o conjunto de las “democracias parlamentarias homologables” [855] oponiéndolas a la clase de las “democracias parlamentarias no homologables”, como sería el caso, para algunos, de las democracias de la Cuba de Fidel Castro, o incluso de algunas democracias parlamentarias llamadas populistas, como la de Venezuela de Hugo Chávez, o la de Bolivia de Evo Morales.

En general, quienes distinguen entre la democracia ideal y la democracia realmente existente suelen explicar esta distinción sobrentendiendo que las democracias realmente existentes tienden a aproximarse a su modelo ideal (algunas veces identificado como modelo ideal único); y que las distancias que aún hoy pueden observarse habría que computarlas como déficits de democracia en las democracias realmente existentes, déficits que se remediarían con más democracia.

Otra cuestión es, aun circunscribiéndonos a las democracias homologadas, la de determinar cuáles puedan ser estos déficits. Para algunos, estos déficits pueden resumirse en la práctica de las listas cerradas y bloqueadas; para otros, el déficit principal es el método de designación del presidente del gabinete por el Parlamento, y no directamente por el Pueblo. Unos terceros, consideran que constituye un déficit democrático que aleja a la democracia real de la Idea de democracia participativa la poca participación del Pueblo (manifestada, por ejemplo, en las grandes tasas de abstención en las elecciones). También hay quien considera un déficit democrático el hecho de que en la Constitución de una democracia figure la institución de la “pena de muerte” [474], o bien el proceso de designación de la magistratura del Jefe del Estado a través de la dinastía real.

Quienes así opinan, dentro de las democracias homologadas, pondrán aparte, como democracias con déficits graves, a Estados Unidos o a la Unión Rusa, por incluir la pena de muerte entre sus instituciones; o a España, Inglaterra, Holanda, Bélgica, Suecia o Noruega por incluir en las suyas a la institución monárquica. […]

Ahora bien, cuando intentamos establecer la relación entre democracia ideal y democracia realmente existente, no nos parece que sea el concepto de déficit el tipo de relación más adecuado, pues esto supone que las democracias reales no solo no alcanzan plenamente la forma democrática, sino que acaso no pueden alcanzarla nunca, o, por lo menos, que en tanto no la alcanzan no podrían llamarse democracias reales. Y esta posición estaría muy próxima al fundamentalismo democrático, es decir, a un idealismo que no está dispuesto a reconocer que eso que llamamos déficits son acaso las condiciones que han sido necesarias para que una democracia exista. […]

El fundamentalismo opone un modelo ideal límite a la realidad que pretende explicarse y justificarse desde ese modelo ideal. Pero el modelo ideal es acaso tan solo un modelo límite y utópico obtenido de realidades existentes que se ajustan a determinadas funciones definidas. Y por eso entre el fundamentalismo y el puro empirismo (escondido muchas veces bajo la hipótesis puramente negativa del escepticismo, o del relativismo) hay que oponer el funcionalismo [855].

Según la tesis que aquí presuponemos la mayor parte de lo que se denominan déficits de la democracia no son tanto desviaciones o distinciones de una sociedad política democrática respecto de su estructura funcional efectiva, sino desviaciones de una sociedad política democrática realmente existente respecto de un canon fundamental de naturaleza metafísica que jamás ha existido ni puede existir.

En cualquier caso, para el fundamentalismo democrático la democracia empírica (“realmente existente”) habrá de ser siempre entendida desde la democracia fundamental, evaluada desde el canon pertinente. El Montesquieu del Espíritu de las Leyes, y sobre todo el Rousseau [859] de El Contrato Social, podrían tomarse como los clásicos del fundamentalismo democrático (sin olvidar los precedentes, principalmente Locke), a la manera como Galileo, y sobre todo Newton, suelen tomarse como los clásicos de la Mecánica.

Como canon fundamentalista de las democracias realmente existentes tomaremos, para abreviar, la versión cristalizada en la Revolución Francesa en torno a los célebres tres principios de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad [869-870]; principios que habían ido decantándose a lo largo de los siglos XVII (Locke) y XVIII (Montesquieu y, sobre todo, Rousseau). Estos tres principios o axiomas revolucionarios, respecto del Antiguo Régimen, no habría que considerarlos como una mera enumeración o yuxtaposición de lemas, sino como un sistema de axiomas equiparables a otros sistemas de axiomas de las ciencias modernas y, en particular, al sistema de axiomas expuestos en los Principia de Newton: el principio de la inercia, el principio de la fuerza y el principio de la acción recíproca [630] (sobre el cual se edifica la ley de la gravitación universal). […]

Los axiomas de un sistema gozan de una peculiar independencia relativa y, en el límite, cada axioma podría sustituirse por su contrario sin que se rompa la consistencia del nuevo sistema.

En todo caso cabe discutir cuál de los tres principios es el más significativo para la democracia. Para unos la esencia de la democracia reside en la libertad (Aristóteles, Kelsen). Para otros en la igualdad (Babeuf, Bobbio), a pesar de que muchos teóricos (Kelsen, entre ellos) subrayan que la igualdad económica tiene poco que ver con la democracia. Para unos terceros en la fraternidad [887] (San Agustín, Marx: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”). En cualquier caso, los axiomas de la democracia revolucionaria no son exteriores los unos a los otros, sino que se complementan y codeterminan unos a otros. Una sociedad holizada, regida por el principio de la libertad, tenderá a dispersarse (como se dispersarían las masas inerciales en el espacio euclidiano sin límite); el principio de fraternidad (como el de gravitación en Mecánica) mantiene a los individuos holizados [848] en cohesión o solidaridad mutua.

En El Contrato Social de Rousseau podría constatarse, casi en estado puro, el sistema de estos tres principios (aun cuando las contradicciones e incoherencias de esta obra fundacional sean muy considerables). En efecto, Rousseau parte de un “estado originario” en el cual los individuos deciden integrarse por el pacto social originario, pacífico y no violento, como partes de un todo armónico: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general, y recibe además a cada miembro como parte indivisible del todo. Este acto de asociación produce al instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto por tantos miembros como votos tiene la asamblea, que recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todos los demás recibía en otro tiempo el nombre de ciudad, y ahora recibe el de república o el de cuerpo político, al que sus miembros llaman estado cuando es pasivo, soberano [845] cuando es activo y poderoso al compararlo con sus semejantes” (Contrato Social, libro I, cap. 6).

Sin perjuicio de lo cual, en otros lugares de su obra, Rousseau pone a la familia como primera forma de socialización, o bien habla de las ciudades griegas, regidas por la democracia, diciendo que en ellas el pueblo “estaba constantemente reunido en la plaza, porque disfrutaba de un apacible clima, no era ansioso, los esclavos hacían su trabajo y su interés constante era la libertad” (libro III, cap. 15). El canon democrático, en la versión de Rousseau, tiene como referencia obviamente las democracias directas [859]: la soberanía no puede ser representada, por la misma razón no puede ser enajenada… Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes [institución que, dice, procede del gobierno feudal], no son más que sus delegados, no pueden acordar nada definitivo (libro III, cap. 15). Advertimos cómo contrasta el canon de Rousseau con la práctica de la democracia española [870] de 1978 que considera, desde luego, transferida la soberanía del pueblo a la Asamblea de los diputados, que dejan de ser delegados del pueblo para convertirse en sus representantes [895]. En representantes que lo sustituyen, incluso cuando practican coaliciones que ni siquiera fueron anunciadas en la campaña electoral.

Por lo demás, el canon de Rousseau exige democracias de poco volumen, para que el pueblo pueda estar presente en la plaza pública, o al menos pueda asomarse a los tejados de las casas que la circundan, como ocurrió en tiempos de los Gracos (libro III, cap. 15).

Ahora bien: ¿cómo puede mantenerse, después de la Revolución Francesa, la tesis russoniana (defendida, aún sin necesidad de haber leído a Rousseau, por los fundamentalistas, pacifistas y ecologistas de nuestros días) del origen de la democracia como forma prístina [889] de un estado originado por un contrato social, pacífico y armónico? La tesis de una democracia originaria es una pura ficción [831], porque la democracia fue la resultante de la transformación de sociedades preestatales o estatales muy jerarquizadas, tiránicas, despóticas o aristocráticas. La república democrática moderna fue el resultado de una sangrienta revolución que destruyó el Antiguo Régimen: no procedía de una situación original preestatal o estatal democrática, sino de un Estado ya constituido, el que conocemos como Antiguo Régimen [733].

Tampoco la democracia española de 1978 surgió directamente del pueblo, “que se hubiera dado a sí mismo su Constitución”, sino del Estado constituido en la época franquista, cuando las mismas Cortes de Franco proclamaron como Rey, al día siguiente de su fallecimiento, a don Juan Carlos de Borbón, que Franco había nombrado sucesor a título de Rey; y solo tres años después don Juan Carlos fue reconocido como tal por la nueva democracia (lo que sin duda no se hubiera producido si don Juan Carlos no hubiera estado ya seleccionado y formado, desde la época de Franco, como candidato). Y la Constitución española de 1812 tampoco surgió pacíficamente del pueblo español, sino de las guerras de la independencia [740] que terminaron por arruinar al Antiguo Régimen.

{ZPA 272-274, 278-279 / EC73 /
PCDRE / → EC73 / → BS42 / → ZPA / → ENM / → EFE}

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