Democracia: Estructura y Ontología
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Democracia de mercado pletórico: Desigualdad y multiplicidad / Globalización
Derechos Humanos / Sufragio universal / Plétora de partidos / Estado de bienestar
La Idea de mercado pletórico [831] implica:
1. La desigualdad y la multiplicidad entre bienes ofrecidos (mercancías, incluyendo la fuerza de trabajo) y entre compradores (consumidores o usuarios).
Un mercado pletórico implica una multiplicidad indefinida de bienes fabricados (o, al menos, tratados industrialmente: agua, paisaje, fuerza de trabajo) y clasificados en especies, géneros, órdenes, clases diferentes, cada una de las cuales ha de estar presentada por unidades numéricas distributivas [24] de carácter indefinido. En el caso de que estos bienes sean unitarios (un parque, por ejemplo) habrán de ser públicos a fin de hacer posible la distribución de su disfrute a cada uno de los usuarios. Los bienes clasificados han de ser susceptibles de ser repuestos o mantenidos una y otra vez, tan pronto como sean retirados por los compradores, consumidores o usuarios para su uso, consumo o “disfrute”.
En cuanto a los compradores, es decir, en cuanto a la demanda de este mercado pletórico, también convendría comenzar subrayando la desigualdad de su estructura. Una masa de compradores clónicos, orientados a adquirir una especie única de bienes, significaría la disolución del mercado, y su transformación en un proceso de distribución análoga a la que proporcionaría un riego gota a gota en una plantación de vegetales uniformes. El mercado pletórico, en diversificación y en cantidad de elementos numéricos, cuanto a la oferta, implica un mercado pletórico de compradores, cuanto a la demanda. La desigualdad de compradores ha de sobrentenderse como desigualdad de clases o niveles de compradores, iguales entre sí dentro de cada clase, pero suficientemente numerosos como para permitir la producción “industrial” de los bienes demandados.
2. Industrias, globalización y competitividad como ley darwiniana.
Es evidente que el mercado pletórico está vinculado a la revolución industrial. El mercado pletórico, bien abastecido, por tanto, implica obviamente unas industrias en marcha (y en esta marcha hay que incluir al colonialismo más depredador) [723], capaces de fabricar los bienes de mercado, obedeciendo a la ley de la lucha por la existencia con otras industrias que compiten en el mercado. La competitividad es, desde luego, la ley darwiniana del mercado pletórico.
Es un mercado que tiende, en virtud de estructura expansiva, a hacerse planetario, tanto en lo que respecta a la adquisición de recursos y materias primas por parte de los fabricantes, como en lo que respecta a la creación de un público creciente de usuarios potenciales de los bienes ofertados. Está sometido, por tanto, a leyes de distribución y de producción muy rigurosas (entre ellas las leyes darwinianas), y en virtud de las cuales solo una parte (¿mil millones?, ¿mil quinientos millones?) de los seis mil millones que constituyen hoy el “Género Humano” puede considerarse integrada en los circuitos más vivos de este mercado pletórico y globalizado, atendiendo a criterios especiales (es el totum planetario lo que se globaliza, pero no totaliter).
3. Derechos Humanos y consumidores satisfechos.
A partir de la Idea de mercado pletórico planetario podemos establecer la conexión interna que media entre esta Idea, originariamente económica, con otra Idea, originariamente ética, más que política, que se abrió camino explícitamente a raíz de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, es decir, una vez que los propios vencedores fueron conscientes de que una tercera guerra mundial, una vez en posesión de la bomba atómica, podría acabar con ellos mismos, y no solo con los vencidos o los explotados. La Declaración Universal de los Derechos Humanos [481-488] de 1948 puede considerarse, en efecto, entre otras cosas, como la definición misma de las condiciones mínimas necesarias que será preciso consensuar por todas las grandes y pequeñas potencias para hacer posible una sociedad de mercado pletórico de carácter universal; una sociedad en la que los pueblos más empobrecidos, en lugar de ser masacrados o esclavizados como meros productores coloniales, pudieran alcanzar un desarrollo suficiente para que sus ciudadanos llegasen a participar del mercado pletórico y, si ello fuera posible, pudieran alcanzar el estado de consumidores satisfechos [vid. Gustavo Bueno, Tesela 74].
4. Idea libertad objetiva (libertad para), sufragio universal y plétora de partidos políticos.
La Idea de libertad objetiva es una libertad para, una libertad de especificación para escoger esto o lo otro, que presupone una libertad de (libertad de coacción, libertad de trabas que impiden mi propia acción) [314-335]. Es obvio que la libertad de solo cobra un sentido preciso cuando se fijan los parámetros respecto de los cuales alguien se considera retrospectivamente trabado o coaccionado. Quien ha sido liberado de un campo de concentración puede seguir estando trabado en una secta religiosa destructiva.
Los parámetros pertinentes, en nuestro caso, van referidos a las estructuras sociales, religiosas o económicas que sean vestigios del régimen feudal o del Antiguo Régimen. Se admite generalmente que en la Edad Media, pero también en los comienzos de la Edad Moderna, la situación histórica y social mantenía a los hombres “atados” o trabados a determinadas estructuras sociales, económicas o religiosas (lo que no significa que esas trabas no supusieran, a su vez, una liberación respecto a otras trabas anteriores): el colono o el siervo de la gleba, atado al terruño, había sido previamente liberado de los grilletes del esclavo.
La reforma protestante suele ser considerada como el primer gran movimiento de liberación de Roma, de la Iglesia romana. Es muy frecuente sobrentender que esta liberación de condujo a los cristianos, herederos de tradiciones antiguas (particularmente griegas y romanas), a un encuentro con su “propia conciencia”, proceso que habría confluido con el “individualismo” propio de los miembros de la nueva clase emergente de los mercaderes que iba a dar lugar a la burguesía mercantil e industrial (Engels, Marx, Weber) […]. Sin embargo, es muy dudoso, desde una perspectiva materialista, que la “liberación de las trabas medievales” hubiera podido conducir al supuesto individualismo moderno. ¿Dónde se encuentra, de hecho ese individualismo, dónde ese subjetivismo, salvo en la superficie psicológica o retórica de los fenómenos?
La libertad de no es tanto un proceso individual, cuanto social [881]. Son unos grupos los que se liberan (o impulsan a los individuos) a liberarse de otros grupos. Y si esto es así, tendríamos que reconocer que la libertad para (consecutiva a la libertad de consabida) se conforma esencialmente como una libertad de especificación (llamada libertad de elección, determinada ante la multiplicidad de grupos, sectas, opciones, resultantes de la fractura de la unidad previa) más que como una libertad de ejercicio, que es una libertad de retirarse o inhibirse ante todas las alternativas, diciendo “no” al conjunto de alternativas específicas abiertas a nuestro campo operatorio (la libertad de ejercicio aplicada a todas las alternativas ofrecidas implicaría la necesidad de salirse del espacio de alternativas en el que suponemos se desarrolla la vida religiosa). Quien rompe con la Iglesia romana, al liberarse de ella, comenzará, lejos de decir “no” a toda confesión religiosa, a especificarse como luterano, o como calvinista, o como pietista, o como sociano, o como anglicano, o como anabaptista. O como feligrés de la “religión natural”.
Dicho de otro modo: es la riqueza, incluso la plétora de iglesias, o comunidades reformadas, lo que dispuso al protestante en una situación de libertad para especificarse (para elegir). Lo que ya no es tan evidente es que, efectivamente, pudiera hablarse de libertad subjetiva (en el sentido metafísico de libre arbitrio individual) en el que un cristiano “liberado del papismo” elige la fe anabaptista, en lugar de la fe calvinista; como si los mecanismos grupales no influyesen en él, aunque con contenidos diferentes, tanto como influyen en la “elección” u “opción” de la fe católica.
La libertad secular (no ya religiosa), propia de los hombres que fueron liberándose de las “trabas” medievales (corporaciones, gremios, mercados limitados y escasos, no pletóricos, ni en especies de bienes ni en número de cada especie) podría entenderse a partir de los mismos mecanismos. Lo individuos liberados del terruño para pasar a formar parte de los equipos de trabajadores de las nuevas naves industriales se encontraban no tanto “ante su propia subjetividad individual”, sino ante una cantidad variable de alternativas de trabajo entre las que tenían que “elegir”. Los individuos liberados del mercado limitado que solo les ofrecía un número muy escaso de bienes específicos se encontraban ante mercados pletóricos crecientes, entre cuyos bienes tenían que elegir en cuanto tuvieran los medios dinerarios imprescindibles: para ello se asociaban, se sindicaban, con el fin de obtener, sobre todo, incrementos en sus salarios o reducción en sus jornadas laborales de trabajo. Por aquí se canalizaban sus deseos de libertad. El “individualismo moderno” tiene, según esto, poco que ver con la maduración de una supuesta conciencia metafísica de la “libertad”; es un proceso circunscrito al individualismo propio de los consumidores que se identifican con los bienes que desean adquirir en el mercado pletórico.
La verdadera “libertad de elección” habría, por tanto, que ponerla en la “libertad de especificación”, libertad para elegir entre las diferentes alternativas que ofrecía el mercado. Salirse de todas ellas, es decir, inhibirse del mercado, decir no, era tanto como hacer una huelga de hambre total, como escaparse del sistema de alternativas en función de las cuales se definían los sujetos operatorios coordenados, es decir, suicidarse. Una sociedad democrática se presentaba, por consiguiente, tanto más desarrollada cuanto mejor tuviera definidas las alternativas elegibles (las “opciones”), así como los tipos de conducta más pertinentes ante ellas (incluyendo los “tipos delictivos”).
La ampliación del sufragio universal en las sociedades desarrolladas, premisa imprescindible para la consolidación de las sociedades democráticas, fue un proceso estrictamente correlativo al proceso de ampliación de los mercados pletóricos, y con ellos, de la ampliación del “cuerpo de compradores solventes”, es decir, del incremento de la demanda eficaz (y no solo de la demanda intencional). Ampliaciones que debían desbordar muy pronto las fronteras nacionales. Son estas ampliaciones, progresivas y acumulativas, de los mercados pletóricos y de los compradores solventes las que conducían y conformaban la constitución y consolidación de las sociedades democráticas mediante el desarrollo de la libertad objetiva de los ciudadanos, compradores, consumidores, usuarios o electores.
La ampliación encontró la posibilidad de un desarrollo sobre bases sólidas cuando en los años de la Segunda Guerra Mundial comenzó a tomar cuerpo, como proyecto político (plan Beveridge), la Idea del Estado del bienestar, que había sido sugerida, sin duda (aunque esta observación no agrade al fundamentalismo capitalista), por la Revolución soviética, en tanto se orientaba a conferir el pleno empleo, la seguridad social, la educación gratuita, etc., de los ciudadanos, si bien dentro del orden comunista. El Estado de bienestar aseguraba a los ciudadanos la satisfacción de las necesidades mínimas, y permitía la inundación de los mercados por bienes o trabajos con ofertas cada vez más abundantes.
5. Estado de bienestar, democracia de consumidores, plétora de candidatos y partidos.
El “Estado de bienestar” es la forma según la cual llega a coordinarse el mercado pletórico con la democracia. El Estado de bienestar garantiza la participación de sus ciudadanos en el mercado y, por tanto, la consolidación de la “democracia de los consumidores”.
Irá cristalizando así la Idea de un “Estado al servicio de los ciudadanos”, es decir, de los consumidores capaces de elegir libremente. Una libertad de elección que habrá de aplicarse inmediatamente tanto a los bienes basales, es decir, a los bienes del mercado, como a los bienes reticulares [828], es decir, es decir, a los individuos cuyo trabajo público ha de ser también elegido (parlamentarios, gobernantes). Para lo que también será necesaria la multiplicidad de ofertas, incluso la plétora, a veces, de candidatos o de partidos políticos. Es imprescindible, sobre todo, la libertad de respecto al partido único (el partido único de los regímenes fascistas o comunistas).
Se suscita, sin embargo, una y otra vez, la cuestión filosófica de hasta qué punto cabe admitir una libertad subjetiva (o libre arbitrio) en el acto de elección de los bienes del mercado pletórico, o de los candidatos de la oferta política ¿Acaso la elección de los bienes de mercado no está determinada por esa propaganda que los medios de comunicación hacen de un conjunto de bienes más que de otros? ¿Acaso la elección de los candidatos no está determinada por las campañas electorales, sobre todo en la época en que la televisión, también después de la Segunda Guerra Mundial, comenzó a actuar como un medio hegemónico? ¿Acaso puede decirse que hay más libertad subjetiva (o de libre arbitrio) [833] en las épocas de la democracia que en las épocas de la dictadura?
De otro modo: ¿qué significa la “mayor libertad” (negada terminantemente por los deterministas) propiciada por las sociedades democráticas? ¿No se trata más bien de esa “descomposición de la sociedad en individuos” de la que habló Marx en La cuestión judía, una descomposición que ya habría sido iniciada por la revolución francesa? Y la crítica a este individualismo, ¿no significa la vuelta al organicismo que había propugnado De Donald, en el que Marx habría también incurrido según dicen algunos, con Lefort?
Por último: La democracia tiende a la paz y al diálogo, a la utilización de la negociación y del regateo, propio de los mercados tradicionales, en lugar de la violencia como procedimiento de selección. La democracia tiende, por tanto, a la tolerancia y al relativismo de los valores, porque un bien o un candidato adquieren su valor de cambio simplemente por el hecho de haber sido preferido.
Una sociedad democrática comenzará a correr peligro cuando la plétora de bienes o la capacidad adquisitiva de los ciudadanos decaiga en proporciones significativas. El desfallecimiento de la República de Weimar, cuya Constitución fue, sin duda, democrática, se produjo en el mismo terreno en el que estaba preparándose el surgimiento del nacionalsocialismo. Pero no por el “miedo a la libertad”, que el hombre masa en creciente pudiera haber acumulado durante la época (según el diagnóstico de Ortega o de Fromm), sino, entre otros motivos, por la exigencia de los vencedores de la guerra de 1914 a 1918 de unas indemnizaciones que dispararon una inflación desbocada que congeló la demanda efectiva de mercados. Cuando, por ejemplo, cien mil señoritas berlinesas, hijas de familias burguesas, se encontraron con que no tenían más dinero para comprar en el mercado que el que obtenían por vender su propio cuerpo. Al hundirse el mercado en Alemania se hundió la democracia de Weimar; y en su lugar vino el nacionalsocialismo. Que intentó levantar un “Estado de bienestar” a costa de los demás Estados; y no por los procedimientos de la negociación pacífica, propios, hasta cierto punto (hasta que no llegue la crisis), de las grandes potencias democráticas, sino por los procedimientos de la violencia y de la guerra [851].
¿Quiere esto decir que en el caso en el que un mercado pletórico tuviese asegurada su recurrencia (o “sostenibilidad”) el régimen democrático habría de ser considerado, de acuerdo con el fundamentalismo democrático, como el estado final de la historia política, como el “fin de la Historia”? [885] Dicho de otro modo, ¿será preciso reconocer el carácter indefinidamente recurrente (“sostenible”) de las democracias pletóricas, su capacidad para reproducirse indefinidamente a sí mismas? ¿Será preciso admitir que solo por causas extrínsecas, extra-políticas (tales como la propagación de un virus letal, o el impacto de un meteorito), podría entenderse la declinación catastrófica de una democracia pletórica?
Nuestra respuesta tiene que ser negativa. El concepto de democracia pletórica no implica que ella deba alcanzar la condición que conviene al proceso cíclico de un móvil perpetuo, perfectamente uniforme, capaz de discurrir indefinidamente, sin incremento de entropía, bajo el cielo luminoso de la paz perpetua [852-853]. Una democracia pletórica, en virtud de su propia estructura interna, jamás reproduce los ciclos de la producción, de la distribución, de la elección, de modo uniforme. Los ritmos de sincronización de las diferentes democracias no son tampoco conmensurables en todo momento. Las materias primas que el mercado necesita para su oferta (materias que vienen, en una gran proporción, del exterior de cada democracia) no son inagotables y la demanda tampoco puede mantener sus ritmos de modo uniforme, porque los propios consumidores y electores se transforman como consecuencia de sus consumos, usos o elecciones precedentes, y no siempre de modo armónico. Según esto, una democracia pletórica habrá de entenderse como un sistema procesual resultante de múltiples variables, cada una con sus propios ritmos, confluyentes por vía, en gran medida, aleatoria, y no teleoclina; porque la confluencia de diferentes sistemas teleoclinos, no es ella misma teleoclina [95]. La posibilidad de catástrofes (incluso en el sentido de René Thom: catástrofes en cúspide, en cola de milano…) estará siempre inscrita internamente en la estructura de cualquier democracia pletórica. Y la probabilidad de una evolución hacia formas de organización política no democrática debiera ser tenida siempre en cuenta por todos aquellos fundamentalistas que confían en que “con más democracia” podíamos dar por asegurada la libertad, la paz y la felicidad pública de la sociedad política.
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