Filosofía en español 
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Idea pura de democracia: Fundamentalismo, Funcionalismo y Contrafundamentalismo

[ 857 ]

Materialismo filosófico como crítica radical a la Idea pura (fundamentalista) de Democracia
como canon de la democracia real

[Nuestra crítica] a la Idea de la democracia realmente existente como realización más o menos plena de una Idea pura de democracia presupone un enfoque similar al que [hacemos] a propósito de la crítica [a las Ideas límite] de perpetuum mobile (los motores realmente existentes, los motores temporales no son realizaciones deficitarias de un móvil perpetuo), del cristianismo eterno o del comunismo final. (Por ello, nos parece que tiene el mayor interés, para el análisis de la Idea democrática fundamentalista, entendida en función de las democracias realmente existentes, la comparación entre los procedimientos metaméricos, como componentes del pensamiento utópico y los procedimientos de la metafísica o cosmología climacológica [793] que está en el fondo de la Idea de progreso). […]

[Ahora bien], mientras que la Idea de motor perpetuo no influye directamente en los motores realmente existentes (a lo sumo pudo influir en la conducta de algunos “ingenieros” obstinados en conseguir un móvil perpetuo mediante la supresión de roces, complicación de bielas, obteniendo de paso una mejora en el rendimiento de su ingenio), en cambio, la Idea democracia pura (como la Idea de cristianismo eterno o la del comunismo final) sí que puede influir, y ha influido de hecho, directamente en las democracias empíricas. Y esto de varias maneras:

En primer lugar, mediante la “reconciliación con la realidad” [860], al lograr frenar el desencanto de los integristas que creen fracasado su proyecto: no habrá por qué considerar la democracia por la constatación de sus déficits; hay que contar con estos déficits y tratar de corregirlos.

En segundo lugar, a partir de la Idea límite se logrará también frenar los probables reproches del pueblo a sus dirigentes; para los gestores la Idea pura puede servirles de coartada: “No se nos puede exigir más, y en todo caso no tenemos responsabilidad en cuanto al estado imperfecto en el que hemos dejado a la sociedad gobernada por nosotros”. La Idea de democracia fundamental permanecerá intacta, y podrá seguir guiando hacia la perfección política a las democracias realmente existentes, con todos sus defectos.

En tercer lugar, la Idea pura de democracia hará posible reinterpretar los grandes servicios que regímenes diferentes hayan podido prestar a las sociedades, en otro tiempo organizadas oligárquica o tiránicamente, interpretándola a la luz del progreso indefinido hacia la democracia fundamental.

En cuarto lugar, la Idea pura de democracia permitirá transferir a la democracia empírica la luminosidad de los fundamentos de la Idea pura; incluso permitirá atribuir a la democracia muchos progresos derivados de otras fuentes que muy poco tienen que ver con la democracia.

En quinto y último lugar, la Idea pura de democracia permitirá homologar [855], en sustancia, a todas las democracias empíricas realmente existentes, con todos sus defectos o déficits. Si la Constitución democrática de Estados Unidos mantiene la pena de muerte, y si su abstención ronda allí el 35 por ciento, la democracia norteamericana es tan democrática como la República Federal Alemana; sus defectos son accidentes, contingencias salvables siempre que se esté dispuesto a aplicar el mismo remedio: más democracia.

Cabría redefinir el fundamentalismo democrático como la doctrina clásica de la democracia que reconoce la necesidad de establecer un curso recto suyo, distinguiéndolo de los cursos desviados. Y, en consecuencia, reconocerá también la posibilidad de habilitar cánones democráticos prácticos [869-870] para medir los ángulos de desviación (en dirección, en sentido o en celeridad) de un curso democrático concreto respecto de la línea fundamental, es decir, la línea trazada por el fundamentalista democrático. [El materialismo filosófico constituye] una crítica radical a la Idea (fundamentalista) de la democracia como sistema político puro y susceptible de ser utilizado como canon de cualquier democracia real, que sirve, entre otras cosas, de justificación a quien, aun sintiéndose cómplice de los déficits de la democracia real, no cree que queden comprometidos sus principios democráticos, que permanecen siempre a salvo, como los principios del cristiano, inmarcesibles ante el desgaste de la prosa de la vida. Una crítica demoledora a las democracias fundamentalistas, a la Idea que la mayoría de las democracias de nuestro siglo, una vez barridas de fascismos en la primera mitad del siglo XX, y de comunismos, al menos europeos, durante la segunda mitad, mantienen sobre la esencia de la democracia. Una Idea que les mueve una y otra vez a proclamarse demócratas como garantía de haber alcanzado el punto más alto posible de la conciencia política, ética y moral. Desde estas posiciones democráticas fundamentalistas de principio se tratará de reconstruir, justificar o explicar cualquier tipo de comportamiento valorado positivamente, y desde él se justificará también el ataque a cualquier tipo de comportamiento considerado indigno o criminal.

“El arte griego clásico (se dirá) fue el fruto de la democracia ateniense” [858], o bien, “es preciso condenar el terrorismo (nacionalista, islámico, anarquista, etc.) en nombre de la democracia”. Todas estas declaraciones son meramente panfletarias y propagandísticas. El arte griego, tanto o más que la llamada democracia ateniense, fue fruto de su aristocracia, o incluso de la tiranía; y no hace falta aducir mi condición de demócrata para condenar un acto terrorista, el tiro en la nuca que da un etarra a un ciudadano que pasea por la calle. ¿Acaso un aristócrata, un dictador y hasta un déspota no lo condena también? Además, esta condición es un modo de contribuir a enturbiar la naturaleza del problema.

Más aún, muchos conflictos, incluso bélicos, pueden considerarse determinados por la dialéctica entre las democracias [851] realmente existentes, en la medida en que ellas se enfrentan con otras democracias. Porque la democracia, y esto debía recordarse constantemente, se mantiene en el ámbito de una sociedad política, de suerte que las relaciones de dos sociedades democráticas no tienen por qué ser democráticas; y las parodias de democracia representadas en las votaciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en las que el voto de una democracia de doscientos cincuenta millones de ciudadanos se supone equivalente al voto de una democracia de cincuenta mil ciudadanos, es solo una ficción jurídica, un mero caso de democracia procedimental [880], cuyo funcionalismo político hay que buscarlo más allá de la Idea de democracia. Los fundamentalistas se escandalizan de que el presidente de los Estados Unidos esté dispuesto a desencadenar un ataque contra determinadas potencias islámicas, incluso aunque no cuente con la mayoría con la mayoría de las Naciones Unidas. Los fundamentalistas, que aquí se nos revelan como formalistas [846], considerarán esta actitud del presidente de los Estados Unidos como antidemocrática, lo que quiere decir que ellos toman en serio la estructura democrática de la Asamblea General de las Naciones Unidas, incluso el propio derecho de veto que detentan los grandes.

Nuestro Panfleto contra la democracia realmente existente (2004) puede definirse, con más precisión, como un intento de crítica radical a las democracias positivas que creen que solo pueden entenderse a sí mismas desde la Idea fundamentalista de democracia, y que por tanto sacralizan la democracia como si ella fuera el primer motor de toda la sociedad política. Una crítica que busca contribuir a poder decir, en cada caso, si lo que hace falta para resolver los graves problemas que surgen cada día es “más democracia” para arreglarlos, o más bien si la aplicación de los métodos democráticos de la tolerancia, judicialismo, etc., no constituyen un fracaso que obligará, en un momento dado, a cambiar de método, aun dentro de la misma democracia. Y el banco de pruebas más inmediato del que en España disponemos para contrastar estas alternativas tiene un nombre bien conocido: la existencia de ETA y de sus satélites.

Estos satélites de ETA piden, en nombre de la democracia y de la libertad, la transformación del País Vasco, dentro de la Constitución española de 1978, en la condición de un Estado libre, asociado ulteriormente a España. Algún partido político quiere extender esta petición a todas las autonomías, en nombre de un “Estado federal” [742] constituido por los Estados libres asociados. […] Es evidente que estos proyectos chocan con la Constitución de 1978, que en su artículo primero define la unidad indivisible de España. Pero también es evidente que si esta Constitución es algo más que un papel mojado, es decir, si se la puede invocar como norma efectiva, es porque ella dispone de fuerza suficiente para hacerse cumplir. La fuerza del Estado de derecho no estriba en la literalidad de sus normas o en las sentencias de los jueces, sino en la capacidad coactiva del Estado realmente existente para hacerlas cumplir, o para ejecutarlas. Si esta fuerza no existe o no actúa el Estado de derecho desaparece, porque él no obra en virtud de su pura Idea. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la fuerza del Estado solo tiene lugar en composición con las alianzas que él mantenga con otros Estados, o con otras instituciones intraestatales, como la Unión Europea o la OTAN; y esto sin olvidar que tanto al Reino Unido como a Estados Unidos, en relación con España, les preocupa mucho más la cuestión del terrorismo que la cuestión de las pretensiones de autodeterminación de alguna de sus partes.

Si los proyectos secesionistas comienzan a ser “realizados” de forma violenta, incluso contra las sentencias pronunciadas por los tribunales de justicia, de poco valdría invocar el artículo primero de la Constitución para detener una probable “catástrofe en cúspide” de la democracia española o, dicho de otro modo, para detener la balcanización de España; una balcanización [743] que podría producirse como consecuencia de la política real secesionista [744] de determinadas comunidades autónomas, cuyas acciones determinase en el resto de los españoles el aborrecimiento a mantener a toda costa la unidad con ellas. Una tal balcanización transformaría acaso la democracia española en, por ejemplo, seis, diez o cuarenta y siete democracias nuevas [745].

La “catástrofe en cúspide” no afectaría, por tanto, a la democracia en general (sin parámetros), sino a la democracia española [846], más exactamente, a España. Lo que demuestra que una cosa es España [739] (como unidad política existente con anterioridad a la democracia de 1978) y otra cosa es la forma democrática del Estado español. Y que no puede decirse que “con más democracia” todos los problemas planteados por los separatistas habrán de resolverse, porque es precisamente en nombre de esa “más democracia” como proceden quienes pretender transformar las nacionalidades “con una simple modificación de la Constitución” en soberanías políticas.

Lo que demuestra, a su vez, que no es tampoco la democracia la que mueve hacia el soberanismo a las regiones (regiones que la Constitución denominó, con notoria imprudencia nacionalidades), si se constata que esas regiones o “nacionalidades” tienen ya toda la democracia que puedan desear. Lo que quieren por consiguiente los soberanistas no es tanto más democracia cuanto independencia política.

Por supuesto, la mayor parte de las críticas a la democracia realmente existente no son nuevas. Que las democracias son, en el fondo, plutocracias u oligarquías, es un “secreto a voces”. Chomsky, por ejemplo, hablando de las ilusiones necesarias decía: “Los medios de comunicación son los vigilantes que protegen a la clase privilegiada de la participación de los ciudadanos”; o bien: “Que un pequeño grupo de corporaciones controle el sistema de información no es un daño a la democracia, es su esencia”.

Que las democracias actuales son partitocracias (aristocracias u oligarquías) [894] en las que (y a diferencia de lo que ocurría en la democracia ateniense, se dice) los individuos propiamente dichos carecen de toda capacidad de iniciativa, es también un hecho muchas veces denunciado. Otras veces se subraya el despilfarro de energía que requiere el sistema de democracias parlamentarias, y la mutua neutralización de los partidos en perpetua contienda para “conseguir el poder” en la próxima legislatura.

Si hay alguna novedad en la visión crítica de las democracias homologadas actuales que ofrece [el materialismo filosófico], esta novedad no habrá que buscarla tanto en la “revelación de secretos” que ya han sido revelados, sino en la perspectiva desde la que tiene lugar esta “revelación”. Y que no es la perspectiva “puntual” (aunque sea esencial), sino la perspectiva sistemática [1]; y no es la utilización de los criterios del anarquismo (contra el Estado), ni los del fascismo (contra el régimen parlamentario), ni de los criterios de la cólera o de la indignación ante el espectáculo de una “pueblo engañado”, ni de los criterios tétricos o apocalípticos ante la “alienación producida por el poder”. Acaso porque este Panfleto no pretende mirar hacia el futuro, sino mantenerse en el análisis sistemático del presente, tratando de “ver lo que hay”, en política efectiva, como una consecuencia o corolario de lo que ya ocurrido antes en el pretérito.

¿Queremos decir, en conclusión, que la democracia, tal como el idealismo fundamentalista [842-853] la concibe, es el peor régimen de gobierno, aun descontando a todos los demás (incluso a aquellas democracias ideales a las que aspiran quienes exigen una “democracia real ya”)? No en modo alguno. […]

La concepción materialista de la democracia no tiene por qué considerar a este régimen como la única y la mejor forma posible y, menos aún, como el final último del progreso histórico político. Esto no quiere decir que el materialismo considere a la democracia como la peor forma posible de gobierno, como el régimen más próximo al despotismo (aunque así lo sostuvieron Rousseau y Kant) [859]. […]

En realidad, la concepción materialista de la democracia, en virtud de la tesis de la inseparabilidad de la forma conjuntiva democrática respecto de su materia basal o cortical [828], es incompatible con la evaluación, a peor o a mejor, de la democracia en abstracto. La evaluación de la democracia no puede ir referida a su “forma sincategoremática”, sino a la relación entre esa forma y su materia, para decirlo al modo aristotélico. Dicho de otro modo, a su funcionalismo [855].

Lo que queremos negar al fundamentalismo democrático es la concepción de la democracia representativa como la mejor forma de régimen posible, tanto si está deficientemente representada como si está realizada de modo pleno. Lo que negamos es la posibilidad misma de estas evaluaciones de la democracia (“mejor posible”, “peor posible”) en términos absolutos; la evaluación de un régimen político solamente tiene sentido relativamente a la eutaxia de la sociedad política de referencia, porque la democracia representativa no es una idea absoluta, un canon que pueda ser considerado en sí mismo, sino que es una función cuyos valores solo aparecen en la aplicación de la función a la materia política concreta y variable, adscrita a un territorio y a un coyuntura histórica, que desempeñan el papel de parámetros.

No se trata tampoco de defender ciertos parámetros idiográficos “concretos”. En determinadas circunstancias, repetibles (por tanto, no idiográficas), una “dictadura democrática plebiscitaria” puede ser mejor que una república aristocrática o que una democracia parlamentaria. Y, asimismo, en determinadas circunstancias, una república democrática puede ser preferible a una aristocracia o a una autocracia.

Acaso las circunstancias que permiten defender la preferencia por una democracia parlamentaria podrían determinarse por estos dos parámetros:

(1) La situación de una sociedad política que se ha liberado de una aristocracia de sangre o de dinero, o de un grupo de poderes mafiosos, respecto de la cual los ciudadanos creerán haber alcanzado la libertad y la posibilidad de intervenir en la plaza pública.

(2) La situación de esa sociedad en fase de auge económico canalizada a través de un mercado pletórico [831-832].

{PCDRE 76, 58, 65-66, 83-84, 304-307 / EC73 / EC112 / EC113 /
PCDRE / → FD / → EC50 / → EC52 / → EC73 / → EC109-113}

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