Democracia: Estructura y Ontología
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Esencia específica de la democracia considerada desde la armadura reticular estricta
Control simbólico del “Pueblo” / Paradoja democrática / Eutaxia
Ateniéndonos al momento reticular estricto de las sociedades políticas (a la reunión de sus capas conjuntivas y corticales) hemos establecido como clasificación fundamental de estas sociedades, la clasificación dicotómica entre las sociedades políticas democráticas / no democráticas [837]. Las sociedades políticas democráticas se definirían como aquellas en las que actúa un control simbólico del pueblo (-III). Las sociedades no democráticas serían aquellas en las que no actúa el control del pueblo, sino a lo sumo un control de uno o de los pocos (±I, ±II). La democracia se nos define, más que como una especie del género “sociedad política”, como una “familia” de especies de este género [838].
Pero la esencia específica diferencial de las sociedades democráticas no consiste en el poder o facultad de control o de veto del pueblo respecto a la gestión de los responsables de la “armadura reticular” que él ha elegido: el “poder judicial va asignado a una corporación que no se renueva por vía electoral, aunque algunas magistraturas sí estén renovadas por el ejecutivo y el legislativo; el “poder militar” constituye también una corporación que no es elegida por el electoralmente; la burocracia administrativa, funcionarial, que constituye un elemento de continuidad imprescindible en la sociedad política tampoco es renovada electoralmente en las democracias modernas.
Si nos atenemos al poder conjuntivo estricto en las elecciones democráticas el pueblo no “controla” propiamente a los gobiernos-parlamentos en función de su gestión (porque el control solo pueden ejercerlo los organismos competentes especializados, como el Tribunal de Cuentas, el Tribunal Supremo, etc.), sencillamente porque carece de elementos de juicio y, por tanto, de capacidad de “controlar”. Tampoco puede decirse, en general, que en las elecciones democráticas sea “el pueblo” el que veta a un Gobierno o lo derriba en función de su gestión, sencillamente porque no es el pueblo el que vota en contra del Gobierno, sino una parte (a veces mínima, la suficiente para inclinar la balanza de las elecciones) de ese pueblo.
El poder de “control del pueblo”, en tanto no lo hacemos consistir propiamente en la gestión o iniciativa de planes o programas, se ejercerá esencialmente como la capacidad o potencia del pueblo para hacer cambiar los planes o programas de los ciudadanos que asumen los poderes de gestión, o incluso a los propios ciudadanos. Esto no significa que el poder de control democrático sea únicamente un poder sobre personas (para nombrarlas o removerlas de sus funciones, dado que las personas están necesariamente asociadas a determinadas funciones de gestión o de iniciativa). Por ejemplo, el ejecutivo tiene el poder de iniciativa respecto a un proyecto de ley presupuestaria anual (proyecto que implica programas y planes) [238]; el “pueblo” carece de ese poder de iniciativa pero no porque se “le haya arrebatado” (o por cualquier otro motivo extrínseco subjetivo), sino porque como tal pueblo (cuya unidad en cuanto planes y programas no existe, al estar dividido en partidos) carece de la capacidad política y técnica necesaria para formular iniciativas. Pero, en cambio, puede controlar al gobierno que presentó una ley presupuestaria, o bien proponiendo otra ley de presupuestos, o bien retirando la confianza al Gobierno, o a su partido.
El recelo que los jacobinos (siguiendo a Rousseau) [891] y después Stuart Mill y otros muchos politólogos, que veían en las democracias indirectas algo así como oligarquías electivas, mantuvieron siempre ante el sufragio indirecto tenía que ver, sin duda, con esta posibilidad de reducción del poder del pueblo a los términos de ese “poder simbólico de control” (a lo sumo), de un poder que no afectaba a la iniciativa ni a la gestión. De ahí la tendencia constante a lograr que el poder popular pudiese asumir el poder de iniciativa y de gestión, ya fuera mediante el recurso de mandatos imperativos (a través de los cuales el Parlamento o el Gobierno recibe instrucciones concretas del pueblo), ya sea mediante el procedimiento del referéndum, facultativo (es decir, acordado por la Asamblea) u obligatorio (es decir, impuesto por la Constitución).
Sin embargo, la necesidad de sencillez exigida por cualquier texto sometido a consulta popular sigue limitando esencialmente el poder popular, en iniciativa y en gestión.
¿Cuál es la función que especifica a las democracias en el conjunto de las sociedades políticas, a saber, la función de las elecciones periódicas responsables de la armadura reticular (ejecutiva y legislativa) de la Nación?
Es la ceremonia, de un alto valor simbólico, mediante la cual la parte “más representativa” del poder en ejercicio (el ejecutivo y el legislativo) ha de someterse al arbitrio (estadístico) –similar al arbitrio que regula la cotización de las acciones en Bolsa– del cuerpo electoral, cuyos votos, según las reglas establecidas, decidirán su permanencia o su remoción, parcial o total, en el poder. Pero las elecciones no pueden concebirse como una ceremonia a través de la cual el pueblo “juzga” –controla, veta o aprueba– la gestión del Gobierno y del legislativo, y ello sencillamente porque no está preparado para emitir juicios objetivos en este terreno (y no porque, como tantos apocalípticos creen, le haya sido arrebatado ese poder al pueblo por la malicia y la astucia de los gobernantes). Para atribuirle al pueblo la decisión tendría que haber un acuerdo unánime. Si no hay acuerdo sino des-acuerdo (o dis-cordia) ya no podrá decirse que es el pueblo quien elige, sino una parte, mientras la otra o las otras acatan la mayoría, pero no en nombre del pueblo. Es esencial, en la filosofía de la democracia, tener en cuenta, en efecto, que el consenso y el acuerdo no se identifican siempre en los denominados “procedimientos de consenso”. [880]
Supuesta la distinción lógica entre consenso y acuerdo, hemos comprobado que hay mayorías y minorías, en la línea del consenso, y que hay mayorías y minorías en la línea del acuerdo; y, en ocasiones, ocurre que las mayorías en desacuerdo mantienen consenso en los resultados. [640-641]
Y esto es lo que nos obliga a analizar las “mayorías democráticas” de un modo menos grosero que aquel que se atiene a las distinciones meramente aritméticas. Evitando la prolijidad nos limitaremos a decir que cuando hablamos de todos (o de mayorías que los representan), o bien nos referimos a totalidades distributivas (con las cuales podremos formar ulteriormente, por acumulación de elementos, conjuntos atributivos con un determinado cardinal); o bien nos referimos a totalidades atributivas. [24] Y, por otro lado, o bien tenemos en cuenta la extensión del conjunto de sus partes, o bien la intensión o acervo connotativo en cuanto totalidad o sistema de notas relacionadas no solo por alternativas libres, sino ligadas, como ocurre con los alelos de la Genética. De este modo, construimos la distinción entre dos tipos de mayorías (o de relaciones mayoritarias) que denominamos respectivamente consenso y acuerdo (aunque estaríamos dispuestos a permutar la terminología).
El acuerdo democrático, referido al cuerpo electoral, respecto de determinadas opciones k, puede ir unido a un consenso (positivo o negativo), ya sea mayoritario, ya sea unánime; el acuerdo es imposible sin consenso. Pero (y cabría llamar a esta situación “paradoja democrática”) el consenso puede disociarse del acuerdo: puede haber consenso en medio de una profunda dis-cordia, diafonía o des-acuerdo [641]. Dicho de otro modo: las mayorías que soportan un consenso no implican necesariamente a las mayorías necesarias para un acuerdo, y esta paradoja no resultará desconocida a quienes hayan participado, como vocales o jueces, en los antiguos tribunales de oposiciones a cátedras.
El consenso es la relación de la mayoría (absoluta o relativa) de los votos, respecto de un candidato u opción. El acuerdo es la relación del candidato respecto a la mayoría absoluta (unanimidad en el límite) del cuerpo electoral dado. Habrá a la vez consenso y acuerdo cuando una mayoría absoluta se aplica a un candidato. Habrá consenso pero no acuerdo cuando una mayoría relativa (o minoría mayoritaria) se aplica a un candidato, mientras que los votos restantes se dispersan en desacuerdo mayoritario, aplicándose a los diversos candidatos. El consenso sin acuerdo podría considerarse como el resultado de la composición de un consenso de primer orden (el de la mayoría) y de un acuerdo mayoritario, nemine discrepante, de segundo orden. Es decir, de un “acuerdo antifrástico” en la medida en que consiste en dar más peso a un consenso minoritario frente al desacuerdo mayoritario. Con todo, el acuerdo mayoritario de segundo orden no puede encubrir el desacuerdo (o discordia) mayoritaria de primer orden de un cuerpo electoral que acaso resultar estar fracturado respecto de los acuerdos básicos; es solo un expediente pragmático para mantener la continuidad, hasta donde sea posible, de una democracia procedimental. El acuerdo mayoritario implica el consenso. Y no cabría hablar ni de consenso ni de acuerdo cuando ni siquiera existan mayorías relativas, dada la dispersión de votos unida a empates entre dos o más candidatos.
No hay que poner ahí eso que los fundamentalistas suelen llamar la “grandeza de la democracia” [891]. Las elecciones legislativas y presidenciales tienen otra función, no menos importante, sin embargo, para la eutaxia democrática y para la “grandeza de la democracia”: mostrar que el poder del gobierno legislativo y del ejecutivo no es sustantivo, autónomo (como si hubiera emanado de la divinidad o de cualquier otro manantial profundo), sino que está subordinado, entre otras cosas, a la prueba electoral, que tiene lugar en las ceremonias propias de la democracia procedimental, a través de las cuales “el pueblo” realimenta la Idea (otros dirán: la ilusión) [883] de su poder efectivo.
Los resultados de las elecciones políticas democráticas no pueden tomarse, por tanto, como criterio objetivo acerca de la gestión del Gobierno (muchas veces “el pueblo”, es “injusto” con un Gobierno o con el partido mayoritario del Parlamento), aunque tampoco tienen los resultados electorales por qué carecer de todo tipo de correlación con otros resultados derivables de criterios objetivos de tal gestión. Entre otras cosas, y principalmente, porque uno de los objetivos del “poder”, en orden a la eutaxia, es mantener o suscitar la mayor cantidad posible de conformidades, incluso de entusiasmos, en el cuerpo electoral, aun cuando esta conformidad o entusiasmo sean puros “efectos de imagen” (como ocurre, por lo demás, en general, con los procedimientos utilizados para vender bienes o servicios ante el público de una sociedad de mercado pletórico) [831-832]. Solo en situaciones muy excepcionales, aquellas que se dibujan mediante alternativas sencillas, claras y distintas, dadas en determinadas coyunturas (corrupción escandalosa, torpeza manifiesta), la ceremonia electoral puede considerarse como una “sentencia objetiva del pueblo” (siempre de un parte suya) ajustada a algún aspecto objetivo de la gestión del Gobierno o del Parlamento”.
Según esto, como característica esencial de la democracia parlamentaria material, considerada desde su armadura reticular, mantenemos la característica que desempeña el papel de diferencia específica interna respecto del género sociedad política, la característica del control simbólico, en las condiciones dichas, del poder legislativo (o presidencial en su caso), que el cuerpo electoral se reserva para sí. Esta facultad de control del legislativo-presidencial vendría a ser la condición necesaria y suficiente para que una sociedad política se constituya como democracia.
En las democracias homologadas [854], tanto si son unicamerales como si son bicamerales, el control electoral de sus miembros corresponde al cuerpo de ciudadanos indiferenciados (su voto es secreto y anónimo), es decir, el “pueblo”, a diferencia de lo que ocurre en las sociedades no democráticas, en las que los miembros de la Asamblea o del Ejecutivo son controlados por otras corporaciones particulares formadas por “ciudadanos diferenciados”, a través de las familias, municipios, sindicatos o instituciones tales como consejos de fábricas, universidades, academias o iglesias. Hay variantes mixtas, por ejemplo, cuando el Congreso o Cámara Baja es controlado íntegramente el poder popular (ejercitado en las elecciones parlamentarias), pero el Senado o Cámara Alta es controlado, en todo o en parte, por instituciones particulares (Academias, Corona…).
Cuando el Senado se transforma en Cámara de representantes territoriales (Condados, Autonomías, Länder…) sus miembros dejan de ser representantes del cuerpo de ciudadanos indiferenciados (es decir, no discriminados ni por raza, ni por sexo, ni por religión, ni por inteligencia, ni por profesión, etc.), del pueblo (de la Nación) [727], para serlo solo de partes fraccionarias diferenciadas de la misma (sin perjuicio de que esas diferencias sean reconocidas por los demás): en este caso el Senado, como Cámara de representantes territoriales, es menos democrático, en sentido dicho, que un Senado cuyos miembros sean elegidos por todo el pueblo indiferenciado, y no por partes diferenciadas suyas.
{PCDRE 154, 151-152, 155-158, 161-162 /
→ PCDRE 123-171, 309-316 / → DCI / → BS42}