Filosofía en español 
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Democracia: Estructura y Ontología

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Tipos de democracias según criterios tomados de la armadura reticular:
Presidencialistas / No presidencialistas / Ejecucionistas / Parlamentaristas / Judicialistas

Las democracias podrían clasificarse internamente tanto según criterios reticulares como según criterios basales [838]. Atendiendo a los criterios tomados de la armadura reticular podemos establecer como principales variedades de la democracia material las siguientes: democracias presidencialistas / democracias no presidencialistas, [distinción fundada] en la situación del ejecutivo en el contexto de la armadura reticular de las sociedades democráticas. [Pero] también tendremos que acudir a las situaciones respectivas del poder judicial, del poder militar, del poder diplomático, etc. Son situaciones, [por ejemplo], en las que tiene lugar un control relativo de unas corporaciones particulares por otras corporaciones particulares. Distinguiríamos así tres tipos de democracias: ejecucionistas, parlamentaristas y judicialistas.

Democracias presidencialistas / Democracias no presidencialistas.

Las democracias presidencialistas son aquellas en las que el pueblo, en el sentido dicho, [839] se reserva el control electoral directo (-III) del poder ejecutivo: el Presidente del Ejecutivo, y con él su gobierno, depende directamente del pueblo que lo eligió y, por tanto, no tiene por qué dar cuenta al Parlamento, en sesiones de investidura o en debates sobre el estado de la Nación, de sus iniciativas o de su gestión. En las democracias materiales republicanas el Jefe del Ejecutivo suele ser, a la vez, el Jefe del Estado o Presidente de la República, como ocurre en los Estados Unidos; pero en las democracias coronadas el Jefe del Estado está fuera del control popular (en la Constitución española de 1978, así se desprende del artículo 57).

El conflicto que las democracias coronadas mantienen con la tendencia de las democracias homologadas [855] a mantener el control del Ejecutivo y, por tanto, el control de la elección del Jefe del Estado, queda atenuado por las restricciones a las que, en las monarquías constitucionales, se somete al Jefe del Estado, que lejos de encarnar sus funciones con independencia de los demás poderes ha de jurar, al ser proclamado ante las Cortes Generales, guardar y hacer guardar la Constitución (artículo 61 de la Constitución española) y ha de ser refrendado en sus actos por el Presidente del Gobierno, y en su caso por los ministros competentes (artículo 64). Esto hace que en algunas constituciones, como la española, pueda concluirse (por parte de los tratadistas de ciencia política) que el Jefe del Estado no forma parte del poder ejecutivo asignado al Gobierno, lo que obliga a los científicos constitucionales [835] a introducir ingeniosos “epiciclos” para dar cuenta teórica de las órbitas por las que circulan los diferentes órganos y poderes de la sociedad política, sin tener que apelar al último recurso de una teoría sistemática: interpretar la Corona, en la Constitución democrática, como un elemento meramente residual de constituciones o leyes fundamentales precedentes.

Desde otro punto de vista, cabe decir que la dependencia del Rey respecto al Legislativo (artículo 61) y respecto al Ejecutivo (artículo 64) convierten al Jefe del Estado español en una figura superestructural respecto a los otros poderes esenciales del Estado. En cualquier caso, es esta dependencia sistemática o condición superestructural de la monarquía hereditaria lo que la convierte en institución susceptible de engranar con la democracia, y no propiamente el haber sido designada (en el artículo 57 de la Constitución) la “dinastía histórica” de los Borbones como cauce para la elección del Jefe del Estado; pues una institución no es democrática por el hecho de haber sido incluida en una Constitución, y una Constitución democrática requiere que se respete el principio de igualdad de oportunidades de cualquier ciudadano (y no solo de una familia determinada) para ser elegido para una magistratura cualquiera, y además de un modo vitalicio (Aristóteles, Política, 1318 a: “Además, ninguna magistratura democrática debe ser vitalicia, y si alguna sobreviene de un cambio antiguo debe despojársele de su fuerza hacerla soportable en vez de electiva”).

A contrario: si consideramos plenamente democrática, con tal que fueran constitucionales, las restricciones de los candidatos a magistraturas determinadas a la condición de pertenecer a una familia también determinada, tendríamos que considerar democrática una Constitución que restringiera la candidatura a la presidencia del Tribunal Supremo, o la presidencia de una Comunidad Autónoma, a la condición de pertenecer respectivamente a una familia reconocida de juristas, o a una familia determinada de ganaderos (para Extremadura), de comerciantes (para Cataluña), de metalúrgicos (para Asturias) o de pescadores (para Galicia).

Algunos pretenden extender el principio democrático de la elección de cargos no vitalicios a las academias o universidades, a la Iglesia Católica, etc. Pero esta pretensión se mueve dentro de una gran confusión de ideas, porque no distingue cargos políticos [882] o magistraturas de cargos profesionales, técnicos o religiosos, como directores de orquesta, catedráticos u obispos católicos. La Iglesia Católica tiene una estructura jerárquica y en modo alguno es democrática. El pueblo cristiano no tiene el control sobre el nombramiento del Papa, que es elegido por el Colegio Cardenalicio, el cual, una vez que ha designado a una determinada persona pierde el control sobre ella.

Cabe constatar, sin embargo, una razón de la correlación entre las democracias no presidencialistas y las democracias coronadas, o dicho de otro modo, una tendencia de las democracias coronadas a alejarse del tipo de las democracias presidencialistas. Un Jefe del Ejecutivo elegido directamente por el pueblo no se coordinaría bien con un Jefe del Estado (Rey) controlado por el Parlamento.

Frente a las democracias presidencialistas se encuentran las democracias no presidencialistas, en las que el pueblo no tiene el control directo del ejecutivo, sino solo indirecto, a través de la Asamblea Legislativa. El Presidente del Ejecutivo es ahora designado por la Asamblea Legislativa, y por ello deberá dar cuenta ante ella de sus planes y programas, antes de ser votado, en la sesión de investidura. Además, la Asamblea puede (siempre que haya en ella una mayoría determinada –simple, dos tercios, etc.– dispuesta para el caso) formular el voto de censura constructiva, institución instaurada por la Constitución de Bonn para hacer posible el veto al Gobierno en ejercicio y una propuesta de nuevos candidatos que cuenten con la mayoría parlamentaria.

Algunos politólogos conceden una importancia fundamental a la distinción entre democracias presidencialistas y las democracias no presidencialistas, hasta el punto de llegar a sostener la tesis según la cual una democracia que no sea presidencialista no puede considerarse propiamente como verdadera democracia, por cuanto en ella se habría conculcado el principio del control directo del Ejecutivo por el pueblo, así como el principio de la separación del poder ejecutivo respecto al legislativo, con la consiguiente pérdida de la libertad política (el Ejecutivo se mantendría esclavo del Legislativo). Pero estos argumentos, aunque en abstracto (es decir, ateniéndose a la armadura reticular, abstraída de la capa basal) [828] tengan mucha fuerza, la pierden en concreto (cuando la armadura reticular se considera en su entretejimiento con la armadura basal a través de los partidos políticos), y, por eso, su discusión requiere un tratamiento casuístico más pormenorizado.

Democracias ejecucionistas, parlamentaristas y judicialistas.

Pero no solo acudiremos para establecer las variedades de la democracia a la situación del poder ejecutivo en el contexto de la armadura reticular de las sociedades democráticas; también tendremos que acudir a las situaciones respectivas del poder judicial, del poder militar, del poder diplomático, etc.

La situaciones que el poder judicial puede alcanzar en una sociedad democrática definen también, en efecto, diferentes tipos de democracia, y no porque fuera posible poner a un lado democracias que controlan el poder judicial (aunque no determinen sus iniciativas o sus gestiones) y democracias que no controlan electoralmente este poder. Ninguna democracia material controla de hecho las corporaciones de los jueces cuyos miembros son elegidos o bien, en su mayor parte, en virtud de los procedimientos corrientes a los de los gremios de expertos, o bien de instituciones especiales, por designación del ejecutivo, o de Academias o de Universidades; solo a través de los jurados, elegidos por sorteo (aunque con restricciones muy importantes), el pueblo indiferenciado [839] se aproxima a un procedimiento de control popular, aunque más bien por vía positiva (elección) que por vía negativa (sorteo).

Sin embargo, hay otro tipo de situaciones distintas mediante las cuales es posible establecer diferencias importantes entre las democracias materiales [827]. Son situaciones en las que tiene lugar un control relativo de unas corporaciones particulares (IIμ, IIν) sobre otras corporaciones particulares (IIλ, IIσ). Desde este punto de vista, cabría distinguir los tipos de democracia según si alguno de los poderes constitucionales tiene encomendado el oficio de decidir en última instancia en asuntos concretos, coyunturales, pero que llevan a la Constitución democrática a situaciones límites (declaraciones de guerra, ilegalización de los partidos políticos). Distinguiríamos así, tres tipos de democracia: democracias ejecucionistas (cuando se reservan al ejecutivo las situaciones límite), las democracias parlamentaristas (en las que el Parlamento tienen encomendados esos oficios) y las democracias judicialistas. Los defensores del Estado de Derecho [609-638] suelen inclinarse decididamente por las democracias judicialistas, como representación más pura de las sociedades democráticas.

Cuando en la España de 2002 se trató de la ilegalización de partido político Batasuna, no era tanto sobre el ejecutivo ni sobre el legislativo sobre quienes recaía la facultad de ilegalización (sin perjuicio de que hubiese sido el ejecutivo, y después el legislativo, tras una ley aprobada ad hoc sobre partidos políticos, quienes llevasen la iniciativa), sino que era el poder judicial el encargado de declarar legal o ilegal el partido “cómplice de ETA”. Pero todo estaba en función del “diagnóstico” del caso, inspirado en los principios de la Constitución. El propio poder legislativo que había creado la Ley de Partidos, y como ley tenía que mantenerse en el “terreno de la universalidad”, había de dejar, según la Constitución, en manos de los jueces la aplicación de esa ley a un caso particular; pero debido también principalmente a que Batasuna, en cuanto presunto cómplice de la organización terrorista ETA, dejaba de ser propiamente un partido político para convertirse en un cooperante de ETA, que no era considerada como organización política (por ejemplo, como un ejército de liberación nacional, sino como una banda de terroristas), la ilegalización de Batasuna tendrían, en esta hipótesis, un fundamento análogo al que hubiera tenido el intento de ilegalización por complicidad con una banda de narcotraficantes o de trata de blancas. Por ello, los miembros de Batasuna, simpatizantes o simplemente ciudadanos particulares, alegaban que los presuntos delitos habían de imputarse en todo caso a sus miembros, pero no al partido político.

Todas estas ambigüedades derivaban en gran medida del “diagnóstico” de ETA como una organización no política, y a sus delitos como delitos penales (crímenes de asesinato o terrorismo) y no como delitos políticos (como pudiera serlo, en otras Constituciones, un “crimen de secesión”). La acusación de ETA y a sus cómplices se mantiene en la línea de los “crímenes contra la humanidad” (o “contra los derechos humanos”) antes que en la línea de los “crímenes de secesión” contra el pueblo (en cuyo caso no serían los jueces sino el Gobierno, el que mediante el poder militar tendría que intervenir en el asunto). Pero la coyuntura internacional, sobre todo en la época (de la Guerra Fría) en la que algunos Estados parecían dispuestos a reconocer al País Vasco como una nación independiente, aconsejaba a los gobiernos tratar la cuestión de la ETA antes en la perspectiva de los derechos humanos (y aun de la democracia, en abstracto) que en la perspectiva de los derechos del Estado, de España, sobre una parte histórica de su territorio. Esta política dio lugar a que las manifestaciones que se organizaban, después de los casi innumerables crímenes atroces de ETA, fueran orientadas a reivindicar la paz y la democracia en abstracto, y a condenar a los criminales de ETA por “antidemócratas” en abstracto (demócratas de cualquier democracia), como si fueran los demócratas en cuanto tales, y no también los aristócratas, quienes condenaban a ETA, como si el régimen de Franco no hubiera también perseguido a ETA. Y si las condenas de ETA se hacían en nombre de los derechos humanos, ¿por qué no se organizaban también manifestaciones, con elevación de manos blancas, a propósito de los crímenes terroristas de Colombia o de Chechenia?

También el poder militar, característico de la capa cortical de la sociedad política (en ello se diferencia el Ejército de la Policía, o de la Guardia Civil, que forman parte de la capa conjuntiva), puede servir, y sirve de hecho, para establecer diferentes variedades de democracia. La distinción más importante será aquella que pusiera a un lado las democracias en las que el pueblo tiene el control del ejército (de sus efectivos) y en otro a las democracias en las que el pueblo carece de ese control, que queda en manos (como ocurre en las corporaciones de jueces) de profesionales, tanto en lo que se refiere a los cuadros (oficialidad, generalato) como en lo que se refiere a la tropa. Históricamente parece evidente que solo en situaciones extraordinarias (en España, la Guerra de la Independencia de 1808 y la Guerra Civil en 1936) cabe hablar de algo parecido a un “ejército popular” (guerrillas, quinto regimiento, milicias nacionales, tercios de requetés…). En cuanto a las situaciones ordinarias, un ejército de leva universal participa más del pueblo (o el pueblo participa más en el ejército) que un “ejército profesional” (obviamente habrá que distinguir si la recluta es forzada o voluntaria). Pero quien dice que en 1808, y en 1936, fue “el pueblo” quien se levantó en armas, se sitúa más cerca de la idea de un ejército popular democrático que quien dice cualquier otra cosa.

En cualquier caso, no hay que confundir el “ejército del pueblo” con un ejército llamado democrático por su inserción en una democracia (aun cuando los fundamentalistas más radicales dirán que el ejército es solo un órgano residual o vestigial en las democracias, de la oligarquía). Porque en cuanto a su estructura interna, el ejército no puede ser nunca democrático, sin perjuicio de que entre sus jefes puedan darse, en circunstancias señaladas, procedimientos democráticos. Los generales atenienses se dispusieron a elegir, según la democracia procedimental [880], al mejor general: dispersión completa de votos para el número uno (todos se había votado a sí mismos); concentración de votos para el segundo puesto, que correspondió a Temístocles.

{PCDRE 160, 162-168 /
PCDRE 85-201}

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