Filosofía en español 
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Democracia como Institución: Nematología y Tecnología

[ 891 ]

Crítica a la Idea fundamentalista de Olocracia:
Soberanía del Pueblo / Voluntad general / Despotismo de la mayoría / Miseria de la Democracia

1. La Idea de oloarquía [837] (la soberanía, poder o gobierno de la sociedad política por “todo el pueblo que la constituye”, o, como se dirá siglos después, por la “voluntad general”) es el contenido (ideológico) fundamental (“fundamentalista”) de esa Idea pura de democracia desde la que se interpretan las sociedades empíricas [854-875]. […]

El único criterio operatorio que conocemos para interpretar la democracia de nuestros días dentro de la tipología aristotélica fundada en la cantidad [841], de un modo no metafísico (o fundamentalista), es el que considera al pueblo (al demos, incluso al demos total o cat-ólico) no tanto como la fuente de donde emana, de modo positivo, el poder político diferenciado (que tiene que ser siempre un poder especificado, capaz, de saber mandar eutáxicamente, de saber legislar, juzgar, gobernar, poner tributos y formular planes financieros, de hacer la guerra o la paz), sino también como el órgano teórico de control [839] último de cualquier poder (especializado según su finis operis). La teoría fundamentalista de la democracia atribuye al pueblo (incluso al demos cat-ólico) la condición de ser la fuente del poder o de la soberanía, bajo la denominación de voluntad general. Pero la voluntad general, en el caso de las democracias materiales [827] más genuinas, las multipartidistas, es decir, las democracias en las que actúan más de dos partidos, esa “voluntad general” solo puede entenderse como un concepto de segundo grado, porque la unanimidad de esa voluntad general se resuelve precisamente en la “unanimidad del reconocimiento de la diversidad”, por tanto, en la unanimidad o consenso del reconocimiento de que no hay acuerdo en todos los puntos de los planes y programas políticos (salvo en aquellos que parezcan en cada momento incompatibles con la persistencia de la propia democracia: se les llamará por ello “cuestiones de Estado” que, por cierto, no cabe definir a priori). De otro modo, el consenso democrático [880] es expresión no ya de la unidad del demos como un todo, sino precisamente de la falta de acuerdo entre sus partes (o partidos) respecto a puntos en los que se manifiesta, más la tolerancia hacia otras partes o partidos que defienden posiciones opuestas.

La “voluntad general” es, por tanto, únicamente, a lo sumo, la voluntad de quienes consensuan para mantenerse con las discrepancias y tolerarlas, sin saber nunca cuándo esta tolerancia política compromete la recurrencia de la propia sociedad política, es decir, su eutaxia [563]. Pero la eutaxia también es el finis operis de las aristocracias, como lo es de las monarquías. Siempre que se tiene presente la eutaxia habrá de tenerse presente la tutela de “todo el pueblo”. […] Por consiguiente, habrá que concluir que carece de todo sentido diferenciar la democracia material de las aristocracias o de las monarquías por razón de la eutaxia como finis operis de sus gobiernos respectivos. La diferencia habrá que ponerlas en el modo según el cual el demos católico actúa en el control del poder (de los poderes específicos de los que venimos hablando).

Cabría reconocer a Rousseau la presencia de un componente crítico a la Idea del “Pueblo”, a través de su Idea de la “Voluntad general”. En efecto, la Idea de Voluntad general de una sociedad política es una idea habilitada para “socorrer” a las situaciones en las que el “Pueblo”, partido en voluntades particulares, dejaba de ser propiamente un pueblo y se despedazaba en dos, tres o cuatro pueblos, es decir, en la escisión o secesión de su unidad. La Idea de Voluntad general, como Idea crítica, habría estado destinada a salvar el postulado de la unidad de la sociedad política en los casos en los cuales, de hecho, esa unidad parecía rota. A través de la Idea de Voluntad general, Rousseau habría intentado mantener su postulado de la unidad del pueblo soberano, aunque fuera a través de una idea tan metafísica como la idea del pueblo soberano al que pretendía salvar.

En la metafísica rousoniana del Pueblo, tal como se le trata en el Contrato Social, el Pueblo es el Soberano, concebido como una totalidad unitaria, que entraña las ideas metafísicas de sustancia y de causa sui [845] (ese Pueblo “se da a sí mismo su Constitución”, y, a partir de ella, se sostiene como Estado de Derecho, a la manera como el barón de Münchhausen se sostenía agarrándose a sus propios cabellos). Pero ninguna sociedad democrática, cuando se constituye como Estado soberano, “se da a sí misma” su Constitución, como si la sociedad política prístina hubiera tenido una constitución democrática originaria, como si el poder soberano emanase del mismo pueblo originario en el que hubiera tenido lugar el contrato social.

Ahora bien: la tesis acerca del origen contractual del poder político, en general, y democrático, en especial, es una tesis no solo errónea históricamente, sino metafísica, filosóficamente considerada. Y ni siquiera posee la verdad negativa que cabe atribuir, desde una perspectiva funcional, a la tesis arcaica del origen divino del poder. Porque la verdad del principio paulino “el poder viene de Dios”, analizada desde la filosofía materialista, puede ser reconocida, no ya por lo que afirma (si esta filosofía da por supuesto que Dios no existe), sino por lo que niega, a saber, que el poder de ser representado en propuestas definidas procede de la voluntad del pueblo. En nuestro caso: de un pueblo que ya fuera demócrata por sí mismo desde su origen, es decir, aceptando la tautología de que “la democracia procede de la democracia”. Pero el poder democrático, y sus leyes, no proceden del pueblo, considerado como totalidad unitaria, sustantivada [4] y causa sui, sino de la confluencia de partes del pueblo o, acaso, de la influencia de algún pueblo exterior; en todo caso, de un pueblo organizado como resultado de poderes muy diversos, etológicos (humanos prepolíticos) o históricos. Porque las propuestas definidas o formales no pueden proceder de la voluntad amorfa [894] de un pueblo prístino [889]; solo cabe definir las propuestas en el curso de la historia (solo cabe formular la propuesta de erigir un hospital, dotado de todos los servicios, cuando estos servicios hayan sido inventados previamente por los expertos en el curso de la historia). […]

Por ello, la idea de representación política democrática [895], desde el momento en el que se desdibujan los términos sustantivados de la representación metafísica (“representación del pueblo soberano constituyente ante el pueblo constituido como poder efectivo”) comienza a mostrar su cara nebulosa. Será preciso, ante todo, analizar las corrientes de representación que aparecen envueltas por esa nebulosa y los momentos implicados: el momento subjetivo o formal (que comprende el proceso de sustitución de los sujetos representados por los sujetos representantes) y el momento objetivo o material (referido a los contenidos o materiales de las propuestas “transportadas” o “trasladadas” en las transformaciones formales). [896] […]

Solo desde una concepción idealista y fundamentalista de la democracia representativa [844] puede creerse que los déficits de la representación [870] se corrigen con más democracia para el pueblo. Es puro idealismo confiar en que los déficits de representación asociados a los partidos políticos puedan corregirse mediante formas de representación democrática no partidista. Es un idealismo que se resiste a reconocer que existen conflictos objetivos que no son resolubles mediante los procedimientos de la representación [893-897].

3. “La democracia (dice Kant) en el sentido estricto de la palabra, es necesariamente despotismo, porque funda un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre uno, y, a veces, contra uno, si no da su consentimiento”. Kant se refiere aquí, sin duda, al uno sobre quien todos deciden en cuanto individuo capitativo [882]; pero esta referencia solo es válida cuando el uno no pertenece al partido del ejecutivo victorioso en las elecciones democráticas.

Sin embargo, la concepción kantiana del despotismo democrático, se aplica con mucha mayor claridad cuando el poder ejecutivo (sobre todo cuando este ha sido nombrado por el Parlamento, sede del legislativo) se ejerce, no ya tanto sobre un ciudadano individual, sino sobre el conjunto de ciudadanos que no se sienten representados por el partido victorioso, sino que han votado al partido derrotado en las elecciones. Es entonces cuando puede decirse que la mayoría victoriosa ejerce su despotismo sobre la minoría derrotada, y no puede, por tanto, sentirse representada por él. Es un despotismo que permanece en la penumbra, por el hecho de que la minoría derrotada (aun cuando numéricamente sea prácticamente equivalente a la mayoría victoriosa) acepta los resultados de las elecciones y, en consecuencia, no se siente derrotada sino incluso copartícipe de la victoria, en cuanto está subsumida en la voluntad general.

4. Los fundamentalistas llaman a este consenso o aceptación, por parte de la minoría, la “grandeza de la democracia”, y esta calificación les sirve para despejar toda sombra de despotismo, en el sentido subjetivo de la expresión. Sin embargo, desde un punto de vista objetivo político (no psicológico), el despotismo reaparece cuando tenemos en cuenta que el consenso subjetivo no puede identificarse con el acuerdo objetivo. En efecto, la ley aprobada por la mayoría –pongamos por caso, una ley de despenalización del aborto intensamente debatida en el Parlamento y fuera de él (en la llamada “sociedad civil”)– y aceptada por consenso por la minoría, no entraña el acuerdo [839] de esta minoría, porque el acuerdo se refiere a la materia de la ley (en el ejemplo, a la ley que no solo despenaliza el aborto hasta el cuarto mes del embarazo, y aún más dados ciertos supuestos), pero el consenso se refiere solo a la forma del procedimiento según el cual la ley ha sido aprobada, a saber, la regla de la mayoría. Por ello, semejante consenso, podría también considerarse como la “miseria de la democracia”, puesto que ya no cabe decir que la materia de la ley (materia muy grave en el ejemplo citado, que incluso llevaba a la minoría, en los días del debate, a llamar “asesinos” a quienes defendían la ley) ha sido aceptada por consenso de todos [883].

Según esto, lo que el consenso democrático ha aceptado es la forma según la cual la ley ha sido aprobada, en virtud del despotismo consentido por la minoría (consentimiento comparable al del esclavo que acepta resignado, o incluso gustoso, la dominación de su señor); una minoría que se hace cómplice de una ley que juzga monstruosa, y se hace cómplice a fin de mantener la recurrencia de la regla de la mayoría propia de la democracia procedimental, es decir, a fin de “no romper las reglas del juego democrático”, complementándolas con la esperanza, más o menos fundada, de que en la próxima legislatura el partido minoritario de hoy podrá transformarse en un partido mayoritario que sea capaz de derogar la ley y someter despóticamente, a su vez, a las nuevas minorías.

Dicho de otro modo: no cabe decir que el pueblo soberano haya aprobado la ley (la materia de la ley) por unanimidad consensuada, en nombre de la voluntad general; porque el consenso no va referido a la ley, sino a la propia democracia parlamentaria, cuya soberanía se demuestra fracturada en los partidos contendientes, aun cuando estos partidos acepten, por consenso, olvidar su desacuerdo (es decir, la fractura de la voluntad general soberana, aplicada a la materia misma de la ley) y disimularlo con el acuerdo no sobre esta materia de la ley, sino sobre la regla democrática procedimental (que es precisamente la que obliga a establecer despóticamente la aceptación de la ley, incluso cuando esta se considera criminal).

En resolución, el consentimiento que la minoría presta a la mayoría (y el consentimiento de los individuos que la constituyen) arroja a los sujetos operatorios políticos de la minoría a una situación muy afín a la que corresponde al súbdito, o si se quiere, a la que corresponde al siervo, respecto del déspota o el señor. La aceptación voluntaria de la servidumbre (aunque sea en nombre de la esperanza de convertirse en señor en las próximas legislaturas) es el paralelo político de la aceptación religiosa de la servidumbre en la Tierra por la esperanza de alcanzar la liberación en el Cielo. Y esta esperanza, que ilumina con luz fría la “servidumbre voluntaria”, se alimenta a su vez de la “dulzura de obedecer” de la que habló Nietzsche, es decir, de la dulzura de la presente inmolación de mi vida individual al amo y señor, ya sea éste un único autócrata, ya sean varios quienes despóticamente oprimen a los individuos de la minoría vencida. Por ello Rousseau, y después Kant, en textos terminantes, equiparan la democracia al despotismo [859], y consideraron que esta “dulce sumisión voluntaria”, aunque envuelta en un armónico gozo, es una desgracia. La Boétie ya lo había advertido claramente en su Tratado de la servidumbre voluntaria; “pero, hablando cabalmente, es una desgracia extrema estar sujetos a un amo… y tener varios amos [en la democracia, diríamos hoy] es ser extremadamente desgraciado; es serlo tantas veces cuantos amos se tienen” (remitimos a los comentarios profundos y brillantes de Gabriel Albiac en su libro, Sumisión voluntaria, Tecnos, Madrid 2011, págs. 118-128).

Por ello, la objeción fundamental que cabe hacer a la concepción idealista de una sociedad democrática en la cual el “Pueblo” es el titular de la soberanía, es que el Pueblo, circunscrito a la capa conjuntiva de tal sociedad, no puede considerarse como sujeto de la soberanía, porque carece de unidad. El pueblo no puede ser soberano porque no existe como sujeto unitario, salvo por ficción jurídico política [883]. En cada pueblo hay diversos “pueblos” en conflicto permanente, un conflicto que solo se disimula por un consenso orientado, no ya a alcanzar la armonía del acuerdo, sino a canalizar el conflicto a lo largo del curso de las legislaturas. Por ello, tampoco cabe desplazar el conflicto, o el caos, del Pueblo al conflicto entre la llamada sociedad civil, como unidad enfrentada con la sociedad política. Tampoco la sociedad civil (en el sentido de lo que Hegel llamó sociedad burguesa [847] –bürgerliche Gesellschaft–, en donde el término “burgués”, referido a las ciudades, no debe confundirse con la acepción que Marx dio a este concepto en el contexto de la lucha de clases) puede tomarse como un término que expresa algún concepto positivo unitario. La llamada sociedad civil (que engloba los también llamados segundo y tercer sector de la sociedad) es un concepto negativo, definido por “no ser” la sociedad política (el primer sector) [836]. Quienes apelan, en nombre de la democracia, a la sociedad civil, no proceden de modo distinto a quienes apelan al Pueblo, dando por supuesta su unidad o armonía. El único fundamento que cabe dar a la unidad del pueblo o de la sociedad civil, en la sociedad política (ya sea esta democrática, ya sea aristocrática, ya sea monárquica, pero sobre todo si es democrática), deriva de su capa basal, y este es el núcleo de la concepción materialista de la sociedad política, del Estado [842-853].

{EC112 / PCDRE 31, 146-147 /
EC109-113 / → EC159 / → DCI / → PCDRE / → FD / → Tesela 75}

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