Filosofía en español 
Filosofía en español

España como sociedad política

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Nación española: Nación histórica / Antiguo Régimen / Nación política

España existía mucho antes de su conformación como nación política. A finales del siglo XV, y como consecuencia del desbordamiento peninsular, que su mismo ortograma constitutivo (el ortograma imperial) [739] habría determinado, la unidad de la sociedad española [738] comienza a tomar la forma de una Nación histórica [730], que no es una Nación política [731], sino la resultante de la fusión o confusión, más o menos intensa, de las diferentes naciones étnicas, estirpes, gentes o castas que se agrupaban en los reinos. Es una nación percibida aún como nación étnico-cultural, sobre todo, ante las terceras sociedades políticas, reinos o imperios que la contemplan (por ejemplo, desde Europa o desde América). España, como nación histórica, se constata ya a mediados del siglo XVI y se mantiene viva durante los siglos XVII y XVIII.

La Nación histórica no es una nación formalmente política, aunque materialmente (o por extensión) pueda superponerse o conmensurarse prácticamente con el contorno de alguna sociedad política (Reino o Imperio). La Nación histórica española será para las teorías escolásticas la materia de una sociedad política, cuya forma se identifica con la Autoridad (con el poder, con la soberanía). Pero esta forma queda de lado del Rey y no del lado de la Nación, y ni siquiera del lado del pueblo. Incluso en las doctrinas más avanzadas (Mariana, Suárez) según las cuales “el poder viene de Dios, pero a través del pueblo”, no se quiere significar que la soberanía residiese en el pueblo, sino más bien que éste habría sido el instrumento de Dios para designar a los reyes que, una vez ungidos, serán los titulares de la soberanía, a la manera como el Papa, aun siendo elegido por el Espíritu Santo, no directamente, sino a través del Cónclave, asume su condición de vicario de Cristo en nombre propio y no por delegación del Cónclave o del Concilio.

No sería legítimo, por tanto, confundir esta nación española de hace cinco siglos, que es una nación histórica (acaso la primera delimitada en Europa) con una Nación política. La confusión sería un mero anacronismo, en el que recaen tantos eruditos, porque la Nación política es un género o modo de nación que aparece en el proceso de holización política [733] que se inició en la Revolución Francesa y no antes. (Conviene subrayar aquí que la nación española, en este sentido histórico, es anterior en siglos a lo que después, y desvergonzadamente, se llamará nación catalana, nación vasca o nación gallega, que, a la sazón, eran solo naciones étnicas integradas en esa nación histórica española).

¿Quién podría confundir el sentido étnico-histórico del término “nación española” que aparece en el Quijote (Don Quijote, “honor y espejo de la nación española”), con un sentido político? Otro tanto se diga del uso del término “nación” que el Conde-Duque de Olivares hace en su Gran Memorial (en torno a 1624), cuando propone para España: “hacerla nación universal, hacerla nación industrial”. Ni siquiera Luis XIV utiliza el término “nación” en sentido político cuando, señalando a su nieto Felipe V, dice a la corte de Versalles: “Caballeros, aquí tenéis al Rey de España, su origen y su linaje le llaman al trono y el difunto Rey [Carlos II] así lo ha testado; toda la nación lo quiere y me lo suplica…”. La palabra “nación”, en boca de Luis XIV, y aunque utilizada en un contexto materialmente político (pero no formalmente político, porque la nación de la que habla Luis XIV no elige como rey a Felipe V, sino que pide y suplica al Rey Sol que cumpla la “voluntad del Cielo”), dista mil leguas de lo que significará esta misma palabra noventa años después, cuando Bailly, como presidente de la Asamblea Nacional, le diga a Luis XVI (a punto de ser destronado y guillotinado): “La Nación no puede recibir órdenes” [734].

El más duro golpe que sufrió la unidad que España había alcanzado desde la identidad hispánica fue el golpe que le asestó Napoleón [736]: la invasión francesa (1808) desencadenó el proceso de descuartizamiento del Imperio español y, al mismo tiempo, de la aparición en España, en torno a las Cortes de Cádiz, del segundo género o corriente histórica de la izquierda (la izquierda liberal) [732] y la re-conformación (metamorfosis) de España como Nación política.

Ahora bien, quienes mantenían en España la necesidad de la guerra contra el invasor no solo eran los defensores del Antiguo Régimen (que se oponían frontalmente a la revolución, y a veces luchaban contra Napoleón como encarnación del Anticristo), sino también los transformadores (revolucionarios), desde Jovellanos o Inguanzo, hasta Argüelles o Muñoz Torrero, que habían llegado a la convicción de que el Régimen Antiguo tenía que desaparecer. Revolucionarios que, inmersos en la evolución interna de las nuevas clases emergentes (empresarios, comerciantes de Cádiz, entre otros), veían como inseparables la guerra y la transformación de España. Eran las posiciones que culminaron en Constitución de 1812 (que en modo alguno fue un calco mimético de la francesa originaria, por de pronto, no derrocaba ni el Trono ni el Altar) en la que se definió (art. 1) a la Nación española como el conjunto de los individuos españoles que viven en ambos hemisferios (es decir, lo que hemos llamado racionalización por holización) y atribuye la soberanía a la Nación (art. 3). Álvaro Flórez de Estrada (Memoria de presentación de un proyecto de Constitución, 1809) ya había dicho claramente que, supuesta la soberanía de las Cortes, sería un crimen de Estado llamar al rey Soberano.

Esto es lo que nos obliga a reconocer que la izquierda política genuina de España (la segunda generación de la izquierda) hay buscarla no tanto en los afrancesados (por cuanto, de hecho, sometían a la Nación a una potencia extranjera), cuanto en los liberales (paralelo moderado de la izquierda radical republicana), encarnados por los cristianos no republicanos, pero políticamente definidos, que habrían de enfrentarse con el pensamiento más reaccionario, representado por los carlistas, y que al final del siglo XIX desembocaría en la propuesta de una República consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, circunscrita a las tierras vascongadas, de las que saldría el Partido Nacionalista Vasco. La izquierda de primera y segunda generación [732] transformaron, por tanto, el Antiguo Régimen en el Estado-Nación, como único recinto y plataforma del proceso revolucionario de racionalización (por holización) de la vida política y social del Género Humano; por tanto, un proceso revolucionario abierto, puesto que él solo podría sostenerse propagándose a toda la Humanidad.

Pero muy pronto España fue desplazada como Imperio, y este desplazamiento culminó en 1898 con la secesión de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. A partir de esta fecha, comenzarán a tomar forma política, los movimientos secesionistas en la Península. La voluntad de secesión de las “naciones étnicas” [744] españolas no hace sino continuar el proceso de descomposición de la Nación (política) española constituida en 1812.

En resolución:

España (como Francia) existían ya como sociedades políticas, como Reinos (el Antiguo Régimen) antes de que las Constituciones respectivas las redefiniesen como Naciones políticas. Tenemos aquí un prometedor indicio para aproximarnos a la fuente de la cual pudo brotar la enconada protesta contra quienes proclamaron a España (o a Francia) como Naciones. La “izquierda” suele dar por supuesto que el impulso nacionalista-soberanista que se enfrenta con la Nación española, como si fuera una “prisión de naciones”, mana de las mismas fuentes de donde manan todos los impulsos reconocidos por la izquierda libertaria, que pone en primer plano la “autodeterminación de los pueblos”. De ahí el enfrentamiento contra la Nación española o contra la Nación francesa. Sin embargo, esta “izquierda” se equivoca de medio a medio. Porque las fuerzas que se enfrentan a las Naciones políticas surgidas de la Revolución no eran las “fuerzas de la izquierda” (anarquistas, federalistas o independentistas surgidos en el Nuevo Régimen), sino precisamente de las “fuerzas de la derecha”: las fuerzas del Antiguo Régimen. Y estas fuerzas se alimentan de la fuente más profunda y reaccionaria del Antiguo Régimen, simbolizada por el Trono y el Altar. En España fueron los carlistas vascos y los catalanes, que se enfrentaban, como representantes del Antiguo Régimen, contra la izquierda representada por los liberales y los progresistas que defendían el trono constitucional de Isabel II. Los carlistas prepararon los movimientos foralistas que más tarde se transformaron en PNV, en ETA, en CIU y en ERC. Movimientos canalizados por el clero vasco o por el clero catalán (en este caso, incluso a través de un cura tan peculiar como Mosén Jacinto Verdaguer). ¿Cómo olvidar que Sabino Arana, ante cuya estatua todavía rinden homenaje hoy sus secuaces peneuvistas, proyectó una república vascongada presidida por el Sagrado Corazón de Jesús? ¿Y cómo no olvidar que, efectivamente, dígalo Agamenón o su porquero, ETA nació en un seminario?

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