Filosofía en español 
Filosofía en español

España como sociedad política

[ 738 ]

España: Unidad / Identidad

Las unidades complejas [España, por ejemplo] pueden permanecer como invariantes, al menos abstractamente, a la manera como, en la experiencia artesana, la unidad compleja constituida por una trabazón de dos largueros de madera o metal ligados por múltiples travesaños paralelos y equidistantes, solidarios a los largueros, pueden permanecer como unidad invariante abstracta, “en sí misma considerada” (sin “significado práctico”, sin “identificar”), cuando, por ejemplo, es presentada como una simple “estructura” en un museo). Pero pueden recibir identidades diferentes, por ejemplo: identificaremos a esa unidad de trabazón, a esa estructura, como una “escalera de mano” (cuando los largueros se dispongan en dirección vertical al suelo y la “estructura” se apoye sobre una pared), como una “verja” (cuando sus largueros se dispongan horizontalmente y se fijen a las columnas de un portón). La identidad de una unidad compleja dada puede reforzar la cohesión entre sus partes, pero también puede debilitarla o incluso deshacerla (en todo caso, solo por abstracción una unidad compleja puede mantener algún sentido exento o disociado de todo tipo de identidad).

El sentido que damos a la pregunta “¿Qué es España”?, supuesta su unidad fenoménica, es el de la pregunta (práctica) por la identidad que a esta unidad pueda corresponder en el contexto de la Historia Universal [722] dialécticamente entendida, es decir, no entendida metafísicamente (sea por vía teológica, sea por vía cosmológica) [719-721]. Cuando formulamos la pregunta “¿Qué es España”? en el contexto de la Historia Universal, no solo estamos preguntando por su pretérito (“¿Qué fue España?” o “¿Qué ha sido España?”), sino también por su futuro (“¿Qué será de España?”).

Ahora bien, la unidad de una entidad dada, como pueda serlo España (aun supuesto siempre un grado mínimo de claridad en su diferenciación respecto de otras unidades de su constelación), la referimos a la misma “trabazón” entre sus partes o componentes distinguidos. En cambio, la identidad la referimos, sobre todo, a la misma inserción de la unidad presupuesta en “contextos evolventes”, a partir de cuales su claridad [791] puede alcanzar grados cada vez más altos. Según esto, la unidad de un término o concepto dado puede alcanzar determinaciones diversas cuanto a su identidad y no necesariamente compatibles entre sí. En general, la unidad está codeterminada por la identidad y una identidad determinada puede corroborar la unidad de referencia (codeterminarla, fortificarla), pero también puede comprometerla, fracturarla o destruirla (la “identidad europea” [746] de España podría acaso destruir su unidad). Por último, la unidad de referencia puede acaso mantenerse de algún modo, incluso en determinados cambios de su identidad.

La unidad de España (tal es tesis del materialismo filosófico) no es un atributo eterno y absoluto, sustancial, que vincule absolutamente a las partes en las que puede ser descompuesta, sino un atributo que habrá que entenderlo siempre en función de su “identidad” evolvente, puesto que esta identidad es, en gran medida, la responsable incluso de la propia diferenciación de las partes distinguibles.

[Así], la unidad de España (de las partes de su dintorno) [90], como entidad cultural, sociológica, jurídica, etc., y aún política (incluyendo en gran medida la condición de enemigo de Roma), es decir, Hispania, habría sido determinada desde el principio desde el exterior (desde su entorno), por la propia república romana, que habría impulsado las interacciones entre sus diversas tribus e incluso las habría unido en solidaridad contra la propia república romana. Pero esta unidad acabaría recibiendo una identidad política romana al ser incorporada o ensamblada, por ejemplo, al imperio de Diocleciano como una diócesis suya, cuyas ciudades habían ido recibiendo, desde Caracalla, la condición de la ciudadanía romana. Ante todo, la identidad esencial de una provincia igual o semejante a otras provincias del Imperio, tales como Galia, Britania, Panonia o Dacia. Sin embargo la unidad política de Hispania en el siglo V fue perdiendo su identidad a raíz de la “caída”, en su entorno, del Imperio romano, y su unidad a raíz de la invasión de los bárbaros, que la descompusieron en diversos reinos (suevos, visigodos…). Recuperó la unidad quebrantada por la victoria de los visigodos, pero modificando su identidad a partir del tercer Concilio de Toledo, con su inserción en la cristiandad europea. Su unidad volvió a resquebrajarse en el siglo VIII, con el derrumbamiento del reino visigodo tras la invasión sarracena.

Su unidad, prácticamente perdida, fue recuperándose lentamente gracias, en gran medida, a la nueva identidad cristiana que había adquirido mediante la inserción en la Iglesia romana, que le permitió establecer contactos con otros estados cristianos europeos, y participar, por ejemplo, en las Cruzadas. La unidad política perdida en el siglo VIII, a consecuencia de las invasiones bizantinas y árabes, dio lugar a su fragmentación en diversos reinos, y habría tardado ocho siglos en reconstruirse de un modo nuevo, mediante la alianza de sus reinos; esta unidad se fortificó gracias a la nueva identidad imperial que, prefigurada ya en el siglo IX, España asumió como consecuencia de la entrada en América.

El Imperio napoleónico volvió a fracturar, más que la unidad de España, su identidad imperial: la unidad se fortificó precisamente mediante la solidaridad de sus regiones frente al invasor, en la Guerra de la Independencia contra los franceses, que desencadenó el proceso de la Nación española. La identidad imperial fue transformándose a lo largo de los siglos XIX y XX en identidad cultural (la “Hispanidad”), que fue cediendo o mezclándose paulatinamente, al menos en el terreno oficial, y una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, con la identidad europea, tras el ingreso de España en la Unión Europea.

Identidad europea, sin embargo, muy precaria, que ha favorecido, de hecho, a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y de las primeras del XXI, ciertos síntomas de fractura o descomposición de su unidad, debida al incremento del secesionismo de algunas regiones suyas en las que actúan sus auténticos enemigos, que han visto en la Unión Europea la mejor ocasión para su segregación de España.

Según esto, la unidad entre los pueblos de España, en su sentido histórico estricto, estará determinada por su pasado, incluyendo en este el pasado visigótico, el pasado romano y aún el prerromano. Es una unidad marcada por su origen, una unidad sinalógica, que no implica, sin embargo, la uniformidad isológica omnímoda entres sus partes. Como los heráclidas, tal como los entendió Plotino, los diversos pueblos de España forman una misma familia, no tanto porque se parezcan entre sí, cuanto porque proceden de un mismo tronco. Y, en nuestro caso, por algo más: porque los miembros resultantes de ese tronco han estado obligados a con-vivir (el conflicto es una de las formas más genuinas de convivencia) para defenderse de terceros competidores o enemigos, que amenazaban su supervivencia como pueblos y que ponían de manifiesto que entre ellos, y en medio de sus diferencias, resultaba haber más afinidades e intereses comunes que las afinidades e intereses que eventualmente cada pueblo pudiera tener con otros pueblos de su entorno. En la confluencia de estas afinidades o intereses hubo de operar el ortograma (el ortograma imperialista) que, de algún modo, debió afectar, aunque de distinta manera, a los diferentes pueblos o a los diferentes reinos peninsulares: a Alfonso I y a Alfonso II, a Alfonso VI y a Alfonso VII, a Jaime I y a Pedro III. En el ejercicio de este ortograma habría ido conformándose la unidad característica de la sociedad política española histórica:

En una primera fase (siglos VIII a XV) la unidad política de la sociedad española habría sido la propia de una koinonía de pueblos, naciones étnicas o reinos que se encontraban participando, incluso “por encima de su voluntad”, y obligados por las circunstancias de su entorno, de un proceso sostenido de expansión global de signo inequívocamente “imperialista”.

En una segunda fase (final del siglo XV y siglos XVI a XVIII), como consecuencia del desbordamiento peninsular que su mismo imperialismo constitutivo habría determinado, la unidad de la sociedad española comienza a tomar la forma de Nación histórica [730], que no es propiamente una Nación política [731] (que es el género de Nación que apareció en el proceso de holización política del Antiguo Régimen) [733].

En una tercera fase (siglos XIX y XX) la Nación histórica española experimentará su metamorfosis en nación política estricta [740], metamorfosis que le conferirá una nueva unidad, que habrá de irse conformando en el seno de la dialéctica con la misma identidad que España había alcanzado como Imperio universal.

La Idea de España que presentamos a continuación [739], además de utilizar las categorías políticas consabidas (“Pueblo”, “Nación”, “Reino”, “Imperio”, “República”, “Estado”…), se basa en la reconstrucción (necesariamente filosófica) de un “material empírico” en que está implicada la Idea de España mediante la utilización formal de ciertas Ideas generales, previamente analizadas, tales como las Ideas de Nación [727-736], Imperio [716-726], Estado [553-608], Todo, Parte, Unidad e Identidad [208-217]. Cualquier historiador, o cualquier politólogo, que utilice estas Ideas u otras de su constelación semántica al hablar de España, está filosofando, aun cuando pretenda estar haciendo únicamente ciencia política, ciencia positiva, porque la materia en la que se ocupa le obliga a desbordar los límites estrictos de su disciplina científica histórica o politológica.

{EFE 11-12, 36, 32, 38, 369-370, 14-16, 9 / EC121 /
EFE 31-76 / → ENM 49-79 / → EC119, 120, 121}

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