Filosofía en español 
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Espíritu

1ª y 2ª aceps. F. Esprit. – It. y E. Spirito. – In. Spirit, ghost. – A. Geist, Spiritus. – P. Espirito. – C. Esperit. (Etim. Del lat. spiritus.) m. Ser inmaterial y dotado de razón. || Alma racional. || Don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas. Espíritu de profecía. || Virtud, ciencia mística. || Vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar con agilidad. || Ánimo, valor, aliento, esfuerzo. || Energía, fuerza. || Talento, penetración, entendimiento claro y despejado. || Demonio. Usase m. en pl. || fig. Principio generador, tendencia general, carácter íntimo, esencia o substancia de una cosa. El Espíritu de una ley, de una corporación, de un siglo, de la literatura de una época dada || Vapor sutilísimo que exhala un licor o un cuerpo. || Parte o porción más pura y sutil que se extrae de algunos cuerpos sólidos o fluidos por medio de las operaciones químicas. || Alcohol. || ant. Gas.

Hay que notar acerca del buen uso de esta voz que existen notorias diferencias entre sus acepciones francesas y las castellanas. En francés, esprit significa ingenio o entendimiento, agudeza y sutileza; pero en castellano no puede tener jamás estas acepciones. En buen romance, espíritu ha de limitarse a significar substancia espiritual, alma racional, don sobrenatural, virtud, brío o esfuerzo, prontitud en discurrir, genio e inclinación, vigor natural que alienta al cuerpo humano, vapor sutilísimo que se exhala de una cosa, agente extraño superior y cosa perteneciente al alma justa. Los franceses extienden la significación de esta voz a los conceptos de talento, gracejo, imaginación, &c., y los pésimos hablistas castellanos de hoy escriben dichos espirituales, la sutil espiritualidad, escribir espiritualmente, ser hombre de espíritu, ser un espíritu inquieto, admitir las ideas de todos los espíritus, seguir el espíritu público, tener espíritu de contradicción, tener el espíritu abierto, cerrado, obtuso, &c.; sin notar que, al escribir así, no hacen más que traducir pésimamente de la lengua francesa, menospreciando el uso de la tradición y de los clásicos castellanos. Así, nuestro Capmany anduvo acertadísimo al traducir el esprit francés por ingenio, don, juicio, imaginación, entendimiento, tino, talento, capacidad, genio, que son las acepciones que en buen castellano caben a este vocablo.

Espíritu de contradicción. Genio inclinado a contradecir siempre. || Espíritu de Cuerpo. Sentimiento común a los individuos de una corporación,sociedad, agrupación, &c., en fuerza del cual todos ellos se interesan en su prosperidad y buen nombre,y deprimen y combaten, a veces con injustificado rigor, a cuantos están fuera del grupo, o pertenecen a otro grupo rival. Es el instinto de conservación propio de las sociedades humanas. || Espíritu de la Golosina. fam. Persona falta de nutrición o muyflaca y extenuada. || Espíritu de Partido. Disposición moral de un hombre tan adicto a la parcialidad a que pertenece, que se muestra ciego o injusto en todo lo que mira a esta parcialidad y a la contraria. || Espíritu Familiar. fig. Demonio o genio que se supone está en comunicación con una persona, ayudándola a hacer cosas sobrenaturales. || Espíritu Foleto. fig. Ente quimérico, fantasma o demonio que pone miedo a los niños y personas de poca reflexión. || Espíritu Fugitivo o de Vida. En la filosofía hermética, el mercurio o azogue. || Espíritu Inmundo. En la Escritura Sagrada, el demonio. || Espíritu Maligno. El demonio. || Espíritu Público. joc. Méj. El aguardiente. || Espíritus Ardientes. Los que arden, como el alcohol.

Beber uno el Espíritu a otro. fr. fig. Beberle la doctrina, empaparse o imbuirse en sus máximas, opiniones, &c. || Cobrar Espíritu. fr. fig. V. Cobrar Ánimo. || Dar, Despedir, o Exhalar, El Espíritu, fr. fig. Expirar, fallecer, morir. || Desligar los Espíritus. fr. Teol. Exorcizar al demonio obligándole a que se retire a una parte determinada del cuerpo y no maltrate a la criatura. || Levantar el Espíritu. fr. fig. Animarse a emprender algo, cobrar vigor y resolución para ejecutar alguna cosa. || Ensoberbecerse, engreírse, creerse superior. || Levantar los Espíritus. fr. fig. Agitarlos, irritarlos, ponerlos furiosos, hacer que se turbe la tranquilidad y que se sigan escándalos o lances desagradables. || Pobre de Espíritu. loc. Dícese del que mira con menosprecio los bienes y honores mundanos. || Apocado, corto de ánimo. || Sacar o Lanzar los Espíritus. fr. Echarlos, arrojarlos por medio de exorcismos. || Tener un Espíritu arrimado. fr. ant. Estar poseído del demonio.

Sin. Aliento, Esfuerzo, Valor.

Espíritu. Alquimia. Los alquimistas consideraban, ya el siglo XIII, como espíritu las substancias fluidas, las cuales, según ellos creían, podían transformarse en metales, como el mercurio, arsénico sulfuro de antimonio y otros. Más tarde la denominación espíritu se dio sólo a los líquidos y particularmente a la parte volátil del vino.

Espíritu. Filosofía y Teología. Como el espíritu se opone al cuerpo, se llega de algún modo al conocimiento del mismo por la exclusión de las propiedades corpóreas. Y es este el único camino para llegar a la idea del mismo, ya que no podemos tener de él inmediata experiencia, como la tenemos del cuerpo. Por esto su definición exacta ha de contener sobre todo elementos negativos, y por lo mismo se prestará siempre a muchas discusiones. Mas para tratar de su existencia se necesita y basta partir de una base admitida por los partidos filosóficos encontrados en esta materia. Esta base será el concepto vulgar del espíritu que puede expresarse en estos términos. Espíritu, es una substancia inmaterial o incorpórea, esto es, que carece de mole corpórea; de esta mole que experimentamos en las substancias materiales, que se entiende provenir de la cuantidad, ya que no se identifique con ella; pues por esta cuantidad resulta que una parte de la substancia existe fuera de la otra, de tal manera que no se pueden compenetrar, si bien es verdad que todo esto proviene radicalmente de la misma substancia que se llama material en cuanto exige la cantidad. Por este concepto vulgar se comprende que las discusiones sobre la definición estricta del espíritu, existentes aún entre [267] aquellos que reconocen la existencia de la substancia espiritual, han de provenir de las diferentes maneras que hay de explicar la naturaleza íntima de la substancia corpórea o materia en orden a la cuantidad (V. Urráburu, Psychologia, t. III, págs. 611-619; Suárez, Disp. Metaph., 35, s. I). Es preciso en esta cuestión saber distinguir entre espíritu y espiritual, de la misma manera que hay que distinguir entre cuerpo y corporal, materia y material. Es, pues, el espíritu, en el común modo de hablar, la misma substancia incorpórea, la cual es cosa absoluta en sí y no accidente, modalidad o simple fenómeno. Tales son, como se irá declarando, el alma humana, el ángel y Dios. Todo lo demás que es propio del espíritu no siendo su propia substancia o íntimo ser en sí se denomina espiritual, si por otra parte no tiene ninguna dependencia intrínseca de la materia; por ejemplo, son seres espirituales, sin ser espíritus, el acto de entender, el acto de querer, la fe y en general los actos y hábitos de sólo el espíritu. Nótese, empero, que el calificativo de espiritual se aplica también al espíritu, como se ve en la definición de éste, designándolo como substancia espiritual.

El significado de la palabra espíritu en la Biblia no es siempre fácil de definir. Generalmente se ve que, aun aplicado al hombre, es allí algo referente a la Divinidad, como una especial participación suya en orden a los actos vitales. Así que no siempre significa la misma substancia del alma, sino más bien sus operaciones o una especial condición de las mismas. Y aun con frecuencia se juntan el significado estricto de substancia incorpórea con este otro más vago que en ocasiones entraña en sí los misterios de la gracia. Así, por ejemplo, en el Evangelio de san Juan (c. 4, v. 24) dice Jesucristo: Espíritu es Dios y aquellos que le adoran conviene que lo adoren en espíritu y verdad. En donde la primera vez la voz espíritu es una clara revelación de que Dios lo es, y la segunda dista mucho de afirmar con tanta claridad que el alma humana sea espíritu, aunque de ahí pueda deducirse. Es que generalmente en la Sagrada Escritura no pretende su autor precisar los conceptos de la filosofía, mas enseñar en orden a las buenas costumbres. Por esto la voz espíritu tiene con mucha frecuencia en los libros sagrados un sentido más ascético que dogmático, razón por la cual se ha llegado al extremo de defenderse entre los protestantes que en la Sagrada Escritura se habla del espíritu humano como de cosa distinta del alma en el hombre, repitiéndose la concepción tripartita del nombre y usada de platónicos y maniqueos conocida con el nombre de Trichotomía.

Espíritu humano. Que el alma humana sea un verdadero espíritu, es cosa que en todos tiempos ha sido controvertida por filósofos más o menos dignos de este nombre, como lo prueba la historia del Materialismo, del Espiritualismo y del Monismo materialista y espiritualista (V. estos artículos). .

Argumento teológico. Que pertenezca a la fe católica que el alma humana es un espíritu, parece a muchos que lo ha declarado la autoridad dogmática de la Iglesia resolviendo en su Concilio Lateranense IV, año 1215, bajo Inocencio III, que «la Iglesia cree que Dios con su omnipotente virtud creó de la nada desde el principio del tiempo entrambas naturalezas, la espiritual y la corporal, la angélica y la mundana (Angelicam videlicet, et mundanam); y luego la humana como común que consta de espíritu y cuerpo (quasi comunem ex spiritu et corpore constantem) (V. Denzinger, Enchiridion, n. 428). Lo mismo repitió con las mismas palabras, haciéndolas suyas, en su Constitutio de Fide Catholica el Concilio Vaticano (1869-70) (véase Denzinger, n. 1783). En estas palabras apenas se deja lugar a duda de que se expresa la fe en la espiritualidad del alma humana, aunque no se pretendiese dar como especial definición, pues sobre la afirmación de la espiritualidad recae en el decreto del Vaticano la fórmula Santa Catholica Apostolica Romana Ecclesia Credit et confitetur. En todo caso, la Tradición católica y sentimiento universal del Cristianismo bastan a declarar que la espiritualidad del alma humana pertenece a la fe. Es verdad, empero, que no es fácil probar por sola la Escritura que Dios haya revelado esta verdad filosófica. Una primera dificultad con que se tropieza, en la interpretación de los pasajes de la Biblia que parecen afirmar que el principio vital del hombre es espíritu, es lo equívoco de esta palabra espíritu por su significado de substancia incorpórea al par del otro significado más primitivo tal vez de una corriente de aire, dificultad que existe, por otra parte, no sólo en la lengua hebrea, sino en muchos otros idiomas antiguos y modernos. Mas la confusión que de aquí puede originarse destruye el valor de los argumentos escriturísticos de la espiritualidad del alma humana. El mismo hecho de que la voz espíritu signifique, tanto la corriente de aire como el alma humana, para una generación consciente de la espiritualidad de esta última, como se da el caso en la actualidad, es prueba definitiva de que semejante uso en tiempos remotísimos no significaba por necesidad la confusión de la misma alma con una más o menos tenue corriente aérea o vapor ligero. Tanto más que no se hace descansar la prueba de que el autor inspirado hablaba de un alma espiritual en el mero uso de la palabra espíritu. Particularizando algo este argumento teológico hay que decir que en la misma creación del hombre narrada en el cap. II del Génesis ya se expresa con bastante claridad el ser espiritual del principio de vida en el hombre. Aquel inspiravit in faciem ejus spiraculum vitae indica cosa muy superior para el alma viviente del hombre, frase del mismo lugar sagrado, de lo que existe en todos los demás seres dotados tan sólo de vida sensitiva. La misma especialidad con que forma Dios al hombre, la especie de consejo que toma la Trinidad para crearlo, el proceder este principio de vida como del íntimo ser de Dios (lo que condujo, mal interpretado por los gnósticos, a las doctrinas emanatistas) son indicios bastante fehacientes de que el spiraculum vitae no tiene nada que ver con la materia más tenue, si no es por el parecido en el alejamiento de los sentidos y su acción harto visible en efectos inesperados. Por esto ha sido ordinario en los comentarios que han hecho los Doctores eclesiásticos del Génesis interpretar esta historia como una revelación de la espiritualidad del alma humana. Pasando ahora a los lugares en que la Escritura designa con el nombre de espíritu el principio de las acciones mentales del hombre hay que citar el cap. I del Evangelio de san Lucas en el Cántico de la Virgen. ...Et exultavit spiritus meus; el cap. XXV de san Mateo: el espíritu está pronto; el XXVII del mismo: entregó su espíritu; el XXIII de san Lucas: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu, y en san Pablo es frecuente semejante uso, aunque más de ordinario en él se nota el significado ascético de que luego se hablará.

Semejante uso complejo que hace la Sagrada Escritura de esta palabra requiere evidentemente que en la interpretación de la palabra se sirva el intérprete de todos los auxilios hermenéuticos que para la inteligencia de la revelación cristiana sirven, cuando el sentido obvio de la palabra no basta para definirla. El principal de estos medios auxiliares es la tradición, que para el caso presente en parte queda ya declarada, al aducirse los decretos conciliares que hablan del espíritu humano. Resumiendo su historia, se ha de afirmar que los Santos Padres, en cuanto representantes de la idea cristiana, hablaron con gran unanimidad de que el alma humana era un espíritu. Si a primera vista sorprende la crítica alguna excepción, cuando se explican [268] los términos desaparece la dificultad. Porque si bien es verdad que algunos de los más antiguos escritores eclesiásticos parecieron no reconocer esta prerrogativa del hombre, no hubo en ello negación del espíritu. Era que temían en el uso de esta palabra atribuir al hombre lo que es propio de Dios. Pues no estando aún bien definida la idea de espiritualidad, incluían algunos en su concepto una simplicidad que sólo corresponde al Ser Supremo. De aquí que en ocasiones fuese el alma llamada cuerpo. Además, se usó la palabra cuerpo para significar toda realidad substancial, y por serlo el alma se le apellidó cuerpo. Una excepción suele hacerse en la interpretación benévola de palabras dudosas que acerca de la espiritualidad humana se encuentran en escritores eclesiásticos antiguos. Es tratándose de Tertuliano, de quien se admite generalmente que en su escrito De Anima cayó en el error materialista. Por lo demás, son clarísimos los testimonios que en los Doctores más grandes de la Iglesia se encuentran en defensa de la espiritualidad del alma humana. Tal sucede en san Ambrosio (Epíst. 34), san Jerónimo, san Atanasio, san Hilario, en el Nacianceno, que desprecia a Aristóteles porque cree que hizo material el alma humana, en san Basilio, san Juan Crisóstomo, &c., y más particularmente en san Agustín. Para él, la espiritualidad del alma es una de las doctrinas fundamentales, sin que nunca tuviese en esta materia que retractarse ninguna idea incorrecta, cosa que con tanta facilidad hizo en otras muchas. Y esto que no ignoraba las dudas que había ocasionado la inseguridad acerca del concepto de espíritu. Defiende, pues, enérgicamente la distinción esencial entre el alma y la materia. Afirmo, dice, que el alma proviene de Dios, que no es la substancia de Dios, que es incorpórea, esto es, no cuerpo, sino espíritu (De Genes.: ad litt., lib. 7, cc. 12 a 22: De natura boni, contra Man., c. 1). Por esto no quiere que se aplique a ella la palabra cuerpo ni siquiera en el sentido en que algunos la usaban para expresar toda realidad substancial, hasta aplicarla al mismo Dios.

Argumento filosófico. La razón más universalmente usada desde Platón, para probar que el alma humana es espíritu, es la que resulta de la consideración de sus operaciones intelectuales y morales. Y discurriendo por las primeras, es por definición el alma el principio de entender: luego siendo espiritual este acto, también lo es el alma. La consecuencia es evidente, porque ninguna operación puede ser de orden superior a su principio, como quiera que este principio tiene su categoría determinada por la propia perfección de sus actos, de la misma manera que los actos tienen toda su razón de ser en su principio, su finalidad y su excelencia; luego cuando el acto es espiritual o inmaterial, forzoso es admitir que también lo es el principio de donde procede. Y no vale notar para eludir la fuerza de este argumento, que el acto de entender dimana según teoría muy corriente entre filósofos cristianos, del entendimiento, y no inmediatamente del alma porque tanto el entendimiento como el mismo acto de entender son algo que radica en el alma y no podrían recibir la propia denominación de espirituales si no lo fuese también el alma. Descansa, pues, la argumentación con manifiesta lógica sobre el hecho de que el acto de entender es inmaterial. Queda por declarar que hay que reconocer el hecho del acto espiritual. Lo cual en primer lugar se nos manifiesta por los objetos espirituales que entendiendo de alguna manera contemplamos, cual sucede con la idea de Dios. Y el versar el acto sobre un objeto inmaterial exige que él también lo sea, porque el acto debe ser de alguna manera reflejo de su objeto, ya que nos lo representa y capacita para representarlo a los demás. Luego el acto con que entendemos a Dios ha de ser espiritual. Ni deshace el argumento decir que cuando conocemos a Dios, no lo afirmamos sino por analogías con las cosas materiales, y que aun la imaginación, facultad reconocida de ordinario como material nos lo representa. Porque si bien es verdad que el entendimiento no concibe en su propiedad la entidad esencial que es Dios, ni representa su espiritualidad tal como es en sí, sin embargo, el acto del juicio con que lo afirmamos, verdaderamente dice que es un ser inmaterial o incorpóreo, o de un orden superior e independiente de la cuantidad: lo que no se puede concebir que consista en un acto de sensación orgánica. Pues para emitir tal juicio la mente humana se levanta sobre los sentidos, y en cierta manera los vence, haciendo abstracción de los mismos, para juzgar de las cosas espirituales, según conceptos aplicables a sólo ellas. A lo que se añade que de tal manera el entendimiento se ocupa en semejante objeto espiritual, que discurre sobre el mismo; investiga su propia naturaleza distinguiéndola con toda seguridad de todo lo demás que conoce, y le atribuye propiedades contradictorias con las que percibe en los cuerpos; luego tal acción no puede ser de naturaleza corpórea.

Otra manifestación de la espiritualidad del alma, humana es la singular inmanencia que tiene su acto de entender. Esta inmanencia se manifiesta con más relieve en el poder de reflexionar sobre sí misma (V. santo Tomás, 2 contra gent., c. 49). Del mismo modo que el cuerpo, no puede moverse a sí, sino por sus partes, influyendo la una en la otra, así ningún poder material puede volver perfectamente sobre sí mismo. De aquí que toda perfecta reflexión es patente muestra de una facultad espiritual. Ahora bien, la reflexión intelectual es absoluta. No sólo el alma se conoce a sí misma afirmándose, sino que conoce su propio acto y conoce que conoce, y con cuánta certeza y claridad conozca; e investiga en qué consista el acto de conocer; y vuelve a reflexionar sobre los principios, causas u ocasiones que a semejante acto concurren, todo lo cual dista evidentemente por completo de lo, que conocemos de las propiedades físicas de los cuerpos. Y aun en el modo de conocer los cuerpos se manifiesta esta superior condición de las operaciones mentales. Porque el hombre los conoce no sólo en su superficie, como hacen los sentidos, sino que penetra íntimamente en su naturaleza, sea lo que fuere de la certeza crítica que de semejantes actos resulta, pues a lo menos relacionamos e investigamos las causas de los mismos cuerpos, sus propiedades y sus efectos, todo lo cual se ve que no tiene punto de contacto con un conocimiento sensible, que es mera alteración del organismo. Agrégase a esto que no sólo conocemos los individuos particulares, sino también las razones universales de los mismos, prescindiendo de las condiciones particulares con que se presentan a los sentidos. Y esto es propio de una potencia espiritual, pues en semejante modo de conocer el entendimiento parece elevarse sobre el mismo cuerpo que conoce, y aun como espiritualizarlo, separándolo de todos sus accidentes y circunstancias corpóreas, representándolo con ideas trascendentales que también se aplican al espíritu, lo cual es, sin duda, conocerlo de una manera espiritual (V. santo Tomás, Summa Theol., 1. p., q. 84, artículo 1, anima per intellectum cognoscit corpora cognitione immateriali, universali et necessaria).

Se ha dicho por el materialismo contemporáneo que las abstracciones de la razón no son más que disociaciones de las cualidades de los objetos tales como tienen lugar aún por los actos de los sentidos. Según esto, el entendimiento no realiza más altas funciones que las que ordinariamente se atribuyen a la fantasía y reciben el nombre de imágenes, las cuales consisten en reunir o formar diferentes síntesis de todas aquellas cualidades o maneras con que se presentaba el objeto al sentido. Mas, que esta teoría no concuerda [269] con la experiencia, es fácil percibirlo por la sola reflexión acerca de los actos internos, comparando los llamados intelectuales o de razón con los propios de los sentidos. Porque no se puede dudar que en el acto de entender, discurriendo por las razones intrínsecas o extrínsecas de lo que es objeto de la meditación filosófica, hay elementos inconmensurables con los que hallamos en los fenómenos de los sentidos. Las razones abstractas de causa, principio, razón suficiente, fin, etcétera, en vano se quieren fundir en una sola masa con las impresiones sensibles, pues está claro que son de un orden trascendente a la experiencia sensible, y sólo esa fuerza que llamamos espíritu es la explicación suficiente de que semejantes ideas existan en el hombre. Ni el más fino análisis psicológico puede por vía de asociaciones o disasociaciones presentarlas como partes siquiera infinitesimales del acto de los sentidos.

Las acciones del orden moral, o procedentes de la voluntad y libertad humanas, declaran igualmente que las operaciones mentales, la naturaleza espiritual del alma del hombre. Y primeramente pueden considerarse las manifestaciones superiores de la voluntad humana, aun prescindiendo de su real libertad, para comprender tal prerrogativa del alma. Porque el hombre puede deleitarse y se deleita de hecho en muchos casos con los bienes espirituales, con la verdad, la virtud, la ciencia, el honor, la inmortalidad, &c.; luego el principio vital que lo mueve es espiritual. Porque cada naturaleza, según manifiesta una inducción completa de todas las cosas visibles, se deleita sobre todo con lo que le es semejante: la semejanza es la causa del amor. Y es indiscutible, dados los conceptos de espíritu y materia, que ningún ser que sea en sí mismo tan sólo material, encontrará jamás semejantes deleites en las cosas espirituales. Y como se puede decir del entendimiento que el espíritu puro no podría impresionarle y, por lo mismo, tampoco manifestársele; así en una voluntad o fuerza puramente material no se concibe el influjo inmediato del espíritu o propiedad espiritual para excitar en ella sus complacencias. En especial el interés de la voluntad humana por la moralidad según sus más depurados conceptos y el anhelo de que es capaz por la inmortalidad confirman poderosamente este principio. Pues nada más distante de la materia que el concepto de la moralidad, ya que por ésta se ve el hombre dirigido a la lucha frecuente contra las tendencias espontáneas de su propio organismo; lo que es señal evidente de una superioridad de este mismo principio o substrato del hombre que lo conduce al triunfo de las tendencias materiales. Lo mismo se diga del deseo de la inmortalidad, que ya en sí mismo entraña un conocimiento abstracto de la propia existencia que trasciende a todas las determinaciones del tiempo y del espacio, deleitándose el alma en la mera contemplación de un bien sin término, de una existencia absoluta y perpetuidad en el ser como necesario para su completo bienestar. Añádase que para obtener esta inmortalidad se sobrepondrá el hombre mil veces a las tendencias materiales de su cuerpo.

Lo que queda dicho de la voluntad en general, se aplica con lógica eficaz a las acciones libres del hombre. Porque tener dominio de las propias acciones, y poder, según el propio arbitrio, ejecutar las más diversas y encontradas, son señal cierta de algo superior a la naturaleza de las cosas materiales. Ahora bien, es innegable que la voluntad humana tiene este soberano dominio; luego hay en ella una fuerza no orgánica o espiritual y, por consiguiente, el alma en que radica esta virtud y por la que es señora de sus acciones es también inmaterial o un espíritu. Es innegable que todas las cosas reconocidas como estrictamente materiales distan inmensamente de tan especial modo de proceder, cual es el que nos atestigua la conciencia en las acciones en las cuales percibimos nuestra libertad. La ley de la determinación de los actos mecánicos o materiales es tan universal y constante, que aun se ha pretendido deducir de ella un argumento, que actualmente para muchas inteligencias es concluyente, en contra de la libertad humana; luego señal es esto que la materia no nos da ejemplo ninguno de acción libre; y, por lo mismo, resultan cosas muy análogas darnos a conocer nuestra conciencia la libertad de nuestras acciones o inducir nuestro entendimiento a que reconozca la espiritualidad del alma. Y tiene particular fuerza este argumento, porque por la libertad humana es un hecho que la naturaleza sensible o material quede subordinada al hombre; y como toda subordinación estrictamente dicha como la presente, arguye inferioridad en el subordinado, síguese que en el hombre ha de haber un principio superior a la materia, el cual se denomina espíritu (V. Lessio, De Numinis providentia, 1. 2).

La tesis de la espiritualidad del alma humana por su relación con la inmortalidad y con el conocimiento de Dios, que es el espíritu por antonomasia, parece que ha de ser considerada como uno de los fundamentos de la fe que el Concilio Vaticano, dice sin especificar más que la existencia de Dios, que la recta razón puede probar (V. Constitutio dogmatica de Fide Calholica, c. 4. Cum recta ratio fidei fundamenta demonstret). Esto mismo induce a creer el hecho acaecido en 1855, cuando la Sagrada Congregación del Índice con un decreto aprobado por Pío IX mandó al fundador de los Annales de Philosophie Chrétienne, Agustín Bonnetty, que subscribiese, entre otras, la siguiente proposición: «el raciocinio puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma, la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación, y por lo mismo no puede alegarse convenientemente para probar la existencia de Dios contra el ateo, para probar la espiritualidad y la libertad contra el que siga el naturalismo y el fatalismo» (Denzinger, Enchiridion, ed. 10, n. 1650).

Espíritu angélico. Que los ángeles son de alguna manera espirituales es cosa que nadie que admita su existencia pondrá en duda (V. Ángel). Porque admitida la espiritualidad del alma humana resulta absurda la afirmación de la existencia angélica de un ser esencialmente inteligente y libre según los datos de la revelación), si no se reconoce en él al menos un principio espiritual que se manifiesta en ellos mucho más que en el hombre. Esto prueban desde luego los datos de la Escritura y Tradición acerca de los ángeles. Así que las cuestiones teológicas acerca de la espiritualidad angélica se refieren a la tesis que afirma ser los ángeles puros espíritus. Estas cuestiones nacen de que son singularísimas las vacilaciones que los doctores eclesiásticos han sufrido en la enseñanza de la espiritualidad angélica en cuanto excluye de los ángeles toda unión natural con algún linaje de cuerpo o materia. El cardenal Toledo (V. In Summam, Theol. Enarratio., t. I, quaest. LI), dice: «In hac parte magna exstitit controversia inter Doctores Ecclesiasticos, inter Scholasticos, inter Philosophos etiam. Que si atiendes a los Doctores de la Iglesia hallarás a muchos que enseñan que los ángeles son corpóreos.» «Y entre los escolásticos, prosigue, hay la misma dificultad»: y señala entre los que no admiten la pura espiritualidad de los ángeles a san Buenaventura y al cardenal Cayetano. Completa el cuadro de estas divergencias con la que separa a Platón y Aristóteles, admitiendo el primero que el ángel tiene cuerpo y negándolo el segundo. Dadas las pruebas en favor de que el ángel es puro espíritu, las confirma con que est communis sensus iste jam omnium Catholicorum. Mas con la delicadeza propia de un gran teólogo en no condenar sin suficientes pruebas las opiniones contrarias a la suya propia, establece para concluir la cuestión esta [270] tesis: «No es herético ni error expreso afirmar que lo ángeles tienen cuerpo (esse corporeos). Es evidente, dice, porque aun no lo ha determinado la Iglesia, ni se puede convencer por la Escritura, y los Doctores se hallan divididos.» Suárez, el teólogo que probablemente ha discurrido más extensamente sobre los ángeles (V. t. II de sus obras De Angelis y la Disp. Metaph., XXXV), después de probar que los ángeles son puros espíritus con argumento de tradición católica, añade: (ob. cit., XXXV, s. 3). «Sé que se pueden aducir contra esto muchas cosas de los Padres de la Iglesia y de los antiguos filósofos. Pero no es de maravillar que los filósofos errasen en una cosa oculta y tan distante de los sentidos. Y los Padres de la Iglesia en ocasiones siguieron en estas cosas, que no pertenecen a la doctrina de la fe, a los antiguos filósofos, mayormente a Platón. Otras veces, empero, llamaron una cosa material o corpórea no con absoluta propiedad, sino por comparación; por ejemplo, el Damasceno llama a la vez a los ángeles incorpóreos e inmateriales en sí, y materiales con respecto a Dios, &c.» Esta advertencia de Suárez resume una tradición evidente entre los Doctores de la Iglesia, que ya se halla formulada en términos explícitos por san Gregorio Magno, en los siguientes términos: «Los ángeles en comparación de nuestros cuerpos ciertamente son espíritus; pero en comparación del sumo e incircunscrito Espíritu son cuerpo» (Morales, II, 3). (V. Vacant, Dictionnaire de Theol. cath., art. Ange, col. 1195-1200). Salta a la vista que la investigación teológica sistemática no podía contentarse con tan vaga determinación de la espiritualidad angélica, y así, desde el florecimiento de la escolástica en los siglos XII y XIII se ha precisado mucho más la fórmula, y buscado si la revelación cristiana no descubría algo más que aquel vago concepto. Particularmente desde el Concilio Lateranense IV (1215) se explicó cada vez con más precisión y más relacionado con la doctrina de la revelación la absoluta inmaterialdad de los ángeles. Corresponde a santo Tomás la principal gloria de haber aclarado los conceptos en esta materia (Summa Theol. quaest. L y LI), porque probó en sendos artículos que «el ángel es una criatura del todo espiritual y en absoluto incorpórea», que «supuesto tal, todavía hay que negar que sea compuesto de materia y forma»; que «los ángeles son incorruptibles»; que «no están por su naturaleza unidos a cuerpo», y que «en los casos que toman posesión de un cuerpo no ejercen en él y por él operaciones vitales». Se ha dicho a propósito de la pureza del espiritualismo que defiende santo Tomás, que se le llamó por esto Doctor Angélico. Tan precisas afirmaciones de que el ángel es puro espíritu, se hicieron doctrina universalmente recibida entre los doctores católicos. Algunos dan por definido como dogma de fe en el Concilio de Letrán en la sentencia antes mencionada para probar la espiritualidad del alma, que el ángel es puro espíritu (V. Ángel, t. V de esta Enciclopedia, pág. 529); pero nada menos cierto. Es verdad que el sentido formal de las frases implican esta afirmación, entendidas las palabras en su sentido obvio; pero la historia atestigua que no se pretendió dar semejante definición, ni entonces en el siglo XIII, ni al repetirse en el Vaticano en el siglo XIX. Y los que no admitían el puro espíritu en el ángel, que parece estaban en mayoría en tiempo del Concilio Lateranense IV, nunca se retractaron, ni fueron tenidos por herejes; y que no se había definido ha continuado siendo hasta ahora la opinión más corriente entre los mejores teólogos. Hay que admitir, pues, con Melchor Cano (1, 5 de Locis, c. 5), que no fue la afirmación del ángel espiritual ninguna definición del Concilio que pruebe ser de fe que el ángel es puro espíritu, pues se pudo muy bien hacer uso (en la determinación de lo que Dios había creado) de una opinión a que no se le diese ningún valor dogmático, hablando sólo según la más corriente manera de sentir. Mas Suárez (lug. cit., 1, I, c. VI), afirmandorepetidamente que no quiere decir que sea esto de fe, llama la atención sobre lo extraño que es, que no sea considerada semejante división de los seres creados por Dios, como declaración dogmática, cuando lo que le precede y lo que le sigue se tiene por tal. Esta dificultad valdría sobre todo para hacer sospechar que en el Concilio Vaticano se definió el sentir afirmativo de la Iglesia en este punto, al repetirse las mismas palabra del Lateranense en la Constitución De fide c. 1, pero como no hay que dar a las definiciones dogmáticas más alcance que el que claramente quiere la autoridad de la Iglesia que las profiere, y no consta explícitamente que quisiese con esto la autoridad del último Concilio ecuménico, definir un dogma, no declarado aún en la Iglesia, de aquí que tampoco los teólogos posteriores al Concilio Vaticano den por dogma de fe la absoluta espiritualidad del ángel. Nótese, empero, que en virtud del decreto del Concilio de Letrán ya se criticaba como temeraria la opinión que atribuía cuerpo a los ángeles, a lo menos en el siglo XVI (V. Suárez, lug. cit.). Este criterio ha ido dominando cada vez más entre los teólogos, y hoy, el juicio católico acerca de este punto tan relacionado con las creencias cristianas se puede expresar con las palabras del cardenal Mazzella en su obra De Deo creante (pág. 198): Etsi doctrina asserens angelicam naturam esse pure spiritualem, atque cujusvis corporis omnino expertem, ut non paucis probatis theologis videtur, non sit expresse de fide definita; rite tamen inspecto cominuni Ecclesiae sensu, ac doctorum suffragio, tam certa est ut absque erroris aut temeratis nota in dubium revocari minime possit. Para evitar enojosas interpretaciones se añade que la censura teológica no puede recaer en fuerza de los decretos conciliares sobre la opinión de doctores de la escuela franciscana, que, negando en absoluto el cuerpo en los ángeles, admiten, empero, en ellos una especie de materia espiritual, según la idea de la composición de la substancia de materia y forma, que para ellos traspasa la esfera de las cosas sensibles dotadas de las tres dimensiones.

Dios es Espíritu. Vista la espiritualidad del alma humana y la del ángel según la teología católica, síguese tratar de la divina desde el mismo punto de vista. Hay que acentuar la distinción entre la tesis de que Dios es espíritu y la afirmación del Espíritu Santo, pues la cuestión presente es independiente del misterio de la Santísima Trinidad, y pertenece también al conocimiento natural de Dios, aunque por la revelación se ha hecho más asequible al creyente. Que Dios sea puro espíritu está terminantemente definido por la autoridad de la Iglesia. La sentencia más clara de la misma en este sentido es la que se dio en el Concilio Vaticano (Constitutio dogmatica de fide, cap. I) profesando creer que Dios vivo y verdadero es una substancia espiritual singular, del todo simple e inconmutable. Por consiguiente, excluye de Dios todas las propiedades de la materia. En realidad, como consta de la historia del mismo Concilio (V. Granderath, Concile du Vatican. t. II, p. 2, traducido del alemán, Bruselas, 1911) se proponían los Padres rechazar las teorías materialistas, que niegan la existencia de todo lo que no es materia; y por lo mismo anatematizan a los que afirmen que no hay más que materia (canon 2). Se ve, pues, que está claramente definida por la Iglesia católica que Dios es puro Espíritu. Y no era nuevo tratarse en los Concilios de la Iglesia de la espiritualidad de Dios, si bien nunca se había hecho con tan explícitas palabras, pues muchas de las herejías ya de antiguo condenadas por la Iglesia contenían la negación que en el Vaticano se anatematizó. Aun los mismos saduceos entre los judíos parece que enseñaron este error; y de los maniqueos lo dice san Agustín; y fue la doctrina característica de [271] los llamados antropomorfitas, porque hacían a Dios semejante al hombre atribuyéndole cuerpo. Cuanto al fundamento que hay en la Escritura para afirmar que Dios es Espíritu, véase la sentencia ya aducida (Joann. IV, 24): Dios es Espíritu, y los que lo adoren han de hacerlo en espíritu y verdad. Que Espíritu, aplicado aquí a Dios, se haya de interpretar en cuanto opuesto a cuerpo, salta a la vista, por la segunda parte de la sentencia; pues por las circunstancias en que hablaba Jesucristo se excluía la idea de adorar a Dios sólo en alguna parte determinada, como que en ella solo se encontrase. Por lo mismo enseñaba el Divino Maestro a la Samaritana que Dios está en todas partes, pues en todas oye a quien a Él se dirige; lo que repugna a la idea de cuerpo, una de cuyas propiedades esenciales es la de estar circunscrito a un lugar. Y sube de punto el valor de esta prueba con la condición de adorar en verdad, que arguye en Dios una suprema inmutabilidad, propiedad también inconciliable con la idea de cuerpo. Véase, además, 2, ad Cor. III 17. Lo dicho acerca de los Concilios de por sí prueba que los doctores de la Iglesia han reconocido que estaba revelado que Dios es Espíritu. Las mismas dudas que los Santos Padres y teólogos tuvieron acerca de la afirmación de que los ángeles son espíritus prueban que no dudaban acerca de la pura espiritualidad de Dios, pues nacían muchas veces del temor de que afirmar esto de los ángeles era concederles una prerrogativa divina. Y más aún lo confirma el que llamasen corpóreos a los ángeles si se comparaba su naturaleza con la de Dios. Por fin, el simple raciocinio natural prueba también suficientemente, que Dios es Espíritu. Para declararlo no hay más que partir del concepto de Dios, admitido por todo el que no profese el ateísmo, de que Él es el ser más perfecto que se puede pensar, de donde es fácil concluir que el ser material sería una imperfección indigna del Ser Supremo. Además, muchos de sus atributos están en manifiesta contradicción con el modo de existir de un ser corpóreo.

Bibliogr. Balmes, Filosofía fundamental; Brin, P. M., De intellectualismo adversus errores philosophicos (1875); Coconnier, L’âme humaine. Existence et nature (París, 1890); Donat, Psychologia (Innspruck, 1910); Gutberlet, Psychologie (3ª ed., Münster, 1896); Liberatore, Dell’anima umana (Roma, 1875); cardenal de la Luzerne, Dissertations sur la Spiritualité de l’âme (París, 1823); Maher, Psychology (6ª ed., Londres, 1909); Mercier, Psychologie (Lovaina, 1904); Mivart Saint George, Nature and Thought (Londres, 1882); Oswald, Angeologie (Paderborn, 1889); Peillaube, art. Ame en el Dictionnaire de Théologie Catholique (fasc. IV, 1900); Palmieri, De Deo creante (Roma, 1878); Pesch Christianus, Praelectiones Dogmaticae (t. III, De Dio creante, Friburgo, 1895); y son dignos de ser consultaos otros muchos tratados del mismo título de teólogos modernos. Además, Petavio, Dogmata Theologica, De Angelis; Pohle, art. Geist, en Kirchenlexicon (t. V, col. 199-210); Schwanne, Dogmengeschichte (2ª ed., Friburgo, 1892-94) y las muchas obras modernas así tildadas dan muchos datos sobre las cuestiones que mencionan. Suárez, De anima, 1. I, cap. 9, y los tratados del mismo nombre de Báñez, Toledo, Conimbricenses, &c.; Turmel, Histoire de l’Angéologie, en la Revue d’Histoire et de Littérature religieuse (1898-99); Vacant, Etudes théologiques sur les Constitutions du Concile Vatican (París, 1895); Carlos Werner, Ueber Begriff und Wesen der Menschenseele (3ª ed., Schffhause, 1868). Cuanto a las opiniones heterodoxas acerca del Espíritu, ver Espiritualismo.


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