Filosofía en español 
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Espíritu

Espíritu Santo. Teología. Dogma católico es que el Espíritu Santo es Dios, es decir, una persona divina, consubstancial con el Padre y el Hijo, procedente de ambos como de un solo principio, por vía de espiración.

Negaron indirectamente ese dogma cuantos negaron el dogma trinitario de que es parte: los monarquianos y los triteítas. Los monarquianos [280] confundieron las personas, negaron su trinidad, afirmando que Dios, persona única, se dice Padre porque es ingénito y crea, Hijo porque se encarnó y salva, Espíritu Santo porque santifica las almas, al modo que el sol, con ser uno, recibe, varios nombres según que puede producir, iluminar, calentar las cosas sublunares. Afines a éstos eran los subordinacionistas, por defender que el Hijo es inferior al Padre, aunque superior a las más excelsas criaturas. Si todos estos herejes confundieron las divinas personas, los triteítas separaron o rompieron su unidad, sosteniendo que las tres personas son tres esencias distintas y aun diversas. Describir el monarquinismo y el triteismo en sus matices y en sus vicisitudes no pertenece a este artículo. V. Trinidad.

El dogma del Espíritu Santo le negaron directamente los neumatómacos, que no titubearon en sostener que el Espíritu Santo no es Dios, sino ministro suyo, más alto que los ángeles en grado, que no en naturaleza. Esta herejía, bosquejada ya por Arrio y Eunomio, emerge de la sombra y aparece en fórmulas precisas por los años, 359-360, a juzgar por las cartas de san Atanasio al obispo Serapión. Por entonces, o acaso un poco antes, la adoptaron muchos semiarrianos y la extendieron por Constantinopla, Tracia, Bitinia, Helesponto y provincias limítrofes. Fue uno de sus jefes el obispo de Nicomedia, Maratón, discípulo del de Constantinopla, Macedonio, que, en sentir de la mayoría de los historiadores, fue su principal mantenedor. El primer Concilio ecuménico de Constantinopla anatematizó esa herejía en 381. Recordemos también que desde Focio niegan, en parte, este dogma los cismáticos griegos, pues, aunque confiesan que el Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo, dicen que de aquél sólo procede, no del último.

Pruebas del Dogma

I. El Espíritu Santo es Dios, es decir, una persona divina, consubstancial con el Padre y el Hijo.

Todo el Nuevo Testamento enseña esta verdad. La insinúan a cada paso los Evangelios sinópticos y a veces la enuncian claramente. Según ellos, el Espíritu Santo es un divino poder que cumple la encarnación del Verbo (Luc., I, 35), y es un carisma profético que inunda el alma del Precursor, de Isabel, de Zacarías (Luc., I., 15, 21, 67) y de Simeón (Luc., II, 25-27), y vuelve fructuosa el Bautismo (Luc., III, 16). Desciende sobre Jesús, cuando se bautiza en el Jordán (Matth., III, 13 -17), le lleva al desierto (Matth., IV, 1) y después a la vida pública (Luc., IV, 14), le alegra en, su misión (Luc., X., 21), hablará por sus discípulos y los defenderá ante los tribunales (Marc., XIII, 11). Si en esos textos que indicamos, y más acaso en el último, aparece el Espíritu Santo como persona que no es ni el Padre ni el Hijo y es Dios como ellos, claro está que a aparece así en la fórmula bautismal que consta en este: «Id, pues, e instruida a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Matth., XXVIII, 19). El cuarto Evangelio enseña manifiestamente la misma verdad en los capítulos XIV-XVI, donde relata cómo prometía Jesús el Espíritu Santo a sus discípulos. «Yo rogaré al Padre, les dice, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente, a saber, el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce... Estas cosas os he dicho, conversando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará cuantas cosas os tengo dichas» (Joann., XIV, 16-17, 25-26). Y esforzándolos a no turbarse por las persecuciones venideras, les dice: «Me han aborrecido sin causa alguna. Mas cuando viniere el Consolador, Espíritu de verdad, que procede del Padre, y que os enviaré de parte de mi Padre, él dará testimonio de mi» (XV, 25-26). Y continúa un poco después: «Yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya: porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os le enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo en orden a la justicia y en orden al juicio... Aun tengo otras muchas cosas que deciros; mas por ahora no podéis comprenderlas. Cuando, empero, venga el Espíritu de verdad, él os enseñará todas las verdades: pues no hablará de suyo... Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que recibirá de lo mío, y os lo [281] anunciará» (XVI, 7-15). Y ya glorioso díceles: «Recibid el Espíritu Santo: quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes los perdonareis, y quedan retenidos a los que se los retuviereis» (Joann., XX, 22-23). Esos textos inducen que el Espíritu Santo es una persona divina, pues que ejerce funciones personales tan divinas como son las de consolar interiormente a los tristes, sugerir y enseñar todas las verdades, dar testimonio de Cristo, argüir al mundo, perdonar los pecados, y una persona distinta del Padre y del Hijo pues que ambos le envían. San Pedro expresa la misma verdad por la fórmula trinitaria con que abre su primera epístola: «A los elegidos..., según la previsión de Dios Padre, a la santificación del Espíritu, a la obediencia y aspersión de la sangre de Jesucristo» (I Petr., I, 1-2). Que san Pablo la enseña también muéstralo, desde luego, el paralelismo personal entre Cristo glorioso y el Espíritu Santo que establece. Ambos en nosotros viven (Rom., VIII, 9-11): somos justificados en Cristo (Gál., II, 17) y en el Espíritu Santo (I Cor., VI, 11): somos santificados en Cristo (I Cor., I, 2) y en el Espíritu Santo (Rom., XV, 16): somos circuncidados en Cristo (Col., II, 11) y en el Espíritu Santo (Rom., II, 29): somos sellados en Cristo (Eph., I, 13) y en el Espíritu Santo (Eph., IV, 30): tenemos parte en Cristo (I Cor., VI, 16) y en el Espíritu Santo (Phil., II, 1): somos templo de Dios (I Cor., IV, 16) y templo del Espíritu Santo (1 Cor VI, 19). Además, san Pablo atribuye al Espíritu Santo actos personales, como distribuir gracias según quiere (I Cor., XIII, 11), pedir por nosotros (Rom., VIII, 26-27); entristecerse (Eph., IV, 30), y otros, que ejerce como quien es Dios, que penetra sus misterios más íntimos (I, Cor., 10-11). Finalmente, san Pablo usa fórmulas trinitarias, como esta: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la participación del Espíritu Santo, sean con todos vosotros» (II Cor., XIII, 13). Los Hechos de los Apóstoles no hay que decir que mencionan al Espíritu Santo en casi todas sus páginas como si para manifestarle y ensalzarle fuesen escritos. Limitémonos a indicar algunos, actos personales que le atribuyen. El Espíritu Santo invade a los Apóstoles y los hace intrépidos heraldos suyos (Act. II, 4-38). Acude a la Iglesia en sus cuitas (IV, 31): castiga en sus adictos la hipocresía y la mentira (V, 3-5); le lleva nuevos miembros (X, 19-48); destina sus misioneros (XIII, 2); establece sus obispos (XX, 28). Llena, en suma, de dádivas a los fieles, de suerte que su acción llega a serles, por así decirlo, familiar (IV., 8, et passim). De donde podemos concluir que el Espíritu Santo es una persona que posee la misma naturaleza que el Padre y el Hijo.

Ese dogma lo confirma y esclarece la tradición cristiana, señalando al mismo tiempo las fases por que pasó su desarrollo. Aunque los escritores antenicenos hablaron más de las operaciones del Espíritu Santo que de su persona, no discutida por entonces, nos dan, con todo, alrededor de ella muy graves testimonios. De los Padres apostólicos, san Clemente de Roma en su Epístola a los Corintios pone dos fórmulas trinitarias que condensan todo su sentir en este punto. «No tenemos sino un Dios, un Cristo, un Espíritu de gracia en nosotros» (XLVI, 6). No menos significativa es esta: «Vive Dios, y vive el Señor Jesucristo y el Espíritu Santo, fe y esperanza de los elegidos, que...» (LVIII, 2). Si la comparásemos con la fórmula vive el Señor, tan común en el Antiguo Testamento, notaremos que san Clemente reconoce que son Señor por igual el Padre y Jesucristo y el Espíritu Santo y testigos por igual adorables. San Policarpo, según el Martyrium, acabó una oración por esta doxología trinitaria: «Señor Dios todopoderoso,.... yo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial pontífice Jesucristo, tu bien amado Hijo, por quien a ti, con él y con el Espíritu Santo, gloria ahora y para siempre» (XIV, 3). De los apologistas, san Teófilo de Antioquía, en su Ad Autolycum libri tres, dice que los términos Dios, Logos, Sabiduría o Espíritu, Santo, que enumeró en varios pasajes, forman una trinidad (II, 15). Más diáfano que él es Atenágoras, el cual escribe: «El Padre y el Hijo no son más que uno: el Hijo está en el Padre, el Padre en el Hijo en la unidad y la potencia del Espíritu. ¿Quién, pues, no se pasmará de oírnos llamar ateos a nosotros que confesamos un Dios Padre, un Dios Hijo, un Espíritu Santo, explicando su poder en la unidad y su distinción en el orden?» (Supplicatio pro christianis, 10). Por no alargar la serie, digamos sólo que Tertuliano, en su Adversus Praxeam, que escribió ya montanista, afirma, y defiende como ningún escritor anteniceno la divinidad y las excelsitudes del Paráclito. De entre los postnicenos, merece singularísima mención san Atanasio, quien, por aplastar la herejía neumatómaca que entonces erumpe, como queda dicho, elaboró una teología del Espíritu Santo en sus Cartas a Serapión (I, II, IV). Allí prueba su divinidad por la Escritura (I, 4-6, 26), por la predicación y la tradición eclesiástica (I, 28), y por su acción misma en nuestras almas. (I, 23-24). La prueba, además, arguyendo que, si la Trinidad es homogénea, como lo es, el Espíritu Santo, que de ella forma parte, no es criatura, sino Dios, consubstancial con el Padre y el Hijo (I, 2, 17, 20, 27). En esa teología se inspiraron, desenvolviéndola en ciertos detalles, san Basilio, san Gregorio de Nacianzo, san Gregorio de Nisa, Dídimo, san Ambrosio, etcétera.

El Concilio Constantinopolitano I, en 381, definió solemnemente ese dogma. Su símbolo, recibido por el Concilio Calcedonense en 451, fue desde entonces oficial en la liturgia de la Iglesia de Oriente, y en la de Occidente desde el siglo VI.

II. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, como de un solo principio, por vía de espiración.

Esta verdad está definida por varios Concilios ecuménicos. El Lateranense IV dice: Firmemente creemos y sencillamente confesamos que uno solo es el verdadero Dios..., Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas en verdad, pero una esencia, una substancia o naturaleza simplicísima: el Padre es de ninguno, el Hija es del Padre solo, el Espíritu Santo es juntamente de ambos» (Denzinger, 428). El Lugdunense II la define así: «Con fiel y devota profesión confesamos [282] que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como de dos principios, sino como de un solo principio, no por dos espiraciones, sino por una sola espiración: esto profesó hasta aquí, predicó y enseñó, esto firmemente tiene, predica y profesa la sacrosanta Iglesia Romana, madre y maestra de todos los fieles: esto tiene la inconmutable y verdadera sentencia de los Padres y Doctores ortodoxos, latinos y griegos. Mas porque algunos, por1a ignorancia de la irrefragable verdad anterior, cayeron en varios errores, Nos, deseando cerrar el paso a esos errores, con aprobación del Sacro Concilio, condenamos y reprobamos a los que presumieren negar que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, o también afirman con temerario atrevimiento que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo, como de dos principios, y no como de sólo uno» (Denzinger, 460). Por último, el Florentino la define en estos términos: «Definimos... que el Espíritu Santo es eternamente del Padre y del Hijo, y tiene su esencia y su ser subsistente del Padre y juntamente del Hijo, y procede eternamente de uno y otro como de un solo principio y por una espiración única» (Denzinger, 691).

Esa verdad que los Concilios definieron, aunque parece una, es triple. Vayamos, pues, por partes para evitar confusiones.

A) El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Presuponemos aquí, que processio in divinis est unius personae ab altera, vel a duabus, origo. Decir, pues, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo equivale a decir que en ambos tiene su principio y origen. V. Trinidad.

Que el Espíritu Santo procede del Padre enséñalo tan expresamente la Escritura (Joann., XV, 26), que nunca los griegos lo negaron. Lo que desde Focio niegan, como está dicho, es que proceda del Hijo, obstinándose en rehusar el Filioque. Patenticemos que el Espíritu Santo procede del Hijo, recogiendo las pruebas que suelen alegar nuestros teólogos.

El Espíritu Santo recibe del Hijo. «No hablará de suyo, decía Jesús a sus discípulos, sino que dirá todas las cosas que habrá oído, y os pronunciará las venideras. El me glorificará.: porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá de lo mío, y os lo anunciará», (Joann., XVI, 13-15). El Espíritu Santo recibe del Hijo el conocimiento, que después anunciará a los Apóstoles: luego recibe el ser, ya que en Dios conocimiento y ser no se distinguen realiter. Del Hijo, pues, tiene el ser, el origen: luego procede de él. ¿Y por qué no? Jesús, como razón de recibir de lo de él el Espíritu Santo, aduce esta: «Todo lo que tiene el Padre es mío.» Pero el Padre tiene la virtud de espirar, y espira, al Espíritu Santo: luego también el Hijo. Mas si el Hijo le espira, es su principio y origen: luego es de quien el Espíritu Santo procede. A la espiración activa del Hijo responde la pasiva del Espíritu Santo, que es su procesión misma. Además, el Espíritu Santo es enviado por el Hijo. «El Espíritu Santo, decía Jesús a sus discípulos, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo» (Joann., XIV, 26). «El Espíritu de verdad... que os enviaré de parte de mi Padre, él os dará testimonio de mí» (Joann., XV, 26). «Si yo no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero, si me voy, os le enviaré» (Joann., XVI, 7). Y, ya para subir al cielo, decíales: «Yo voy a enviaros la promesa de mi Padre» (Luc., XXIV 49), que es el Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo es enviado por el Hijo, de él procede, ya que ser enviado y proceder son, in divinis, una sola cosa en el fondo, según lo dice muy bien santo Tomás (P. I, q. XLIII, a. 1). Finalmente, el Espíritu Santo llámase Espíritu de Jesús (Act., X VI 7), Espíritu de Cristo (Rom., VIII, 9), Espíritu del Hijo (Gal., IV, 6): luego de él procede, así como, por llamarse Espíritu del Padre (Matth., X, 20), infiérese que procede del Padre. Símbolo de esa misteriosa procesión es aquel alentar Jesús hacia sus discípulos, diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo (Joann XX, 22)

Esta tesis fue común no sólo a los Padres latinos, lo que nadie discute, sino a los orientales. San Atanasio, desde luego en sus Cartas a Serapión, la defiende muy de propósito. «El Espíritu Santo respecto al Hijo es, dice, su poder santificador e iluminador, el cual dícese proceder del Padre, porque el Hijo, que del Padre viene, le hace brillar, le envía y le da» (I, 20). Es su propiedad substancial, íntima: «Si el Hijo, porque es del Padre, es propiedad de su substancia, es necesario que el Espíritu, de quien está dicho ser de Dios, sea también en substancia propiedad del Hijo» (I, 25). Es tan Espíritu suyo, que de él recibe el ser: «Así como el Hijo dice: Todo lo que tiene el Padre es mío, así hallaremos que todo está en el Espíritu por el Hijo», (III,1). En una de las dos catequesis que al Espíritu Santo dedicó, la enuncia así san Cirilo de Jerusalén: «El Padre da al Hijo y el Hijo comunica al Espíritu: Santo» (Catequesis X VI, 24). En sus cartas y en sus libros la inculca san Basilio. En su tratado De Spiritu Sancto dice, por ejemplo, que «la relación que el Hijo tiene con el Padre, esa tiene con el Hijo el Espíritu» (XLV). Y esta relación la exprime así: «La bondad nativa y la santidad natural y la dignidad real emana del Padre al Espíritu por el Unigénito» (XLVII). No es menos explícito san Gregorio de Nisa, el cual, en su tratado De Spiritu Sancto adversus pneumatomachos, la esclarece, por el símil de las tres antorchas, donde la primera a la segunda y ésta a la tercera comunica su luz (III). En su tratado De Trinitate, y más en el De Spiritu Sancto, la desenvuelve Dídimo. San Epifanio la enuncia exactamente como los latinos en su Ancoratus y en su Haereses. «El Espíritu Santo, dice, es de la misma substancia del Padre y del Hijo» (Ancoratus,VII). «Es del Padre y del Hijo» (Ancoratus, IX). «Créese que Cristo es del Padre, Dios de Dios: el Espíritu Santo es de Cristo, o de ambos, [283] como lo dice Cristo: Procede del Padre, y recibirá de mí...» (Ancoratus, LXVII). «No ajeno del Padre y del Hijo, sino de la misma substancia, de la misma divinidad del Padre y del Hijo existe siempre el Espíritu Santo..., Espíritu de Cristo, Espíritu del Padre» (Haereses, LXII, 4). San Cirilo de Alejandría la defiende passim, afirmando, por ejemplo, que el Espíritu Santo recibe del Hijo su virtud, su ciencia, su acción, porque de él viene (In Joannem, XI, 1), y aun la explica por símiles bellísimos como el de la flor y el perfume (De SS. Trinitate, dial, VI). Puede, en conclusión, establecerse que los Padres griegos admitieron esa tesis, esaverdad, como los latinos, aunque la expresen por fórmulas distintas. Porque los latinos generalmente dicen que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; mas los griegos generalmente dicen que procede del Padre por el Hijo. Pero ambas fórmulas tienen idéntico sentido. Las dos admiten la igualdad con que el Padre y el Hijo espiran al Espíritu Santo y el orden con que le espiran, sólo que la fórmula de los latinos acentúa esa igualdad, y la de los griegos acentúa, expresa directamente ese orden. En su preciso idioma lo dice santo Tomás: «Porque el Hijo tiene del Padre el que de él proceda el Espíritu Santo, puede decirse que el Padre por el Hijo espire al Espíritu Santo, o que el Espíritu Santo proceda del Padre por el Hijo, que es lo mismo» (P. I, q. XXXVI, a. 3). No parece sino que quiso estereotipar ese concepto, declarándole, el Concilio Florentino, donde, como se sabe, se unieron los griegos a los nuestros, aunque poco después se desuniesen (Denzinger, 691).

Suelen confirmar la tesis nuestros teólogos por las razones que santo Tomás en la Summa desenvuelve. Insinuamos una sola. Las personas in divinis se distinguen por las relaciones opuestas, que son las que se fundan en el origen o procesión unius ab alio: luego, si el Espíritu Santo no procede del Hijo, no tiene con él relación opuesta: luego no se distingue de él. Afirmarlo es disolver la Trinidad (P. I, q. XXXVI, a. 2).

Admitamos sumariamente, para acabar este punto, que la adición del Filioque al símbolo nicenoconstantinopolitano nació en España. Se sabe que usa ya la expresión el primer Concilio de Toledo, y que el tercer Concilio de la misma ciudad mandó insertarla en el símbolo. De España pasó la adición a Francia y Alemania, según consta de los Sínodos de Fréjus (791), de Francfort (794), y de Aquisgrán (809). Este último pidió al papa León III que la aprobase. León III, por consideraciones a los griegos, rehusó acceder. No mucho más tarde, cambiadas las circunstancias, la aceptó Roma.

B) El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Esta tesis la incluye la tradición eclesiástica, la cual exprime san Agustín al escribir: «Hay que confesar que el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo, no dos principios» (De Trinitate V, 14). Santo Tomás la robustece con su habitual solidez. «El Padre y el Hijo, dice, son unum en todas las cosas en que la relación opuesta no los distingue. Por donde, como en lo de ser un solo principio del Espíritu Santo, no tienen entre sí esa relación, síguese que el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo». Además, «así como el Padre y el Hijo son un sólo Dios por ser una la divinidad que significa el nombre Dios, así son un solo principio del Espíritu Santo por ser una la propiedad que significa el nombre principio, es decir, la spirativa virtus» (P. I, q. XXXVI, a. 4). De donde puede colegirse que «el Padre y el Espíritu Santo son duo aspirantes, por la pluralidad de los supuestos, más no duo spiratores, por ser la espiración. Está, pues, clara la tesis.

C) El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por vía de espiración. Para entender esta última parte de la tesis, ha de presuponerse aquí que las procesiones in divinis son dos (V. Trinidad). Es de fe que sólo la segunda persona de la Santísima Trinidad procede por vía de generación, ya que así lo afirman la Escritura y la tradición unánimes. Es, pues, de fe que la tercera persona no procede por vía de generación, sino por otra vía que se llama de procesión simplemente, o de espiración, aunque estos nombres «más son nombres de origen que de relación, según la propiedad del vocablo» (P. I, q. XXXVII, a. 1). Estas dos verdades las enuncia, además de otros símbolos, el llamado Símbolo de san Atanasio, en estas fórmulas: «El Hijo es de sólo el Padre: no hecho, ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo: no hecho ni creado, ni engendrado, sino procedente» (Denzinger, 39). El dogma sólo la confesión de esas dos verdades exige. Mas los teólogos diéronse a inquirir qué son la generación y la espiración y en qué pueden distinguirse. Alrededor de este obscurísimo problema cita Petau diez diversos pareceres (De Trinitate, VII, 13). El más común y el más verosímil es el que da Santo Tomás, diciendo que la generación es procesión del entendimiento y la espiración, procesión de la voluntad. El entendimiento, al entender, se atrae y se asimila la cosa inteligible, produciendo un verbo interior que es de ella fiel imagen. La generación, pues, emite un término vivo simílimo al engendrador. Y así, por salir por vía de generación, la segunda persona de la Trinidad expresa al Padre como fidelísima imagen suya. La voluntad, al contrario, no se atrae ni se asimila la cosa amable, sino que tiende hacia ella por una especie de impulso que, en cierto modo, de la misma brota. La espiración, pues, de suyo no produce un término simílimo al espirador, sino un término que responde a ese vivaz impulso, según el cual el amado está y permanece en el que le ama. Y así, por salir del Padre y del Hijo por vía de espiración, la tercera persona de la Trinidad es como una impresión dulce y como un impulso suave y como una exhalación purísima de su mutuo eterno afecto (P. I, q. XXVII, et passim). Son de esta amorosa espiración pálido símbolo, con aquel hálito que dirigió Jesús a sus discípulos, como queda dicho. Los ríos de agua viva que inundan a las almas fieles (Joann., VII, 38-39), el soplo sutil que va y viene sin nunca reposar (Joann., III. 8), el viento impetuoso que rugía y las lenguas de fuego que aparecieron en el día solemne de Pentecostés (Act., II, 2-3).

Porque así procede la tercera persona de la Santísima Trinidad, denominase Espíritu Santo. «El nombre espíritu, dice santo Tomás, en las cosas corpóreas parece significar una cierta moción e impulso. El soplo y el viento espíritu los denominamos. Mas es propio del amor mover e impulsar la voluntad del amante hacia el amado. La santidad atribúyese a las cosas que se ordenan a Dios. Como, pues, la tercera divina persona procede por modo de amor, con que es amado Dios, convenientemente denomínase Espíritu Santo» (P. I, q. X XXVI, a. 1).

Por la misma causa, denominase amor, porque procede del Padre y del Hijo como amor que el mutuo suyo infinita y eternamente exprime. Y así como se dice que el árbol florece por sus flores, así puede decirse que ambos se aman, se deleitan, se gozan por el Espíritu Santo, su amor procedens, su flor hermosísima, su fruto sabrosísimo (P. I, q. XXXVII).

Y por la misma causa, denomínase don. «El don, dice santo Tomás, importa donación gratuita. Mas la razón de la donación gratuita es el amor; pues por eso damos algo gratis a uno, porque le queremos bien. Lo primero, pues, que le damos es el amor con que bien le queremos. Por donde es manifiesto que el amor tiene el carácter de primer don, por el cual todos los dones gratuitos se dan. Y así, porque el Espíritu Santo procede como amor,... procede como primer don» (P. I, q. XXXVIII, a. 2). [284]

Y hase de advertir que, por la misma causa, él es a quien se atribuyen la bondad y sus efectos, con ser ella y ellos a toda la Trinidad comunes. Es la bondad que crea las cosas, las conserva y las gobierna, guiándolas, a su debido fin. Es la bondad que a sí invita a las almas y las justifica por su gracia, germen de vida eterna (Rom., VI, 23). Es la bondad que por la gracia mora substancialmente en ellas, como en su templo (I Cor., III, 16), y les infunde las virtudes y, en particular, la caridad (Rom., V, 5), y con las virtudes el donum septiforme (V. Dones). Es la bondad que las enriquece con sus frutos, que son los actos que de las virtudes y de los dones pululan, al modo que de la raíz del árbol sus frutos al paladar muy dulces. Sus frutos son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad (Gal., V, 22-23). Y no se piense que frutos suyos son sólo esos doce que enumeró el Apóstol, pues, como dice santo Tomás, «frutos son cualesquiera obras virtuosas en que el hombre se deleita» (I-II, q. LXX, a. 2). Es la bondad que ama a los de su gracia partícipes, como si fuesen sus íntimos amigos. Y así, les revela sus misterios (I Cor., II, 9-10), y por ellos los habla (I Cor., XIV, 2), como los habló por los profetas (II Petr., I, 21), les reparte, según se ha dicho, sus abundosas dádivas (I Cor., XII, 4-11), los configura con Dios, los unge, los torna hábiles para bien obrar y los prepara a una eternidad feliz adoptándolos por hijos amadísimos (Rom., VIII, 15). Si pecan, les remite las culpas (Joann., XX, 22), los lava y los renueva (Eph., IV, 13), los transforma en contemplativos, místicos (II Cor., III, 18). Si están tristes, los consuela, dándoles a gustar el reino de Dios, que es justicia y paz y júbilo (Rom., XIV, 17). En fin, como a hijos suyos los exime de la ley (Gál., V. 18), los vuelve superiores a la carne (Rom., VIII, 13), los hace divinamente libres (II Cor., III, 13). Difícil, imposible es reducir a síntesis todos los efectos que pueden atribuirse y se atribuyen al Espíritu Santo, bondad, delectación, amor, paraíso de las almas fieles (Summa contra gentiles, IV, 20-22).

La Iglesia, a quien él inspira y guía a través de los siglos, dedícale solemnísimas fiestas, y en toda su liturgia dirígele súplicas empapadas de gratitud y de esperanza, y entónale himnos encendidos de amor que trasciende todos los amores de la tierra.

Bibliografía. Santo Tomás, Summa Theologica (I, XXVII-XLII); Billuart, Tractatus de SS. Trinitatis Mysterio; Bartmann, Lehrbuch der Dogmatik (Friburgo de Brispovia, 1911); Teixerout, Histoire des dogmes (París, 1912); Th. Schermann, Die Goltheit des heiligen Geistes nach den griechischen Vätern des IV Jahrhunderten (Friburgo de Brisgovia, 1901); Iunk, Lehrbuch der Kirchengeschichte (Paderborn, 1907).

Espirituado, da. adj. vul. Cuba. Alocado, energúmeno, excitado por el espíritu del demonio.


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