Mundo Gráfico
Madrid, 5 de febrero de 1913
 
año III, número 67
página 3

Miguel de Unamuno

El alma ingenua del público

A mi amigo Félix Méndez.

La Kultura es como Dios; premia siempre bien a quien bien la sirve. Afligido y a la par indignado mi espíritu por el espectáculo bochornoso de la guerra turco-balkánico-helénica, prorrumpí aquí, en estas mismas columnas, en un grito de ¡guerra a la guerra! Y ha repercutido en otros corazones humanos. Y me he dicho: ¡aún hay patria!, sin añadir lo de Veremundo, porque no sé, ni a ciencia incierta siquiera, quién fuese el tal.

A los pocos días de haberse aquí publicado aquella encendida soflama, recibí la siguiente carta, que no puedo resistir la tentación de reproducirla; tan ingenua es.

Dice así:

«Excelentísimo señor:

El maestro que suscribe felicita con entusiasmo a V. E. por su pedagógico y hermoso artículo: ¡Guerra a la guerra!, en Mundo Gráfico.

Este escrito merece vulgarizarse, propagarse hasta el infinito, porque de ello tiene mucha falta la humanidad, y como este, otros semejantes, que divulguen los medios de conservar la raza fuerte y sana, y no sólo hace falta esto, sino que también se necesitan leyes encaminadas a reprimir la maledicencia, la oposición, la rémora y la lucha; la guerra encarnizada y criminal que los pueblos hacen por que la Escuela no se abra el paso que le corresponde en el presente siglo. Los Poderes están en el deber de castigar con mano dura a tamaños atentados y dar al maestro la protección que le hace falta para poder cumplir con su sagrada misión.

¿No es verdad, Sr. Unamuno, que en los tiempos que atravesamos, con preciarnos de progresistas, están la Escuela y el maestro hollados y pisoteados, en todos sentidos?

¿No es verdad que parece que se pone empeño por las masas, y quizá más aún por los mismos gobiernos, en que continúe este estado de cosas?

Se atreve a pedirle dispensa para sufrirle este que b. s. m. y se pone a los pies de su señora.»

Sigue la firma y la indicación del pueblo y provincia en que rinde sus servicios pedagógicos este mi generoso colaborador. Los omito arrogándome su modestia.

Nadie, creo, dudará de la autenticidad de esta carta. Soy incapaz de inventar una cosa así, y eso que no es chica mi capacidad para inventir amenidades. Y basta leerla para comprender que no puede ser ficticia. Y no era menester que su autor me dijese que es maestro, pues se le conoce, desde luego. Hasta el estilo es pedagógico, profundamente pedagógico.

¡Loada sea la Kultura! Bien se dijo aquello de buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura. Así, yo no quise en aquel mi férvido desahogo sino protestar contra la guerra, y más aún contra la muerte, pues ya estoy harto de que los hombres se mueran, aun sin matarse los unos a los otros, y he aquí que hice un artículo no sólo hermoso, sino ¡hasta pedagógico!

¡Bendito sea este Mundo Gráfico, que me está sirviendo para una tan profunda obra de pedagogía! Y bendito sea también porque desde que empecé a escribir en él he empezado a comprender mejor la profundidad del alma ingenua de nuestro buen público. Nunca hubiera yo sospechado que los modestos pequeños ensayos filosóficos que aquí voy dando a luz habrían de despertar el interés que han despertado. Un día es mi juicio sobre el Sr. Cervantes (D. Miguel); otro, aquel puñado de verdades no paradógicas que rodó por periódicos de provincia, nada paradógicos tampoco; otro me felicitan por mi sentimental evocación a la caída de las hojas… Decididamente, soy un pensador. Por lo menos, así me tenían clasificado.

Hay algo que me favorece y es mi nativa incapacidad para inventar colmos y jugar del vocablo. Soy para esto casi tan incapaz como para la música.

¿Se acuerda usted, amigo Félix Méndez, de cierta carta, pedagógica también, que le dirigí a usted, hace ya cuatro y cinco años, protestando contra aquello que usted decía de que en todas partes la cifra de mortalidad es la misma, pues en todas se muere el ciento por ciento de los nacidos; es decir, todos los que nacen? Usted me invitó entonces a discutir no sé qué, creo que la festividad de los escritos. ¿Para qué? ¡Bien estoy purgando aquella carta!

Pero usted, amigo Méndez, no es más que un escritor festivo, con más o menos gracia, que ésta no se la discuto a usted, y hasta creo que tiene mucha, mientras que yo soy ilustrísimo y excelentísimo señor, profesor de lengua y literatura griegas y de filología comparada del latín y del castellano y, además, filósofo y pensador. Y por si esto no bastaba, por añadidura, pedagogo. ¡Pedagogo!… ¡gogo!… ¡ogo! que bien suena esto, ¿no? Sociólogo, así, esdrújulo, no suena mal; pero pedagogo, llano, suena mejor.

Un muy conocido escritor argentino, que me hizo el honor de dedicarme, años hace ya, un estudio, decía que no tengo el sentido del decorum romano –y lo decía así en latín,– y citaba frases de mis escritos en corroboración de ese su aserto. Y he pensado luego que, en efecto, si hay algo menos decoroso que el querer sacudirse de la tiesura profesional, es reírse y llorar en los escritos bajo líneas, sobre todo si la risa suena a lloro y el lloro a risa. Y lo intolerable en un escritor es que no sepamos cuándo nos habla en serio y cuándo en broma, o, lo que es peor, que hable en serio y broma a la vez.

Amigo Méndez: hágame el favor de escribir un ensayo filosófico sobre la ingenuidad pública.

Miguel de Unamuno

 

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