Mundo Gráfico
Madrid, 11 de diciembre de 1912
 
año II, número 59
página 3

Miguel de Unamuno

¡Guerra a la guerra!

Otra vez más ha pasado sobre Europa la fiera e indomable Parca, traída de la negra mano de la pálida Muerte; otra vez más parece ha retrogradado el Hombre a sus prehistóricos instintos de fiereza salvaje.

En un momento, en un solo momento, no más que en un instante –¡horroriza pensarlo!– se queda viuda una esposa y huérfanos unos hijos; arruinanse familias enteras, se destruye hogares…, toda la gama, en fin, de los horrores humanos.

Y, además, la vuelta a los sentimientos prehistóricos de barbarie –«homo hominis lupus»– sentimientos heredados del hombre de las cavernas –que no es propiamente el Hombre, con mayúscula y categórico– tal vez, ¿quién lo sabe? del antropopiteco y reñidos con la fraternidad cristiana… ¡Pobre Fraternidad, cómo te están poniendo!

¿Odios de raza, odios de religión, odios y rencores por doquier?

Y el Progreso consiste precisamente en alejarnos lo más posible del tipo del hombre cavernario (ojo al cajista), del que luchaba con el «ursus speleus».

Y aún hay quien se atreve a decir (¡desgraciado!); que la guerra es elemento de progreso. ¡Paradoja, paradoja, paradoja! De progreso con minúscula, tal vez, pero del Progreso con mayúscula, lo niego. La guerra, la guerra que cuesta lágrimas y sangre y oro y sudor, la guerra que arruina al vencido, la guerra que lleva tras de sí la desolación y la muerte, ¿cómo va a ser elemento del Progreso?

Que hay que cultivar el valor… Convenido. Pero, ¿qué valor? ¿Qué valor? –preguntamos.– ¿Qué valor, señores panegiristas o excusadores de la guerra? Hay que cultivar el valor, sí; pero es el valor humanitario y humanista, altruista, idealista…, ista…, ista, fraternal, sociológico, progresivo. Hay que cultivar el valor, sí; pero es el valor progresista del sabio que, arrostrando impávido el sol para estudiar las costumbres de los himenópteros, muere de una insolación, o el valor sociológico del aviador que, buscando por los cielos nuevos horizontes en la ciencia, cae de su aeroplano y va a estrellarse contra la torre de una iglesia o se queda  ensartado en el pararrayos de un cuartel. ¡Este; este es valor!

¿Que la guerra enseña el menosprecio a la muerte? ¿Y qué es el hombre sin vida sino un hombre muerto? Si esa doctrina sombría del desprecio a la vida –pues aquí por trágica dialéctica despreciar la muerte equivale a despreciar la vida,– si esa doctrina se propagara y llegase el caso de un suicidio colectivo del género humano todo, ¿qué sería de la humanidad? ¿Qué del Arte? ¿Qué de la Ciencia? ¿Qué de la Moral? ¡Horroriza pensarlo!

¡Guerra a la guerra y paz a la paz! Tal debe ser nuestro lema.

¿Genio Alejandro? ¿Genio César? ¿Genio Federico, mal llamado el Grande? ¿Genio Napoleón? ¡Sí, malos genios! El último y más oscuro maestro de escuela hace más por el progreso humano que esos nefastos y supuestos genios hicieron.

Las artes son todas hijas de la paz; hasta las artes de la guerra. En tiempo de paz se forjan los cañones; hombres de paz inventan los explosivos.

No, no: no cabe defender la guerra; no cabe defender nada que nos traiga la muerte; porque la muerte es el supremo de los males. ¡Viva la vida! ¡Muera la muerte! Defender la guerra es defender la muerte. Y ahora que estamos todos –es decir, todos los hombres progresivos, sociológicos y humanitarios– pidiendo a voces la abolición de la pena de muerte, ¿vamos a caer en la vergonzosa inconsecuencia de defender la guerra?

El hombre ha nacido para vivir y no para morir; y el que muera al cabo, no quiere decir que haya nacido para ello.

Y todos nuestros esfuerzos deben tender a suprimir la muerte. Porque, después de muerto un hombre, ¿para qué sirve?

Por estas y otras tan poderosas razones como estas, y que ahora me callo, dejándolas para mejor ocasión, hay que combatir la guerra. ¡Guerra a la guerra!

Y esta guerra –la única que puede admitirse, la guerra a la guerra– hay que empezar a inculcarla a los hombres futuros desde su más tierna edad, desde su primera infancia; y día a día, hora a hora, sin cesar. Gutta cavat lapidem (la gota horada la piedra) y al árbol hay que enderezarlo mientras es tierno renuevo. Inculquemos, pues, en los niños desde su más tierna infancia, el horror al derramamiento de sangre; inculquemos en sus maleables corazoncitos sentimientos de dulzura, de humanidad, de filantropía.

Hay que empezar por enseñarles a no maltratar a los pobres e inocentes animalitos –que son también criaturas de Dios,– a no martirizar a los grillos, a no perseguir en la calle a las parejas de perros enamorados, a no tirar piedras a los nidos. Y aún debemos ir más allá; y que no estropeen los árboles, que no destripen los muñecos. Que sean dulces y mansos; que no apelen a la fuerza para resolver sus contiendas; que aprendan que la razón se basta a sí misma.

Hay que proscribir el culto a la muerte, al dolor, el culto a la sangre. La sangre es antiprogresista. La cuestión es vivir, vivir, vivir. Pues que no hay, hasta hoy al menos, otro remedio, resignémonos a morir, pero no nos matemos unos a los otros, porque eso es inhumano. Si los hombres dan en matarse unos a otros, con uno u otro pretexto, ¿qué va a quedar al cabo del género humano? Y si el género humano desaparece –no me cansare de repetirlo,– ¿qué será de la Humanidad?

Bien sabemos que lo importante, lo universal, lo eterno, lo categórico, no es el hombre, no es cada hombre de carne y hueso, sino la idea del hombre, la idea-hombre o el hombre-idea, la Humanidad: pero si desaparecen los hombres todos de carne y hueso, ¿qué será del hombre-idea? ¡Profundísimo problema!

Por todo lo cual: ¡guerra a la guerra!

Miguel de Unamuno

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