Mundo Gráfico
Madrid, 12 de marzo de 1913
 
año III, número 72
página [6]

Félix Méndez

El que paga descansa

También para D. Miguel de Unamuno,
mi excelso amigo.

Así como en el mundo de los negocios el que paga descansa..., al que cobra, en el mundo social, el que promete una cosa la debe, y hasta que no la pague, bien pagada, no debe descansar. Esta es mi norma. La adquirí con carácter mercantil, allá en mis mocedades, cuando yo estaba a los servicios bursátiles de un judío cristiano (¡vaya una paradoja, ¿eh?, castañas al castañero!); quiero decir, que era un banquero que había profesado en el bautismo, si bien se vanagloriaba de no estar poseído por la fe de Cristo, además de demostrarlo con los negocios que hacía. Allá él. Yo tengo que agradecerle el haberme enseñado a que las deudas son cosas tan del honor, que la persona que le quiere conservar y tenga alguna, debe pagarla a tocateja, como yo voy a hacerlo.

Antes de pasar adelante, esto es, antes de satisfacer la deuda contraída, explicándole a usted, mi D. Miguel de Unamuno, el por qué escribí herudito con hache, al hablar de mí, tengo que decirle otras cosas.

En los dos primeros párrafos de esa magistral (magistral y pedagógica) miniatura de un tratado de raciocinio puro, (aquí sí que viene bien lo del puro) que usted me dedica para enseñarme por qué escribió Kultura con K mayúscula, vierte usted unas mieles que a mí se me han hecho veneno. (Esto del veneno y la miel lo he aprendido de usted muy recientemente.) Yo, pobre de mí, he andado por el jardín de la literatura dando palos de ciego, y por esta vez se conoce que he apaleado un rosal sin darme cuenta, porque el espinoso arbusto, al ser agitado torpemente, ha expandido los amortiguados efluvios de su aroma suavísimo, y me ha embalsamado el ambiente. Ese rosal es usted.

¡Usted, mí excelso amigo! ¿Vé usted cómo yo no me recato de decirle a usted lo que siento? A mí no me asaltan temores de que me crean conchabado con usted para darnos importancia mutuamente. ¿Quién va a ser tan necio o tan ignorante, que le crea a usted capaz de conchabarse conmigo para adquirir importancia? ¡Cuidado que los hay ignorantes y necios; pero de ese tonelaje no hay ninguno! Vivamos en la realidad, ante todo. Nosce te ipsum. (Ahí le va a usted ese proverbio de forro de sombrero o de frontispicio de Museo antropológico, lo mismo da, y que me perdone su autor, ya sabe usted quién fué.)

Este nosce te ipsum, en latín, como usted sabe, no es tan de sombrerería como el lema inglés Dieu et mon droit, a pesar de estar escrito en francés, ni como la divisa o leyenda de la orden inglesa de la Jarretiera, Onni soit qui mali pense, también inglesa, a pesar de estar escrita en francés. ¡Oh fuerza colosal del idioma de la diplomacia! Esto es herudición.

Y ahora voy a pasar a explicarle a usted por qué escribí herudito con hache al hablar de mí.

Yo no sabía realmente por qué escribía usted Kultura con K mayúscula; pero como tengo una regular intuición y un discernimiento más que regular, sin jactancia, como probaré en este caso, necesitaba demostrar que algo había yo colegido del fundamento y razones que usted me expone con suprema claridad y justeza. ¿Cómo demostrarle yo eso? Haciendo empleo de otra ortografía que significase todo lo contrario. Seré conciso, breve.

Usted demuestra filológicamente que la Kultura, escrita o poseída, con K mayúscula, es una cultura varonil, recia, nutrida, macho, por fin; y yo proclamo empíricamente que la herudición con hache minúscula es una erudición, débil inconsistente, femenina; vamos, que es grilla. Pondré un ejemplo. Usted es Kulto, yo soy herudito. Desde este punto de vista, y aceptando esta explicación, podré ir de bracero con usted al Renacimiento español, como usted quiere llevarme, y hasta es posible que de este ayuntamiento lícito y moral (no pueden decir otro tanto la mayor parte de nuestras corporaciones municipales), surgiese la lucida y vigorosa prole que usted y yo anhelamos para el resurgimiento de una España que tenga autoridad para cambiar al sol de género, gramaticalmente.

Eso de jugar gramaticalmente con los géneros es privativo de los pueblos fuertes, no latinos. No son sólo los germanos los que hacen lo que quieren con los artículos que determinan los géneros (esto parece cosa de lencería, sedería y pasamanería), también los anglosajones tienen su socorrido the, que les saca de todo compromiso. Los ingleses dicen al mismo tiempo el sol, la sol y lo sol, y la luna, el luna (convenido, suena a torero) y lo luna. El artículo the de los ingleses tiene, como usted sabe muy bien, tres usos; es una especie de lapicero con borrador y guardapuntas.

En España, y por lo presente, hay hasta cuatro o cinco Kultos, no son ustedes más. Esto no quiere decir que yo me arrogue la soberanía de otorgar credenciales de sabio, al revés, me arrogo la de decretar cesantías, con un gran espíritu de justicia. Cultos o eruditos habrá hasta una docenita, y heruditos con hache, eruditos grilla, somos legión.

Lo malo de los eruditos, de los cultos, es que abusan; son, la mayor parte, excesivamente pedantes; pueden hacerlo, después de todo, lucen lo que poseen. Son como esos señoritos que tienen cuarenta trajes y cada día se ponen los cuarenta en competencia de velocidad en el transformismo, con Frégoli: pero, en fin, es verdad que tienen los cuarenta trajes. Lo más que se puede decir de ellos es que son petulantes. ¡Pero, mi excelso amigo D. Miguel! ¿Qué me dice usted de esos que tienen dos trajecitos de lanilla y hacen con ellos tres o cuatro combinaciones para aparentar espléndido vestuario? ¿Que son unos cursis? Pues bien; los heruditos en literatura vienen a ser los cursis en indumentaria. En un caso o en otro, ni hay ropero, ni librería; ni vestuario, ni biblioteca.

Creo que con lo que llevo dicho y lo que usted por su cuenta se añada, quedará usted satisfecho de por qué escribí erudito con hache. Está usted pagado. Le agradezco a usted mucho, muchísimo, el saludable y paternal consejo que me da cuando me recomienda que me ande con mucho cuidado con el concepto de Félix Méndez. Pocas veces me han recomendado una cosa de tanta altura y grandeza para mi salud moral; ni usted tampoco se prodiga en esas recomendaciones. Gracias, le repito, lo haré.

¿Conque se acuerda usted de cuando nos conocimos personalmente en Espinho? Yo también me acuerdo. ¿Y se acuerda usted de una tarde que paseábamos por la playa, que después de contarle a usted el cuento de las pasas, usted me hizo notar que el Sol (masculino todavía), al hundirse aparentemente en el mar trasponiendo el horizonte, parecía una pieza de alfarero al sumergirse en el agua? En aquellos momentos millones de seres inquirían en el astro para descubrir el misterioso rayo verde que había de proporcionarles la felicidad en este mundo. A ninguno de esos seres se hubiera atrevido usted a decirle como a mí que el sol parecía, verbi gracia, un botijo hecho ascua. Porque usted y yo sabemos lo que es el sol según la ciencia, lo cual no quiere decir que sea lo que nosotros sabemos; pero aquellos seres no debían saberlo y puede que hubiera sido inútil explicárselo, toda vez que la fe es ciega y la esperanza sorda; y como la caridad debe ser muda, usted y yo nos hubiéramos callado. Estoy conforme en la diferencia que usted dice que va de opinión a conocimiento. Sí, señor, don Miguel, yo tengo opinión; pero no me la pide nadie para nada, y si la doy sin que me la pidan, no hace nadie de ella el menor caso. Es mejor tener conocimiento.

Lo que me ha sorprendido mucho, porque realmente no tenía de ello la menor idea, es lo de que el mundo haya empezado con usted.

Por mi cuenta, bien puede ser así, y me alegro mucho, porque me releva usted de leerme el Pentateuco; siendo el Génesis usted, los otros cuatro libros me son familiares, sobre todo el Deuteronomio.

Todo esto es herudición.

Para terminar, le voy a contar a usted una anécdota que no deja de encerrar cierta enseñanza provechosa y que cuadra en estos momentos para que la tenga usted en cuenta, aunque yo sé que usted está sobradamente advertido en todo cuanto es vida.

Era por entonces empresario del Teatro Real, Luis Paris; yo era íntimo o inseparable amigo suyo, y por lo tanto entraba y salía en el Regio coliseo y en todas sus dependencias como Pedro por su casa. En cuanto a las horas del espectáculo no hay para qué decir que yo ocupaba la localidad que se me antojase, estando vacía, es claro, porque como quien era me conocían y respetaban todos los acomodadores.

Una noche ¡ay de mi! se me ocurrió invitar a ver la función a mi queridísimo amigo D. Mariano Zavala, hoy gerente de Mundo Gráfico, que no me dejará por embustero, y a la sazón administrador general del semanario anterior a éste, al cual llegué a convencer de que se viniese conmigo, porque yo allí, en el Real, tenía lo que se dice vara alta.

Fuimos al teatro, y al entrar, detiene al señor Zavala el recibidor de billetes; yo le hice saber la personalidad del Sr. Zavala, además de que iba conmigo, y él me hizo saber que eso no importaba para que llevase billete aquel caballero. Yo lo hice cuestión personal –personal entre un recibidor de billetes y yo, ¿me quiere usted más modesto?– y le dije que si no entraba el Sr. Zavala, yo tampoco. «Muy bien –me dijo,– pues no entren ustedes; a mí qué.»

Huelga decir que luego hubo explicaciones y que entramos los dos y que nos sentamos donde quisimos, después de pelearme yo con el Sr. Zavala, que se obstinaba enérgicamente, como en él es proverbial, en comprar las localidades. Este es el suceso; puede que no vea usted, a pesar de su egregia perspicacia, qué aplicación puede tener en estos momentos entre usted y yo. Voy a explicarlo.

Dice usted en su fértil artículo que cuando dentro de cien años se historie el Renacimiento español, se verá que ha comenzado con usted y conmigo. Con usted, sí. ¡Conmigo, no; no! ¡Ni lo diga usted! Se expone usted, si quiere que vayamos juntos, a que no le dejen a usted pasar, a quedarse en la puerta. A usted ya le ha franqueado la entrada Azorín, ahora, cien años antes de los cien años que usted indica. Por cierto que le ha asignado a usted un palco con siete entradas, porque le acompañan a usted Rubén Darío, Valle-Inclán, Maeztu, Bueno, Baroja y Benavente. Va usted bien acompañado, pero va usted a ver muy mal la función, porque son espíritus inquietos.

Dice Azorín, hablando del Renacimiento a que usted alude: «Ni un artista, ni una sociedad de artistas podrá renovarse –ser algo– o renovar el arte sin una influencia extraña. Nada hay primero, espontáneo o incausado en arte; etc., etc.» ¿Eh, qué tal? En arte. No se atreve a decir en literatura; es muy listo este Azorín; para los que sabemos leer, se pasa a veces.

Azorín lo lee todo, a raíz de decirle a usted en mi otro artículo, que yo como literato empiezo en mí, como es verdad, desliza esas líneas en un artículo que sólo trata de escritores, escritores artistas; pero escritores, y al citar sus nombres, casi al final, habla de modalidades literarias y de influencias, en ese momento no cita al arte para nada, porque cree que ya ha colocado hábilmente el sofisma. Bueno, ¿me comprende usted, verdad? Quiero decir que usted ya está dentro del Renacimiento español, como causante de él y acompañado de buenos amigos; no se obstine en llevarme de «adlatere», a pesar de sus prestigios y energías, porque se expone usted no ya a que no le dejen entrar sino a que le arrojen a escobazos. Yo veo su voluntad y así la agradezco. Estoy resignado a esperar el fallo de los historiadores de cien años a remontar.

Y ¡adiós, adiós, mi excelso amigo D. Miguel; creo haber satisfecho mi deuda, quiéralo Dios! Le leo con la mayor intensidad de mi cerebro, y así lo prueba lo mucho que le admira y le respeta y le quiere,

Félix Méndez

 

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