Félix Méndez
Declino el honor
A mi excelso amigo D. Miguel de Unamuno.
Vea usted que sé leerle. No le llamo maestro. Y no le llamo maestro por dos razones: primera, porque a usted no le gusta que se lo llamen, y segunda, porque a mí, realmente, no me ha enseñado usted nada; digo esto, porque yo nada sé de lo mucho que usted sabe.
En latín sé lo que quiere decir amén (así sea); del griego conozco la i griega, que es así (y); de la omega y alfa, ni esto, y de hebreo, sé hasta lo que quiere decir Moisés (salvado de las aguas); de modo que con estos elementos filológicos, con este caudal de Humanidades, bien puedo llegar a pertenecer a la Academia de la Lengua, antes que usted, lo mismo que pertenecen otros que están en mi mismo caso; pero en eso consiste toda mi sabiduría.
También sabía yo de usted que es un hombre de extraordinario entendimiento, de firmísima y robusta voluntad; pero no tenía la menor idea de su memoria prodigiosa. Teologalmente –no me exija usted más psicología científica que la que se pueda aprender en el Catecismo de la Doctrina Cristiana del P. Astete;– teologalmente, posee usted un alma grande, muy grande, de contrabajo (instrumento, no su tañedor), que es el tamaño mayor de que yo tengo noticia en materia de almas. No subrayo por usted, aunque a usted me dirija. Actualmente, y desde mucho tiempo antes, está usted en posesión de las tres potencias del alma en su plenitud culminante. ¿Conque se acuerda usted aún de aquella carta que me dirigió hace cuatro y cinco años? ¡Y yo!
En aquella carta está comprendida mi ejecutoria de nobleza literaria: ella habla, como ningún otro documento, de mi clara estirpe en estos achaques literarios, de mi limpio linaje de escritor, de mi espléndido y rutilante abolengo de hombre de ingenio; por ella se ve que yo, como literato, como kulto, como herudito, comienzo en mí. Nada de saber nada de nadie, y si se sabe, no se dice, porque lo mismo se puede resultar herudito que chismoso.
El herudito es un acarreador de famas ajenas, es torpe; adquiere patente de sabio a cuenta de su personalidad, y poco a poco, e insensiblemente, la pierdo; luego, más tarde, ve que donde no hay personalidad no hay nada, y donde no hay nada, no hay nadie. El hecho puede tener remedio, pero es muy lento y muy difícil.
En una reunión republicana celebrada recientemente, hablaba el etc., etc., orador D. Melquíades Álvarez y no conseguía levantar el espíritu de las masas ni provocar su entusiasmo; pero se le ocurrió, al final de uno de los períodos, citar una bella frase de Terencio, diciendo que era de Terencio, y la multitud prorrumpió en un aplauso nutrido y entusiástico. La acotación hecha en la reseña, decía: (Delirante, estruendosa ovación). Mi excelso amigo D. Miguel: ¿no es de una candidez y una ingenuidad grandes el procurar que aquellas masas aplaudieran a Terencio, en vez de que le aplaudieran a él? ¿Y si resultase –como puede ocurrir,– que la frase no sea de Terencio, aunque la haya dicho Terencio?...
Esta que parece una digresión, no lo es, porque recordará usted que en aquel artículo que agitó sus iras y le inspiró la carta, me permití yo citar a Eratóstenes, y esta cita fué la que determinó su preciada misiva. ¡Bendita hora! Si yo no me aventuro a citar a Eratóstenes, no se ocupa usted de mí en su vida.
¡Ahí, se me olvidaba decirle a usted que cuando leí su artículo, intitulado «La oquedad sonora», me acordé del orador republicano y del auditorio. ¡Eso es humorismo!
Dice usted, mi excelso amigo D. Miguel, que bien está purgando aquella carta. La estamos purgando los dos. No se puede usted imaginar los chistes que he sacrificado en mis artículos a la influencia que ejerció en mí aquella carta. ¿Quiere usted un botón de muestra? ¡Allá va!
Hablaba yo, en un artículo, de un señor que me recomendaba unas pastillas para la tos (yo padezco de tos desde niño, no sé si será crónica), y me proponía al contestarle, para mostrar mi gracia (esa gracia que usted, al fin y al cabo, me reconoce a cambio de mi eterna gratitud), y decir una agudeza, que «el día que me decidiera a tomar pastillas para la tos, serían de sublimado, por su indudable eficacia para no volver a toser jamás.» Pues bien; no lo escribí recordando súbitamente los temores a la ingenuidad pública que usted me apuntaba en su epístola. «No –me dije,– no escribo esto, no vaya a hacer el demonio que lo lean doce o catorce lectores ingenuos que estén acatarrados y se envenenen por culpa mía, y lo que yo quiero que sea una frivolidad, resulte un chiste macabro, catastrófico.»
Pude escribirlo sin temor alguno, fiándome en que D. Francisco de Leiva (una cita, metí la pata) enseña a que se debe leer todo y procurar comprenderlo, cuando dice:
«...Para los ojos, abrojos
son buenos para sacarlos.»
Pero no me fié, porque sé que los ingenuos no entienden a Francisco de Leiva. Consuélese usted con eso, D. Miguel.
Yo mismo, a pesar de usted creerme, honrándome con exceso, en posesión y dominio del alma ingenua del público, puesto que me invita a escribir un ensayo filosófico sobre el particular, tengo cuatro o cinco amigos ingenuos que utilizo como medidas de capacidad para saber cuándo escribo con ingenuidad. Este articulo sé de antemano que no ha de gustarles; pero no me importa; lo doloroso sería que no le gustase a usted. Toda obra de ingenio se escribe en colaboración con el lector; si el lector no tiene ingenio, también el del escritor es nulo. Esto lo sé por experiencia.
Las pruebas de los artículos de usted, en Mundo Gráfico, las corrige nuestro querido amigo Augusto Barrado (de usted y mío) y los atiendo yo. A tal señor, tal honor. Los dos nos deleitamos con su lectura y los dos estamos siempre de acuerdo en cuanto a los que han de llegar al intelecto de los ingenuos y los que no han de llegar. Eso usted también lo sabe cuando escribe. ¿Los escribe usted con ingenuidad? Llegan. ¿Los escribe usted con su exquisito espíritu de sutil humorista? No llegan. ¡Si me pasa a mí, que empleo un humorismo franco, diáfano y transparente como materia de fanales! Ahora bien; cuando escribo en serio y broma a la vez, que yo también lo hago con frecuencia, es para que cada cual tome su parte.
Mi excelso amigo D. Miguel, yo estoy dispuesto a hacerle a usted toda clase de favores; es más, estoy deseando poder hacerle alguno, aunque me asalta el temor de que no he de poder servirle nunca de nada; pero no me pida usted un ensayo filosófico sobre cosa alguna.
No tengo el gabinete intelectual preparado para tamañas empresas. Mi laboratorio no es para eso. A mí no me meta usted en ensayos ni en análisis; a mí no me saque usted de estos pequeños experimentos sobre la ingenuidad pública, que se llaman artículos festivos, que me van procurando para pasar mal, y menos mal, mi ratito en este mundo. Declino el honor; puede que sea lo único que sé declinar.
D. Miguel de Unamuno, le comprende y le admira,
Post scriptum.– Cuando me explique usted por qué escribe Kultura con K, porque yo no lo sé, le explicaré a usted por qué escribo herudito con hache, porque usted no lo sabe. Vale.
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