Filosofía en español 
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Democracia y Corrupción

[ 760 ]

Ampliación analógica de la Idea de Corrupción a la Sociedad política:
vías metafísicas / teológicas / ontológicas

Vía de ampliación metafísica: Estoicismo Antiguo y Escipión el Africano

Como prototipo de la vía metafísica propondríamos a la metafísica del antiguo estoicismo (que, sin duda, incorporó tradiciones precedentes: Heráclito o Anaxágoras). La metafísica estoica parte del principio universal de la corruptibilidad de todo el Universo (cósmico y político), la tesis de la apocatástasis ton panton o incendio (ekpirosis) final por el fuego; una metáfora con la cual, por cierto, mantiene gran afinidad la concepción actual del Big Crunch [823]. Supuesto este principio universal, se comprende que cualquier dominio del Universo, como pueda serlo una sociedad política, por fuerte y eterna que se nos presente (como se presentaba tantas veces la Roma eterna), también estará sometida a la corrupción por ekpirosis.

Ahora bien, esa visión trágica de la corrupción de las sociedades políticas y de los imperios resulta ser demasiado global e indeterminada, y por tanto con escaso interés para analizar los procesos de corrupción de una sociedad política, sus mecanismos, sus ritmos y sus modalidades. Porque la corrupción de una sociedad política no es debida al principio “todo lo que existe en el universo está llamado a desaparecer”, sino a la estructura específica de la misma sociedad política (que, sin duda, será ontológicamente similar, pero con semejanzas distributivas, a la de otros sustratos también corruptibles [758] aunque según cauces y ritmos específicos). […]

Nos limitaremos, buscando la brevedad, a ilustrar este tipo de concepciones metafísicas de la corrupción política (o de concepciones de la corrupción política desde una perspectiva metafísica) con las palabras del más célebre general romano, imbuido de la metafísica estoica, Escipión el Africano, palabras pronunciadas precisamente en los momentos en los cuales (la destrucción final de Cartago) él estaba abriendo a Roma la puerta hacia un Imperio [716] que aparecía a muchos como universal [720] y eterno:

“Escipión miró sobre la ciudad que había florecido por más de setecientos años desde su fundación, que había dominado extensos territorios, islas y mares, y había sido tan rica en armas, flotas, elefantes y dinero como los más grandes imperios, pero que los había sobrepujado en valor audaz y sublime […]; y ahora llegaba a su fin en una destrucción total; y se asegura que lloró y lamentó abiertamente la suerte de su enemigo. Después de meditar por largo tiempo sobre el hecho de que no solo los individuos, sino también las ciudades, las naciones y los imperios, todos deben llegar inevitablemente a un fin, y sobre la suerte de Troya, aquella ciudad una vez gloriosa, en la caída de los imperios de Asiria, Media y Persia, y en la más reciente destrucción del brillante imperio de los macedonios, deliberada o inconscientemente, citó las palabras de Héctor en la Ilíada de Homero: Llegará el día en que la sagrada Troya caerá, y el rey Príamo y todos sus guerreros con él. Y cuando Polibio, que estaba con él, le preguntó que quería decir, se volvió y le cogió por la mano diciendo: Este es un momento glorioso, Polibio; y, sin embargo, estoy sobrecogido de temor y presiento que el mismo sino caerá sobre mi propio país”. (B.H. Warmington, Cartago, Luis de Caralt, Barcelona 1969, págs. 322-323). […]

Vía teológica: San Agustín y el “agustinismo político”

El punto de partida de San Agustín, su “puesta en escena”, si se quiere, difícilmente podría tener […] una apariencia más mitológica: la descripción de acontecimientos míticos que habrían tenido lugar en los cielos, in illo tempore, en un tiempo anterior a la historia humana, el tiempo en el que tuvo lugar la rebelión de los ángeles, querubines o serafines (que en esto disputan los teóricos) ante Dios padre, acontecimientos que se describen principalmente en los libros XI y XII de la Ciudad de Dios.

Pero pocos podrán negar hoy que estos acontecimientos estratosféricos que son presentados como el “prólogo en el cielo” de la historia política humana, contienen en realidad una alegoría psicológica pragmática (y, a nuestro juicio, trivial) de las motivaciones que impulsan en general a la conducta de los hombres “en la ciudad”, en la sociedad política. Y esto se hace evidente si nos atenemos a los motivos de la rebelión, que es ya, por cierto, un concepto político que San Agustín está interpretando continuamente en términos de soberbia […]. Una alegoría psicológica, en cuanto reduce la soberbia, fundamento de la codicia, a la “singularidad específica”, para decirlo en lenguaje tomista, de algunos espíritus evangélicos, imagen de los movimientos de rebeldía, y aun de secesión, de algunos grupos sociales (linajes, señoríos, etc.) contra otros grupos jerárquicamente dominantes.

Desde este punto de vista, la concepción mitopoiética de San Agustín sobre la rebelión de los ángeles podría tomarse como una representación simbólica de los “mecanismos” más corrientes de la rebelión, tal como son percibidos pragmáticamente por quienes (incluyendo aquí a Marx cuando habla del pecado original de la humanidad, consistente en la decisión de unos hombres explotadores para expropiar a los más débiles, a los oprimidos) suelen poner a la soberbia y a la codicia como causa del desequilibrio y rompimiento consecutivo de una sociedad jerárquica en equilibrio inestable.

Sin embargo, San Agustín no dice que los ángeles se corrompieran por su pecado, porque la corrupción es propia de los cuerpos y no de los espíritus.

Ahora bien, si el pecado de los ángeles se propaga al Género humano, es precisamente a través de los mismos ángeles caídos, por mediación de Lucifer, que tentó a los primeros padres, Adán y Eva, que vivían en el Paraíso gozando de la paz, de la libertad y del conocimiento ilimitado. Tras el pecado original (que también fue un pecado de desobediencia, por tanto, de soberbia, una “alienación” [306] –término utilizado por San Agustín, que pasará después al idealismo alemán y al marxismo–, que les llevaría a “volverse hacia sí mismos” en lugar de mantenerse de cara a Dios) un hijo de Adán, Caín, asesina a su hermano Abel por envidia (otro derivado de la soberbia), motivada por la preferencia que el padre mostraba por este.

Pero resulta que Caín es presentado por San Agustín, ante todo, como el fundador de la primera ciudad, Enoch, el primer Estado, mientras que Abel, sin embargo, representaba a los pastores nómadas (de los que, siglos después, hablará Ibn Jaldún). Y San Agustín tiene buen cuidado de comparar a Caín, fratricida fundador de la primera ciudad, con Rómulo, que también asesinó a su hermano Remo con ocasión de la fundación de la ciudad de Roma (Ciudad de Dios, libro XV, capítulo 5). Sencillamente, San Agustín, desde una perspectiva anarquista sui generis [643], está ofreciendo una idea de la Ciudad o del Estado como una sociedad política corrompida desde su origen, y a esta ciudad la designa como ciudad terrena. Y así se traduce ordinariamente al español el texto agustiniano del capítulo 3 del libro XIII de la Ciudad de Dios: “Por el pecado de Adán, no solo cayó el primer hombre, sino que la naturaleza humana quedó corrompida y mudada, de manera que padeciera en sus miembros [individuales y sociales] la desobediencia y repugnancia de la concupiscencia y quedase sujeta a la necesidad de morir”.

Sin embargo, San Agustín no utiliza el término corrupta, sino el término vitiata, “viciada” (“sed hactenus in eo natura humana vitiata atque mutata est…”. Sin duda, San Agustín prefirió decir “viciada” a decir “corrupta” para no romper el hilo de la filiación del pecado de Adán con el pecado de Lucifer. Pues los ángeles, como espíritus puros, no podían corromperse, pero sí viciarse. Y el hombre en el Paraíso, en cuanto dotado de espíritu, tampoco podía “corromperse por el pecado”, pero sí viciarse.

De todos modos, la corrupción también envuelve al vicio, de manera que al hablar de la naturaleza viciada no negamos la corrupción como una de sus formas. Mayormente cuando, según nos dicen los lingüistas, vitium significó también primariamente “corrupción física de un cuerpo” (aire viciado, por ejemplo), de suerte que antes de tener un significado espiritual, ético o moral, vitium habría significado defecto físico, como dicen Ernout-Meillet apoyándose en un texto de Cicerón (Tusculanas, 4,13,39): “Vitium, cum partes corporis inter se dissident, ex quo pravitas membrorum, distortio, deformatio”. De hecho, Covarrubias equiparaba ya “viciar” y “corromper”: “Corromper. Del verbo latino corrumpo, contamino, vitio, destruo”, y ofrece inmediatamente la ampliación del término: “Corromper las buenas costumbres, estragarlas; corromper a los jueces, cohecharlos”. Además: “Corromper licores… corromper las letras, falsearlas”. Y acaba: “Corrupción, pudrimiento, cuando se pudren hasta los huesos”. (En cambio, en la entrada vicio –debida a Noyrdens, no a Covarrubias– leemos esta definición escolástica: “Vicio es un afecto o hábito del ánimo nacido, que se opone al compuesto vivir de los hombres. Llámale el hebreo raham, vitiositas, viciosidad”).

En conclusión, cabría decir que, en la concepción agustiniana, la corrupción política comienza en la misma constitución de la sociedad política (del Estado, de la ciudad terrena), y esta corrupción originaria se mantiene a lo largo de toda la historia (Babilonia, Roma), sin que pueda ser remediada por sí misma. Tan solo después de Cristo, cuando el Imperio romano termina sometiéndose a las directrices de la Iglesia católica, la Ciudad de Dios, podrá decirse que los hombres pueden vivir justa y pacíficamente en paz y en libertad.

Aquí está el origen del llamado “agustinismo político”, que inspiró las ideas políticas y, sobre todo, las ideas sobre la corrupción política, de los siglos medievales y modernos, y cuyos ecos todavía podemos escuchar en obras como Catolicismo y forma política de Carl Schmitt (por nuestra parte remitimos a “La Ciudad de Dios, treinta años después”, en Cuestiones cuodlibetales, y a La fe del ateo).

La consecuencia práctica principal del agustinismo político, en lo que a la corrupción afecta, será bien clara: es imposible eliminar la corrupción de la sociedad política (por tanto, de la sociedad democrática) utilizando únicamente procedimientos políticos o penales; si la corrupción política se modera, más aún, se erradica, será únicamente gracias a la acción de la Ciudad de Dios, es decir, de la Iglesia católica [851].

La vía ontológica [que es] la que asume el materialismo filosófico [761].

{FD 100-106, 99 /
FD 9-113}

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