Obras de Aristóteles | Metafísica 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 | Patricio de Azcárate |
Aristóteles· Metafísica Introducción {1}Aparte y por cima de los datos de los sentidos y de la conciencia, hay todo un mundo que jamás conocerá el hombre perfectamente; pero en cuyo seno, sin embargo, le es dado penetrar. La experiencia nos da a conocer cualidades, fenómenos y cambios de todos géneros, pero todo esto es contingente, variable y accidental, y tales conocimientos no pueden constituir una ciencia verdadera. ¿Y es posible que en la naturaleza no haya más que cualidades, movimientos, sin base y sin principio? La razón no puede admitirlo, porque la razón nos precisa a referir necesariamente estas cualidades un ser, o a lo que se llama una sustancia. La razón atribuye el movimiento a una causa, y en medio de todos los cambios y del flujo perpetuo de la naturaleza, descubre principios inmutables y necesarios. ¿Pero cuál es esta sustancia que concibe la razón? ¿Es espiritual o material? ¿Cuáles son sus atributos? ¿En qué concepto se la puede considerar como principio? ¿No hay en el mundo más que una sola sustancia, un solo ser? Y por otra parte, ¿la causa de toda producción y de toda destrucción es una o múltiple, es inherente a cada ser o es independiente de él?, ¿no hay más que un solo motor?, ¿cuál es el fin del movimiento que comunica a los seres y qué relaciones unen al mundo con este motor único y eterno, si existe realmente? Tales son las principales cuestiones que plantea Aristóteles, y cuya solución da sucesivamente. La tarea es inmensa y difícil; y Aristóteles, que no lo ignora, no aspira ni siquiera a resolver completamente todos los problemas que suscita la cuestión de los principios, porque, en su opinión, esto equivaldría a querer penetrar en la esencia divina, en Dios mismo. Pero el hombre, sin pretender descubrir todos los secretos del universo, como aquél que tiene en su mano las leyes y los movimientos, y que, principio y fin de todas las cosas, sabe el principio, el fin y la extensión de [8] todo lo que existe, puede, sin embargo, aspirar a conocer la verdad en los limites del poder concedido a su inteligencia. Se le ha dado el mundo como objeto de sus meditaciones, y es indigno del hombre, como dice Aristóteles, el no procurar la adquisición de conocimientos que puede alcanzar. Podrá errar en sus indagaciones, pero, así y todo, su trabajo no será perdido, porque su inteligencia se elevará con este estudio, la verdad habrá levantado alguna punta del velo que la cubre, pues es imposible, dice Aristóteles, que aquella se oculte por completo. Esta es la tarea, tan noble y tan digna del hombre, que Aristóteles ha emprendido, y el resultado de sus indagaciones prueba, por lo menos en parte, que no exageraba el poder del genio humano. Se ha dicho, y se repite aún, que lo que principalmente ha faltado a la antigüedad, ha sido el método. Si al decir esto se quiere dar a entender que las obras de los antiguos no presentan esa regularidad en la forma y ese encadenamiento entre las partes que distinguen a las obras modernas, y particularmente a las producciones del espíritu francés, seguramente se dice una verdad. Pero si Aristóteles, porque a él es a quien principalmente se dirige este cargo, si Aristóteles, repito, no procede siempre en la apariencia con un orden y una simetría perfecta; si en él aparecen las cuestiones muchas veces reproducidas o abandonadas contra lo que era de esperar, o interrumpidas en su desenvolvimiento para reaparecer más adelante, o sólo indicadas, y a veces enteramente omitidas cuando el curso de las ideas parece reclamarlas y exigir su desarrollo; si el método, por último, se muestra apenas en la superficie, no por eso puede decirse que no existe; y antes bien, él es el que dirige, el que inspira sin cesar el pensamiento, el que da esa unidad que no puede desconocerse, por poco que se intente romper la cubierta exterior y penetrar en el fondo de las cosas. Aristóteles en ninguna parte ha formulado expresamente su método; no traza al principio de su obra las líneas en que habrá de encerrar su pensamiento; pero, guiado por aquel profundo buen sentido que es el carácter propio de su genio, sigue un método del cual jamás se separa. Este método no es estrecho ni exclusivo; se presta a todas las formas del pensamiento; no es ni la mera experiencia, ni la dialéctica, ni el método histórico; es una cosa mejor; sigue a la vez y sucesivamente todos estos métodos. Aristóteles no es el teórico del método, es metódico, como se era elocuente en las primeras edades: el Ulises de Homero no tenía necesidad de conocer cómo y por qué sabía persuadir a los hombres. Una cosa que ha llamado la atención con frecuencia, y que ha podido influir en el juicio general que se forma de la filosofía de Aristóteles, es el que, en un tratado que tiene por objeto la indagación de los principios más elevados de la ciencia, en un tratado sobre la filosofía primera, sobre el ser, sobre Dios, tome por punto de partida la experiencia sensible. A cada instante, Aristóteles se apoya en los datos experimentales; sin cesar. nos lleva a ellos, y hasta formula las leyes de la experiencia. Pero cuidemos [9] de no equivocarnos; si la experiencia de los sentidos está en el punto de partida, no está en todas partes, no se encierra en esto el pensamiento; aquella es tan sólo como una grada necesaria sobre la que es preciso apoyarse para subir más alto. La experiencia da la verdad, pero sólo una parte de la verdad; la experiencia no constituye la ciencia. Es esencialmente distinta de ella; la experiencia es, si se quiere, la condición, pero difiere de la ciencia tanto como difiere el albañil del arquitecto. Todo debía inclinar a Aristóteles a despreciar el testimonio de los sentidos; así la autoridad de su maestro como las preocupaciones filosóficas contrarias a la certidumbre del mundo sensible esparcidas en su tiempo; pero su genio pudo más que las circunstancias, y uno de los principales caracteres de su doctrina es el regreso a la realidad y el restablecimiento de los sentidos en sus legítimos derechos. Sin embargo, Aristóteles sólo pide a éstos lo que pueden dar, lo que les corresponde, pero los abandona tan pronto como, lejos de servirle, pueden extraviarle. No se encierra, como se ha supuesto, en ese empirismo grosero, que pretende reducirlo todo a las nociones sensibles; lejos de ello, se dirige también al sentido íntimo, a este genio de la conciencia revelado por Sócrates y que inspiró a Platón, y a él pide los principios que los sentidos no pueden explicar. En efecto, al lado de la experiencia de los sentidos, es preciso admitir una experiencia interior, la del pensamiento obrando sobre sí mismo, única que nos eleva a esos principios, a esas leyes del mundo, que los sentidos no pueden percibir. Es cierto que Aristóteles no ha distinguido expresamente estos dos modos de conocer, pero se sirve de ambos. Una vez firme sobre esta base, entonces Aristóteles vuela y se lanza a esas regiones del pensamiento, tan atrevidamente recorridas antes de él por Platón. Si no toma de su maestro esas alas divinas que le llevaban al mundo de las ideas, su vuelo, no por ser mas regular, deja de ser menos audaz ni menos sublime. Una vez en estas alturas, ha podido exclamar, que Platón ha visto mal, que sus ojos han sido deslumbrados por la luz; pero de ninguna manera ha entrado en su plan el destruir este mundo de la inteligencia. Según él, como según Platón, la ciencia descansa en el conocimiento de lo general; y sólo posee verdaderamente la ciencia, a juicio de Aristóteles, el que conoce lo general, por más que en un caso particular aparezca menos hábil. El arquitecto construiría con más dificultad que el último de los albañiles un palacio; pero, sin embargo, el arquitecto forma los planos, y hace que se ejecuten. Experiencia de la conciencia, experiencia interna, désele éste o cualquier otro nombre, unida a la experiencia sensible; he aquí el primer grado del método de Aristóteles; pero este método también es experimental en otros conceptos. Al filósofo no basta consultar sus sentidos y su razona en torno de él se hacen observaciones, y en todos tiempos la humanidad ha observado; y el resultado de estas observaciones sucesivas, consignado en el lenguaje, constituye el sentido común. El filósofo no puede desdeñar el [10] sentirlo común, que es la expresión; por lo general exacta, aunque vaga, de la verdad; y Aristóteles, lejos de rechazar sus luces, por lo contrario las invoca, porque lo que principalmente desea es la ciencia, y la busca donde quiera que espera encontrar alguna parte de ella; él pide a la lengua y al pensamiento vulgar la definición de la filosofía; encuentra la verdad hasta en los versos de los poetas y hasta en los proverbios populares; y descorriendo el velo espeso que la cubre, la hace entrar en el dominio de la ciencia. Sobre los poemas y los proverbios, expresión espontánea del pensamiento humano, se encuentran las meditaciones de los filósofos. La filosofía no nació la víspera de la época de Aristóteles; muchos hombres habían consagrado ya su tiempo al estudio de las grandes cuestiones de la naturaleza, habían trabajado en la ciencia y preparado sus progresos. Aristóteles no podía resignarse a creer que tantos sistemas sólo hayan sido productos estériles de la imaginación, sino que espera encontrar en ellos la verdad, o por lo manos, una parte do la verdad; y en su virtud pone manos a la obra, los analiza, los retuerce en todos sentidos, para arrancarles esta verdad tan deseada. Ecléctico, en la buena acepción de la palabra, no juzga que la verdad pueda ser el resultado de los esfuerzos de un solo hombre, pero tampoco cree, como ya hemos dicho, que ella se oculte por completo. El método de Aristóteles, según se ve, es el mismo de la escuela moderna. La gloria de ésta consiste, no en haberlo inventado, pues que los genios más grandes yerran cuando quieren inventar, sino en haberle dado a conocer, y en haber presentado la teoría del mismo. Aristóteles ha practicado este método con sagacidad, con rectitud de miras, y en general, con una imparcialidad admirable. Compara las opiniones más opuestas, muestra sus relaciones, las completa, las desenvuelve las unas por medio de las otras; opone la escuela de Eléa a Pitágoras, Pitágoras a Platón, descubre el elemento de verdad que se encuentra en cada tino de ellos, y juzgando la doctrina bajo un punto de vista más elevado, y dominándola desde lo alto de su propio sistema, rechaza todo lo que es exclusivo, y sólo atiende a lo verdadero. Reconocido, como dice él mismo, a los que le han abierto el camino, y fortaleciendo su sistema con su asentimiento, sabe prescindir de ellos, y derribarlos cuando le estorban. No forma la ciencia con retazos tomados de aquí y de allá, sino que tiene un sistema fijo; a los materiales que él mismo ha preparado une algunos restos de los monumentos antiguos, y forma con ello un todo durable y permanente, que pueda resistir el empuje de los siglos. Exactitud de apreciación, elevación de miras, respeto al talento, aun cuando sus esfuerzos sean vanos, nada falta en este examen de los sistemas antiguos; siendo esta parte de la obra, sin duda alguna, uno de los más bellos trozos históricos que nos ha legado la antigüedad. El método de Aristóteles, por consiguiente, es experimental, y a nuestros ojos éste es el gran fundamento de su gloria. No participamos en este punto de las preocupaciones de la Alemania filosófica, que echa en cara, casi [11] como si fuera un crimen, a Aristóteles el haber proclamado la autoridad de la experiencia. Es muy general en Alemania el considerar la observación como un mal procedimiento; se la admite como un medio de comprobación, pero no se la concede el poder de conducir por sí misma a la verdad. Allí se construye la ciencia a priori, y con un soberbio desden, que se parece mucho al que Platón tenía respecto al mundo sensible, se relega muy lejos la experiencia. Desde este punto de vista sistemático se ha echado en cara a Aristóteles el no haber penetrado desde luego en esas regiones superiores, que no puede explorar la experiencia, y el haberse apoyado en conocimientos experimentales para llegar a nociones supra-sensibles. No diremos nosotros con Bacon, que es preciso cortar las alas al genio; pero sí que el genio, por lo menos, no debe fiar demasiado en sus fuerzas; que ha de partir de la tierra, si quiere elevarse hasta los cielos, y tener siempre ante sus ojos esa tierra, si teme perderse en los espacios imaginarios. Es cierto que el hombre y el mundo sólo son seres relativos, comparados con el ser, con la sustancia eterna; pero no lo es menos, que sólo por medio del hombre y del mundo sensible podemos elevamos hasta Dios, porque antes de llegar a la cima de la ciencia, es preciso pasar por los grados intermedios; y si los sistemas, que se dicen nacidos de esta intuición espontánea, superior a la experiencia, han llegado al descubrimiento de alguna verdad, lo deben indudablemente a la experiencia misma. Quizás tales sistemas disimulan los medios de que se han servido, a la manera que el albañil destruye el andamio en que se ha apoyado para construir un templo, dejando sólo para que lo admiremos el monumento; quizás han olvidado el penoso procedimiento, la serie de observaciones mediante las que han llegado a esas grandes verdades, que son superiores a la experiencia, y sin embargo, sépanlo o no, la experiencia es la que les ha conducido a tal resultado. Aristóteles, mejor que otro alguno, ha tenido derecho para despreciar las pequeñas precauciones, las observaciones que pueden parecer minuciosas al hombre de genio, y, sin embargo, no lo ha hecho; nadie ha observado ni descrito nunca con el cuidado escrupuloso que él lo ha hecho. La dialéctica constituye también una parte importante del método de Aristóteles. En nuestros días no se ha visto en la dialéctica otra cosa que un arma peligrosa, buena a lo más para los sofistas, y origen de todos los extravíos de la Edad Media y de las sutilezas de la Grecia. Los sistemas antiguos, y en particular este que nos ocupa, han parecido tan sólo un vano producto de este fútil método. No tenemos la pretensión de restituir a la dialéctica la autoridad soberana que ha perdido para siempre; por sí sola no puede darnos a conocer la verdad, como con razón se ha dicho. Sentar un principio y deducir de él hábilmente todas las consecuencias, no es crear una ciencia; resta el demostrar a seguida la legitimidad del principio, y la dialéctica no puede hacerlo. Mas porque neguemos a la dialéctica la autoridad de un método exclusivo, no quiere decir esto que la proscribamos absolutamente. La verdad sin duda brilla por sí misma pero muchas veces [12] aparece nublada, tiene precisión de combatir y medir sus fuerzas con el error, y necesita, sobre todo en filosofía, en la que abundan tanto los sistemas falsos, asentarse en medio de ruinas y desembarazar el terreno, si no quiere quedar oscurecida, y hasta perecer. En la Grecia disputadora pulularon los sistemas; a ellos siguió el hastío, y fatigados de todas estas especulaciones, que se destruían las unas con las otras, hubo muchos que se echaron en brazos del escepticismo. ¿Cuál debía ser la misión del filósofo que pretendiese regenerar la ciencia y asentarla sobre nuevas e inquebrantables bases? ¿Debía simplemente dar a luz su sistema, y entregarle desnudo a los ataques de las doctrinas contemporáneas y del escepticismo? En este caso hubiera sucumbido muy pronto. El que se presenta como innovador, no debe temer la lucha, y, antes por lo contrario, debe provocarla. Aristóteles venía a hacer una revolución, tenía que destruir sistemas, y antes de edificar era preciso demoler, y por esta razón el dogma va siempre en él como escoltado por la crítica. Unas veces se arroja en medio de los sistemas opuestos, y apoyándose en sus propios principios, los destruye empleando una argumentación enérgica y vigorosa; sobre todo, ataca sin tregua a los sofistas, contra los cuales vuelve hábilmente las mismas armas de que ellos se sirven. Otras veces compara los principios de sus predecesores con los que él mismo ha establecido, y no para hasta convencerles de su impotencia y de su error. Pero no es esto solo; ataca su propio sistema, le somete a su inflexible análisis, expone las dificultades, las contradicciones, y hasta cierto punto le reduce a polvo; y cuando nos ve sin tener qué decir y sin esperanza, y cuando desesperamos de encontrar la verdad, en medio de las contradicciones que surgen por todas partes, hace que aparezca poco a poco la luz, que todo se concilie, que reine el orden allí donde sólo veíamos antes el desorden y el caos, y que el espíritu descanse en el seno de una admirable armonía. ¿Pero para qué tanto trabajo? ¿Por qué buscar la ciencia por tan tortuosos caminos? Porque nada contribuye tanto a que brille un sistema como esta continua confrontación con las dificultades que está llamado a resolver. Es muy bueno que un principio esté apoyado en la observación, relacionado con la experiencia y la razón universal; pero es mucho mejor aún el hacerse cargo de todas las dificultades. Hay, como dice Aristóteles, métodos diversos según son distintos los espíritus. Para unos, basta enunciar los principios para que los admitan; otros, por lo contrario, exigen que se les demuestre{2} todo rigurosamente; no admiten los principios, si no los ponéis en la imposibilidad de negarles su adhesión. a éstos es conveniente demostrarles la verdad provista, por decirlo así, de todas las armas. El preámbulo de la Metafísica es de una extensión inmensa, y a primera vista desproporcionada. Se compone nada menos que de los seis primeros libros, cuando la obra entera consta sólo de catorce. Pero el asombro cesa [13] tan pronto como se piensa en la marcha que habitualmente sigue el filósofo, y en el amplio método que acabamos de considerar, y desde el momento en que se reflexiona en las innumerables cuestiones de todas clases que impiden el acceso al problema ontológico. Por otra parte, la ontología, la ciencia del ser en tanto que ser, como la llama Aristóteles, acababa de nacer cuando salió a luz la Metafísica. Se trataba de darle fuerza y vida; no debía, por lo tanto, procederse con precipitación, ni podía tampoco parecer excesiva la precaución con que se caminara. Era imposible, como se comprende fácilmente, que Aristóteles resolviese todas las cuestiones preliminares, sin exponer, por lo menos en parte, su propio sistema; y él así lo hace, aunque breve y accidentalmente. Todo lo que precede al libro séptimo realmente es tan sólo un preámbulo, incluso el libro sexto, en que Aristóteles trata, como dice, del ser que no pertenece a la ciencia. En el libro sétimo comienza Aristóteles a tratar verdaderamente del asunto que se propone, del estudio del ser en sí mismo del ser en tanto que ser. Los estrechos límites de nuestro trabajo no nos permiten hacer un análisis minucioso de esta parte; nos contentaremos con poner en claro aquellas verdades, en que el mismo Aristóteles ha creído deber insistir, y pueden servir principalmente para la inteligencia de su sistema. Los puntos que vamos a examinar son: 1º Objeto de la ciencia en general y de la filosofía en particular (Libros I y II); 2º Opiniones de los filósofos sobre los primeros principios de la filosofía (Libro I); 3º Límites de la ciencia del ser (Libros III, IV y VI); 4.º Valor y autoridad del principio de contradicción (Libro IV). En cuanto a las dificultades que se exponen en el tercer libro, examinaremos algunas de ellas al tratar de las dos últimas cuestiones; de las otras nos ocuparemos en la segunda parte, en el estudio del ser, en la ontología propiamente dicha. El libro de las Definiciones (lib. V) περι των ποσαΧως, no será tampoco objeto de un extenso estudio; sólo cuidaremos recurrirá él cuando sea necesario para la inteligencia de los términos. IHay, según Aristóteles, dos maneras de conocer, la experiencia y la ciencia; la experiencia, que nos revela los hechos, y la ciencia que demuestra y enseña la razón de los hechos, su causa y su principio. La ciencia tiene grados. En primera línea se coloca, hasta por la opinión vulgar, la especulación pura. La ciencia, a la que debe dedicarse el hombre sólo por ella misma, independientemente de todo resultado práctico, y cuyo fin no es la utilidad ni el placer, tiene ciertamente un valor propio que no tienen las artes ni los oficios. En fin, si a los grados de la existencia [14] corresponden siempre los del conocimiento, la ciencia especulativa por excelencia es la ciencia de las primeras causas y de los primeros principios. Ahora bien, esta es la Filosofía en sí misma, la Ciencia de la verdad, la Ciencia del ser, la Teología, porque estos son los nombres que Aristóteles da sucesivamente a lo que nosotros llamamos Metafísica. Después de haber desenvuelto de un modo admirable esta idea de la supremacía absoluta de la filosofía, después de haber demostrado que este ventajoso juicio nace de la opinión que se forma comúnmente de la filosofía y de los filósofos, Aristóteles pregunta cuáles son estos primeros principios, estas primeras causas, objeto de la ciencia que se propone tratar. Hay en su opinión cuatro causas primeras, cuatro principios primeros: La sustancia, En efecto, bajo las diversas modificaciones que presenciamos, concebimos algo que persiste; hay, por ejemplo, una sustancia única invariable bajo la variabilidad de los fenómenos del alma. Pero esta sustancia no existe en el estado de sustancia pura sin forma, sin cualidades; porque no sería entonces más que una abstracción, y sólo el pensamiento puede separar la forma de la sustancia. A la sustancia es preciso, por consiguiente, unir la forma, como segundo principio, y por forma Aristóteles no entiende sólo lo redondo o lo cuadrado, sino que entiende por ella la esencia misma de los seres, lo que los hace ser lo que son. La forma del hombre no la constituyen los brazos, las piernas, una cabeza dispuesta de tal o cual manera; consiste en el alma, en aquello que hace que sea un ser racional, en aquello que le distingue de los animales. Hay, pues, seres, sustancias, no sustancias abstractas sin atributos ni cualidades, sino sustancias realizadas, sustancias, ya pensadoras, ya materiales, con tal forma o tal cualidad. Pero no por esto se da una explicación del universo, aunque se haya referido todo él a estos dos principios, porque si sólo existiesen la forma y la sustancia, el mundo sería un teatro sin vida, y todo permanecería en una perpetua inmovilidad. Cada ser se daría en él con su forma y su sustancia, pero inerte, sin acción sobre sí mismo, sin poder mudar su manera de ser, siendo eternamente lo que era en un principio. No es esto el mundo que tenemos a la vista, no es esto el hombre que forma parte del mundo. Todo cambia; una transformación sucede a otra; el hombre sucede al hombre, la planta a la planta, y un eterno movimiento anima a todo el universo. La naturaleza no se ha dado a sí misma el movimiento; no puede decirse (sirviéndonos del ejemplo de que en alguna parte de su obra se sirve Aristóteles), que el hombre ha sido puesto en movimiento por el aire, el aire por el sol, el sol por la Discordia y así hasta el infinito{3}, sino que es absolutamente necesario elevarse a la [15] concepción de un primer motor, inmóvil y causa eterna de todo movimiento; y este motor único es Dios. Por último, si estudiamos la naturaleza, veremos que nada es obra del acaso, que todo tiene un fin, porque la razón nos dice, que todo movimiento debe tener una dirección, un fin. Este fin es un cuarto principio. La causa final, como se la llama, es el bien, el bien de cada ser, el bien del universo, el bien absoluto, que es Dios bajo otro punto de vista. Tales son los principios fundamentales de la ciencia, siendo evidente, que ni existe una serie infinita de causas ni una infinidad de especies de causas. Es preciso fijarse necesariamente en las causas primeras, que no tienen otra razón de ser que ellas mismas. El pensamiento necesita de un punto de parada, de un punto fijo{4}; la ciencia sólo es posible con esta condición. Deberemos observar al llegar aquí, que si bien es cierto que la inteligencia se eleva a la noción de estas cuatro causas, que bastan para explicar el universo, siendo inútil recurrir a un mayor número de ellas, no lo es menos que la ciencia no se para aquí. No basta haber sentado, por una parte, la existencia de la materia y de la forma, la existencia de los individuos, y, por otra, el principio eterno, causa de todo movimiento y de todo bien; es preciso combinar estos principios, generalizar y elevarse a esa unidad a que aspira la ciencia, fuera de la cual no se encuentra esa armonía, que es la única que puede satisfacer a la razón. Conforme al pensamiento de Aristóteles, la materia y la forma son eternas; son principios independientes, y en este concepto la materia es Dios lo mismo que él es el motor eterno. Si, como él dice, la planta produce la planta, si el hombre engendra al hombre, ¿cuál es la relación de estas existencias individuales con la causa primera de todo movimiento, toda vez que la cadena de las producciones no puede continuar hasta el infinito? ¿Es Dios solo el organizador de una materia eterna independiente de su propia sustancia? Este es el resultado que ofrece el estudio de la Metafísica de Aristóteles. Faltaba sólo, por tanto, identificar la forma con el pensamiento eterno, la materia con la forma, y elevarse o la idea de un Dios creador, causa y sustancia de todo lo que existe. Sólo en este punto se encuentra la unidad y la verdadera conciliación de todas las contradicciones. Quizás Aristóteles vislumbró este adelanto; algunas páginas del libro XII dan lugar a sospecharlo. Sin embargo, no expresó esta idea con claridad, y preciso es confesar que este abismo no tocaba a la antigüedad el salvarlo. Aristóteles no habrá generalizádolo bastante, pero por lo menos no olvida ninguno de los hechos de la ciencia; y si al admitir un crecido número de causas ha podido rodear de alguna oscuridad cuestiones importantes, estas cuestiones subsistirán, y no se ha cerrado el paso para que las resuelvan los siglos futuros. Por lo demás, esto no ha podido embarazarle para [16] hacer la crítica de los sistemas. Los filósofos anteriores tampoco trataron de realizar esta conciliación, y bajo otro punto ele vista era mucho menos completa su obra. Platón admitió la existencia eterna de la materia, o por mejor decir, omitió (tal es por lo menos la opinión de Aristóteles) dos de los cuatro principios, la causa del movimiento y el bien o causa final. El sistema de Aristóteles presenta por lo tanto una base bastante amplia para apreciar exactamente toda esta tradición filosófica. IIEs un espectáculo grande y curioso el ver cómo la antigüedad se ha juzgado a sí misma; cómo, mirando atrás, ha apreciado el camino ya recorrido, y la segura mirada con que la razón, madura y fortalecida ya por la experiencia de los siglos, ha podido examinar el período de su infancia y los primeros pasos que diera en este camino. El examen de los sistemas que hace Aristóteles, no es una historia sin vida; es la representación fiel de la marcha del espíritu humano; es un verdadero drama, en que se toma al hombre en el momento en que, débil todavía y deslumbrado por el espectáculo que se presenta a su vista, sólo ve en la naturaleza su parte más grosera; y en el que nos lo muestra dando cada día un nuevo paso; descorriendo poco a poco el velo que cubre la verdad, elevándose por último hasta la idea de Dios, y restableciendo a la inteligencia en el goce de sus más sagrados derechos. No se propone Aristóteles en manera alguna confundir a sus predecesores. No es, ni mucho menos, ese tirano que nos pinta Bacon, que para reinar pacíficamente, comienza por degollar a sus hermanos. Aristóteles sabe lo que cuesta la ciencia, y toma en cuenta, al juzgar a sus predecesores, las dificultades nacidas del tiempo. Indulgente con los hombres que han consagrado sus vigilias al estudio, sólo es severo con las doctrinas, porque esto interesa a la verdad. Sin embargo, triste es decirlo, pero está severa imparcialidad desaparece cuando se trata del filósofo, a quien debía mostrarse más reconocido, llegando a ser hasta injusto con Platón, su antiguo maestro. Los motivos de semejante conducta han sido apreciados de diversas maneras, y a pesar de los esfuerzos de los críticos antiguos y modernos, todas las dudas que esta cuestión ha suscitado están lejos de haberse desvanecido. La teoría de las ideas, por ejemplo, no es en Aristóteles lo que es en Platón. Aristóteles la combate aislándola en medio del sistema todo, separándola de aquello que podía hacerla aceptable, y hay pocas doctrinas que puedan quedar en pié cuando se apela a mutilaciones semejantes. Las primeras especulaciones filosóficas fueron necesariamente vagas e incompletas, y sólo se consideraron los principios bajo el punto de vista de la materia. En este sentido caminaron las indagaciones de la escuela Jónica, cuyas especulaciones no pasan más allá del principio material. Tales e [17] Hipon admiten un solo elemento, el agua o lo húmedo; según Hipaso de Metaponte y Heráclito, el universo nace de las trasformaciones sucesivas del fuego, principio más sutil; en términos que el fuego es el que produce el orden y los trastornos del mundo. Empedocles aumenta el número de los elementos hasta cuatro. Anaxágoras los extiende hasta lo infinito, pero considerándolos como materiales. El principio de todos los seres es la materia, la sustancia, una o múltiple, que persiste la misma bajo todas las modificaciones, y de ella provienen todas las cosas; y todas las cosas van a parar a ella. El error de estos filósofos, según Aristóteles, consiste en reconocer sólo los principios de los seres corporales, no obstante existir también seres incorporales; o más bien consiste en explicar los seres inmateriales por medio de los principios de la materia. Estos filósofos también suprimen o, por mejor decir, olvidan, la causa del movimiento; y sin embargo, toda producción y toda destrucción provienen de un principio, y este principio no es inherente a la materia; ni la madera hace la cama, ni el bronce la estatua{5}. Suprimida la causa del movimiento, el mundo queda sin explicación; toda producción y toda destrucción son imposibles. Estos filósofos nada dicen tampoco con respecto a la esencia o principio del bien. De los cuatro principios sentados por Aristóteles, esta escuela sólo admite uno, que es la sustancia, pero la sustancia considerada bajo el exclusivo punto de vista de la materia. Los Eleatas van más lejos; no olvidan la causa del movimiento como los filósofos anteriores, sino que la suprimen de intento. Lo que llama su atención principalmente es la unidad del mundo, y en esta unidad absorben la pluralidad de los fenómenos. La gran cuestión que importa resolver, y que toda filosofía, por poco elevada que sea, precisamente ha de encontrar al paso, es la explicación de la unidad en la pluralidad{6}; y los Eleatas, en lugar de dar alguna explicación sobre ella, la suprimen, negando, bajo el punto de vista de la razón, la existencia de la pluralidad atestiguada por los sentidos, teniendo el cambio y la producción por una cosa imposible. El universo es uno, y vive en una inmovilidad perpetua. Parménides admite otros dos principios, lo caliente y lo frío, el fuego y la tierra, para dar razón de las apariencias sensibles, pero no por eso deja de sostener la unidad del todo. El principio del movimiento y la causa final no tienen cabida en semejante sistema. La idea de un Dios se encuentra, sin embargo, entre estos filósofos. Jenófanes mismo, aunque nutrido de las opiniones de los Jónicos, se forma de él una idea bastante elevada, pero sin distinguir a Dios de la materia{7}. Mas la divinidad, según ellos, no es una causa de movimiento, porque todo es inmóvil. Con los Atomistas sucede lo contrario; lo que ven en la naturaleza es [18] principalmente el lado sensible que los Eleatas habían despreciado; pero, a semejanza de éstos, a penas penetran en la cuestión ontológica. Leucipo y Demócrito admiten por principios lo lleno y lo vacío, el ser y el no-ser, y no bastándoles estos principios, introducen luego la causa del movimiento, pero lejos de considerarla como un principio separado, le identifican con la materia. Los átomos están en un movimiento eterno, y las diversas trasformaciones del mundo no son otra cosa que el resultado de este movimiento inherente a la materia. Considerar la causa del movimiento de este modo equivale a suprimirla, o por lo menos, no es tratar de ella de una manera científica. Estas especulaciones se parecen a las de los filósofos matemáticos del siglo XVIII, que explicaban todos los fenómenos por leyes generales, sin referir estas leyes a un principio que pudiera a su vez explicarlas. La causa esencial parece haber sido vislumbrada Cambien por los Atomistas. Los cuerpos, según ellos, difieren, ya por la posición de las partes, ya por su orden y configuración, y estas diferencias son principios; pero sus ideas en este punto son de tal manera vagas, que es dudoso que se hayan dado a sí mismos razón del valor de estos hechos, y que se hayan elevado a la concepción científica del principio formal. Todos estos sistemas, según se ve, han alcanzado la verdad en ningún punto; han admitido algunas de las causas enunciadas por Aristóteles; pero lo han hecho de una manera tan general, tan oscura y tan incompleta, que hay motivo para decir, con Aristóteles, que han visto y no han visto la verdad. El movimiento sobre todo parece haber embarazado a los primeros filósofos. Vieron claramente que el movimiento debe tener un principio, pero preocupados, como lo estaban en su mayor parte, con el punto de vista de la materia, no sabían formarse idea de este principio. Parménides y Empedocles le reconocen verdaderamente una existencia independiente, siendo en este punto superiores a sus contemporáneos y a sus predecesores, que no le separaban de la materia. Pero ¿qué es el Amor para Parménides? ¿Qué son la Amistad y la Discordia para Empedocles? ¿En qué consiste la acción de estos principios? Ellos nada nos dicen. Satisfechos con haber encontrado una explicación mediana, no salen de vagas generalidades, y no piensan en llevar más lejos sus indagaciones. Anaxágoras es quizá el único de todos estos filósofos que se formó una idea clara de la causa motriz. En lugar ele atribuir al azar el orden y la belleza del mundo, declaró que había en la naturaleza una inteligencia (νους), causa del orden universal, y asentó que la causa del orden era al mismo tiempo el principio de los seres y la causa que los imprime el movimiento. Esta fue una idea fecunda para la ciencia; fue, como dice Aristóteles, la aparición de esta razón misma. Pero Anaxágoras no sacó de este principio todo el partido que era posible. Admitía dos elementos; por una parte, la Inteligencia, la unidad; por otra, lo indeterminado, una sustancia sin forma, sin cualidad alguna, organizada por la Inteligencia, pero se servía poco de esta [19] Inteligencia. Era una especie de máquina, que sólo presentaba en escena cuando no podía recurrir a otra causa{8}. Los Pitagóricos{9} son los únicos en los que podemos encontrar el germen de un sistema más completo, si bien su opinión se resiente todavía de esa incertidumbre, que es siempre el carácter de los primeros desenvolvimientos de la razón. Los Pitagóricos desatienden las indicaciones de los sentidos, en que se habían fijado los Jónicos, y se elevan desde luego a las nociones racionales de orden y armonía; toman por punto de partida las ideas mas exactas que el hombre puede alcanzar, las ideas de número, que son a su juicio la regla más segura del conocimiento{10}, y fijando luego sus miradas sobre el universo, explican todos los fenómenos por medio de estas ideas. Este método no es el mejor, porque es peligroso colocarse de primer golpe en la cima de la ciencia para descender después a los grados inferiores; sin embargo, no puede negarse, que en esto se muestra ya un progreso notable. El espíritu humano aparece aquí desligado ya definitivamente de los lazos de la materia, y la ontología entra en su verdadero camino. Esta teoría de los números estaba envuelta en muchas oscuridades, pero lleva en su seno un germen fecundo que debía desenvolver el porvenir, y Platón no hizo otra cosa que continuar la obra de los Pitagóricos agrandándola. Los Pitagóricos, nutridos en el estudio de las matemáticas, y notando por otra parte las relaciones que existen entre los números y la armonía del mundo, hicieron del número el principio de todos los seres. Según ellos el número es un principio en un doble concepto: es primero la materia, el elemento integrante de los objetos, y es además el ejemplar, la forma de ellos; es, en fin, la causa de sus modificaciones y de sus diversos estados. Sin embargo, los números no existen como las ideas de Platón fuera de los seres, sino que son su sustancia misma y no se separan de ellos. La unidad es, según ellos, el principio de todas las cosas, pero no es el punto de vista de la unidad el que dominó entre los Pitagóricos. En la unidad están contenidos otros des principios: lo par o lo infinito, lo indeterminado, y lo impar o lo finito. El infinito se considera como la causa sustancial de los seres; lo finito es la forma, la causa de la determinación. Bajo este punto de vista los contrarios son los principios de los seres. Tal es la opinión admitida por los Pitagóricos. Varían acerca del número de estos principios, pero [20] todos convienen en construir el mundo por medio de los contrarios. Su doctrina, sin embargo, no concluye aquí; se elevan, como ya hemos dicho, la concepción de una unidad, que es a la vez finita e infinita, y en la que llega a conciliarse y desaparecer toda contrariedad. En rigor es posible encontrar en este sistema los cuatro principios de Aristóteles, pero mal definidos, mal determinados. La sustancia está en él representada por el número, elemento constitutivo de los seres, principio que tiene sobre el de los Físicos la ventaja de poderse aplicar a los objetos suprasensibles, y esto basta, como dice Aristóteles, para elevarse a la concepción de los seres que están fuera del alcance de los sentidos. Pero se aplica mal a los seres sensibles, únicos, sin embargo, de que se ocupan los Pitagóricos, porque principios abstractos no pueden dar razón de este mundo concreto que está a nuestra vista. Admitamos, por un instante, que con los números se pueda construir la extensión; ¿cómo se explican la pesantez y las otras cualidades de los objetos? Los Pitagóricos nada dicen de esto, y con efecto no podrían hablar de ellas. El principio formal comienza también a mostrarse. Los Pitagóricos dan los primeros ejemplos de la definición, haciendo consistir en relaciones numéricas la esencia de los seres, y pueden ser considerados en este concepto como los precursores de Platón y de Aristóteles. En cuanto a la causa motriz no la suprimen absolutamente, como pretende Aristóteles; sólo que concilian mal su existencia con la de los números, y admiten, que el mundo es uno, que es de toda eternidad gobernado por un solo ser, y este ser, esta unidad, es Dios. No constituyen, sin embargo, la causa motriz como un principio aparte. Así como los números no están separados de los objetos, cuya sustancia son ellos, de igual modo la unidad (divina no está separada del universo que ella organiza y que gobierna, y del que es como su esencia y su alma. Dios, en tanto que unidad, es el bien, y como los Pitagóricos admiten la existencia del mal, y la refieren a lo infinito o a lo indeterminado, al principio material; y como por otra parte lo indeterminado es uno de los elementos de la unidad, les es difícil librarse de esta conclusión: que Dios es también la causa del mal. Sobre este punto, así como sobre otros muchos, no se han explicado claramente, y su sistema, cualquiera que sea su valor, no era más que un ensayo; al genio de Platón estaba reservando el darle un carácter verdaderamente científico. Lo que llamó la atención a Platón como la había llamado a los Pitagóricos, fue la unidad y la armonía del universo, y las relaciones y diferencias entre los seres que le componen. Platón no absorbía, como se le ha echado en cara, al individuo en el género; no negó la pluralidad de los seres, pues lejos de esto la defendió contra los sofistas{11}, pero no admitió que esta pluralidad fuese el objeto de la ciencia. Creía que era objeto de la opinión [21] (δοξα), es decir, de un semi-conocimiento, intermedio entre la ciencia y la ignorancia. Los seres sensibles están sujetos a una multitud de trasformaciones y en un flujo perpetuo; sólo encierran una débil sombra de esa verdad inmutable a que aspira la ciencia, y que sólo puede encontrarse en el estudio de lo general. Por otro lado, la mayor parte de las palabras contenidas en las lenguas, las palabras hombre, árbol, son nombres comunes, expresan una noción común al género que abraza muchos individuos. Conocer este género, conocer los hechos generales que dominan y explican los hechos particulares, tal debe ser el objeto de la ciencia y de la filosofía, porque es preciso elevarse de los individuos a las especies, de las especies a los géneros, es decir, a las ideas, a las cosas universales{12}. Las ideas, en tanto que se aplican a muchos seres, son universales, son la unidad en la pluralidad. Para completar la ciencia, es preciso ascender hasta la unidad, en la que vienen a reunirse todos los géneros. Este sentido es en el que dice Platón, que las ideas, esencia de todos los seres, tienen la unidad por esencia. Partiendo de estos datos, Platón reconoce como principios de los seres estas ideas generales, estas formas inmateriales, que no perecen con el individuo, y que se reproducen incesantemente en cada uno de los miembros de la especie. Independientemente de los seres sensibles existen las ideas, tipos eternos con los que Dios ha creado el mundo, y en este sentido causas de la existencia de los seres contingentes que sólo existen a causa de su participación en ellas. Las ideas son los elementos de todos los seres; tienen por principio, bajo el punto de vista de la materia, lo grande y lo pequeño, o como dice Aristóteles, la diada; y bajo el punto de vista de la esencia, la unidad; y bajo esta doble relación las ideas son los números. Platón parece haber considerado las ideas como la esencia de los seres sensibles; la diada, compuesta de lo grande y de lo pequeño, es su materia. Pero esta sustancia es perecedera, mientras que la sustancia de las ideas es una diada eterna. Uno de los vicios de la teoría de las ideas, en opinión de Aristóteles, consiste en duplicar inútilmente el número de los seres en lugar de explicarlos. Decir que hay un tipo común, una idea de la que los individuos participan, no es explicar su existencia. Otro defecto no menos grave consiste en admitir ligeramente que hay ideas, sin apoyar esta hipótesis en ningún argumento sólido, sin explicar las contradicciones que resultan necesariamente de un sistema semejante. ¿En virtud de qué existen las ideas? ¿En concepto de esencia de los seres? Esto es imposible, puesto que están separadas de ellos; no se encuentran en los objetos que participan de ellas. ¿Las ideas son causas de movimiento? Tampoco, porque no se nos dice cuál sea la relación que une las ideas con los seres sensibles. Pretender que estos últimos participen de las ideas, es emplear una expresión vaga que nada [22] explica; es forjar, dice Aristóteles, metáforas poéticas. Platón mismo parece condenarse en este punto, puesto que dice, que con respecto a un gran número de cosas que existen, los objetos del arte, por ejemplo, no hay ideas. La idea es inútil en cuanto a la producción y es por completo impotente para explicarla. Por último, las ideas no pueden aspirar tampoco al título de causa final, por más que Platón haya admitido que uno de los elementos de la diada era el bien. Sin aceptar ni rechazar por entero estas acusaciones, procuremos penetrar más en el sistema de Platón, y recorrer en distintos sentidos este edificio, que aquí sólo vemos por un lado. La teoría de las ideas no es una cosa aislada en la enseñanza de Platón, sino que estaba íntimamente ligada con su teología, y para comprenderla bien, es preciso no separarla de ella. Es sabido en qué consistía el método platoniano, reducido a elevarse gradualmente de lo particular a lo general, y de lo general a la unidad{13}. Siempre que se trata de la idea, Platón no se cuida de referirla a una cosa superior, sino que la estudia en sí misma; muestra su existencia; mas una vez bien examinado, desenvuelto y conocido este punto, pasa a una generalidad superior y llega a la idea de Dios; y todas las contradicciones que pudieran subsistir todavía, se borran completamente desde lo alto de este punto de vista. La idea no puede producir nada; Aristóteles lo ha dicho con razón, y Platón lo reconoce también; pero de esto a suprimir la causa del movimiento, hay una distancia inmensa. Tampoco la forma produce nada en el sistema de Aristóteles, y sin embargo Aristóteles admite el movimiento, causa de la producción y de la destrucción, y de ella forma un principio aparte. Por cima de la idea está Dios, que forma y que organiza; y la Divinidad es para Platón el verdadero principio del movimiento. Es indudable que parece dar a las ideas una excesiva autoridad, abriendo la puerta a falsas interpretaciones, cuando dice, que la Divinidad ha formado el mundo, fijos los ojos en las ideas{14}; consecuencia que se ha llegado a admitir, pues Platonianos hay que han dicho que Dios no pudo crear el mundo sin un modelo independiente de él, deduciendo de aquí los Epicúreos uno de sus argumentos contra la creación{15}. Pero no es menos cierto, que Platón reconoce la acción de una causa motriz, y mediante este principio explica los fenómenos del universo. Dios es el que ha empleado la materia, principio pasivo e inerte; el que le ha dado su forma; es decir, el que ha reproducido en ella los ejemplares eternos, por lo menos en cuanto la imperfección de la materia podía prestarse a esta reproducción. «El mundo es material, es sensible; ha sido creado por consiguiente, tiene un autor; y si no podemos alcanzar una noción clara de este [23] autor, podemos por lo menos preguntarnos conforme a qué modelos ha formado el mundo{16}. Remontémonos más aún, y en lugar de considerar las ideas como tipos especiales independientes de la divinidad, digamos, que la idea no es más que el pensamiento de Dios, que Dios realiza en el universo este pensamiento eterno; y en lugar de anonadar la idea, como hace Aristóteles, refirámosla a un principio superior, y entonces se hace verdaderamente productora, es el principio de los seres sensibles, de los cuales se puede decir con verdad en este sentido, que participan de ella, y que de ella son como una representación y una débil sombra. Lo que Aristóteles ha visto principalmente es el carácter propio de cada ser, la forma particular de cada individuo; el punto de vista de Platón era diferente, sin que por esto fuera menos verdadero. Platón se fijó en los caracteres comunes de los individuos, y partió de aquí para explicar el universo. En efecto, en la naturaleza no hay sólo objetos particulares, este árbol, después aquél, Sócrates y Calias; hay también el árbol, el hombre en general. Por una necesidad racional nos vemos precisados a admitir, que nuestras ideas generales no son puras concepciones; que hay una correspondencia perfecta entre el pensamiento del hombre y las leyes del universo, que son el pensamiento eterno. Nuestras ideas no tienen sólo una realidad sujetiva, sino que corresponden también a algo que está fuera de nosotros, y en este sentido las ideas son realidades. Y esto es tan cierto, que Aristóteles no anonadará la idea, haga lo que quiera; la reproducirá bajo otro nombre. Sin embargo, no es éste en absoluto el alcance y carácter del sistema de Platón. Ha incurrido en el error de hacer de estas ideas seres independientes, de no identificarlas con el pensamiento de Dios, o por lo menos de no haberlo hecho con la claridad necesaria, para que sus sucesores no se equivocaran al interpretar su pensamiento{17}. Aparte de esta falta, no son justos, en cuanto podemos juzgar hoy día, los cargos que le dirige su discípulo. Platón tampoco se desentendió del principio de la esencia, pero no le consideró bajo el punto de vista de Aristóteles. La forma esencial de Aristóteles es más bien el carácter propio del individuo que el carácter general de la especie o del género; Platón olvidó demasiado al individuo; su [24] doctrina tiende a absorber a éste en la generalidad, que era la única que le parecía a él digna de atención. Aristóteles, efecto de una reacción natural, coloca la esencia en el individuo y no la separa de él; según este filósofo, no es la idea la que produce al hombre, al realizarse en él; es un hombre, dice, el que produce un hombre. Lo general aparece aquí sacrificado a lo particular. Ni Aristóteles yerra absolutamente, ni absolutamente yerra Platón. Cada cual ha tomado un lado de la verdad; uno y otro tienen razón en lo que aceptan, y no la tienen en lo que niegan. La misma diferencia se encuentra en su cosmogonía y con los mismos caracteres. El dios de Aristóteles no se reproduce a cada instante en su obra; ha organizado el universo de toda eternidad; ha realizado la forma, ha dado el impulso, y los mundos siguen el camino que les ha trazado. En el movimiento primitivo están contenidas todas las trasformaciones futuras, que se producen poco a poco y nacen sin cesar las unas de las otras; donde se reconoce el germen cale la armonía prestablecida de Leibniz. El dios de Platón es un obrero más activo; ha formado el mundo, le renueva incesantemente produciendo nuevos individuos, pero conformándose siempre con el tipo que adoptó al principio por ser el más perfecto. Difícil era que Platón, después de haber penetrado tanto en la ciencia, omitiese uno de los principios más importantes, principio que se manifiesta con la mayor evidencia, el principio del bien, la causa final. también en este punto las acusaciones de Aristóteles son, cuando menos, exageradas. Platón dice expresamente{18}, que el bien es la noción suprema, el principio de todas las cosas, y que el bien es Dios. Dios es el principio de todo bien en el mundo sensible, y en el mundo inteligible, y el orden y la armonía del universo son el resultado de su acción incesante. Es imposible dejar de reconocer en estos caracteres la causa final. Sin perjuicio de protestar contra la severidad de la crítica de Aristóteles, es preciso confesar que estos diversos principios no son siempre bien definidos por Platón, que los emplea con frecuencia de una manera poco científica. Platón no siempre está de acuerdo consigo mismo; acumula inmensos materiales útiles para la ciencia, pero la ciencia no ha dicho por su boca la última palabra. Todos los principios de los seres han sido por tanto estudiados, ya por Platón, ya por los filósofos anteriores, pero es aún difícil reconocerlos en medio de la vaguedad y de las contradicciones de sus sistemas. Aristóteles va a apoderarse de sus descubrimientos, va a coordinarlos y aclarar los unos por medio de los otros, y uniendo a ellos sus propias indagaciones, constituirá la filosofía primera, y la asentará sobre bases de tal manera sólidas, que apenas podrán veinte siglos conmover el monumento por él levantado. [25] IIIEl fin de la ciencia se halla ya determinado{19}; es el conocimiento de los principios y de las causas del ser. Aristóteles, sobre este punto, está de acuerdo con Platón. Pero esta definición es también vaga y da lugar a un gran número de cuestiones, que es preciso esclarecer, si no queremos vernos entorpecidos a cada instante por insuperables dificultades{20}. Por ejemplo, ¿pertenece a una sola ciencia estudiar todas las especies de causas, o bien cada causa es objeto de una ciencia particular? Entre estas causas ¿cuál es la que más especialmente pertenece a la filosofía? ¿Es la causa final, es la sustancia? Admitida esta última suposición, ¿todas las sustancias son objeto de una sola ciencia o de muchas? ¿La filosofía primera abraza sólo las sustancias, o estudia también sus propiedades? ¿Es de su competencia el estudiar el ser bajo sus diversas relaciones de semejanza, desemejanza, &c., &c., o por lo contrario, es este el objeto propio de la dialéctica? ¿Están también sometidos a su dominio los principios de la demostración? Por último, ¿qué diferencia hay entre la filosofía primera y las otras ciencias, como las matemáticas y la física, por ejemplo? Todas estas cuestiones debe plantear el filósofo; porque antes de comenzar el estudio de una ciencia, es indispensable haberse formado una idea exacta de su extensión y de los objetos que comprende. mientras no se fije el camino que hay que recorrer, la ciencia realmente no es posible; queda fluctuante, incierta, y ni puede definirse a sí propia. Este es, por lo general, el defecto de la filosofía en los tiempos modernos; por no haber determinado dónde comienza y dónde debe hacer alto, se ha filosofado a la ventura; tenemos filosofía buena o mala, pero no se ha constituido la filosofía, no se ha creado una ciencia en la verdadera acepción de la palabra. Bajo este punto de vista como tantos otros, Aristóteles había dado un ejemplo útil y digno de tomarse en cuenta y trazado el camino al que tarde o temprano se había de volver. Para él la filosofía es la ciencia del ser en general y de sus principios, no del ser en tal circunstancia dada, del ser físico o del ser matemático, sino del ser en tanto que ser. Las ciencias particulares, la física, las matemáticas, y en general todas las ciencias intelectuales, tienen principios más o menos rigurosos, pero sólo abrazan un objeto, un género determinado, no entran en ninguna consideración sobre el ser propiamente dicho, ni sobre la esencia. Unas parten del ser sin estudiarle en sí mismo; otras admiten desde luego la forma determinada como una propiedad del género de que se ocupan, pero sin decir nada de la existencia o no-existencia de este género. La física es la ciencia de los seres materiales, en tanto que [26] están en movimiento o pueden recibirle; y sería la ciencia primera, si no hubiera otros seres que éstos, pero hay seres inmóviles, y la ciencia que los estudia tiene necesariamente la prioridad. La ciencia más elevada en todos conceptos, es la que recae sobre objetos inmóviles y eternos. Las matemáticas no pueden aspirar a este rango; los seres que abrazan, son ciertamente inmóviles, pero no están separados de la materia, se dan en la materia; el ser primero, el ser absoluto es, no sólo inmóvil, sino también independiente, y la única ciencia verdaderamente libre e independiente, debe ser necesariamente la que se ocupa del ser independiente, del ser en sí. Esta ciencia es la filosofía primera. Consiste en el estudio de los axiomas, que toda ciencia debe sentar en su punto de partida, y por este motivo esta ciencia domina todas las especulaciones particulares, y les suministra base y principios. La filosofía primera, ciencia universal en toda la acepción de la palabra, no se ocupa de una naturaleza particular, sino que abraza sin excepción alguna el estudio de todas las naturalezas. El ser en tanto que ser, la forma del ser, los atributos universales del ser en tanto que ser, he aquí su dominio; comprende todas las existencias. El ser se entiende de muchas maneras{21}, o es la sustancia, o sólo una modificación, una cualidad, una privación de la sustancia; pero estas diversas acepciones se refieren a una sola cosa, al ser en tanto que ser. De suerte, que una sola ciencia deberá ocuparse de todas las especies del ser, de todas las modificaciones de la sustancia. Abrazará igualmente el estudio de la unidad en todas sus acepciones, porque la unidad no puede separarse del ser; por último, debiendo ocuparse una misma ciencia de los contrarios, la filosofía será la ciencia de todos los contrarios, estudiará al mismo tiempo la unidad y la pluralidad, en las cuales viene a resumirse toda contradicción{22}. Si es este el fin de la filosofía primera, como es preciso concederlo a Aristóteles, ninguna ciencia se ha propuesto jamás recorrer un camino más largo. Comprende el estudio del mundo en toda su extensión, del mundo inteligible como del mundo sensible; vienen a resumirse en ella la unidad y la infinita variedad de los seres, y no conoce otros límites que los del pensamiento humano. En su cualidad de ciencia universal, la filosofía es también la llamada a comprobar los principios lógicos del razonamiento. Todas las ciencias particulares los adoptan sin que ninguna los someta a examen, para lo cual no tiene derecho. Los axiomas abrazan todo lo que existe y no tal o cual género de seres, y sólo puede decidir, sobre la autoridad de estos principios, la ciencia del ser en tanto que ser. Todas las ciencias toman el ser como punto de partida, y han de apoyarse por consiguiente en los axiomas, pero como no estudian el ser bajo todas sus relaciones, no pueden [27] comprobar los principios universales. Para asentar los principios más ciertos de lo que existe, es preciso tener conocimiento del ser en tanto que ser, y según Aristóteles, el único que posee este conocimiento es el filósofo{23}. El examen de dos axiomas, es por consiguiente uno de los principales objetos de la filosofía. Cualquiera que sea la extensión de la filosofía primera, tiene sin embargo límites que es preciso indicar. La ciencia del ser en sí mismo, de sus propiedades y de sus modificaciones esenciales, no puede abrazar el estudio del ser accidental, ni examinar sus causas, porque el accidente no tiene causa propiamente dicha. Ninguna ciencia tiene en cuenta el accidente, porque el accidente apenas tiene más que una existencia nominal{24}. Basta estudiar la naturaleza del accidente y el modo de su existencia para convencerse de que no puede ser objeto de una ciencia. Lo accidental es lo opuesto a lo necesario; es una cosa que ni existe siempre, ni existe ordinariamente; es, por ejemplo, el frío en la canícula, es la curación operada por el cocinero. El accidente no puede ser el resultado de una fuerza, de una potencia propiamente dicha, sólo tiene una causa accidental, y esta causa es la materia, en tanto que es susceptible de ser otra que lo que es ordinariamente. Es una causa vaga, incierta, que no puede ser científicamente determinada. Lo accidental queda por consiguiente fuera de la ciencia. Son verdaderas estas aserciones; sin embargo, es necesario precisarlas más. Es incontestable, que el accidente, en tanto que accidente, no puede ser objeto de una ciencia, y menos de la filosofía que es la ciencia de los seres inmutables. Pero el ser accidental, ¿existe realmente en el sentido en que lo toma Aristóteles?, ¿es cierto que no pueda referírsele a una causa necesaria, y entrar en el dominio de la ciencia? Esto parece evidente al hombre que no haga más que iniciarse en la observación de la naturaleza. Una multitud de hechos se presentan que al parecer no pueden someterse a ninguna ley, a ningún principio; el desorden reina por todas partes. Pero a medida que la inteligencia se ensancha, que la observación completa nuestros conocimientos, suprimimos poco a poco en el universo este inexplicable azar, esta propiedad oscura de la materia, que produce los seres accidentales, porque cada cosa tiene su ley necesaria, y todos los hechos que se realizan en la naturaleza, ya se presenten cada día, o ya se produzcan a largos intervalos, siguen inevitablemente esta ley; el azar no puede tener cabida en la armonía del universo. Verdaderamente no conocemos sino una sola causa de accidente, y esta causa no reside en la materia; es una fuerza, un poder activo, es la voluntad humana. Sólo es accidental lo que resulta de esta voluntad; todo lo demás es necesario e inmutable. Sea de esto lo que quiera, Aristóteles está en lo verdadero, al afirmar, que el ser accidental no puede ser objeto de la filosofía. Sólo es de [28] lamentar que a causa de estas ideas de accidente y de azar, haya restringido un poco la noción de esta armonía universal, que tan naturalmente se deriva de su sistema. Lo verdadero y lo falso tampoco deben ser objeto de la filosofía, porque la filosofía estudia los seres en sí mismos, y el ser en sí es siempre lo verdadero, porque no es el pensamiento el que constituye la esencia de los seres, sino, por lo contrario, el es el que constituye lo verdadero y lo falso, puesto que lo verdadero y lo falso son la conformidad y disconformidad del sujeto con el atributo, y esta conformidad o disconformidad residen en el pensamiento. La ontología no se ocupa del examen de los seres que deben su existencia al pensamiento; sólo tiene por objeto la esencia y las leyes del ser considerado en sí mismo. IVUna vez determinados la extensión y los límites de la ciencia, sólo resta probar su posibilidad, darle una base sólida, es decir, asentar un principio incontestable, que pueda a priori legitimar todos sus resultados; y este principio, según Aristóteles, es el principio de contradicción. Una de las cosas más incontestables a los ojos del sentido común, es, que el hombre, en el ejercicio de sus facultades intelectuales, puede llegar a conocimientos reales, absolutos, que no son relativos únicamente a su persona y a su manera de ver, sino que responden a algún punto de la verdad. Hay una correspondencia íntima entre el hombre y la naturaleza, porque la inteligencia humana es un espejo donde viene a reflejarse, unas veces confusamente y otras con el más vivo resplandor, la verdad eterna. Tal ha sido por lo menos en todos tiempos la opinión de la humanidad. Los filósofos, sin embargo, no siempre han reconocido la evidencia de este principio. Los hay que, de buena fe o por espíritu sofístico, han puesto en duda el testimonio de nuestras facultades, han sujetivado, si se nos permite esta expresión, el conocimiento humano, y confundiendo la verdad y el error, han pretendido condenar al hombre a una ignorancia absoluta, o por lo menos, cerrándole todo acceso a la verdad absoluta, le han reducido a un conocimiento pasajero, mudable y perecedero como la humanidad. Encerrado en tan estrecha esfera, cuando sólo se trata de los datos que suministran los sentidos, estos sistemas no pueden ser peligrosos, puesto que importa poco sostener que tal sabor es a la vez dulce y amargo, y que la miel no tiene en sí misma ningún sabor agradable o desagradable, pues no por esto dejará cada cual de consultar su gusto y vivir según su costumbre. Pero si, pasando de las nociones sensibles a las nociones ontológicas y a las nociones morales, se resuelven los problemas en el mismo sentido; si, como los sofistas de Grecia o como Hume en los tiempos modernos, se afirma que todo es bien o que todo es mal, o lo que es lo mismo, que no hay bien [29] ni mal; si se sujetivan en una palabra las nociones de la razón, entonces la cuestión toma un carácter mucho más grave. La menor duda que dejéis cernerse sobre la verdad, dará sus frutos en la ciencia a pesar de todos los esfuerzos, y es preciso tener fe en la verdad, para buscarla con ardor y para descubrirla. Por consiguiente, cuando se comienza el estudio de la filosofía, es indispensable preguntar, si existe o no una verdad absoluta, accesible al hombre; o bien, si todo está confundido, si no hay diferencia alguna entre lo verdadero y lo falso, y si una misma cosa existe o no existe a un mismo tiempo. Los dos grandes legisladores de la ciencia en la antigüedad y en los tiempos modernos, Aristóteles y Kant, han abordado esta cuestión, pero la han resuelto de muy diferente manera. Kant, reconociendo la universalidad de los juicios de la razón, niega, sin embargo, a esta facultad el derecho de elevarse a lo absoluto; sujetiva nuestros conocimientos, y los reduce a proporciones puramente humanas; comienza por suscitar una duda sobre sus propios descubrimientos, y se coloca en posición de no poder avanzar en la ciencia, sin ponerse en contradicción consigo mismo. Aristóteles, por lo contrario, marcha con paso firme; cree no sólo en la existencia de una verdad relativa, humana y perecedera, sino que va más allá, busca la verdad misma, y sienta desde luego que existe, y que el hombre puede alcanzarla y poseerla. No es por vía de demostración como Aristóteles trata de asentar el principio de toda verdad; esto sería intentar lo imposible, y sólo la ignorancia podría emprender semejante tarea. Pero no toda verdad pide ser demostrada, porque entonces habría que ir ascendiendo hasta lo infinito, y veríamos huir eternamente delante de nosotros la certidumbre y la demostración misma. Para que ésta sea posible, es preciso que haya verdades primeras, incontestables, evidentes por sí mismas, principios de toda demostración. En estas verdades es preciso detenerse, porque en ellas tiene que apoyarse la ciencia. El más seguro de todos los principios, y en el que se apoyan todos los domas, es el de contradicción, que puede formularse de esta manera: Es imposible que, bajo la misma relación, el mismo atributo pertenezca y no pertenezca, al mismo tiempo, al mismo sujeto. El libro cuarto está casi todo él consagrado al examen de este principio. El escepticismo, antes de la aparición de la Metafísica, se había presentado ya bajo muchas formas, en términos que más de un sistema llegó hasta negar la posibilidad de la ciencia. A pesar de todos los esfuerzos de Platón, aún quedaban en rededor de la filosofía muchos obstáculos, que importaba destruir, muchas dudas, que al parecer autorizaban hechos reales, envueltos en argumentos especiosos, muy propios para seducir, por lo que tenían de paradójicos, y que reclamaban una crítica profunda y una severa apreciación. A los que niegan la certidumbre del principio de contradicción, Aristóteles sólo les exige que designen y determinen un objeto, cualquiera que sea [30] la palabra que empleen, y cualquiera que sea el sentido que quieran dar a esta palabra. Sea, por ejemplo, la palabra hombre; que designa un objeto, un ser determinado, uno solo, cuando menos en el pensamiento actual, porque sería preciso haber perdido el sentido para atribuir a la misma palabra una multitud de significaciones. Desde el momento en que habéis designado un objeto único, habéis determinado alguna cosa, habéis admitido implícitamente el Principio. Pretender, por lo contrario, que el hombre y lo que no es el hombre son la misma cosa, equivale a decir, que no hay nada determinado; es destruir el lenguaje, es hacer el pensamiento imposible, porque todo pensamiento, expresado o no, debe recaer sobre algo determinado, y la existencia sola del pensamiento desmiente las aserciones de los sofistas. Por otra parte, no puede pretenderse que el mismo ser existe y no existe, y que nada es determinado, sin negar al mismo tiempo la existencia de la forma y de la esencia de los seres. Si el hombre y el no-hombre, hablando corno Aristóteles, son idénticos, no existe nada que constituya la esencia del hombre, todo es accidental en el mundo, y no puede haber ningún principio universal. Pero el accidente es siempre el atributo de un sujeto, y si no hay sujeto determinado, será preciso prolongar hasta el infinito la cadena de los accidentes, y decir que no hay más que accidentes de accidentes, lo cual es imposible. Necesariamente hay una sustancia determinada, y de aquí se deduce un argumento invencible contra la posibilidad de la existencia simultánea en el mismo individuo de las cosas contradictorias y de las contrarias. Otra consecuencia de estos sistemas es, que todo es toda cosa, y que sólo existe una cosa sola. Porque si todas las afirmaciones contradictorias son verdaderas, si, como dice Protágoras, la opinión de cada hombre constituye la verdad, el hombre es una galera, y la galera es un hombre, y el mundo es un caos, una mezcla de elementos, y esa primitiva confusión de que hablaba Anaxágoras. Después de todo, los escépticos se han encargado de destruir ellos mismos su sistema. Afirman que todo es verdadero o que todo es falso; pero entonces una de dos cosas: o su aserción no admite ninguna excepción, y en este caso se destruye a sí misma; o la única cosa verdadera es esta misma aserción, de que todo es falso o que todo es verdadero, lo cual equivale a admitir que hay un principio verdadero en el acto mismo de pretender que no hay ni verdad ni falsedad (porque si todo es verdadero, todo es falso, y recíprocamente), y esto equivale a edificar con una mano y destruir con la otra. El consuelo que queda, como observa Aristóteles, es, que es mucho más fácil proclamar el escepticismo, que ponerlo en práctica. Los que en su tiempo rehusaban especulativamente admitir la distinción de lo verdadero y de lo falso, nunca dejaron de dedicarse a sus negocios; iban a Megara y evitaban el precipicio en que podían caer, dando así un mentís formal a sus principios. Sin embargo, a pesar de lo absurdo de todas estas doctrinas, Aristóteles [31] se ve obligado a confesar que tienen un lado especioso y que encuentran su justificación hasta cierto punto en los fenómenos sensibles. El error, según él, de todos los filósofos que han profesado el escepticismo en este concepto, nace de haberse fijado sólo en los objetos sensibles. Y así, Anaxágoras y Demócrito, viendo que las mismas cosas producen los contrarios, y no profesando otro principio superior al de la materia, han reconocido naturalmente la existencia simultánea de los contrarios en los mismos seres, porque no llegaron a conocer la distinción entre la potencia y el acto, sin la cual no puede explicarse la producción y la destrucción. Los contrarios existen realmente en el mismo ser, pero no existen en acto porque es de toda necesidad que uno de los contrarios sólo exista en potencia. La apariencia de los objetos sensibles condujo a Demócrito, a Parménides, a Anaxágoras y a Protágoras a creer que las opiniones de cada hombre son la medida de la verdad. Los juicios humanos varían al infinito según los diversos individuos; varían en el mismo hombre según las circunstancias, y en medio de esta diversidad de opiniones, ¿dónde está la verdad? Únanse a estas consideraciones las que se deducen de las trasformaciones incesantes de los seres, del movimiento de todas las cosas, y esta preocupación os podrá conducir hasta la opinión expresada por Heráclito y por su discípulo Cratilo; a saber, que no pudiendo haber conocimiento alguno de lo que es esencialmente variable, el hombre no puede afirmar nada, so pena de caer en el absoluto y perpetuo error. Aristóteles responde a todos estos filósofos, que sólo han tenido en cuenta el mundo terrestre, y que aun cuando sus conclusiones fueran verdaderas con relación a este mundo; el hombre puede todavía encontrar la certidumbre en regiones mas elevadas, y que, despreciando el testimonio de los sentidos, podría aprovechar el testimonio de las demás facultades: «Este espacio que nos rodea, dice, mansión de los objetos sensibles, y el único que está sometido a las leyes de la producción y de la destrucción, es, por decirlo así, una porción nula del universo. De suerte que hubiera sido más justo absolver este bajo mundo en gracia del mundo celeste, que no condenar el mundo celeste en obsequio del primero.»{25} Pero sin atacar a estos filósofos desde un punto de vista que no es el suyo, consiente en encerrarse en el círculo estrecho en que han circunscrito sus indagaciones, admitiendo por un momento con ellos, que el conocimiento sólo recae sobre los objetos sensibles. No es cierto, aun dentro de esta hipótesis, que todas las apariencias sean verdaderas, porque una cosa existe o no existe, y no varía según la opinión que se forme de ella. Si hay disidencia, diversidad de juicios o de gustos, esto nace del hombre y no de las cosas mismas. No se niega la existencia de la luz porque haya ciegos; ni es más fundado admitir la opinión de un enfermo o de un hombre de gusto pervertido, si se trata de [32] las cualidades de tal o de cual sustancia, porque para esto es preciso atenerse al juicio de un hombre sano, y no tomar la excepción por la ley. Si se pregunta cuál es el hombre sano, a esto nada se puede responder; porque equivale a preguntar, cuáles son los hombres locos y cuáles los hombres racionales, cuándo se está dormido o cuándo se está despierto. Las objeciones que se toman del desacuerdo que hay entre los sentidos en un mismo individuo, no son más difíciles de resolver, porque basta distinguir el dato de los sentidos de la idea que le sigue, o como diríamos hoy, la sensación de la percepción{26}. El hombre puede engañarse, pero los errores jamás nacen de los sentidos; proceden siempre del juicio, y con un poco de atención, es fácil evitarlos. Para esto basta distinguir los datos de los diversos sentidos. No debe oponerse, como se ha dicho, a los datos de la vista el testimonio del tacto o de cualquier otro sentido; cada uno de estos tiene su dominio propio, y no se le debe sacar de él, y antes bien debe concedérsele en la esfera de su acción una plena y entera autoridad. En cuanto a los argumentos tomados de los fenómenos que tienen lugar durante los ensueños, Aristóteles responde, que en este punto, nadie se engaña y no hay hombre (es el ejemplo de que él se sirve) que encontrándose en África, y habiendo soñado por la noche que estaba en Atenas, se levante por la mañana para irse al Odeón. Semejante sistema obligaría a proclamar que no hay más realidad que la sensación; que sin los seres sensibles no habría absolutamente nada; y que el mundo sólo existe en el pensamiento del hombre; conclusiones que bastan por sí solas para refutarlo. «La consecuencia que sale de semejante sistema, es, dice Aristóteles, verdaderamente desconsoladora. Si son estas las opiniones de los hombres que mejor han visto toda la verdad posible, y son éstos los que la buscan con ardor y la aman, ¿cómo es posible abordar, sin sentir el desconsuelo más profundo, los problemas filosóficos? Buscar la verdad ¿sería otra cosa que perseguir sombras que se desvanecen?{27} Dichosamente para la ciencia, la razón humana de tal manera tiene fe en sí misma, que no puede, haga lo que quiera, poner en duda su autoridad. Sin temor podemos decir, que es imposible demostrar que nuestras facultades no nos engañan. Fuera vano que pudiéramos tener una facultad superior a la misma razón, porque también quedaría sometida a la terrible [33] objeción del escepticismo. Pero no es menos imposible dudar realmente, porque se puede muy bien profesar el escepticismo con la lengua, pero todo lo que se dice, como observa Aristóteles, no es de necesidad que se piense. ¿No se podría, sin embargo, sin atacar directamente el principio de contradicción, suponerse que entre dos contrarios hay un intermedio, que no es ni lo uno ni lo otro, o bien que es a la vez el uno y el otro? En ambas suposiciones, según Aristóteles, la producción y el cambio son imposibles. Sería preciso por otra parte admitir una infinidad de intermedios, lo cual obligaría a decir, como en los sistemas precedentes, que no hay nada verdadero ni falso, y que todo es indeterminado. Para librarse de estas conclusiones, no queda más que un medio, que es determinar, definir, o, en otros términos, expresar alguna cosa, porque la noción, cuyo signo son las palabras, es la definición de la cosa de que se habla{28}. Partiendo de este principio, Aristóteles define los diferentes términos que va a emplear en el curso de su obra. Pero es preciso no formar un concepto equivocado sobre el valor y el papel que representan estas definiciones; no se vaya a creer, como muchas veces ha sucedido, que las definiciones en filosofía son principios generales, axiomas de los cuales la ciencia deduce una multitud de consecuencias particulares. La filosofía es una ciencia de hechos, y las definiciones en las ciencias de hechos no pueden tener este carácter. La definición en las matemáticas desempeña un papel doble; sirve para fijar la noción de la cosa de que se habla, y además es el concepto mismo; de manera que es una, verdadera hipótesis, de la que se deducen poco a poco todas las consecuencias. Verdaderamente es en este sentido el principio y el punto de partida de la ciencia. No sucede así en las ciencias de hechos, porque aquí no es posible asentar a priori un principio, que encierre en sí mismo todas las deducciones, que el análisis se encargará de sacar ulteriormente. En las ciencias de hechos la definición no está al principio, está en el punto de llegada, porque es la consecuencia y el resultado de la ciencia, como que sólo puede ser completa en el momento en que la ciencia esté completa también. Para definir el ser, la sustancia, es preciso conocerlas, no vagamente, sino de una manera exacta; es preciso haberlas estudiado bajo todas las relaciones, y haber descendido a los últimos grados del análisis. Si Aristóteles parte de ciertas definiciones, no las considera como principios a priori, como las definiciones matemáticas; no deduce su ontología de las definiciones; antes bien, hace todo lo contrario. Si define, es para hacernos ver desde luego el fin que se propone conseguir. Él esta ya en posesión de la ciencia, y trata de enseñarla; puede por tanto sin inconveniente mostrarnos desde luego los resultados que ha obtenido; es este un medio de guiarnos y animarnos a seguirle: ignoti nulla cupido. [34] Muy distinto método debió guiarle, cuando Aristóteles buscaba la verdad; entonces debió observar y no definir. Un solo ejemplo bastará para convencernos de ello. Tomemos la definición de la causa{29}. La causa es, o la materia constitutiva con que está hecho un ser... o la forma, la razón de ser... Ella es también el primer principio de cambio, de reposo... en fin, ella es el término, es decir, aquello en cuya vista una acción se realiza. Es evidente, que la palabra causa no despierta en nosotros inmediatamente todas estas ideas; la causa no se la ha considerado siempre bajo todas estas relaciones, y así semejante definición implica el conocimiento de todo el sistema; no es el principio, es el resumen. Entendiéndolo así, es cierto el decir, que se debe partir de las definiciones. El filósofo que quiere enseñar, debe comenzar por definir los términos que emplea, decir el sentido que les da, y este es el medio de hacerse comprender. Al apoyarse Aristóteles en definiciones, este es el fin que se propone. Pero como no dijo expresamente cuál era el carácter de la definición filosófica, se interpretó mal su pensamiento en la Edad Media. Aristóteles había sido un escrupuloso y celoso observador, mientras que los Escolásticos observaron poco, y si se quiere nada; se contentaron con sentar principios, que no habían descubierto por sí mismos, y que los recibieron formados de manos de una autoridad, que miraban como superior, a saber, la autoridad de Aristóteles. La dialéctica sustituyó al método de observación, y la ciencia se vio condenada por mucho tiempo o girar en el círculo trazado por el pensamiento antiguo. Ontología.— Hasta ahora no hemos entrado, hablando propiamente, en la exposición del sistema ontológico de Aristóteles, pero ya es posible formar de él una idea bastante exacta. Ya tenemos fijados los límites de la filosofía primera, sabemos ya, que es el estudio del ser en sí mismo; que no se limita, como las demás ciencias especulativas, al examen de los seres sensibles o matemáticos, sino que aspira al conocimiento del ser propiamente dicho, es decir, del ser independiente e inmutable, y que la constituye el estudio de lo absoluto. Réstanos seguir a Aristóteles en este terreno, ver la solución que ha dado a esta cuestión tan difícil y tan controvertida del primer ser; comparar su sistema con los de sus predecesores, y demostrar los vínculos secretos que, bajo la apariencia de una diversidad absoluta, ligan sus doctrinas con las de Platón y de Pitágoras. Es fácil convencerse, sólo con leer la Metafísica, que a Aristóteles le preocuparon constantemente las doctrinas de Pitágoras, y principalmente la ontología de Platón. Parece que teme, sobre todo, encontrarse con su maestro; opone continuamente su sistema al sistema de Platón, a cada instante toca la teoría de las ideas, la presenta y la ataca bajo diversas fases. Aristóteles es innovador, y quiere que todo el mundo lo sepa. Sin embargo, entre Platón y Aristóteles no hay tanta distancia como podría uno figurarse; la diferencia consiste más [35] en la forma que en el fondo del sistema; el cuidado mismo que pone Aristóteles en notar esta diferencia, da motivo para inspirar alguna duda, y cuando menos prueba que la distinción es muy sutil, muy delicada, y no fácil de advertirá primera vista. La ontología es la ciencia del ser en sí mismo; pero el ser absoluto, independiente, no está sometido a nuestros sentidos; le concebimos, pero no le percibimos; los únicos seres que percibimos son relativos y perecederos; difieren esencialmente de la sustancia absoluta, y están con ella en la relación de lo contingente a lo necesario, de lo finito a lo infinito. Más aún; no cabe conocimiento de las sustancias sensibles; porque encierran materia, es decir, un principio de indeterminación{30}. No pueden ser definidas, o por lo menos, no cabe respecto de ellas una definición real, y escapan a la ciencia. Mas por otra parte, por mucha distancia que haya entre los seres sensibles y el ser eterno, sólo pasando por los primeros podemos elevarnos a la idea del segundo, porque la sustancia sensible no es la única sustancia, pero es la más visible, la que atrae en primer término todas las miradas, y por ella es preciso comenzar, sin perjuicio de elevarse después a las más altas especulaciones. Tal ha sido la marcha de la humanidad, y éste debe ser el camino del filósofo, porque necesita apoyarse en lo que conoce para llegar a lo desconocido, apoyarse en sus ideas personales para llegar a las ideas absolutas. Estas consideraciones, que tomamos del mismo Aristóteles{31}, nos revelan todo el plan de lo que es, propiamente hablando, su filosofía primera. Más prudente y más metódico que lo habían sido sus predecesores, Aristóteles no aborda inmediatamente la noción de la sustancia; no nos describe desde el principio su naturaleza y sus elementos, como se había hecho antes de él respecto del número y de la idea; parte de lo que todos los hombres conocen, de la sustancia sensible; la analiza, la descompone en sus diversos elementos, la reduce a sus principios propios, pide a estos principios cuenta de las diversas trasformaciones de la materia, de la producción y de la destrucción; y por último, cuando ha reconocido que estos principios no bastan, cuando un estudio profundo de los seres materiales ha demostrado, que no pueden existir solos, que no tienen su razón de ser en sí mismos; entonces y sólo entonces se eleva a la noción de otra sustancia, pasa de lo relativo a lo absoluto, de la pluralidad a la unidad, y procura conciliar lo uno con lo otro, dando razón de la unidad del ser y de la infinita diversidad de las existencias individuales. Todas las cuestiones ontológicas pueden reducirse a la siguiente: ¿Qué es la sustancia? Porque la sustancia es el ser mismo, el ser tomado absolutamente, el ser primero bajo la relación de la noción, bajo la relación del tiempo y de la naturaleza{32}. Esta cuestión ha sido tratada más o menos [36] explícitamente por todos los filósofos, y la respuesta que han dado es el resumen y la más alta expresión de todo su sistema. Si se dice que la sustancia es la materia, se cae necesariamente en los errores de los físicos; y entonces, o sólo se da a la materia sus verdaderos caracteres, y se la mira como un ser abstracto, indeterminado, imposibilitándose así absolutamente para explicar los fenómenos sensibles, los cuales son todos determinados y definidos; o bien, y este ha sido el error general, se ve uno obligado a dar a la materia caracteres que repugnan a su noción, porque se confunde la materia abstracta, indeterminada, con la forma, es decir, con el principio de la determinación por excelencia. Si se admite que la sustancia es lo universal o el género, se cae en el sistema de Pitágoras o en el de Platón, porque el número y las ideas son universales, y es preciso reconocer entonces, o que la sustancia está en los objetos, en los individuos, pero en tanto que género, en tanto que atributo universal, y que el número, por ejemplo, o la proporción numérica que constituye al hombre, se encuentra en Sócrates o en Calias, de los que no está separada, viéndose de esta manera reducido a construir el individuo con lo general, sin poder decir lo que constituye en él la individualidad, lo que le distingue de lo general; o bien que la sustancia está fuera del individuo que le constituye, lo cual no es menos ininteligible, porque en este caso la sustancia no es ya la sustancia del individuo, ni puede en manera alguna explicar al individuo, y se hace completamente inútil para la producción de los seres y para la ciencia. Resta una última suposición: la verdadera sustancia de los seres será la forma, es decir, el carácter propio de cada objeto, lo que le constituye, lo que le distingue de todos los demás individuos comprendidos en el género. Este sistema es el de Aristóteles. Se libra de las inconsecuencias de las opiniones precedentes; no separa la sustancia de cada ser del ser mismo, da perfecta razón de la existencia propia de cada objeto, dando por esencia al individuo, no un carácter universal, sino una sustancia particular, que es suya propia, que no puede separarse de él, y que sólo en él se encuentra y no en ningún otro. Aquí se presenta una grave dificultad: indudablemente hay individuos en la naturaleza, y es indispensable determinar en qué consisten, cuál es su forma, su carácter esencial, pero también hay géneros y especies, y estos géneros no son vanas concepciones de nuestro espíritu, no los constituimos en nuestro pensamiento sino que tienen una existencia que no depende de nosotros. La ciencia debe explicarlos también, debe decirnos cuáles son estos caracteres comunes, que aparecen en los seres del mismo género y de la misma especie; y aun admitiendo que cada ser tiene su sustancia propia, es preciso reconocer también que hay tipos primeros que se producen en cada uno de ellos, y así, después de haber creado la ciencia de lo individual, es preciso crear la ciencia de lo general. Aristóteles conoció la dificultad, y no la resolvió completamente. Según [37] él, los principios son diferentes para los diferentes seres, y cuando quiere explicar los caracteres generales que presentan los individuos de un mismo género, o se contenta con decir, que los principios son idénticos por analogía, o bien considera la forma, no como la causa de la individualidad, sino como un principio genérico, y restablece bajo otro nombre la teoría de las ideas, que tantas veces y tan vivamente ha combatido. La materia parece, a primera vista, tener más que toda otra cosa el carácter de sustancia; no tiene forma, ni cualidad, ni atributo alguno; es el sujeto que persiste bajo las diversas modificaciones, y sólo ella continúa permanente en medio de los cambios de todos géneros que experimentan los objetos. Mas por otra parte, la materia no es determinada; lejos de esto, su esencia es la falta misma de toda determinación; no es nada por sí misma, sino una posibilidad de ser, una simple potencia de devenir o llegar a ser{33}. Bajo esta relación el conjunto de la forma y de la materia, es decir, la materia realizada, tiene más bien el carácter de sustancia que la materia indeterminada, que pudiendo ser cualquiera cosa, no es nada por sí misma. Tampoco es esta todavía la verdadera sustancia. El ser realizado no es un primer principio, porque este concepto no pertenece ni puede pertenecer más que a la forma pura, a la esencia. ¿Qué es, pues, la forma, y cuál es la naturaleza de este principio? Esta cuestión, que es el punto fundamental del sistema de Aristóteles, no ha sido siempre, como ya hemos indicado, objeto por su parte de una solución precisa. ¿Es un género, un ejemplar común que se reproduce en los individuos, o es individual e inseparable de cada ser? Es lo uno o lo otro según la necesidad; o más bien, es a la vez lo uno y lo otro. Sin embargo, Aristóteles se inclina generalmente a colocar en la forma el principio de la individualidad{34}. Esto es lo que le distingue de Platón. La forma sustancial es, según él, la esencia determinada, y en este concepto es opuesta a la materia, la cual no tiene por sí misma ninguna cualidad, ninguna determinación. La forma pura es el ser, hecha abstracción de todo elemento constitutivo; es, no sólo un atributo inherente al sujeto, sino que es una cualidad esencial, sin la cual no se le puede concebir. Músico y blanco no son la forma de Sócrates, porque se le puede concebir sin estos atributos, como que pueden ser separados de él sin que el ser se destruya; mientras que la forma, por lo contrario, no puede ser separada sin que tenga lugar la destrucción del objeto. La forma de Sócrates es el hombre, si se considera a Sócrates como espíritu y cuerpo; es el alma, si se le considera bajo un punto de vista más limitado, solamente como inteligencia. Esta forma, esta esencia pura, es eterna; no se produce en un ser, sino que se realiza en él. Causa de la existencia de los objetos, la forma no perece con ellos, la única cosa que perece es la unión de tal forma y de tal [38] materia; la forma perece en un objeto, sin que ella perezca; no está sujeta ni a las leyes de la producción ni a las de la destrucción. Podríase preguntar aquí, cuál es, pues, esta forma que, siendo causa de la existencia individual, se reproduce sin embargo en una multitud de seres. ¿Consiste el individuo realmente en la forma? Y si es así, ¿cómo se hace de la forma un principio general? La forma no puede admitirse bajo este doble carácter; o es la esencia misma de cada ser, su naturaleza propia; o es la generalidad que se reproduce en todos los individuos del género; y no puede ser lo uno y lo otro a la vez. La forma de Sócrates es, o el carácter propio de Sócrates, lo que le distingue de todos los demás hombres; o es el hombre en general, es decir, el carácter que le es común con la especie. Según Aristóteles, la forma sólo tiene el primero de estos caracteres; tal es, por lo menos, la significación general de su sistema. Según Platón, por lo contrario, la forma, la idea, no es más que el tipo general. Los dos sistemas son entre sí opuestos sin excluirse; o, más bien, so necesitan el uno al otro, y la verdad sólo puede encontrarse en su conciliación. Sí, la sustancia de cada ser es verdaderamente la forma determinada, el carácter propio, la diferencia, con tal que se admita también que, independientemente de esta determinación propia, cada individuo realiza en sí un tipo general, y que en cada ser se muestra la generalidad al lado de la particularidad. Sócrates es él mismo, es un ser determinado, pero Sócrates es también miembro de la humanidad, y la humanidad se manifiesta en él, como se manifiesta en cada uno de los demás miembros de aquella. Por natural que sea esta consecuencia, Aristóteles la rechaza con todas sus fuerzas. Lo que ve sobre todo, y lo que casi únicamente ve en la naturaleza, es el individuo; como resulta claramente de la teoría de la definición aplicada a la forma. Admite, como Platón, que la esencia de los seres es aquello respecto de lo que cabe definición, y por definición es preciso entender lo que expresa un objeto primero, es decir, un objeto cuya noción no puede referirse a otro objeto. Partiendo de un dato común, Platón y Aristóteles se separan bien pronto; y como toda definición contiene dos términos, el género y la diferencia, Platón considera el género como la esencia de los seres; Aristóteles, por el contrario, la diferencia{35}. La definición, según la expresión de Aristóteles, es la noción suministrada por la diferencia, no tal diferencia tomada caprichosamente, sino la diferencia propia, característica, del individuo de que se trata; en una palabra, la última diferencia, y una definición semejante es la noción de la esencia misma del objeto. Difícil era resolver con más claridad la cuestión. Apoyado en esta verdad incontestable, que la sustancia propia de un objeto sólo puede darse en el objeto mismo, Aristóteles descubre con toda evidencia el vicio de las doctrinas de Platón y de Pitágoras; pero olvidando, de otro lado, [39] que la forma del objeto, es decir, su noción, su causa de existencia, no sólo se da en el objeto mismo, sino que, antes de darse en el objeto, ha debido darse en otra parte, si no realizada, por lo menos como potencia, como razón de ser; que la forma de cada uno de los seres de la naturaleza ha debido ser pensada por Dios, como la forma de la casa ha debido ser pensada por el arquitecto; que este pensamiento de Dios ha debido recaer, no sólo sobre los individuos, sino también sobre los géneros que los comprenden, sobre lo universal como sobre lo particular; olvidando, digo, esta verdad, no menos incontestable que la primera, no admite en ningún concepto esta sustancia universal que constituye el fondo de la doctrina de Platón y de Pitágoras. Lo universal, repite muchas veces, no puede ser sustancia{36}; no hay, según él, otras sustancias que las de los individuos, y la sustancia de un individuo no es común a los demás. Lo universal, por lo contrario, es común a muchos seres, designa la manera de ser, un modo de la existencia, pero no la existencia determinada. «Ni la unidad, ni el ser, ni atributo alguno general pueden ser sustancia... la sustancia no existe en ningún otro ser, sino en sí misma, y en el ser de que ella misma es sustancia»{37}. Platón habíase mostrado exclusivo, y Aristóteles no lo es menos; pero sería injusto acusarle por esto. Si se preocupó demasiado de cierto punto de vista de las cosas, era difícil que no sucediera así. La doctrina platoniana era peligrosa, por lo menos por su tendencia; pues que encerraba un germen de error, que se desenvolvió más tarde{38}. Asustado Aristóteles de esta tendencia, temiendo ver abismado el individuo en una vaga generalidad, le atribuye una importancia exagerada, le da una independencia absoluta, opone la teoría de la forma a la teoría de las ideas, y si alguna vez se ve precisado a aproximarse a Platón, lo hace con pena. Y así, desde el punto de partida aparece una oposición completa entre el sistema de Platón y el de Aristóteles; la forma en lugar de la idea, es decir, la particularidad en lugar de la generalidad. Pero ya lo hemos dicho; esta oposición se contradice algunas veces, porque la forma no puede permanecer siendo puramente individual, y porque la generalidad, que incesantemente aparece, se desliza en medio de la teoría de la forma. Arrastrado por la fuerza misma de las cosas, Aristóteles muda más de una vez de punto de vista, y se separa, por más que no quiera, del camino que se había trazado. He aquí un vínculo que liga necesariamente a Aristóteles y a Platón; tan imposible era para Aristóteles suprimir la universalidad que se da en el mundo, como le fue a Platón suprimir los individuos, por más que a ello le arrastraba lógicamente su principio. Si comparamos a Aristóteles con Pitágoras, tendremos la misma diferencia en la apariencia, pero en el fondo la misma relación. Los pitagóricos no [40] separaban la sustancia de los individuos, y de esta manera se libraban de algunas de las inconsecuencias de los platonianos; pero formaban el individuo con una sustancia universal, sin explicar lo que constituía al individuo, y bajo este punto de vista su doctrina es idéntica a la de Platón. Si penetrando más adelante en la teoría de la forma, la estudiamos bajo la relación de la potencia y del acto, de la unidad y de la pluralidad; si aplicamos esta teoría a la producción y a la destrucción de los seres, tendremos que señalar diferencias fundamentales entre la forma de una parte y el número y la idea de otra; pero también encontraremos nuevas analogías todavía más notables. Pero antes de pasar al estudio de la forma, considerada, ya como acto y causa final, ya como principio de movimiento y causa do existencia, y ya también como unidad en la pluralidad, porque tiene todos estos caracteres, es indispensable formarse una idea de su contrario, es decir, del principio material, que bajo todas las relaciones es opuesto a la forma. Hay en todos los seres sensibles, bajo las cualidades y modificaciones, un elemento constitutivo, una materia, que no tiene por sí misma ni forma, ni cualidad, y por consiguiente que puede recibir todas las formas. La materia es el elemento preexistente en el que la forma se realiza, y sobre ella tiene lugar la producción, siendo también ella la que persiste después de la destrucción de la forma. En tanto que materia indeterminada es eterna, y, lo mismo que la forma sustancial, no está sujeta a producción o a destrucción. La materia propiamente dicha no es el fuego, ni el aire, ni la tierra, ni ninguno de los principios materiales admitidos por los Físicos; el fuego, el aire y la tierra, no son la materia pura; están ya realizados, determinados, y tienen una forma particular. La materia, por lo contrario, no tiene ninguna forma; tiene por carácter la indeterminación absoluta, y todo lo que no tiene este carácter, sólo relativamente puede llamarse materia. El bronce es la materia de la estatua, la madera es la materia de la cama; son indeterminados con relación a los objetos en que entran como elementos, pero no son absolutamente indeterminados, son materiales y no materia; son, como dice Aristóteles, de esto y no esto. La materia no es el infinito o el indefinido numérico de los pitagóricos; no es tampoco la diada de Platón; o más bien, es todo esto y más que esto; es lo indefinido, lo indeterminado bajo todas sus fases y en todas sus acepciones. Se encuentra la materia hasta en la definición; es en ella la parte indeterminada, es decir, el género en oposición a la diferencia, que especifica y determina el ser de que se trata en la definición{39}. Bajo otro punto de vista la materia es la potencia en oposición a la forma, que es el acto, el resultado, el fin; no debiendo entenderse por potencia la causa productora, porque la verdadera potencia entonces sería la forma; la potencia en la materia no es más que una simple posibilidad. Cuando se [41] dice, que la materia es la potencia de los contrarios, esto quiere decir simplemente, que es susceptible de recibirlos, y que no siendo lo uno ni lo otro, puede por lo mismo hacerse lo uno y lo otro. La materia no es una potencia en la verdadera acepción de la palabra, porque es esencialmente inerte. Si alguna vez decimos, que la materia tiene una fuerza propia, una potencia pasiva o activa, es porque no se trata entonces de la materia primera, sino de una materia realizada, el fuego o el bronce, por ejemplo. Por consiguiente, la potencia debe atribuirse, no a la materia, sino a la forma. Sin embargo, Aristóteles, siguiendo el ejemplo de Platón, atribuye algunas veces una fuerza propia a la materia. Platón admitió que la causa de todo mal era la materia; que su imperfección, siendo incapaz de reproducir la idea que se realizaba en ella, era la causa de todos los desórdenes del mundo, que ofuscaba la vista de la inteligencia humana, así como ocultaba la armonía del universo. La materia, por lo tanto, tenía una fuerza propia, una fuerza de resistencia al bien, y la divinidad había podido sólo imperfectamente triunfar de este poder. La misma idea se reproduce en Aristóteles. En el mundo hay, según él, una fortuna,{40} hay producciones del azar lo mismo que hay producciones naturales; y todo esto, fortuna y azar, es un hecho de la materia, es el principio de todo lo que es accidental; es la causa del mal, y por lo mismo la divinidad queda libre de esta responsabilidad que los escépticos quisieron que pesara sobre ella, acusándole por todos los desórdenes del mundo. El Dios de Aristóteles es causa únicamente del bien, pero a costa del poder infinito es como Aristóteles le da este atributo, y hasta a costa de la Pro-videncia misma, la cual no puede hacerse pedazos ni ejercerse a medias. Esto de reconocer la materia como potencia del mal, es el último resto de ese dualismo, que aparece más o menos claramente en el fondo de la mayor parte de los sistemas de la antigüedad. Por último, la materia, en tanto que es lo opuesto a la forma, es la causa de la pluralidad de los seres; y con respecto a los objetos sensibles, la unidad en la pluralidad no es otra cosa que la realización de la forma en la materia. Cada ser es a la vez uno y múltiple, uno por la forma, múltiple por los elementos. Hemos visto, que la materia propiamente dicha no era verdaderamente una potencia, a no ser que lo sea accidentalmente y como causa del azar; puede llegar a serlo, pero no tiene en sí misma la causa del devenir y del ser. Lo mismo sucede con la materia realizada; no es potencia en tanto que materia, lo es sólo en tanto que posee la forma, en tanto que es determinada. La potencia, el poder de mudar haciéndose otro ser en tanto que es otro, como dice Aristóteles, puede existir, ya en seres inertes, ya en seres animados, en el alma, en el entendimiento. De aquí nacen los poderes [42] irracionales, como la fuerza vegetativa en los árboles, y las potencias intelectuales, como las artes y las ciencias, que son potencias de este género. Pero en ambos casos la verdadera potencia es siempre la forma; es la noción que está en el espíritu, es la forma intelectual que constituye el arte y la ciencia, es el hombre y no el sémen el que produce al hombre, porque a la materia en ningún concepto puede considerarse como potencia productora. Las potencias irracionales no pueden producir los contrarios; cada una de ellas sólo produce un efecto; desde que el ser pasivo y el ser activo están el uno junto al otro, entonces, y sólo entonces, hay acto, y el acto siempre es el mismo. No sucede así con las potencias racionales, ya sean naturales, ya adquiridas. Siendo la ciencia una explicación racional, se aplica al objeto y a la privación del objeto, abraza los contrarios. El alma tiene can sí misma el principio del movimiento, es una fuerza activa, y cualquiera que sea el objeto en el que ejerza su acción, puede hacer salir de él los contrarios, a no encontrar obstáculos exteriores, y con tal que los efectos contrarios no sean simultáneos. La potencia productora es, pues, la forma determinada, sea en los objetos inertes, sea en la inteligencia. Se dice a veces, que las maderas y las tejas son la casa en potencia; se dice, que el semen es, en circunstancias dadas, el hombre en potencia; pero potencia en este caso sólo significa posibilidad y no causa productora, porque la verdadera potencia es el hombre de una parte y el pensamiento del arquitecto de otra. La forma, esencia del objeto, es pues también, bajo otro punto de vista, la causa productora. Tal forma no se produce ella misma, pero la forma produce una forma análoga; el hombre engendra un hombre, y el árbol produce un árbol. La teoría del acto viene también en apoyo de estas conclusiones. El acto es lo opuesto a la potencia; se toma, o por el movimiento con relación a la fuerza motriz, o por la esencia y la forma en oposición a la materia indeterminada{41}, pero de estas dos acepciones, la única que conviene realmente al acto, es la esencia y la forma. El movimiento no es un acto verdadero; es un acto incompleto, o más bien, no es más que el tránsito de la posibilidad al acto{42}. Porque es la actualidad verdadera y completa, la forma es realmente una causa final, es el objeto del movimiento, es el bien para el objeto, cuya esencia es ella misma, y es anterior a la misma potencia en los objetos materiales. Es anterior a ella bajo la relación de la sustancia, bajo la relación de la noción, y bajo la relación del tiempo. En efecto, la forma del hombre es anterior al niño, el hombre es anterior al semen, y la materia se pone en acto sólo cuando ha recibido la forma. La anterioridad bajo la relación de la noción no es menos evidente; el constructor, como dice Aristóteles, es el que puede construir, que ha aprendido, por consiguiente, a hacerlo; el conocimiento ha debido necesariamente [43] preceder, y construyendo es como se aprende a construir. Por último, bajo la relación del tiempo el primer lugar pertenece también al acto. Los miembros en potencia parecen anteriores al hombre, pero esto no es más que una apariencia; el hombre procede del hombre, el músico del músico, hay siempre un primer motor, y este primer motor existe ya en acto{43}. Los tres principios de la forma, de la causa final y del movimiento, vienen, por tanto, a identificarse en un solo y mismo principio, aun para los objetos materiales. La identificación no es completa, es cierto; el hombre produce el hombre, pero el ser producido tiene una forma propia, y si la causa final no difiere de la esencia, difiere de la causa productora, y no hay identidad entre lo que es producido y lo que lo ha producido. Sólo en una esfera más elevada, bajo el punto de vista del ser absoluto, encontraremos verdaderamente la identidad absoluta. La causa productora y la causa final serán un solo y mismo principio, y Dios será a la vez la causa y el fin de todo movimiento. Teología.— El espíritu concibe un ser eterno e infinito, y esta concepción basta por sí misma para que tengamos derecho a afirmar su infinita y eterna existencia. Hay sin embargo otras pruebas más visibles, si puede decirse así, y más al alcance de todos, y son las que se sacan del examen del mundo sensible; pruebas absolutas igualmente, porque descansan en un principio absoluto, el axioma de causalidad. Los argumentos con que Aristóteles prueba la existencia de Dios son principalmente argumentos físicos, como se los llama en el lenguaje de la filosofía moderna. La grandiosa y profunda teoría del ser sensible, de la que hemos procurado dar una idea, no es para Aristóteles más que un medio y no un fin; el fin verdadero es el conocimiento de Dios, porque el objeto de la filosofía primera es Dios mismo. Toda producción viene, o de la naturaleza, o del arte, o del azar. La ciencia no se ocupa de las producciones del azar; Aristóteles nos ha dicho más arriba el por qué. En cuanto a las otras producciones, las del arte y las de la naturaleza, no son producciones en el sentido absoluto que se da a esta palabra, son sólo la realización de la forma eterna e increada en una materia eterna, increada. Y así, cuando se dice que un hombre es producido por un hombre, y que un árbol nace de una semilla, esto significa, que una forma preexistente se realiza en una materia preexistente; esta forma que se realiza, estaba ya en otro ser, en el árbol que ha producido la semilla, en el hombre que ha engendrado. El individuo, hombre o árbol, es causa del individuo, pero no causa absoluta. Su acción está subordinada a ciertas condiciones necesarias, a causas cooperantes, como las llama en cierto lugar Aristóteles{44}. Haylas inmediatas, las hay más lejanas, y aunque se relacionan las unas a las otras, la serie de las causas no se prolonga hasta el [44] infinito. Se sube de causa en causa, del hombre a lo que le hace vivir, después a las leyes de su existencia, de aquí a los movimientos generales del mundo, luego a las causas diversas de estos movimientos, y por último a la causa primera y absoluta, al motor inmóvil. La producción, o si se quiere, la creación por el pensamiento, nos hace tocar, por decirlo así, a la divinidad. Es en nosotros el resultado de una potencia natural, que la inteligencia puede modificar, que el trabajo desenvuelve y agranda, que hubiera podido dormir eternamente en nosotros, pero que no nos hemos dado a nosotros mismos. Esta producción forma parte del hombre, y las causas del hombre son las causas de esta potencia. Por otra parte el objeto verdadero del estatuario, del poeta, del músico, es, no la realización de la figura en la piedra, del pensamiento en el poema, de la melodía en el canto lírico de una manera cualquiera, sino lo bello, y lo bello es el bien, es decir, Dios mismo. Resta, sin embargo, una dificultad relativamente a los seres sensibles. ¿Cómo puede operarse el tránsito de lo blanco a lo negro? ¿Cómo puede convertirse el vino en vinagre? No es posible ninguna transformación, si lo que llega a ser o deviene no estuviera ya en el ser que deviene. La cuestión no es embarazosa para la escuela de Megara, que pretende, que todo está en acto, porque entonces nada cambia en la naturaleza; cada cosa es eternamente lo que debe ser, y no hay producción. No es tampoco embarazosa para los que admiten la existencia simultánea de los contrarios; el mismo objeto es a la vez blanco y negro, vino y vinagre; no varía en su esencia por la producción, lo que se hace o deviene lo era ya; la única cosa que varía es la sensación, es decir, el hombre y no el objeto; pero pretender que los contrarios tienen una existencia simultánea, o lo que es lo mismo, que todo está en acto, en una palabra, negar el movimiento, es ponerse en contradicción con la evidencia, es echar a un lado la dificultad negándola, y no resolverla. Aristóteles resuelve la cuestión de una manera mucho más racional, diciendo, que los contrarios existen ciertamente en los seres, pero en potencia y no en acto. Y así hay en el vino una materia primera, que en potencia es vino y vinagre, que puede hacerse sucesivamente lo uno y lo otro, pero no es lo uno y lo otro a la vez. Puede admitirse en el mismo concepto la existencia de un medio entre dos opuestos, medio por el que se opera el tránsito entre los dos extremos; entre lo blanco y lo negro está lo encarnado, que no es lo uno y lo otro, absolutamente hablando, pero que participa de ambos, y que sirve de medio para ir de lo blanco a lo negro. En igual forma entre el vino y el vinagre hay un intermedio, que participa del uno y del otro, y por cuyo medio se opera el tránsito. No hay transformación inmediata del vino en vinagre: hay antes una resolución del objeto en sus elementos primeros, es decir, en una materia, que es el medio entre los dos extremos. En este sentido dice Aristóteles, que para ir de un extremo a otro es preciso pasar por un medio, y que este medio sólo existe entre los [45] extremos, porque el tránsito sólo se opera de un extremo a otro{45}. Sin embargo, no cabe una transformación absoluta. Para que dos cosas se cambien la una en la otra, es preciso que tengan una materia común, o en otros términos, que no difieran de género. No hay materia común entre lo perecedero y lo imperecedero{46}, y el tránsito de uno a otro es imposible. Sólo hay cambio de lo contrario a lo contrario, y los contrarios pertenecen necesariamente al mismo género. Entre los contrarios hay, pues, una materia, que es lo uno y lo otro en potencia, que puede por consiguiente hacerse lo uno o lo otro según la acción de las circunstancias y el impulso de la causa motriz, pero que no puede hacerse o llegará ser lo uno y lo otro a la vez. Y si se pregunta ahora, por qué el hombre se hace no-hombre, por qué está sujeto a destrucción, por lo menos en cuanto al cuerpo, basta responder, que hay en él una materia, que por sí misma no es ni el hombre ni el no-hombre, pero que puede afectar diversas formas; y que es, en potencia, el hombre y la privación. La única causa de cambio, no la causa motriz, sino la potencia que hace el cambio posible, es la materia, y de aquí se puede concluir con Aristóteles, que toda sustancia inmaterial es por esto mismo inmutable, y está al abrigo de toda alteración. La demostración de la necesidad de un primer motor ocupa poco lugar en la Metafísica, porque de ella se había ocupado ya Aristóteles, y había resuelto esta cuestión en otra parte{47}. Aristóteles se limita a resumir el argumento en pocas palabras. Todo movimiento supone un motor, y como no puede haber una serie infinita de principios, es preciso necesariamente detenerse en una causa primera{48}, que comunique el movimiento sin haberlo recibido, y que tenga en sí misma la razón de su existencia. Prueba, bajo una forma sintética, la existencia de Dios por el principio de causalidad, demostración que se ha hecho vulgar, como todo lo que es verdadero, que no era nueva ni aun en tiempo de Aristóteles, pero que la puso al abrigo de toda objeción, asentando que no puede haber una serie infinita de causas. La eternidad del motor se prueba por la eternidad del movimiento, cuyo principio es él, y por la eternidad del tiempo. «Es imposible que el movimiento haya comenzado o que concluya; es eterno como lo es el tiempo, porque si el tiempo no existiese, no podría haber ni anterioridad ni posterioridad. El movimiento y el tiempo tienen la misma continuidad, porque, [46] o bien son idénticos el uno al otro, o bien el tiempo es un modo del movimiento»{49}. En ambos casos es preciso que el movimiento sea eterno como el tiempo, y de aquí dedujo y concluyó la eternidad del motor. Este argumento o primera vista tiene algo de sofístico. El tiempo no está tan íntimamente ligado al movimiento, que no pueda separarse de él; el tiempo no es ni el movimiento ni uno de sus modos, porque se puede concebir un tiempo, en que no había aún movimiento. El movimiento no constituye el tiempo y puede, por tanto, no participar de su eternidad. Mas esta prueba, aunque presentada en forma un poco falsa, no por eso deja de ser firme. Platón no admitía la eternidad del movimiento. Los astros, según él, habían tenido un comienzo{50}; eternos en el porvenir no lo fueron en el tiempo pasado; y sin embargo, Platón creía también en la eternidad del motor. Y, en efecto, poco importa que el movimiento haya comenzado o que sea eterno, no por eso se puede menos de ir en busca de una causa primera, eterna, que no dependa de ninguna otra causa. En el sistema de Aristóteles, puede deducirse la eternidad de Dios directamente de la definición de su esencia. Si su forma sustancial es el acto puro, no pudo tener principio, porque hubiera tenido que existir en potencia antes de existir en acto, y ya no podría ser un primer principio, porque es de toda necesidad que la primera causa exista en acto. La inmovilidad del motor aparece en la Metafísica{51}, más bien admitida como un hecho que demostrada directamente. Por lo demás es muy fácil demostrarla. Para que el movimiento sea posible, es preciso que haya una causa, un motor. Si este motor está en movimiento, no es en tanto que es motor, porque si se supone un ser que se mueve en sí mismo, será preciso considerar en él dos cosas muy distintas, el movimiento y su causa, y en tanto que causa será inmóvil. Pero es hasta imposible dividir así al primer motor, admitiéndole por una parte como inmóvil, y por otra como poseyendo un movimiento propio, cualquiera que sea la simplicidad de este movimiento. La esencia de Dios es la actualidad pura, y en tanto que acto no puede estar en movimiento. El movimiento es un acto imperfecto; supone de una parte una potencia y de otra un fin, y en Dios no hay nada en estado de potencia, y la potencia y el fin se confunden en él en una actualidad absoluta. No es susceptible de ningún cambio, de cualquier naturaleza que sea, y en este respecto es exacto decir, que es necesario, pero necesario en concepto de causa final y de bien. Puede asentarse a priori la unidad de Dios, apoyándose en los datos de la razón, que no puede concebir dos infinitos. Puede igualmente deducirse [47] de la observación, del examen del universo, y de los fenómenos que en él se realizan. Aristóteles desprecia el primero de éstos dos métodos, que es ciertamente el más seguro, y el único que puede dar una perfecta evidencia. La prueba a priori se encuentra implícitamente comprendida en la mayor parte de sus opiniones sobre la divinidad, pero no la consigna formalmente en ninguna parte. De la uniformidad del movimiento del cielo y de la armonía del mundo deduce la unidad de Dios. Cada astro tiene un movimiento propio, en tanto que son esencias eternas, pero independientemente de estos movimientos particulares, un movimiento único arrastra a todo el cielo, y este movimiento sólo puede ser resultado de la acción de un principio único. La armonía del mundo es inexplicable, si no se admite un solo motor. Esta prueba es buena seguramente, y se presenta de suyo al observador menos atento, pero no es la mejor, ni es perfectamente rigurosa, y Aristóteles no lo ignoraba, porque sólo dedujo de ella una probabilidad, contentándose con añadir, que este sistema es, sin contradicción, preferible al de todos sus predecesores. La esencia de Dios es el acto mismo, el acto puro; nada se halla en él en estado de potencia, porque no existiría realmente; no sería el primer motor si su esencia estuviese en potencia. Pero ¿en qué consiste su actualidad? ¿Es un ser sensible, es el mundo en su conjunto, es la inteligencia y la materia? Evidentemente no, porque entonces no sería la actualidad pura, siendo la materia potencia de los contrarios: el acto puro sólo puede encontrarse en la inteligencia, en el pensamiento absoluto, como que es la identidad perfecta de la inteligencia y de lo inteligible. No es una inteligencia ociosa é inerte: «la vida está en él, porque la acción de la inteligencia es una vida, y Dios es la actualidad misma de la inteligencia; esta actualidad tomada en sí misma, tal es su vida perfecta.» En el hombre, el pensamiento difiere de su objeto, no hay identidad entre la potencia y el fin, y así el pensamiento humano no es la actualidad absoluta. Esto no puede suceder en la inteligencia divina. Porque si su pensamiento dependiese de otro principio, su esencia no sería el pensamiento, sino una simple potencia; no sería su esencia la mejor, y el pensamiento sería para la divinidad un sacrificio. Pensar, he aquí el estado habitual de la divinidad, y pensando, sólo piensa en sí misma, piensa en una cosa indivisible, porque es ella misma el pensamiento absoluto, el bien en que piensa de toda eternidad. «La inteligencia se piensa a sí misma, en tanto que abraza. lo inteligible, porque se hace inteligible con este contacto, con este pensar, y hay, por consiguiente, identidad entre la inteligencia y lo inteligible... La posesión de lo inteligible es la actualidad de la inteligencia.» Dios es, pues, la actualidad pura y absoluta; fuera del pensamiento, que es su esencia, no hay nada para él, sólo piensa en sí mismo, y es el pensamiento del pensamiento. Dios, en tanto que inteligible, es también el bien, y en este concepto es la causa del movimiento de todos los seres. En tanto que pensamiento siempre en acto goza de una felicidad eterna y perfecta. El goce para el [48] hombre es la acción, pero su acción comienza y concluye, es imperfecta, y su felicidad no puede ser completa. La verdadera felicidad sólo pertenece al ser, cuya existencia es al mismo tiempo la actualidad absoluta; sólo Dios es perfectamente dichoso, y goza de la absoluta felicidad. Entre las sustancias sensibles, se colocan en primer término los astros, sustancias eternas é increadas, verdaderos dioses intermedios, colocados entre el ser y los seres, entre Dios y el mundo. Si se consideran los astros en sí mismos, son principios, causas finales, porque tienen un movimiento propio, en medio del movimiento uniforme del cielo, y cada uno de estos movimientos debe necesariamente referirse a un motor propio; mas, de otro lado, los astros son arrastrados en el movimiento general del cielo, tienen un objeto a que aspirar, un fin, el motor inmóvil, el bien absoluto. Así se explica la unidad y la diversidad del universo. Aristóteles admite, como Platón, que Dios no obra directamente sobre el mundo: él mueve los astros como objeto del amor, y lo que él mueve imprime el movimiento a todo lo demás; pero Dios no por eso deja de ser el principio de todo movimiento. La única diferencia que puede notarse entre estos dos filósofos es que para Aristóteles los astros son eternos é imperecederos por naturaleza, mientras que según Platón nacen de la voluntad de Dios, y depende su inmortalidad de esta voluntad misma. Según uno y otro, los astros son dioses secundarios, y desempeñan un doble papel, en cuanto son puestos en movimiento por el ser inmóvil y absoluto, a la vez que son ellos motores con relación a los otros seres. En cuanto al modo de acción, sea del motor primero, sea de los astros, no difiere nada: Dios es principio del movimiento en tanto que inteligible y deseable; es el bien, y aspirando hacia él es como los astros se mueven. Siendo el bien único y absoluto, todos tienen un mismo fin, una misma causa final, y de aquí nace la unidad del mundo. Mas, por otra parte, ellos mismos son causas finales en una esfera inferior, son el objeto de otros movimientos, el bien de otros seres, y a su diversidad se debe la diversidad de los movimientos de la naturaleza. Hay en el universo una cadena continua de movimientos, que nacen todos los unos de los otros, y que todos pueden reducirse en último análisis al motor único como a su principio supremo. No es más allá de los límites del universo donde se piensa eternamente el pensamiento divino; el Dios de Aristóteles, sirviéndonos de una expresión célebre, no es un rey solitario abismado en la nada de la absoluta existencia. Es el Dios del mundo, y el mundo entero está pendiente del motor inmóvil. El movimiento de los seres es una perpetua aspiración hacia Dios, origen eterno del amor, único inteligible y único deseable. La naturaleza tiende con todas sus potencias al bien supremo; eternamente tiembla, si es posible emplear esta palabra, en presencia del ser amado. La armonía del mundo parte de Dios, y vuelve a Dios. Dios es el principio y el fin de todas las cosas. El mundo no es un imperio mal ordenado, no es una especie de [49] poema plagado de episodios, dice Aristóteles; no es una mala tragedia, dice también, y por esto entiende una tragedia sin unidad. Sucede con el bien en el mundo, según Aristóteles, lo que con el bien en un ejército; lo constituyen a la vez el orden en el ejército y el general que lo manda. Y así el bien se halla por todas partes en el universo, y en él reinan la unidad, el plan regular y la eterna armonía. Dios es él mismo, es el pensamiento que se piensa por toda la eternidad en el seno de la felicidad suprema; pero es también el bien que se realiza sin cesar y sin fin en el universo; el orden universal es Dios. Esta gran concepción de un Dios, que es la potencia motriz, que es el bien del mundo y su fin, de un Dios que tiene conciencia de sí mismo, puesto que se piensa a sí mismo, y que es el pensamiento del pensamiento; esta organización de todas las cosas y esta progresión continua de las existencias, desde la materia, es decir, la simple posibilidad, la indeterminación absoluta y casi el no-ser, hasta la absoluta realidad, hasta el ser que es, ¿esta concepción satisface completamente a la idea que nos formamos de Dios y de sus relaciones con el mundo? El Dios de Aristóteles no tiene la omnisciencia, puesto que sólo se conoce a sí mismo, y que conocer otra cosa, sería para él, según Aristóteles, desmerecer; no tiene la omnipotencia, porque la materia es de toda eternidad, los astros son eternos como la materia, y todo es eterno en el mundo y persiste en medio de eternas vicisitudes; y Dios, según Aristóteles, no puede mudar nada de todo lo que existe; menos aún es creador, como que la idea de la creación, propiamente dicha, no pertenece a la filosofía antigua. Se ha sostenido que este Dios era Providencia, y también se ha negado que estuviera dotado de este sagrado carácter. En este punto todo depende de la inteligencia que deba darse a las palabras. La Providencia, según la acepción generalmente admitida y en el sentido propio de la palabra, esto es, el conocimiento de las necesidades de los seres inferiores y la atención perpetua a los cuidados que reclama su conservación, supone un Dios creador, omnipotente, sabedor de todas las cosas; omnisciente para que pueda prever; omnipotente para que obre según su voluntad; creador para que no haya nada que limite su poder. Todo lo que dice Aristóteles sobre la naturaleza del ser supremo, está en contradicción manifiesta con esta idea. El Dios, verdaderamente providencial, es un Dios que trabaja, es un obrero activo ocupado incesantemente en la reparación y en la perfección de su obra; mientras que el Dios de Aristóteles, si tiene los ojos sin cesar abiertos y jamás se duerme, (¿á dónde iría a parar sin esto, dice Aristóteles, su excelencia y su dignidad?) sobre sí mismo y sobre sí únicamente recae su eterna contemplación. La ciencia de Dios no es más que una conciencia; y bajo este punto de vista, en tanto que ser que sabe, Dios no es ni puede ser para Aristóteles más que el pensamiento del pensamiento. ——— {1} Como en otro lugar dijimos ya, esta introducción es parte de la que precede a la traducción de la Metafísica hecha por M. M. Pierron y Zévort, de quienes tomamos también las notas. {2} Libro II, cap. III. {3} Libro II, cap. II. {4} Libro II, cap. II. {5} Libro I, cap. III. {6} Εν επι πωλλων. {7} Libro I, cap. V. {8} Libro I, cap. IV. {9} Aristóteles no distingue nunca las doctrinas de Pitágoras de las de sus discípulos. En su tiempo hubiera sido una tarea casi imposible. Pitágoras no escribió nada, según declaran los antiguos, y es probable que sus primeros discípulos siguieron su ejemplo. La doctrina debió trasmitirse al principio oralmente, añadiendo cada uno sus propias ideas, hasta la época en que Filolao (nació hacia el año 392 antes de J.C.) formuló el sistema. No era fácil discernir la palabra de cada uno tratándose de una doctrina que se había enriquecido con los descubrimientos de cinco o seis generaciones; y así Aristóteles se contenta con examinarla en general, y emplea ordinariamente, al hablar de ella, una denominación tan vaga como comprensiva: los llamados Pitagóricos. {10} Philolaüs apud. Stob. Ecl., I, 6, pág. 456. {11} Véase el Parménides. {12} Véase el Filebo. {13} Filebo. {14} Timeo. {15} Exemplum porro gignundis rebus, et ipsa {16} Timeo. {17} Platón dice, sin embargo, en la República, que Dios es el principio de las ideas. Algunos pasajes del Timeo son más explícitos aún; en fin, Alcinoo, platoniano, que vivía hacia el siglo II antes de J. C., dice terminantemente que la idea, en opinión de Platón, era el pensamiento de Dios: «La idea es, con relación a Dios, su inteligencia; con relación a nosotros el primer objeto del entendimiento; con relación a la materia, la medida; con relación al mundo sensible, el ejemplar; con relación a si misma, la esencia... {18} República, VI. {20} Metaf., I, 3. Περι των απορηματων. {26} Esta distinción, indicada por Aristóteles, es de grande importancia. Muchas veces se ha hecho caso omiso de ella en los últimos siglos; y de aquí una multitud de sistemas que han tenido por resultado hacer sujetivos todos nuestros conocimientos. Reid la reprodujo y la tomó como punto de partida de un sistema más completo y más racional; se valió de ella para combatir el escepticismo de Berkeley y de Hume. {27} Metaf., IV, 5. –Por triste que sea esta doctrina, muchas veces ha sido profesada. Es una consecuencia necesaria del sistema de Locke sobre las ideas, y Berkeley y Hume la han sacado. En parte se encuentra también en la filosofía Escocesa. Las cualidades segundas, según Reid, no son percibidas directamente y en sí mismas; antes de asociarlas a las cualidades primeras, son tan sólo causas desconocidas de sensaciones, son sujetivas. {31} Libro VII, et passim. {33} Libro VII y VIII. {34} Libro VII. {35} Metaf., VII. {36} Metaf., VII, et passim. {37} Metaf., VII, et passim. {38} Misticismo de Alejandría. {39} Metaf., VIII. {40} Libros VI y XI. {41} Metaf., IX. {42} Metaf., IX, 9 y XI, al fin. {43} Libro IX. {45} Metaf., X. {46} Metaf., XI. {47} Phisica. ausc. VIII. {48} La legitimidad de las conclusiones del efecto a la causa nunca se puso en duda en la antigüedad. El escepticismo con relación a la existencia de Dios y a la Providencia se apoyaba únicamente en el desorden del universo. En los tiempos modernos no consintiendo los progresos de la ciencia poner en duda la armonía del mundo, se abandonó esa arma ya impotente, y Hume dio una nueva base al escepticismo, pretendiendo que el principio de causalidad no tenía ningún valor, y que ni siquiera la idea de causa teníamos. {50} Según Aristóteles (Metaf., XII, 6), Platón admitía la eternidad del movimiento; pero Platón dice terminantemente en el Timeo, que los astros han sido creados, y que Dios les ha comunicado el movimiento de que gozan, en un instante dado de la duración. Si hubo algún movimiento anterior a la creación, fue debido a la materia y no procedió de Dios. {51} Esta demostración la habla hecho ya en la Física. |
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Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles Madrid 1875, tomo 10, páginas 7-49 |