Obras de Aristóteles Política 1 2 3 4 5 6 7 8 Patricio de Azcárate

[ Aristóteles· Política· libro tercero· I· II· III· IV· V· VI· VII· VIII· IX· X· XI· XII ]

Política · libro tercero, capítulo VII

Continuación de la teoría de la soberanía

Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El bien en política es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se cree comúnmente, que la justicia es una especie de igualdad; y esta opinión vulgar está hasta cierto punto de acuerdo con los principios filosóficos de que nos hemos servido en la Moral. Hay acuerdo además en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a que se aplica, y se conviene también en que la igualdad debe reinar necesariamente entre iguales; queda por averiguar a qué se aplica la igualdad y a qué la desigualdad, cuestiones difíciles que constituyen la filosofía política.

Se sostendrá quizá, que el poder político debe repartirse desigualmente y en razón de la preeminencia nacida de algún mérito; permaneciendo por otra parte en todos los demás puntos perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado completamente semejantes; y que los derechos y la consideración deben ser diferentes, cuando los individuos difieren. Pero si este principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la estatura u otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser superior en poder político. ¿No es este un error manifiesto? Algunas reflexiones, deducidas de las otras ciencias y de las demás artes, lo probarán suficientemente. Si se distribuyen flautas entre varios artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte, no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles, puesto que su nobleza no les hace más hábiles para tocar la flauta; sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al artista que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un hombre muy distinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, tomada cada una aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus [107] rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que en este caso a él es a quien pertenece el instrumento superior. De otra manera sería preciso que la ejecución musical sacase gran provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna; y, sin embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden el más ligero adelanto.

Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja cualquiera podría ser comparada con otra; y porque la talla de tal hombre excediese la de otro, se seguiría como regla general que la talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se distingue por su virtud, se coloca en general la talla muy por cima de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas aparecerán entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que bastará fijar la proporción entre estos grados para obtener la igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay una imposibilidad radical, es claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a derechos políticos, repartir el poder según toda clase de desigualdades. El que los unos sean ligeros en la carrera y los otros muy pesados, no es una razón para que en política los unos tengan más y los otros menos; en los juegos gimnásticos es donde deberán apreciarse estas diferencias en su justo valor; aquí no deben entrar en concurrencia otras cosas que las que contribuyen a la formación del Estado. Es muy justo conceder una distinción particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los individuos libres y los ciudadanos que tienen la renta legal{79}, son los miembros del Estado; y no existiría el Estado, si todos fuesen pobres o si todos fuesen esclavos. Pero a estos primeros elementos es preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor guerrero, de que el Estado no puede carecer; porque si los unos son indispensables para su existencia, los otros lo son para su prosperidad. Todos estos elementos, por lo menos los más de ellos, pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a las que debe atribuirse su felicidad.

Además, como la igualdad y la desigualdad completas son [108] injustas tratándose de individuos que no son iguales o desiguales entre sí sino en un solo concepto, todos los gobiernos, en que la igualdad y la desigualdad están establecidas sobre bases de este género, necesariamente son gobiernos corrompidos. También hemos dicho más arriba, que todos los ciudadanos tienen razón en considerarse con derechos, pero no la tienen al atribuirse derechos absolutos: como, por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una gran parte del territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en las transacciones comerciales; y los nobles y los hombres libres, clases muy próximas entre sí, porque a la nobleza corresponde realmente más la ciudadanía que al estado llano, siendo muy estimada en todos los pueblos, y además porque descendientes virtuosos deben, según todas las apariencias, tener virtuosos antepasados, puesto que la nobleza no es más que un mérito de raza. Ciertamente la virtud puede en nuestra opinión levantar su voz con no menos razón; la virtud social es la justicia, y todas las demás vienen necesariamente después de ella y como consecuencias. En fin, la mayoría también tiene pretensiones que puede oponer a las de la minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa, más rica y mejor que la minoría.

Supongamos por tanto reunidos en un solo Estado, de un lado, individuos distinguidos, nobles y ricos, y de otro, una multitud a la que puede concederse derechos políticos. ¿Podrá decirse sin vacilar a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible que aún haya duda? En cada una de las constituciones que hemos enumerado más arriba, la cuestión de saber quién debe mandar no es cuestión, puesto que la diferencia entre ellas descansa precisamente en la del soberano. En unos puntos la soberanía pertenece a los ricos, en otros a los ciudadanos distinguidos, &c. Veamos ahora lo que debe hacerse cuando todas estas diversas condiciones se encuentran simultáneamente en la ciudad. Suponiendo que la minoría de los hombres de bien sea extremadamente débil, ¿cómo podrá constituirse el Estado respecto a éstos? ¿Se mirará, si, débil y todo como es, podrá bastar sin embargo para gobernar el Estado, y aun para formar por sí sola una ciudad completa? Pero entonces ocurre una objeción, que igualmente puede hacerse a todos los que aspiran al poder político, y que al parecer echa por tierra todas las razones de los [109] que reclaman la autoridad como un derecho debido a su fortuna, así como las de los que la reclaman como un derecho debido a su nacimiento. Adoptando el principio que todos éstos alegan en su favor, la pretendida soberanía debería evidentemente residir en el individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás juntos. Y asimismo el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a todos los que sólo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres. La misma objeción se hace contra la aristocracia que se funda en la virtud, porque si tal ciudadano es superior en virtud a todos los miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo principio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma objeción contra la soberanía de la multitud, fundada en la superioridad de su fuerza relativamente a la minoría, porque si por casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la soberanía antes que a la multitud. Todo esto parece demostrar claramente que no hay completa justicia en ninguna de las prerrogativas, a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la servidumbre para los demás. A las pretensiones de los que reivindican la autoridad fundándose en su mérito o en su fortuna, la multitud podría oponer excelentes razones. Es posible, en efecto, que sea ésta más rica y más virtuosa que la minoría, no individualmente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una objeción que se aduce y se repite con frecuencia como muy grave. Se pregunta, si en el caso que hemos supuesto, el legislador, que quiere dictar leyes perfectamente justas, debe tener en cuenta, al hacerlo, el interés de la multitud o el de los ciudadanos distinguidos. La justicia en este caso es la igualdad, y esta igualdad de la justicia se refiere tanto al interés general del Estado como al interés individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciudadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano variable según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente de conformidad con los preceptos de la virtud. [110]

———

{79} Según la cual se clasificaba a los ciudadanos en el censo.


www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org
  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 106-109