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Política · libro tercero, capítulo III

Conclusión del asunto anterior

Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es uno realmente ciudadano sino en tanto que pueda entrar a participar del poder público, o debe comprenderse a los artesanos entre los ciudadanos? Si se da este título también a individuos excluidos del poder público, entonces el ciudadano no tiene en general la virtud y el carácter que nosotros le hemos asignado, puesto que de un artesano se hace un ciudadano. Pero si se niega este título a los artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No pertenecen ciertamente ni a la clase de extranjeros, ni a la de los domiciliados. Puede decirse, en verdad, que en esto no hay nada de particular, puesto que ni los esclavos ni los libertos pertenecen tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero ciertamente no se deben elevar a la categoría de ciudadanos a todos los individuos de que el Estado tenga necesidad. Y así los niños no son ciudadanos como los hombres; éstos lo son de una manera absoluta, aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda, pero imperfectos. En otro tiempo, en algunos Estados, todos los artesanos eran esclavos o extranjeros; y en la mayor parte de aquéllos sucede hoy lo mismo. Pero una constitución perfecta{69} no admitirá nunca al artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que el artesano sea también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal como la hemos definido, debe entenderse con relación, no a todos los hombres de la ciudad, ni aun a todos los que tienen solamente la cualidad de libres, sino tan sólo respecto de aquellos que no tienen [93] que trabajar necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las cosas indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para el público es ser obrero y mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna atención, para que la cuestión sea perfectamente clara una vez que se la presenta en esta forma. En efecto, siendo diversas las constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo han de ser tanto como aquéllas; y esto es cierto sobre todo con relación al ciudadano considerado como súbdito. Por consiguiente en una constitución el obrero y el mercenario serán de toda necesidad ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera; por ejemplo, en el Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el cual el honor de desempeñar las funciones públicas está reservado a la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de la virtud es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano, porque el acceso a las magistraturas sólo está abierto a los que figuran a la cabeza del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto que los más de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda función al que diez años antes no había cesado de ejercer el comercio. Casi todos los gobiernos han declarado ciudadanos a hombres extranjeros; y en algunas democracias, el derecho político puede adquirirse por la línea materna. Así también generalmente se han dictado leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha nacido de la escasez de verdaderos ciudadanos, y todas estas leyes no tienen otro origen que la falta de hombres{70}. Cuando, por lo contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar los ciudadanos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son ciudadanos sólo por la línea materna, y en fin sólo se admiten aquellos, cuyo padre y cuya madre eran ciudadanos.

Hay, por tanto, indudablemente diversas especies de ciudadanos, y sólo lo es plenamente el que tiene participación en los poderes públicos. Si Homero pone en boca de Aquiles estas palabras{71}:

«¡Yo, tratado como un vil extranjero!»,

es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad, cuando no [94] participa de las funciones públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar estas diferencias políticas, se hace únicamente al intento de halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domicilio.

Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del hombre de bien y la virtud del ciudadano son idénticas, y en qué difieren; hemos hecho ver, que en un Estado el ciudadano y el hombre virtuoso no son más que uno, que en otro se separan; y en fin, que no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal o colectivamente, de los intereses comunes.

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{69} Toda esta teoría, que parece tan falsa, se desprende de los principios antes sentados sobre la necesidad de que los ciudadanos tengan tiempo de sobra.

{70} La oligantropía o escasez de hombres fue la causa de la ruina de las repúblicas antiguas; esto se hizo sobre todo patente en Esparta.

{71} Homero, Iliada, IX, v. 648.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 92-94