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Política · libro tercero, capítulo IX

Teoría del reinado

Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al estudio del reinado, que hemos clasificado entre los buenos gobiernos. ¿La ciudad o el Estado bien constituido debe, en interés suyo, ser gobernado por un rey? ¿No existe un gobierno preferible a éste que, si es útil a algunos pueblos, puede no serlo a otros muchos? Tales son las cuestiones que vamos a examinar. Pero indaguemos ante todo, si el reinado es simple, o si es de muchas y diferentes especies. Es fácil reconocer que es múltiple, y que sus atribuciones no son idénticas en todos los Estados. Así el reinado, en el gobierno de Esparta, parece ser el más legal, pero no constituye un señorío absoluto. El rey dispone soberanamente sólo en dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando está fuera del territorio nacional, y en los asuntos religiosos. El reinado, comprendido de esta manera, no es verdaderamente más que un generalato inamovible, investido de poderes extraordinarios. No tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso, exceptuado también entre los antiguos: en las expediciones militares, en el ardor del combate. Homero [113] nos lo dice: Agamenón, cuando delibera, deja pacientemente que le insulten; pero cuando marcha al enemigo, su poder llega hasta tener el derecho de matar, y exclama:

«Al que entonces encuentro cerca de mis naves,
Le arrojo, le echo a los perros y a las aves de rapiña;
Porque tengo el derecho de matar...»{81}

Esta primera especie de reinado no es más que un generalato vitalicio; puede ser, así hereditario como electivo.

Después de esta, debo hablar de una segunda especie de reinado, que encontramos establecido en algunos pueblos bárbaros; y que en general tiene, poco más o menos, los mismos poderes que la tiranía, bien sea aquél legítimo y hereditario. Hay pueblos que, arrastrados por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más pronunciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los asiáticos que entre los europeos, soportan el yugo del despotismo sin pena y sin murmurar; y he aquí por qué los reinados, que pesan sobre estos pueblos, son tiránicos, si bien descansan por otra parte sobre las sólidas bases de la ley y de la sucesión hereditaria. He aquí también por qué la guardia que rodea a estos reyes es verdaderamente real, y no como la guardia que tienen los tiranos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad de un rey; mientras que el tirano sólo confía la suya a extranjeros; y esto consiste en que en el primer caso la obediencia es legal y voluntaria, y en el segundo forzosa. Los unos tienen una guardia de ciudadanos; los otros una guardia contra los ciudadanos.

Después de estas dos especies de monarquías, viene una tercera, de la que encontramos ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama esimenetia{82}. Es, a decir verdad, una tiranía electiva, distinguiéndose del reinado bárbaro, no en que no es legal, sino sólo en que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas veces de por vida, y otras por un tiempo dado o hasta un hecho determinado. Así es como Mitilene eligió a Pitaco{83}, para rechazar a los desterrados que mandaban [114] Antiménides y Alceo, el poeta. El mismo Alceo nos dice en uno de sus Escolios que Pitaco fue elevado a la tiranía, y echa en cara a sus conciudadanos el haberse valido de un Pitaco, enemigo de su país, para convertirle en tirano de esta ciudad, que no siente el peso de sus males, ni el peso de su deshonra, y que al parecer no se cansa de tributar alabanzas a su asesino. Los esimenetas antiguos o actuales tienen del despotismo el poder tiránico que se pone en sus manos, y del reinado la elección libre que los crea.

Una cuarta especie de reinado es la de los tiempos heroicos, consentida por los ciudadanos y hereditaria por la ley. Los fundadores de estas monarquías, que tanto bien hicieron a los pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria, reuniéndolos o conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron nombrados reyes por reconocimiento, y transmitieron el poder a sus hijos. Estos reyes tenían el mando supremo en la guerra y hacían todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los pontífices, y además de tener estas dos prerrogativas, eran jueces soberanos en todas las causas, ya sin prestar juramento, ya dando esta garantía. La fórmula del juramento consistía en levantar el cetro en alto{84}. En tiempos más remotos el poder de estos reyes abrazaba todos los negocios políticos, interiores y exteriores, sin excepción; pero andando el tiempo, sea por el abandono voluntario de los reyes, sea por las exigencias de los pueblos, este reinado se vio reducido casi en todas partes a la presidencia de los sacrificios, y en los puntos donde mereció llevar todavía este nombre, sólo conservó el mando de los ejércitos fuera del territorio del Estado.

Hemos reconocido cuatro clases de reinado: uno, el de los tiempos heroicos, libremente consentido, pero limitado a las funciones de general, de juez y de pontífice; el segundo, el de los bárbaros, despótico y hereditario por ministerio de la ley; el tercero, el que se llama esimenetia, y que es una tiranía electiva; el cuarto, en fin, el de Esparta, que, propiamente hablando, no es más que un generalato perpetuamente vinculado en una raza. Estos cuatro reinados son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto reinado, en el que un solo jefe dispone de todo, en la misma forma que en otros puntos dispone el cuerpo de la nación, el [115] Estado, de la cosa pública. Este reinado tiene grandes relaciones con el poder doméstico, y así como la autoridad del padre es una especie de reinado en la familia, así el reinado de que aquí hablamos, es una administración de familia, aplicada a una ciudad, a una o muchas naciones.

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{81} Iliada, cap. II, v. 301, y cap. XV. El verso último no se encuentra en los poemas de Homero.

{82} Dionisio de Halicarnaso compara los aerminetes con los dictadores romanos.

{83} Pitaco, tirano de Mitilene hacia el año 600 antes de JC, y uno de los siete sabios de Grecia.

{84} Iliada, cap. VII, v. 412, y cap. X, v. 321.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 112-115