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Política · libro tercero, capítulo II

Continuación del mismo asunto

La cuestión que viene después de la anterior, es la de saber si hay identidad entre la virtud del individuo privado y la virtud del ciudadano, o si difieren una de otra. Para proceder debidamente en esta indagación, es preciso ante todo que nos formemos idea de la virtud del ciudadano.

El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A bordo, aunque cada cual tenga un empleo diferente, siendo uno remero, otro piloto, éste segundo, aquél el encargado de tal o de cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno de ellos, todos sin embargo concurren a un fin común, es decir, a la salvación de la tripulación, que todos tratan de asegurar, y a que todos aspiran igualmente. Los miembros de la ciudad se parecen exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus destinos, la [89] prosperidad de la asociación es su obra común, y la asociación en este caso es el Estado. La virtud del ciudadano, por tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero, como el Estado reviste muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su perfección no puede ser una; la virtud, que constituye al hombre de bien, por el contrario, es una y absoluta. De aquí, como conclusión evidente, que la virtud del ciudadano puede ser distinta de la del hombre privado.

También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista diferente, que se relaciona con la indagación de la república perfecta. En efecto, si es imposible que el Estado cuente entre sus miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo, llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo cual supone siempre alguna virtud, como es no menos imposible que todos los ciudadanos obren idénticamente, desde este momento es preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud política y la virtud privada. En la república perfecta, la virtud cívica deben tenerla todos, puesto que es condición indispensable de la perfección de la ciudad; pero no es posible que todos ellos posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en esta ciudad modelo, que todos los ciudadanos han de ser necesariamente hombres de bien. Más aún; el Estado se forma de elementos desemejantes, y así como el ser vivo se compone esencialmente de un alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto; la familia, del marido y de la mujer; la propiedad, del dueño y del esclavo, en igual forma todos aquellos elementos se encuentran en el Estado acompañados también de otros no menos heterogéneos, lo cual impide necesariamente que haya unidad de virtud en todos los ciudadanos, así como no puede haber unidad de empleo en los coros, en los cuales uno es corifeo y otro bailarín de comparsa.

Es por tanto muy cierto, que la virtud del ciudadano y la virtud tomada en general no son absolutamente idénticas.

¿Pero quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado digno del mando que ejerce, y que es a la vez virtuoso y hábil; porque la habilidad no es menos necesaria que la virtud para el hombre de Estado. Y así se ha dicho, que era preciso dar a los hombres destinados a ejercer el poder una [90] educación especial; y realmente vemos a los hijos de los reyes aprender particularmente la equitación y la política. Eurípides mismo, cuando dice{66}:

«Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado»,

parece creer que se puede aprender a mandar. Luego si la virtud del buen magistrado es idéntica a la del hombre de bien, y si se permanece siendo ciudadano en el acto mismo de obedecer a un superior, la virtud del ciudadano en general no puede ser entonces absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la virtud de cierto y determinado ciudadano, puesto que la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna; y este era sin duda el pensamiento de Jason{67} cuando decía: «Que se moriría de miseria, si cesara de reinar, puesto que no había aprendido a vivir como simple particular.» No se estima como menos elevado el talento de saber a la par obedecer y mandar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son condiciones indispensables en el ciudadano, no se puede ciertamente decir que sean ambos dignos de alabanzas absolutamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aserciones.

Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, sólo es relativo a las necesidades indispensables de la vida; no exige que el mismo ser que manda sea capaz de trabajar. Más bien exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás toca al esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar todo el servicio doméstico. Las especies de esclavos son tan numerosas como lo son los diversos oficios; y podrían muy bien comprenderse en ellos los artesanos, que viven del trabajo de sus manos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los obreros de las profesiones mecánicas; [91] y he aquí por qué en algunos Estados han sido excluidos los obreros de las funciones públicas, las cuales no han podido obtener sino en medio de los excesos de la democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni el buen ciudadano, tienen necesidad de saber todos estos trabajos, como lo saben los hombres destinados a la obediencia, a no ser cuando de ello les resulte una utilidad personal. En el Estado no se trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a mandar un cuerpo de caballería, siendo simple soldado: a ser general, ejecutando las órdenes de un general: a conducir una falange, un batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquélla. En este sentido es en el que puede sostenerse con razón, que la única y verdadera escuela del mando es la obediencia{68}.

No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión son muy diversos, bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia y del mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el hombre de bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando son distintas de la ciencia y de la equidad respecto de la obediencia, puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mismo que obedece; las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, no pueden ser constantemente las mismas, sino que deben variar de especie, según que obedezca o que mande. Del mismo modo el valor y la prudencia difieren completamente de la mujer al hombre. Un hombre parecería cobarde, si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y una mujer parecería charlatana, si no mostrara otra reserva que la que muestra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así también en la familia, las funciones del hombre y las de la mujer son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél en adquirir, y el de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es la virtud del súbdito; la virtud propia de éste [92] es una justa confianza en su jefe; el ciudadano que obedece, es como el fabricante de flautas; el ciudadano que manda, es como el artista que debe servirse del instrumento.

Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la virtud política y la virtud privada son idénticas o diferentes, en qué se confunden, y en qué se separan una de otra.

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{66} Verso de una pieza de Eurípides titulada Eolo, que no ha llegado hasta nosotros.

{67} Tirano de Feres, en Tesalia.

{68} Era uno de los preceptos de Solon.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 88-92