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Moral a Nicómaco · libro quinto, capítulo VI

De los caracteres y condiciones de la injusticia y del delito

Como es posible que el que cometa una injusticia o un crimen no sea aún completamente injusto o criminal, se puede preguntar: ¿cuál es el punto en que el hombre se hace realmente injusto y culpable en cada género de injusticia: por ejemplo, ladrón, adúltero, bandolero? ¿O no debe hacerse absolutamente ninguna diferencia según los casos? Un hombre ha podido tener comercio con una mujer sabiendo muy bien con quien trataba, [136] pero sin ninguna premeditación y arrastrado sólo por la pasión. Sin duda ha cometido un crimen; pero no es un verdadero criminal; y por consiguiente puede uno no ser ladrón, aunque haya robado; no ser adúltero aunque haya cometido adulterio; y lo mismo en todas las demás especies de delito.

Más arriba queda dicho cuál es la relación del talión o de la reciprocidad con la justicia. Pero no olvidemos, que lo que aquí se busca es a la vez lo justo absoluto y lo justo social, es decir, lo justo aplicado a gentes que asocian su vida para asegurar su independencia, y que son libres e iguales, sea proporcionalmente, sea individual y numéricamente. Por lo tanto siempre que no se les garantiza estos bienes, no hay para ellos justicia social propiamente dicha; hay solamente una justicia cualquiera que se parece más o menos a aquella; porque sólo hay justicia cuando hay una ley que decide en las contiendas que se suscitan entre los hombres. Pero sólo hay ley donde hay injusticia posible, puesto que el juicio es la decisión sobre lo justo y lo injusto. Donde quiera que haya injusticia, posible, pueden cometerse igualmente actos injustos; pero donde se cometen actos injustos, no hay siempre injusticia real, es decir, el acto de atribuirse a sí mismo más bienes reales que los que le correspondan y menos males reales que los que debe sufrir. Por esta causa atribuimos el poder, no al individuo, sino a la razón; porque el individuo revestido del poder obra bien pronto en su provecho, y no tarda en hacerse tirano. Pero el magistrado, a quien está confiado el poder es el guardador de la justicia; y si es el guardador de la justicia, lo es igualmente de la igualdad. Jamás se atribuye a sí más de lo que le corresponde, puesto que es justo; ni se entrega a sí mismo más parte de bienes de los que deba repartirse, a menos que proporcionalmente deba corresponderle realmente más. Por consiguiente, puede decirse que en este sentido trabaja para los demás; y he aquí lo que me ha obligado a decir, que la justicia es un bien y una virtud que toca más a los demás que al individuo mismo, como se dijo antes. Por lo tanto, el magistrado merece una recompensa que debe dársele; y esta recompensa es el honor y la consideración. Los que no se contentan con este honroso salario, se hacen tiranos.

El derecho del dueño y el del padre no se confunden con los derechos de que acabamos de hablar, si bien se parecen a ellos. Se comprende, en efecto, que hablando con propiedad, no hay [137] injusticia posible respecto a lo que nos pertenece; porque la propiedad de un hombre y el hijo, mientras no llega a cierta edad y no está separado de su padre, son como parte de uno mismo{106}; y como nadie de propósito deliberado puede querer perjudicarse, no cabe injusticia respecto a sí mismo. Y así no tienen cabida aquí ni la justicia ni la injusticia social y política. La justicia política sólo existe en virtud de la ley, y sólo se aplica a los seres que naturalmente deben ser gobernados por la ley; mas estos seres son aquellos que, en su igualdad, pueden aspirar alternativamente al mando y a la obediencia. He aquí por qué esta clase de justicia se aplica mejor al marido respecto de la mujer, que al padre respecto de los hijos o al dueño respecto de su propiedad. La justicia que rige para las propiedades y para los hijos, es la justicia doméstica, la cual difiere también de la justicia política y civil.

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{106} La metáfora lleva más allá de lo debido al filósofo. Véase la Política, lib. I, cap. II.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 135-137