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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo VII

Del valor

Que el valor es un medio entre el miedo y la audacia, es cosa que ya hemos dicho antes. Tememos las cosas que son de temer; y estas cosas, valiéndonos de una expresión general, son los males. He aquí por qué se define el temor: la aprensión de un mal. Tememos los males de toda clase, el deshonor, la pobreza, la enfermedad, el abandono, la muerte. Pero el hombre valiente no parece que deba tener valor contra todos los males sin excepción. Hay más de uno, por lo contrario, que debe temerse, que es honroso temer y que sería cosa vergonzosa no temer: el deshonor, por ejemplo. El hombre que teme el deshonor es un hombre digno de estimación, porque tiene el sentimiento del honor. Por lo contrario, el que no le teme es un miserable sin vergüenza. Si a veces se le llama valiente, no es sino por metáfora; porque tiene una especie de semejanza con el hombre valiente, puesto que el hombre de valor es también el que no teme. Puede suceder también que no haya precisión de temer la pobreza, ni la enfermedad{61}, ni en general ninguno de esos males que no proceden del vicio, y que no dependen del que los sufre. Sin embargo, el hombre que sabe despreciar sin temor los males de este género, no es precisamente el hombre valiente. Le damos este nombre por una especie de semejanza; porque algunas veces sucede que personas que son cobardes en los peligros de la guerra, no son menos generosos y sufren con una constancia firme las pérdidas de fortuna. Tampoco puede decirse que es uno cobarde, porque tema que se insulte a sus hijos o a su mujer, o bien porque teme los ataques de la envidia o cualquier otro mal de este género. Ni puede decirse que un hombre es valiente, porque dé pruebas de firmeza esperando los latigazos que le amenazan.

¿Cuáles son, pues, entre los males temibles, a los que debe aplicarse realmente el valor? Son los más grandes; porque nadie sabe mejor que el hombre de valor soportar estos males. Ahora [74] bien, la muerte es el mal más temible que todos, porque es el fin de todas las cosas, y, al parecer, una vez que uno muere, ya no hay ni bien ni mal para él.

Sin embargo, el valor no consiste en luchar contra la muerte en todos los casos indistintamente: por ejemplo, en un naufragio o en la enfermedad. ¿En qué ocasiones se ejercita más especialmente? ¿No es en las más bellas, en las más célebres? Pues bien, estas ocasiones se presentan en la guerra, y la muerte aparece en ella envuelta en el peligro más grande y más glorioso; como lo prueban también los honores, que las ciudades y los monarcas prodigan a los guerreros valientes.

Así, pues, puede llamarse verdaderamente valiente al hombre que se presenta sin temor ante una muerte honrosa y ante peligros que a cada instante pueden caer sobre él, como sucede sobre todo con los de la guerra. Sin embargo, si el hombre de valor es inaccesible al temor, sea en la tempestad, sea en las enfermedades, no lo es tanto como lo son las gentes de mar. En tales circunstancias los hombres más valientes pueden desesperar de su salvación y lamentar una muerte tan poco digna, mientras que la gente de mar conserva, por lo contrario, cierta esperanza nacida de su experiencia y del hábito de su oficio. Además, debe tenerse en cuenta que el valor se muestra en los casos en que es preciso defenderse con energía y en que la muerte puede ser honrosa; pero no hay defensa posible ni es cuestión de honra cuando se muere de una enfermedad o en un naufragio.

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{61} Principio adoptado en toda su extensión por el estoicismo, y que Platón había ya desenvuelto en el Gorgias con una sagacidad y una energía por nadie superada.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 73-74