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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo VIII

De los objetos temibles

Los objetos que pueden causar temor, no son los mismos para todos los hombres sin distinción. Considerarnos como un objeto verdaderamente temible el que supera las fuerzas ordinarias de la humanidad; y el objeto digno de temor es en general aquel que puede aterrar a un espíritu, que está en el goce pleno de su razón. Pero en todo lo concerniente al hombre, hay diferencias de magnitud, diferencias de más y de menos. Y añado, que estas diferencias que se aplican a los objetos temibles, pueden aplicarse también a los objetos que ofrecen seguridad en lugar [75] de producir espanto. El hombre valiente es inalterable, pero en tanto que hombre; lo cual no quiere decir que no tema los peligros que el hombre prudente debe temer. Por lo contrario, los temerá como deba temerlos, y los soportará como la razón quiere que los soporte, bajo la inspiración del sentimiento del deber; que es el fin mismo de la virtud: Pueden temerse los peligros con más o menos fundamento, así como se pueden temer igualmente como muy graves los que no son realmente temibles. Estas diversas faltas{62} deberán proceder, ya de que se teme lo que no debe temerse, ya de que se teme de distinta manera de como debería temerse, y ya, por último, de que el temor no esté justificado en el momento en que tiene lugar o de que haya por medio cualquiera otro error. Pueden distinguirse igualmente todos estos matices respecto de las cosas que nos tranquilizan en lugar de aterrarnos. El que soporta y sabe temer lo que debe temer y soportar, lo hace por una causa justa, de la manera y en el momento convenientes, y sabe igualmente tener una concienzuda seguridad en todas estas condiciones, un hombre semejante es un hombre de valor; porque el valiente sufre y obra apreciando debidamente las cosas y conforme a los dictados de la razón.

Ahora bien; el fin de cada acto particular es siempre conforme al carácter del agente; y como el valor es un deber para el hombre valiente, el fin que se propone en cada una de sus acciones es conforme a este noble fin. Cada cosa es determinada por el fin con que se la relaciona; y por consiguiente, para satisfacer al honor y al deber es para lo que el hombre valiente soporta y hace todo lo que constituye el verdadero valor.

En cuanto a los caracteres que en este punto pecan por exceso, esto es, la ausencia completa de todo temor, no han recibido nombre especial; y ya hemos hecho observar anteriormente, que hay muchos matices a los cuales no se ha dado nombre particular. Este carácter será, si quiere llamarse así, la demencia; será una insensibilidad absoluta en frente del dolor, cuando se llega hasta el punto de no temer ni un temblor de tierra, ni las olas encrespadas, como, según se dice, hacen los Celtas. Al que peca por un exceso de confianza en presencia de verdaderos peligros, se le llama temerario. A veces el temerario tiene más trazas de [76] ser un fanfarrón y un hipócrita que aparenta valor. Lo que en realidad es el hombre valiente con relación a los peligros, el fanfarrón aparenta serlo, o imita al hombre de corazón hasta donde le es posible. Estos caracteres las más de las veces son una mezcla de audacia y de cobardía; y llenos de ardor cuando no hay nada que temer, cuando hay un verdadero peligro no saben soportarlo.

El que peca por exceso de miedo es un cobarde; porque todos esos errores de que hemos hablado antes, y que dan lugar a equivocarse sobre los objetos temibles, la manera cómo debe temérseles y otros análogos, acompañan y siguen al cobarde. No peca menos por falta de confianza; pero donde más descubre su carácter es en los momentos de aflicción; pues cayendo sin el menor recato en todos los excesos del sentimiento, pone en evidencia su debilidad. De aquí que, como teme siempre, tiene la mayor dificultad en concebir esperanza; mientras que al valiente sucede todo lo contrario, porque la seguridad es propia de un corazón que tiene buenas esperanzas.

Así el cobarde, el temerario, el valiente, lo son relativamente a los mismos objetos. Sólo que sus relaciones con estos objetos son diferentes, pecando los unos por exceso, los otros por defecto. El hombre de valor sabe mantenerse en un justo medio y obrar como lo exige la razón. Los temerarios corren con ardor en busca del peligro; después, cuando este llega, vuelven pié atrás las más veces. Los valientes, por el contrario, serenos antes, sostienen después resueltamente su puesto en la acción.

Podemos, pues, repetirlo: el valor es un justo medio respecto de las cosas que pueden inspirar al hombre temor o confianza en las condiciones que hemos indicado. El verdadero valor arrostra y soporta el peligro, porque el deber se lo impone, o porque sería vergonzoso sustraerse a él. Por lo demás, suicidarse por evitar la pobreza{63} o los tormentos del amor, o cualquier otro suceso doloroso, no es propio de un hombre valiente, y sí más bien de un cobarde. Huir del dolor y de las pruebas de esta vida es una debilidad; porque en este caso no se sufre la muerte porque sea cosa grande sufrirla; sino que se la busca únicamente, porque se quiere evitar el mal a todo trance.

El valor es, por lo tanto, sobre poco más o menos, tal como queda bosquejado.

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{62} Conviene comparar este análisis del valor con el hecho por Platón, especialmente en el Laques, en las Leyes, tomo I, y en la República, lib. IV.

{63} Aristóteles condena el suicidio como lo habían hecho Platón y los pitagóricos.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 74-76