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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo III

Teoría de la preferencia moral o intención

Después de haber distinguido y definido lo que debe entenderse por voluntario e involuntario, el estudio que debemos de hacer ahora es el de la preferencia o intención que determina nuestras resoluciones. La intención parece ser el elemento más esencial de la virtud; y ella, mucho mejor que las acciones mismas del agente, nos permite apreciar las cualidades morales de este.

Ante todo, la preferencia moral o intención es ciertamente una cosa voluntaria; si bien la intención no es idéntica a la voluntad, la cual se extiende a más que aquella. Así, los niños y los demás animales tienen indudablemente una parte de voluntad; pero no tienen preferencia, ni intención racional. Podemos muy bien llamar voluntarios a ciertos actos espontáneos y súbitos; pero no diremos que son resultado de una preferencia reflexiva o intencionada.

Cuando para explicar lo que es la intención se la llama un deseo, un sentimiento del corazón, una volición, un juicio de cierto género, no se le da ciertamente nombres muy exactos. La preferencia, la intención que escoge, no puede ser patrimonio de seres sin razón, mientras que estos seres son capaces de deseo y de pasión. El intemperante, que no sabe dominarse, obra movido por el deseo; no obra con intención y preferencia. Por lo contrario, el hombre templado obra con intención, con una preferencia reflexiva; no obra por el impulso de sus deseos. Añádase a esto que el deseo puede estar muchas veces en oposición con la intención, mientras que el deseo jamás es lo opuesto al deseo. En fin, el deseo se dirige a lo que es agradable o penoso; la intención, la preferencia reflexiva, no se dirige ni al dolor ni al placer.

La intención o preferencia moral puede también confundirse con la pasión que el corazón inspira; pero no hay cosa que menos se parezca a las acciones determinadas por la intención reflexiva, que las que son dictadas por el corazón.

La intención, la preferencia moral, tampoco es la voluntad, [62] si bien parece muy cercana a ella. La intención reflexiva jamás se dirige a cosas imposibles; y si alguno dijera que prefiere y escoge estas cosas con intención, se le tendría por un demente. Por lo contrario, la voluntad puede dirigirse hasta a las cosas imposibles; y bien puede querer el hombre, por ejemplo, la inmortalidad{53}.

La voluntad recae indiferentemente sobre cosas que no ha de hacer ella misma; por ejemplo, el triunfo de tal actor o de tal atleta, para quienes se desea el premio. Pero nadie dirá que su intención es la que prefiere estas cosas; lo dirá sólo de las cosas que crea poder hacer personalmente. Añádase a esto, que la voluntad, el deseo, mira sobre todo al objeto a que se dirige; la intención, la preferencia reflexiva, considera más bien los medios que pueden conducir a ese objeto. Así nosotros deseamos, queremos la salud; pero escogemos con una intención reflexiva los medios que pueden dárnosla; deseamos, queremos ser dichosos, y decimos muy bien que queremos serlo; pero no podríamos decir, hablando en razón, que tenemos la intención de serlo. Esto nace, repito, de que la intención sólo se aplica evidentemente a las cosas que dependen de nosotros.

En fin, no puede decirse tampoco que la intención sea el juicio, el pensamiento; porque el juicio se aplica a todo, a las cosas eternas y a las cosas imposibles, lo mismo que a las que dependen sólo de nosotros. Las distinciones que se hacen del juicio son las de verdadero y falso, y no las del bien y de mal; estas últimas son aplicables sobre todo a la intención, a la preferencia reflexiva. Si no es posible que nadie confunda así en general la intención con el juicio, tampoco lo es que se la confunda con tal juicio particular. Si tenemos tal o cual carácter moral, es porque escogemos con intención el bien y el mal, y no porque juzguemos ni pensemos. Nuestra intención se aplica a buscar tal cosa, a huir de tal otra, o a practicar otros actos análogos; mientras que el juicio nos sirve para comprender lo que son las cosas, para qué sirven, y cómo se las puede emplear. Pero no es precisamente por medio del juicio como nos decidimos a dar preferencia a unas cosas y huir de otras. [63]

Se alaba la intención, porque se dirige al objeto que debe, más bien que porque sea recta{54}; pero se alaba el juicio sobre todo, porque es verdadero. Nuestra intención, nuestra preferencia escoge las cosas que sabemos que son buenas. Nuestro juicio, nuestro pensamiento, se aplica a cosas que no conocemos enteramente. Por otra parte, los que adoptan y prefieren en su conducta el mejor camino no son siempre los que mejor juzgan con el pensamiento; pues que a veces los que mejor juzgan de las cosas, prefieren, sin embargo, al obrar, a causa de su perversidad, lo que no deberían preferir. En cuanto a saber si el juicio precede o sigue a la intención, poco nos importa; porque no es esto lo que ahora debemos indagar, pues que sólo tratamos de averiguar si la intención o preferencia moral es idéntica al pensamiento, cualquiera que sea su forma.

¿Qué es, pues, con exactitud la intención o preferencia reflexiva? ¿Cuál es su naturaleza, ya que no es ninguna de las cosas que acabamos de enunciar? Lo cierto es que es voluntaria; pero todo acto voluntario no es un acto de intención, un acto de preferencia dictado por la reflexión. ¿Será preciso confundir la intención con la premeditación, con la deliberación que precede a nuestras resoluciones? Si, sin duda; porque la preferencia moral, la intención, va siempre acompañada de razón y de reflexión; y la palabra misma que la designa prueba bastante que escoge ciertas cosas prefiriéndolas a otras.

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{53} Se ha querido deducir de este pasaje la consecuencia de que Aristóteles no creía en la inmortalidad del alma, y este es un error. Lo que quiere decir es que el hombre puede querer no morir jamás, por absurdo que esto sea.

{54} En el fondo parece lo mismo. Si la intención es recta, se dirige a donde debe; si se dirige a donde debe, es recta.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 61-63