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Política · libro cuarto, capítulo V

Del territorio del Estado perfecto

Los principios, que acabamos de indicar respecto a la población del Estado, pueden hasta cierto punto aplicarse al territorio. El más favorable sin contradicción es aquel, cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de producciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie, he aquí la verdadera independencia. La extensión y la fertilidad del territorio deben ser tales, que todos los ciudadanos puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y sobrios. Después examinaremos el valor de este principio con más precisión, cuando tratemos en general de la propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestiones muy controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en este [136] punto en uno u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia, o en un lujo desenfrenado.

Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse, exigen que sea de difícil acceso para el enemigo y de salida cómoda para los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la masa de sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un terreno fácil de observar no es menos fácil de defender. En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo, es preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que debe exigirse, es que todos los puntos puedan prestarse mutuo auxilio, y que el transporte de géneros, maderas y productos manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la de saber si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados bajo leyes completamente diferentes, es perjudicial al buen orden, y la población constituida por esta multitud de mercaderes que van y vienen por mar, es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, no hay duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a la abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la ciudad y al resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se resiste mejor una agresión enemiga cuando se pueden recibir a la vez por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se puede batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo, se puede hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se pueden ocupar ambos.

El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es decir, importar lo que el país no produce y exportar las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer el comercio, sólo debe pensar en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil de todas las naciones{97} no tiene otro origen que la codicia, y el Estado, que debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero en algunos países y en algunos Estados, la rada y el puerto hecho por la naturaleza están maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual sin estar muy distante, aunque [137] sí separada, domina el puerto con sus murallas y fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición legislativa podrá alejar todo peligro, designando especialmente los ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta comunicación con los extranjeros.

En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe, hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo en vista de sus necesidades interiores, sino también con relación a sus vecinos, a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por tierra según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser proporcionada al género de existencia de la ciudad. Si esta existencia es por completo de dominación y de relaciones políticas, es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones análogas a las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no tiene necesidad de esta población enorme compuesta por las gentes de mar, que no deben ser jamás miembros de la ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército de tierra. Dondequiera que las gentes del campo y los labradores abundan, hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con otras, no por eso deja de equipar numerosas galeras.

No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación con el mar y sus fuerzas navales.

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{97} Esta reprobación del comercio hecho por el Estado, es consecuencia de los principios establecidos en el lib. I, al final del cap. III.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 135-137