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Política · libro cuarto, capítulo XII

De las cualidades que los ciudadanos deben tener
en la república perfecta

Examinemos ahora lo que será la constitución misma, y qué cualidades deben poseer los miembros que componen la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El bienestar en general sólo se obtiene mediante dos condiciones: primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede suceder que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tienen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse a la vez sobre el fin y sobre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias es preciso que el fin y los [150] medios que pueden conducir a él, sean igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el conseguirlo, lo cual es resultado, ya de las circunstancias, ya de la naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones, que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados, y difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse del camino desde los primeros pasos. Puesto que nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la administración perfecta del Estado, y que esta administración perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer, que esta obra no carece de toda utilidad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta, la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen por fin la gloria y el perfeccionamiento moral, son bellos en un sentido absoluto. De estos dos órdenes de actos, el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo, prepara y opera directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de consistir en las cosas contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso, diciendo que es el que a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir, que debe saber también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.

De lo que acabamos de decir resulta evidentemente, que el [151] legislador debe tener de antemano ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí mismo algunos.

Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo dispone; porque hemos admitido, que el azar era a veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura la virtud del Estado, y sí la voluntad inteligente del hombre. El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos, que forman parte del gobierno, lo son, y ya se sabe que en nuestra opinión, todos los ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud. Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el resultado de la virtud de todos los particulares.

Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo es preciso que la naturaleza haga que nazcamos formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además, los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio del hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la obra del legislador; lo demás corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las lecciones de los maestros.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 149-151