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Política · libro sexto{134}, capítulo primero

De los deberes del legislador

En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a abrazar completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene mejor a las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de profesión, el pedotribo y el gimnasta no son por eso menos capaces de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo de fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de la medicina, de la construcción naval, de la fabricación de vestidos y de todas las demás artes en general.

Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia [184] indagar cuál es la mejor forma de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y por otra parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los diversos pueblos, a los más de los cuales no podrá probablemente darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse, que deben también ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud de los datos que se les suministre, los principios que la harían viable desde su origen, y le asegurarían, una vez establecida, la más larga duración posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer completamente por otra parte de los elementos indispensables, que no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen aún mucho que perfeccionar.

Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitución que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es preciso confesar, que las más veces los escritores políticos, aun dando pruebas de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque no basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita sobre todo un gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a Lacedemonia o a otro Estado cualquiera a costa de todos los demás que existen en la actualidad. Cuando se propone una constitución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución, partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por lo demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente imposible, si no conociera todas las formas [185] diversas de gobierno; pues es en verdad un error grave creer, como sucede comúnmente, que no hay más que una especie de democracia y una sola especie de oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y combinaciones posibles de las diversas formas políticas, es preciso acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más perfectas, y de las que son mejores con relación a cada constitución; porque las leyes deben ser hechas para las constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio que reconocen todos los legisladores. La constitución del Estado tiene por objeto la organización de las magistraturas, la distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por el contrario{135}, distintas de los principios esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es por tanto absolutamente necesario conocer el número y las diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a todas las democracias, porque son muchas sus especies y no una sola.

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{134} Colocado generalmente el cuarto.

{135} Una cosa es la constitución y otra las leyes que de ella emanan. Ginés Sepúlveda en su comentario.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 183-185