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Política · libro séptimo,{156} capítulo primero

De la organización del poder en la democracia

Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan en el Estado la asamblea deliberante o sea el soberano, las magistraturas y los tribunales; hemos demostrado cómo la organización de estos elementos se modifica según los principios mismos de la constitución; además{157} hemos tratado anteriormente de la caída y estabilidad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las causas que producen la una y aseguran la otra. Pero como hemos reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobiernos, creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y especial de cada uno de ellos. Examinaremos además todas las combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas de que hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros pueden alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, a la aristocracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinaciones [224] compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los magistrados según el sistema oligárquico, la organización judicial puede ser aristocrática; o también, organizados oligárquicamente los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría suponerse todavía algún otro modo de combinación, con tal que las partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un sistema único.

Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo puede consentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según los casos, las ventajas de los demás sistemas. Pero no basta saber cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, preferirse para los Estados; lo que es preciso conocer sobre todo es el medio de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta cuestión. Hablemos en primer lugar de la democracia, y nuestras explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma política diametralmente opuesta a ésta, y que comúnmente se llama oligarquía.

No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios democráticos, ni tampoco ninguna de las consecuencias que de ellos se desprenden; porque de su combinación nacen los matices de la democracia, que son tan numerosos y tan diversos. En mi opinión son dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como ya he dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por un lado los labradores; por otro, los artesanos; por aquel los mercaderes. La combinación del primero de estos elementos con el segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una democracia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a la segunda causa, hela aquí: las instituciones, que se derivan del principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar de los mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excepción, ya se trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en torno de su principio general todos los especiales que de él dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he [225] hecho observar{158} al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados. Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas, los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya realización aspiran.

El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría creerse, que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto, que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece, es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad.

Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las únicas combinaciones de que es susceptible, son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza, y si la hay, ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo las funciones militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por lo [226] menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana en todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo en cosas insignificantes. El senado es una institución muy democrática, allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las asambleas; pero donde se da este salario, el poder del senado queda reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda dicho en la parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero previamente es preciso hacer ante todo que todos los empleos sean retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores; o por lo menos, es preciso retribuir a los magistrados, jueces, senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por elección.

Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden directamente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del número, condición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.

Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso distribuir los ciudadanos de manera que la renta, que posean mil de entre ellos, sea igual a la que tengan otros quinientos distintos, y conceder entonces a la suma de los primeros [227] tantos derechos como a los segundos? O en otro caso, si se desecha esta especie de igualdad, ¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los mil de la otra un número igual de ciudadanos, los cuales tendrán el derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o es preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en cuenta otra cosa que el número? Al decir de los partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, que este individuo sea soberano; porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar. Para encontrar una igualdad, que uno y otro partido puedan admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito este principio, pero le pongo una limitación. El Estado se compone de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay disentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más numerosos o de aquellos que tengan más renta. Supongamos que son diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los seis ricos. Pues bien, digo yo, que debe prevalecer el dictamen de aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los ricos, sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los votos en la asamblea pública o en el tribunal. Entonces se deja que decida la suerte, o se apela a cualquier otro expediente del mismo género. Cualquiera que sea por otra parte la dificultad de alcanzar la verdad en [228] punto a igualdad y justicia, siempre será este recurso mucho menos trabajoso que el convencer a gentes que son bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes deseos. La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de esto.

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{156} Colocado generalmente en el sexto.

{157} Frase intercalada. Véanse las Observaciones sobre el orden de colocación en los libros de la Política al comienzo de este tomo.

{158} Téngase en cuenta lo dicho en la nota anterior.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 223-228