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Moral a Nicómaco · libro noveno, capítulo III

Rompimiento de la amistad

Cuestión espinosa es el saber si las relaciones amistosas deben romperse o conservarse, cuando las personas no subsisten siendo lo que eran los unos respecto de los otros. ¿O es que no resulta ningún mal de un rompimiento desde el momento en que los que estaban ligados por interés o por placer no tienen nada que comunicarse? Como era este el único objeto de su amistad, cuando este objeto desaparece, parece llano que cesen de amarse. La única queja que podría tener lugar sería si alguno, amando por interés y por placer, fingió que también amaba de corazón. En efecto, como dijimos al principio, la causa más ordinaria de desunión entre los amigos es que no se unen con las mismas intenciones, y que no son amigos unos de otros por el mismo motivo. Cuando uno de los dos se ha equivocado creyéndose amado de corazón, siendo así que el otro nada ha hecho para dárselo a entender, sólo a sí mismo debe culparse. Pero si ha sido engañado por el disimulo de su pretendido amigo, tiene derecho a quejarse de la falsía de este; y puede hacerlo con más razón que la que tenemos para censurar a los monederos falsos, porque el delito de tal pretendido amigo afecta a una cosa mucho más preciosa.

Pero supongamos el caso en que uno se ha unido a otro creyéndole hombre de bien, y que después se hace vicioso, o solamente lo parece; ¿puede continuar amándole? ¿O será imposible amarle ya, puesto que no se ama todo indiferentemente, [247] sino exclusivamente lo que es bueno? Porque no es un hombre malo al que se quería amar ni tampoco a quien se debe amar. No se debe amar a los malos ni tampoco parecerse a ellos, porque ya se sabe que lo que se parece se junta. He aquí, pues, la cuestión: ¿debe romperse sobre la marcha? ¿O bien deben hacerse distinciones y no romper con todos, sino sólo con aquellos, cuya perversidad sea ya incurable? Mientras haya esperanza de corregirlos, es preciso ayudarles a salvar su virtud con más esmero que si se tratara de reparar su fortuna, por lo mismo que es uno de los servicios más nobles y más dignos de la verdadera amistad. Mas en otro caso no hay inconveniente en romper, porque no fue con este hombre, tal cual ahora aparece, de quien se hizo uno amigo, y desde el momento en que ha sufrido un cambio tan completo y no hay ya modo de salvarle, trayéndole al verdadero camino, no hay otro partido que tomar que alejarse de él.

Supongamos otro caso. Uno de los dos amigos continúa siendo como era, y el otro, haciéndose mejor moralmente, llega a superarle mucho en virtud. ¿Debe este continuar en amistad con aquel? ¿O bien es ya imposible? La dificultad se hace perfectamente evidente, cuando la distancia entre los dos amigos es muy grande, como sucede en las amistades contraídas desde la infancia. Si uno permanece niño por la razón, mientras que el otro se hace un hombre lleno de fuerza y de capacidad, ¿cómo podrán permanecer amigos, puesto que no gustan de los mismos objetos, ni tienen ya los mismos goces ni las mismas penas? No habrá ya entre ellos ese cambio de sentimientos sin los cuales no hay amistad posible, puesto que no pueden ya vivir juntos con intimidad, como más de una vez hemos manifestado. ¿Pero habrá razón para que le tratéis con dureza, como si jamás hubiera sido vuestro amigo? ¿No deberá más bien conservarse el recuerdo de la antigua amistad? Así como el hombre se cree más obligado para con los amigos que para con los extraños, en igual forma debe concederse algo a ese pasado en que tuvo lugar la amistad, salvo que el rompimiento haya procedido de un exceso de imperdonable perversidad.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 246-247