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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo VI

La intemperancia en la cólera es menos culpable
que la intemperancia en los deseos

Hagamos ver también que es menos vergonzoso ceder con intemperancia a la cólera, que dejarse dominar por el empuje de los deseos. A mi parecer, la cólera que nos inflama el corazón escucha aún la razón hasta cierto punto; sólo que la escucha mal, al modo de esos servidores que llevados de un excesivo celo corren antes de haber oído lo que se les dice y se engañan después al cumplir con la orden que se les encomienda; o como los perros que, antes de ver si es conocido el que llega, ladran sólo por haber oído el ruido. Esto es lo que hace el corazón, que cediendo a su ardor y a su impetuosidad natural y sin oír de la razón más que alguna cosa y no la orden entera que ella daba, se precipita a la venganza. El razonamiento o la imaginación le han revelado que existe un insulto o un desdén; y en el momento, el corazón, deduciendo por una especie de silogismo que es preciso combatir a este enemigo, se enfurece y ataca en el acto. En cuanto al deseo, basta que la razón o la sensibilidad le digan que tal objeto es agradable, para que se lance en el momento a su goce.

Así la cólera hasta cierto punto obedece más a la razón. El deseo no la obedece en nada; es más vergonzoso que la cólera; porque el intemperante en la cólera se deja conducir hasta cierto grado por la razón, mientras que el otro que no sabe domar sus deseos, se ve dominado por ellos y no cede nada a aquella. Por otra parte admite siempre más excusa seguir los movimientos naturales, como es siempre más disculpable ceder a estas pasiones que son patrimonio común de todos los hombres, cuando como los demás uno cede a ellas. La cólera misma con sus violencias es algo más natural que los arrebatos producidos por estos deseos, que nos conducen a cometer excesos y que no responden a necesidades precisas. Es como aquel hombre que cresa excusarse de haber golpeado a su padre, diciendo: «Mi padre pegaba al suyo; su padre pegaba igualmente a nuestro abuelo; y este recién nacido, añadía, mostrando a su hijo, este [191] inocente a su vez me pegará a mí cuando sea grande; porque es esto entre nosotros un hábito de familia.» también puede citarse aquel desgraciado que arrastrado por su hijo, decía a este que se detuviera al umbral de la puerta, porque su padre, cuando le había arrastrado a él, jamás había pasado del mismo.

Puede añadirse, que los más culpables son en general los que disimulan sus designios y sus travesuras. El hombre que obra arrastrado por el corazón no oculta sus proyectos, y lo mismo hace la cólera, la cual se pone siempre en evidencia. El deseo es, por lo contrario, como Venus, si hemos de creer los retratos que de ella se hacen:

«La pérfida Cipride que sabe urdir artificios{141}

O también como el ceñidor de que habla Homero{142}:

«...Este divino talismán...
Lazo en que podía caer hasta el corazón de un sabio.»

Por consiguiente, si esta clase de intemperancia disimulada es más culpable y más vergonzosa que la de la cólera, podría casi decirse que es la intemperancia absoluta y el vicio propiamente dicho. Pero hay más: no se sufre cuando se dirige un insulto a otro; pero cuando se obra movido por la cólera se obra siempre con un vivo sufrimiento, mientras que el que insulta sólo encuentra placer en ello. Luego si las acciones contra las que puede uno indignarse con más razón, son también las más culpables, la intemperancia, resultado del deseo, será más culpable que la intemperancia en la cólera; porque no hay insulto en la cólera.

Concluyamos, pues, de nuevo que la intemperancia a que nos arrastran los deseos es más vergonzosa que la de la cólera; y que la templanza, así como la intemperancia, se aplica a las pasiones y a los placeres puramente corporales.

Estos puntos están ya puestos muy en claro. Pero es preciso además recordar aquí cuáles son las diferentes especies de placeres. Como ya se dijo al principio de la discusión, unos son propios del hombre y son naturales en su género y en su intensidad; otros son placeres brutales; otros, en fin, no son más que resultado de dolencias o efecto de enfermedades. Las ideas de sobriedad y de incontinencia no pueden aplicarse más [192] que a los primeros; y he aquí por qué no puede decirse de los animales, sino por metáfora, que son sobrios o incontinentes; como cuando se quiere señalar una especie de animales respecto de otra por la diferencia de sus condiciones de incontinencia, de lascivia o de voracidad. La causa de esto es que los animales no tienen libre albedrío, ni razonamiento; y son extraños a la naturaleza racional, poco más o menos como los dementes entre los hombres. La brutalidad, por otra parte, es un menor mal que el vicio, por más que sus efectos sean más terribles; el principio superior no está pervertido en el bruto como lo está en el hombre vicioso; pero es que el bruto no le posee. Es como si se comparara un ser animado con otro inanimado, para saber cuál de los dos es el más vicioso; porque un ser es siempre menos malo y menos pernicioso cuando no tiene el principio que corrompe al otro; y este principio en el caso actual es la inteligencia. también puede decirse, que es como si se quisiera comparar la injusticia con el hombre injusto; en ciertos conceptos se encontraría, alternativamente, que uno de los dos términos es más malo que el otro. Pero un hombre malo puede hacer diez mil veces más mal que una bestia feroz{143}.

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{141} Los comentadores atribuyen este verso a Homero, pero no se encuentra en las obras que conocemos.

{142} Iliada, canto XIV, v. 214 y siguientes.

{143} Véase la Política, lib. I, cap. I.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 190-192