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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo II

Explicación de la intemperancia

La primera cuestión que puede suscitarse aquí, es saber cómo es posible que un hombre, que juzga sanamente lo que hace, se deje arrastrar por la intemperancia. Hay quien sostiene, que no es posible que el intemperante sepa verdaderamente lo que hace, por parecer increíble, como lo creía Sócrates, que en el hombre pueda haber una cosa que domine el conocimiento, y que le arrastre a una degradación digna sólo del más vil esclavo. Sócrates{134} combatía en absoluto la opinión de que el intemperante supiese exactamente lo que hacia, y negaba la posibilidad misma de la intemperancia, sosteniendo que nadie obra con pleno conocimiento contra el bien que conoce; y que si se separa de él, es sólo por ignorancia. Esta aserción es manifiestamente contraria a los hechos, tales como se [178] presentan a nuestra vista; y aun admitiendo que esta pasión de la intemperancia sea simplemente efecto de la ignorancia, todavía sería preciso explicar el modo especial de ignorancia de que se habla; porque es evidente, que el intemperante, antes de dejarse cegar por la pasión que experimenta, no cree que sea esta excusable. Hay gentes que aceptan en ciertos puntos esta teoría de Sócrates y la desechan en otros en que no están de acuerdo con él. Dicen con aquel «que no hay en el hombre nada que sea más poderoso que la ciencia»; pero no convienen en que el hombre no obre nunca de un modo contrario a lo que le parece mejor; y apoyándose en este principio, sostienen que el intemperante, cuando se ve arrastrado por los placeres que le dominan, no tiene verdaderamente ciencia, y sí sólo la simple opinión. Y si, como se dice, es la opinión y no la ciencia; si sólo es una débil y no una poderosa concepción del espíritu la que lucha en nosotros contra la pasión, como nos sucede en las vacilaciones y en las perplejidades de la duda, debe perdonarse al intemperante el no saber sostenerse contra los deseos violentos que le solicitan, mientras que no hay indulgencia posible para la perversidad, ni para ninguno de los demás actos que son verdaderamente dignos de censura. Sólo la prudencia es la que resiste entonces; porque es la más fuerte de todas nuestras virtudes.

Pero esto no es sostenible, puesto que resultaría que el mismo hombre sería a la vez prudente e intemperante; y nadie podrá pretender que un hombre prudente y sabio pueda voluntariamente cometer las acciones más culpables. A esto añado, que anteriormente hemos ya demostrado, que el hombre prudente descubre sobre todo su carácter en la acción, y que en relación con los términos últimos, es decir, con los hechos particulares, posee además todas las otras virtudes. Por otra parte, si no es uno verdaderamente temperante, sino cuando siente deseos violentos y malos, contra los cuales lucha, se sigue de aquí que el hombre digno del nombre de prudente no puede ser temperante, así como el temperante no puede ser prudente. No es propio del prudente sentir pasiones violentas ni pasiones malas; y, sin embargo, la existencia de estas es una condición necesaria; porque si estas pasiones son buenas, la disposición moral que impide seguirlas es mala; y por consiguiente, podría decirse, que la temperancia no es laudable en todos los casos sin excepción. Por otra parte, si las pasiones son débiles y no son malas, [179] no hay ningún mérito en vencerlas, así como si son malas y débiles, ningún mérito hay en dominarlas. Si la templanza o dominación sobre sí mismo hace que uno se mantenga firme en toda opinión una vez que se ha arraigado en el espíritu, esta cualidad se hace mala, si, por ejemplo, nos compromete a sostenernos en una opinión falsa; y recíprocamente, si la intemperancia nos hace salir siempre de la resolución que habíamos tomado, podrá tropezarse alguna vez con una intemperancia laudable. Por ejemplo, en el Filoctetes de Sófocles{135} esta es la posición de Neoptolemo, y es preciso alabarle por no haberse atenido a la resolución que Ulises le había inspirado, por causarle disgusto la mentira. Hay más; el razonamiento sofístico, cuando llega a engañar por medio de la mentira, no hace más que crear la duda en el espíritu del oyente. Los sofistas se proponen probar paradojas para justificar su gran habilidad cuando salen triunfantes; pero los razonamientos que forman no son más que una ocasión de dudas y de embarazo; porque el pensamiento se encuentra encadenado en cierta manera, no pudiendo fijarse en una conclusión que le repugna, ni pudiendo tampoco avanzar, porque no sabe cómo resolver el argumento que se le presenta.

Razonando de esta manera se puede llegar a esta paradoja: la sinrazón mezclada con la intemperancia es una virtud. Me explicaré: el intemperante, cegado por el vicio que le domina, hace todo lo contrario de lo que piensa; y si piensa que ciertas cosas realmente buenas son malas, y por consiguiente que no deben hacerse, hará en definitiva el bien y no el mal. Bajo otro punto de vista, el hombre que obra como resultado de una convicción muy precisa, y que busca el placer por la libre elección de su voluntad, puede parecer por encima del hombre que no busca el placer como resultado de un razonamiento, sino por el solo efecto de su intemperancia. El primero es sin duda alguna más fácil de curar, porque podría mudar su manera de ver; pero el intemperante que no se domina, está completamente en el caso de nuestro proverbio: «no hay necesidad de beber cuando nos ahoga el agua.» Si no hubiese obrado como resultado de una convicción, podría cesar de hacer lo que hace mudando de convicción; pero en nuestra hipótesis existe una convicción muy [180] formal y hace todo lo contrario de lo que debería hacer. En fin, si la temperancia y la intemperancia pueden producirse en toda clase de cosas, ¿qué deberá entenderse cuando se dice de un hombre, en absoluto, que es intemperante? Porque nadie puede tener todas las intemperancias posibles sin excepción; y, sin embargo, decimos de una manera absoluta de ciertas gentes que son intemperantes.

Tales son las cuestiones diversas que pueden suscitarse aquí. Entre ellas hay algunas que es preciso resolver; y otras que deberán dejarse a un lado, porque la solución de una duda que se discute no debe consistir sino en el descubrimiento de la verdad{136}.

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{134} Una de las teorías más repetidas y más graves que encontramos en Platón, El vicio, según él, es involuntario y nace de la ignorancia; nadie hace el mal voluntariamente. Véase el Protágoras, el Menon, Las Leyes, El Sofista y el Timeo.

{135} Véase el Filoctetes de Sófocles, v. 965, pág. 203 de la edición de Didot.

{136} Al cual no conducirla el examen de estas cuestiones sin importancia.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 177-180