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Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo II

El fin supremo del hombre es la felicidad

Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y toda resolución de nuestro espíritu tienen [7] necesariamente en cuenta un bien de cierta especie, expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la política, y por consiguiente el bien supremo que podemos proseguir en todos los actos de nuestra vida{5}. La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad, y, según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos la colocan en las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores; mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto, que la opinión de un mismo individuo varia muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que la felicidad es la salud; pobre, que es la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos pomposos, y trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A veces se ha creído, que por encima de todos estos bienes particulares existe otro bien en sí, que es la causa única de que todas estas cosas secundarias sean igualmente bienes.

Indagar todas las opiniones sobre esta materia, sería un trabajo bastante inútil; y así nos limitaremos a las más conocidas y divulgadas, es decir, a las que al parecer tienen alguna verdad y alguna razón.

Por lo demás, no perdamos de vista, que hay mucha diferencia entre las teorías que parten de los principios, y las que se elevan a los mismos. Platón tuvo mucha razón para preguntar y para indagar, si el verdadero método consiste en partir desde los principios o en subir hasta ellos, a la manera que en el estadio se puede ir de los jueces a la meta, o, a la inversa, de la meta a los jueces. Pero siempre es preciso comenzar por cosas muy notorias y muy claras. Las cosas pueden ser notorias de dos maneras: o con relación a nosotros o de una manera absoluta. Quizá deberemos comenzar por las que son notorias a nosotros, y he aquí por qué las costumbres y los sentimientos honrosos son una preparación necesaria para todo el que quiera [8] hacer un estudio fecundo de los principios de la virtud, de la justicia, en una palabra, de los principios de la política.

El verdadero principio de todas las cosas es el hecho, y si el hecho mismo fuese siempre conocido con suficiente claridad, no habría nunca necesidad de remontarse a su causa. Una vez que se tiene un conocimiento completo del hecho, ya se está en posesión de los principios del mismo, o por lo menos se pueden fácilmente adquirir. Pero cuando uno no está en posición de conocer, ni el hecho, ni la causa, debe aplicarse esta máxima de Hesiodo:{6}

«Lo primero es poderse dirigir a sí mismo,
Sabiendo lo que se hace en vista del fin.
también es bueno seguir el sabio consejo de otro;
Pero no poder pensar y no escuchar a nadie
Es una acción propia de un tonto de todos abandonado.»

Pero volvamos al punto de que nos hemos separado.

No es, en nuestra opinión, un error completo formarse una idea del bien y de la felicidad en vista de lo que pasa a cada uno en su vida propia. Y así las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es el placer, y he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales. Efectivamente no hay más que tres géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de que acabamos de hablar; después la vida política o pública; y por último, la vida contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres, si hemos de juzgarlos tales como se muestran, son verdaderos esclavos, que escogen por gusto una vida propia de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es, que los más de los que están en el poder sólo se aprovechan de este para entregarse a excesos dignos de un Sardanápalo{7}. Por lo contrario, los espíritus distinguidos y verdaderamente activos ponen la felicidad en la gloria, porque es el fin más habitual de la vida política. Pero la felicidad comprendida de esta manera es una cosa más superficial y menos sólida que la que pretendemos buscar aquí. La gloria y los honores pertenecen más bien a los que los dispensan que al que [9] los recibe, mientras que el bien, tal como nosotros le proclamamos, es una cosa por completo personal, y que muy difícilmente se puede arrancar al hombre que le posee. Y además, muchas veces no busca uno la gloria sino para confirmarse en la idea que tiene de su propia virtud; y procura granjearse la estimación de los sabios y del mundo, de que es uno conocido, porque se considera a aquella como un justo homenaje al mérito que se atribuye. De aquí concluyo que la virtud, a los ojos mismos de los que se guían por estos motivos, tiene la preeminencia sobre la gloria que ellos buscan. Fácilmente podría por tanto creerse, como consecuencia de lo que va dicho, que la virtud es el verdadero fin del hombre más bien que la vida política. Pero la virtud misma es evidentemente incompleta cuando es sola, porque no sería imposible que la vida de un hombre, lleno de virtudes, fuese un largo sueño y una perpetua inacción. Hasta podría suceder que un hombre semejante sintiese los más vivos dolores y los mayores infortunios, y a no ser en interés de una opinión personal nadie puede sostener, que el hombre entregado a tales infortunios sea feliz.

Pero basta de esta materia, de que hemos hablado ya ampliamente en nuestras obras Encíclicas{8}.

El tercer género de vida, después de los dos de que acabamos de hablar, es la vida contemplativa e intelectual, que estudiaremos luego. En cuanto a la vida que sólo tiene por fin el enriquecerse, es una especie de violencia y de lucha continuas; pero evidentemente no es la riqueza el bien que nosotros buscamos; la riqueza no es más que una cosa útil a que aspiramos con la mira de otras cosas que no son ella. Y así los diversos géneros de vida, de que anteriormente hemos hablado, deberían considerarse con más razón que la riqueza como los verdaderos fines de la vida humana, porque sólo se les quiere por sí mismos absolutamente; y, sin embargo, estos fines no son los verdaderos, a pesar de todas las discusiones a que han dado lugar. Pero dejemos todo esto a un lado.

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{5} Esto se funda en las preocupaciones de la antigüedad, que sólo consideraba al ciudadano como miembro del Estado. Véase la Política de Aristóteles y la República de Platón.

{6} Las Obras y los Días, verso 293, edición de Heinsius. El segundo verso, que se cita aquí por Aristóteles, no es de Hesiodo a lo que parece, y Heinsius, aun admitiéndole, le indica como apócrifo. La interpolación era muy antigua y remonta por lo menos al tiempo de Aristóteles.

{7} Ciceron tenía a la vista este pasaje. Tusculanos, v. 35, p. 191.

{8} Estas obras Encíclicas no se han conservado.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 6-9