< Blas Pascal · Cartas escritas a un provincial >
1849
Carta séptima
Del método de dirigir la intención, según los casuistas. Del permiso que dan de matar por defender la honra y los bienes, y que hacen extensivo hasta a los sacerdotes y a los religiosos. Cuestión curiosa propuesta por Caramuel, a saber, si es lícito a los jesuitas matar a los jansenistas
De París, a 23 de abril de 1656
Muy señor mío,
La historia de Juan de Alba había sacado de sus quicios al buen padre. Después que le hube apaciguado, volvió a su discurso con la palabra que le di de no venir más con cuentos; y empezó a hablarme de las máximas que sus casuistas tienen para los nobles, diciéndome en sustancia lo que ahora referiré a Vm.
Bien sabes, me dijo, que la pasión que más domina en las personas de calidad es aquel pundonor que las empeña a cada paso a cometer violencias que parecen muy contrarias a la piedad cristiana; de suerte que sería menester excluirlos de nuestros confesonarios, si nuestros padres no hubieran aflojado un poco lo riguroso de la Religión, acomodándose a la flaqueza de los hombres. Mas como deseaban quedar conformes con el Evangelio por lo que deben a Dios, y juntamente complacer a los hombres por la caridad que tienen para con el prójimo, les fue necesario emplear todo el caudal de su ciencia para hallar expedientes que templasen las cosas con tanto acierto, que se pudiese mantener y recuperar su honra por los medios que los hombres acostumbran, sin dañar su conciencia; a fin de conservar juntamente dos cosas tan opuestas en apariencia como son la piedad y la honra del mundo.
La empresa era tan útil, como dificultosa la ejecución. Yo creo que lo conoces. Atónito me tiene, dije fríamente. ¿Atónito? dijo el padre. Bien lo creo. ¿Quién no lo había de estar? Bien sabes que por una parte la ley del Evangelio manda no volver mal por mal, y dejar a Dios la venganza; y que por otra parte las leyes del mundo prohíben sufrir las injurias, enseñando que es menester vengarse de ellas, aunque sea matando a su enemigo. ¿Puédese ver cosa más contraria? Y sin embargo, cuando te digo que nuestros padres han ajustado estas contrariedades, dícesme simplemente que es cosa que te tiene atónito. No me explicaba bastante, padre mío. Digo pues ahora que lo tendría por imposible, si, después de lo que he visto, no conociera que vuestros padres pueden fácilmente hacer lo que para otros es imposible. Y esto me hace creer que para este caso habrán hallado algún medio, que me causa admiración sin conocerle, y suplico a V. P. que me le declare.
Ya que lo tomas por esa parte, me dijo, no te lo puedo negar. Has de saber pues que este medio maravilloso consiste en nuestro grande método de dirigir la intención. Es de tanta importancia en nuestra doctrina moral, que casi osaría compararle con la doctrina de la probabilidad. No dudo que habrás visto ya algunos perfiles de este método en algunas máximas que te dije. Porque, cuando te enseñé cómo los criados pueden en conciencia hacer ciertos recados deshonestos, ¿no reparaste que esto se podía hacer con solo desviar la intención del mal que por su intervención se comete, para dirigirla al lucro que sacan? Mira lo que es dirigir la intención. Y también habrás notado que los que dan dinero para alcanzar beneficios serían simoníacos sin una tal diversión. Pero quiero hacerte ver este grande método con todo su lustre y perfección en lo tocante al homicidio, que justifica en mil ocasiones, para que conozcas los frutos que puede producir.
Ya veo, dije yo, que por ahí todo será lícito sin excepción alguna. Siempre pasas de un extremo a otro, respondió el padre; corrige este vicio. Porque, para que veas que no lo permitimos todo, has de saber, por ejemplo, que nunca sufrimos que se tenga formal intención de pecar por solo querer pecar; y rompemos la amistad con cualquiera que se obstine en no querer proponerse otro fin que el pecado, porque esto es diabólico. Y no tiene excepción esta regla: ni la edad, ni el sexo, ni la calidad excusa. Pero cuando no hay esta maldita disposición, entonces procuramos poner en práctica nuestra máxima de dirigir la intención, que consiste en tomar por fin de sus acciones algún objeto que sea lícito y bueno. No es que dejemos de apartar a los hombres todo lo posible de lo que está prohibido; pero cuando no podemos impedir la acción, purificamos por lo menos la intención, y de esta suerte corregimos el vicio de los medios con la pureza del fin.
Por esta vía nuestros padres han hallado forma de permitir las violencias que se hacen por defender la honra. Porque no hay más que apañar la intención del deseo de venganza, como malo y criminal, y dirigirla a la voluntad de defender su honra, pues es permitido, según nuestros padres. Y de esta manera satisfacen con Dios y con los hombres: porque contenían al mundo permitiendo las acciones; y cumplen con el Evangelio purificando las intenciones. Esto es lo que los antiguos no han alcanzado, y se debe a nuestra Compañía. ¿Compréndeslo ahora? Muy bien, respondí. Dejáis a los hombres el efecto exterior y material de la acción, y dais a Dios el movimiento interior y espiritual de la intención; y por medio de esta repartición justa concertáis las leyes humanas con las divinas. Pero, padre mío, para decir la verdad, desconfío de las promesas que V. P. me hace, y dudo que vuestros autores se hayan alargado a tanto.
Esto es agraviarme, dijo el padre. ¿Piensas que digo algo que no pueda probar? Yo te traeré tantos lugares y de tanta autoridad y peso, que te admirarás. Para que veas pues la alianza que nuestros padres han hecho de las leyes evangélicas con las del mundo, en virtud de esta regla de dirigir la intención, escucha a nuestro padre Reginaldo, in Praxi, l. 21, n. 62, pág. 260: Está prohibida a los particulares la venganza; porque san Pablo dice a los Romanos, cap. 12: No vuelvas a nadie mal por mal; y el Ecl., cap. 28: El que quiere vengarse provocará sobre sí la venganza de Dios, y sus pecados no serán olvidados. Y lo demás que dice el Evangelio acerca del perdón de las ofensas, como en los capítulos 6 y 18 de san Mateo. En verdad, padre mío, si ahora dice otra cosa de lo que está en la Escritura, no será por falta de saberlo. ¿Qué es pues lo que concluye? Oye, dijo: Tras todo esto, parece que un militar puede al mismo instante perseguir al que le ha herido, no verdaderamente con intención de volver mal por mal, sino con intención de conservar su honra: non ut malum pro malo reddat, sed ut conservet honorem.
¿Ves cómo los nuestros tienen cuidado de impedir la intención de volver mal por mal, porque la Escritura lo prohíbe? Esto es cosa que nunca la han podido sufrir. Mira a Lesio, de Just., l. 2, c. 9, d. 12, n. 79: El hombre que recibió una bofetada no puede tener intención de vengarse; pero bien puede tenerla de evitar la infamia y de rechazar al mismo instante la injuria, aun con la espada: etiam cum gladio. Tan ajenos estamos de sufrir que alguno tenga voluntad de vengarse de sus enemigos, que ni aun quieren nuestros padres que se les de la muerte con movimiento de odio. Oye a nuestro padre Escobar, tr. 5, ex. 5, n. 145: Si tu enemigo quiere hacerte algún daño, no debes desearle la muerte movido de odio, pero se la puedes desear por evitar tu daño. Porque este deseo es tan legítimo acompañado de tal intención, que nuestro grande Hurtado de Mendoza dice que podemos rogar a Dios que haga morir prontamente los que tienen voluntad de perseguirnos, si no se puede evitar de otra suerte. Se halla en su lib. de Spe, vol. 2, dis. 15, sec. 4, § 48, citado por Diana, part. 5, tr. 13, resolut. 48.
Padre mío, dije yo, es mal hecho que la Iglesia se haya olvidado de poner en el oficio divino una oración a este intento. No se ha puesto en él, me dijo, todo lo que se puede pedir a Dios. A más de que esto no podía ser, porque esta opinión es más moderna que el Breviario: bien veo que no eres buen cronologista. Pero, sin salir de la materia, escucha este lugar de nuestro padre Gaspar Hurtado, de Sub. pecc. diff. 9, citado por Diana, part. 5, tr. 14, r. 99. Es uno de los veinticuatro de Escobar. Un beneficiado puede sin pecar mortalmente desear la muerte de aquel que tiene una pensión sobre su beneficio; y un hijo la muerte de su padre, y alegrarse cuando sucede, como sea por razón del bien que con esto le viene, y no por odio.
O padre mío, le dije, ¡qué bravo fruto se saca de esta dirección de intención! Bien veo que tiene campo ancho y tendido. Mas sin embargo hay ciertos casos donde aun sería dificultosa la resolución, bien que muy necesaria para los nobles. Propone estos casos por ver, dijo el padre. Muéstreme V. P., dije, con toda esa dirección de intención, que sea lícito el pelear en desafío. Nuestro grande Hurtado de Mendoza, dijo el padre, te satisfará al instante con este lugar que Diana refiere, part. 5, tr. 14, r. 99: Si un caballero es llamado a un desafío, y se sabe que no es devoto, y que los pecados que continuamente comete sin escrúpulo pueden fácilmente persuadir a los que le conocen que si rehúsa el duelo no es por observancia de la ley, sino por miedo, y así que vendrán a decir que es gallina y no hombre, gallina et non vir, este caballero puede para conservar su honor hallarse en el lugar señalado, no con intención expresa de pelear en duelo, sino con la de defenderse, en caso que el otro le atacare injustamente. Y su acción será en sí del todo indiferente; porque ¿qué mal puede haber en ir al campo, en pasearse en él aguardando a un hombre, y en defenderse si viene a acometer? Y así de ninguna manera peca, pues esto no es aceptar un duelo, teniendo la intención dirigida a otras circunstancias. Porque la aceptación del duelo consiste en la intención expresa de pelear, la cual no tiene este caballero.
No me cumplió V. P. su palabra. Esto no es propiamente permitir el duelo; al contrario el padre Hurtado de Mendoza le cree de tal suerte prohibido, que para hacerle lícito se excusa de decir que es duelo. ¡Hola! dijo el padre, empiezas a penetrar; me alegro. No obstante yo pudiera decir que con esto permite todo cuanto piden los que salen al desafío. Pero, ya que es menester que te responda precisamente, nuestro padre Layman lo hará por mí, permitiendo el duelo en propios términos, con tal que se dirija la intención a aceptarle solo por conservar su honor o su fortuna. Lo dice en el l. 3, p. 3, c. 3, n. 2 y 3: Si un soldado en el ejército, o un caballero en la corte, se halla en riesgo de perder su honra o su fortuna si no acepta un duelo, no veo que le puedan condenar si le acepta para defenderse. Pedro Hurtado dice lo mismo, según refiere nuestro insigne Escobar, tr. 1, ex. 7, n. 96; y en el n. 98 añade estas palabras de Hurtado: Que es lícito pelear en desafío por defender su hacienda, aunque sea matando al enemigo.
Quedéme admirado oyendo tal doctrina y al ver que el rey aplique todo su poder para prohibir y desterrar los duelos de su reino, y que los jesuitas empleen su piedad inventando sutilezas para permitirlos e introducirlos en la Iglesia. Pero el buen padre de tal suerte se había entrado en el discurso, que no se le podía atajar sin hacerle agravio. Prosiguió pues así: Finalmente Sánchez (mira qué hombres te cito) pasa más adelante; porque no solamente permite aceptar el duelo, sino también ofrecerle, dirigiendo bien la intención. Y nuestro Escobar le sigue y es de su sentir en el lugar citado, n. 97. Padre mío, dije yo, doyme por vencido, si esto es así; más nunca creeré que lo haya escrito, si no lo veo yo mismo. Pues léelo, me dijo. Y efectivamente vi estas palabras en la Teología moral de Sánchez, l. 2, c. 39, n. 7: Con mucha razón se dice que un hombre puede pelear en desafío por salvar su vida, su honra o su hacienda, si fuere considerable la cantidad, cuando es constante que se la quieren quitar injustamente por medio de procesos, de trampas y sobornos, y cuando no hay otro medio de conservarla. Y Navarro dice muy bien que en tal caso es lícito aceptar y ofrecer el desafío: licet acceptare et offerre duellum. Y también es lícito matar encubiertamente al enemigo; y aun en estas ocasiones no debe valerse un hombre de la vía del duelo, si puede matar a su enemigo a escondidas, y salir de esta manera de empeño; porque así se excusará a un tiempo de exponer su vida en un combate, y de participar del pecado que su enemigo cometería por el duelo.
En verdad, padre mío, dije yo, que esta es alevosía; y aunque parece piadosa a los padres de la Compañía, no deja de ser alevosía quitar la vida a su enemigo a traición. ¿Te he dicho yo, replicó el padre, que se puede matar a traición? ¡Dios me libre! Lo que te digo es que se puede matar a escondidas, y de aquí infieres que se puede matar a traición, como si fuera lo mismo. Aprende de Escobar, tr. 6, ex. 4, n. 26, lo que es matar a traición, y luego hablarás: Llámase matar a traición cuando se mata a un hombre que de ningún modo se recela y que no está sobre aviso. Y por esta razón el que mata a su enemigo no se dice que le mata a traición, aunque le mate por detrás, o en una emboscada: licet per insidias aut a tergo percutiat. Y en el mismo tratado, n. 56: El que mata a su enemigo con quien se había reconciliado, con promesa de no intentar más quitarle la vida, no se puede absolutamente decir que le ha muerto a traición, a no ser que haya habido entre ellos una amistad muy estrecha: arctior amicitia.
Ya ves que ni aun sabes lo que los términos significan, y no dejas de hablar como si fueras doctor. Confieso, dije yo, que es cosa nueva para mí; y por esta definición colijo que quizá jamás se ha llegado a matar a nadie a traición, porque creo que nadie piensa en asesinar más que a su enemigo. Pero sea lo que fuere, ¿luego se puede libremente matar, según la opinión de Sánchez, no digo ya a traición, sino solo por detrás o en una emboscada, a un calumniador que nos pone pleito ante la justicia? Sí, dijo el padre; pero ha de ser dirigiendo bien la intención: siempre olvidas lo principal. Y esto es lo que también enseña Molina, tom. 4, tr. 3, disp. 12. Y es el sentir de nuestro docto Reginaldo, lib. 21, c. 5, n. 57: También podemos matar a los testigos falsos que el calumniador suscita contra nosotros. Y finalmente, según la doctrina de nuestros célebres padres Tanero y Manuel Sa, podemos no solo quitar la vida a los testigos falsos, sino también al mismo juez, si está de inteligencia con ellos. Estas son sus palabras, tr. 3, disp. 4, q. 8, n. 83: Soto y Lesio dicen que no es permitido matar a los testigos falsos y al juez que conspiran en la muerte de un inocente; pero Manuel Sa y otros autores tienen razón de desaprobar este parecer, a lo menos por lo que toca a la conciencia. Y en ese mismo lugar se ratifica en que podemos matar a los testigos y al juez.
Padre mío, dije yo, muy bien entiendo ahora la fuerza de vuestro principio de dirigir la intención; pero también deseo saber sus consecuencias, y todos los casos en que este método da licencia de matar. Volvamos pues a los casos que V. P. me ha nombrado, para que no haya engaño; pues la equivocación en esto sería peligrosa. No se debe quitar la vida a nadie sino muy a propósito y sobre la fianza de una buena opinión probable.
V. P. me aseguró que dirigiendo bien la intención, según la doctrina de vuestros padres, por conservar la honra, y aun la hacienda, se puede aceptar un duelo, ofrecerle algunas veces, matar a escondidas a un falso acusador y a sus testigos, y aun al mismo juez que los favorece; y también me dijo V. P. que aquel que recibe una bofetada puede sin vengarse reparar este agravio con la espada. Pero, padre mío, V. P. no me dijo hasta donde podía llegar. Poco se puede errar, dijo el padre; porque puede llegar hasta matarle. Es lo que prueba muy bien nuestro docto Henríquez, l. 14, c. 10, n. 3, y otros de los nuestros citados por Escobar, tr. 1, ex. 7, n. 48, en estos términos: Es lícito matar al que dio una bofetada, aunque huya, como no sea por odio o por venganza, y como no se de lugar a alevosías grandes y dañosas al Estado. Y la razón es porque puede un hombre correr así para recuperar su honor, como para recuperar su hacienda. Porque aunque tu honor no esté en manos de tu enemigo, como pudiera estar la ropa que te hubiera quitado, puede sin embargo recuperarse de la misma suerte, dando señales y pruebas de grandeza y de autoridad, y logrando por esta vía la estimación de los hombres. Y efectivamente, ¿no es verdad que el que recibió una bofetada pasa por infame y sin honra hasta que haya muerto a su enemigo?
Parecióme tan horrible esta doctrina, que con trabajo me pude contener; pero, para saber mas, le dejé que prosiguiese así. Además es licito, dijo, por prevenir la bofetada, matar al que la quiere dar, si no hay otro medio para evitarla. Esto es común en la doctrina de nuestros padres. Toma a Azor, Inst. mor., part. 3, p. 105 (este es otro de nuestros veinticuatro ancianos), quien dice: ¿Es lícito a un hombre honrado quitar la vida al que quiere darle una bofetada o de palos? Los unos dicen que no, dando por razón que la vida del prójimo es de mayor estimación que nuestra honra, y además que es crueldad matar a un hombre solamente por evitar una bofetada. Pero otros dicen que esto es permitido; y a la verdad yo lo tengo por probable, cuando no se puede evitar de otra manera, porque sino la honra de los inocentes estaría expuesta a cada paso a la malicia de los insolentes. Lo mismo dicen nuestro gran Filiucio, tom. 2, tr. 29, c. 3, n. 50; el padre Hereau en sus escritos del Homicidio; Hurtado de Mendoza, in 2, disp. 170, sec. 16, § 137; Becano, Sum., tr. 1, q. 64, de Homicidio; nuestros padres Flahaut y Lecourt en sus escritos, que la universidad refirió en su tercer memorial para desacreditarlos, pero en vano; y Escobar en el lugar citado, n. 48: todos confrontan y dicen lo mismo. Por fin esto se enseña tan generalmente, que Lesio lo decide como doctrina que todos los casuistas tienen por cierta y de ninguno rechazada, l. 2, c. 9, n. 76, donde trae un número grande de casuistas que son de esta opinión, y ninguno que sea contrario. Y aun, n. 77, acota con Pedro Navarro, que, tratando generalmente de las afrentas (y es cierto que la bofetada es la más sensible), declara que según el asenso y parecer de todos los casuistas, ex sententia omnium licet contumeliosum occidere, si aliter ea injuria arceri nequit. ¿Quieres más?
Dile las gracias, porque ya pasaba de raya. Pero, para ver hasta donde podía llegar una doctrina tan perversa, le pregunté: Padre mío, ¿no sería lícito matar por un tantico menos? ¿No habría forma de dirigir la intención de suerte que se pudiese matar por un desmentir? ¿Quién lo duda? dijo el padre. Así lo asegura nuestro padre Baldelle, l. 3, disp. 24, n. 24, citado por Escobar en el mismo lugar, n. 49: Es lícito matar al que te dice: Tú mientes, si no se le puede reprimir de otra manera. Y también se consiente matar por calumnias y detracciones, según nuestros padres. Porque Lesio, a quien el padre Hereau sigue palabra por palabra, dice en el lugar citado: Si tú procuras quitarme la reputación con calumnias en presencia de personas honradas, y yo no lo puedo evitar sino quitándote la vida, ¿podré hacerlo? Sí, según los autores modernos, y aunque el delito que de mí publicas sea verdadero, como sea secreto, y no lo puedas descubrir según forma de justicia. Y he aquí la prueba. Si me quieres quitar la honra con una bofetada, puedo impedirlo a fuerza de armas; luego la misma defensa me es permitida cuando me quieres hacer la misma injuria con la lengua. Además, puedo impedir las afrentas; luego puedo impedir las calumnias. Finalmente, la honra es más preciosa que la vida, y se puede matar por defender la vida; luego se puede matar por defender la honra. Estos sí que son argumentos en forma. Esto no es discurrir sencillamente, o hablar por hablar; esto es probar. Y en fin aquel gran Lesio muestra allí mismo, n. 78, que es permitido matar por un simple gesto o señal de menosprecio. Se puede, dice, quitar la honra de diferentes modos, en los cuales la defensa parece muy justa, como si alguno te quisiera dar de palos o una bofetada, o te quisiera hacer alguna afrenta con palabras o con señales: sive per signa.
¡O padre mío! dije, esto es cuanto se puede desear para poner su honra en salvo; pero la vida queda muy arriesgada, si por simples calumnias, o por gestos que no agradan, se puede en conciencia ir matando la gente. Es verdad, me dijo; pero como nuestros padres son muy mirados y circunspectos, hallaron ser conveniente que no se ponga en práctica y uso esta doctrina en ocasiones de tan poca consideración. A lo menos dicen que apenas se debe practicar: practice vix probari potest. No dijeron esto sin razón; y es esta. Bien la sé, dije yo; es porque la ley de Dios prohíbe el matar. No lo toman ellos por esta parte, me dijo el padre. Hállanlo lícito en conciencia, no atendiendo más que a la verdad como ella es en sí. Luego ¿por qué lo prohíben? Escúchalo, dijo. Es porque se despoblaría un Estado en menos de nada, si se hubiese de matar a todos los maldicientes. Mira lo que dice nuestro Reginaldo, l. 21, n. 63, pág. 260: Aunque esta opinión, que es lícito matar por una calumnia, no esté sin probabilidad en la teórica, se debe seguir lo contrario en la práctica; porque siempre es menester evitar el daño que se puede causar al Estado en el modo de defenderse. Y es visible que matando la gente de esta manera, se cometerían muchísimos homicidios y alevosías. Lesio dice lo mismo en el lugar citado: Es menester ver que el uso de esta máxima no sea perjudicial y nocivo al Estado; porque en tal caso no se debe permitir: tune enim non est permittendus.
¿Luego, padre mío, esta es una prohibición política, y no de religión? Pocos habrá que la observen, y sobre todo en la cólera. Con facilidad cualquiera pensará que no hace daño al Estado en librarle de un mal hombre. Por eso, respondió, nuestro padre Filiucio añade a esta razón otra bien considerable, tr. 29, c. 3, n. 51: El caso es que sería castigado en justicia cualquiera que quitase la vida a otro por esa causa. Bien lo decía yo, padre mío, que vuestros padres no harían cosa de provecho mientras no tuviesen de su parte a los jueces. Los jueces, respondió el padre, como no penetran en las conciencias, no juzgan sino por lo exterior de la acción; pero nosotros miramos principalmente a la intención. Y de aquí proviene que nuestras máximas son a veces algo contrarias a las de ellos. Sea como fuere, padre mío, de las vuestras se concluye muy bien que, evitando los daños del Estado, es lícito a cualquiera matar a los maldicientes con seguridad de conciencia, como sea con seguridad de su persona.
Mas, padre mío, habiendo vuestros padres hallado modos de conservar la honra, ¿cómo no los han hallado también para conservar la hacienda? Bien sé que la hacienda es de menor consideración, pero no importa. Paréceme que bien se podría dirigir la intención, de suerte que se pudiese matar para conservarla. Sí, dijo el padre, y ya toqué yo el punto que te pudo dar esta entrada. Todos nuestros casuistas vienen en ello, y aun lo permiten, aunque no se tema violencia alguna de parte de los que nos quitan la hacienda, como cuando huyen. Así lo asegura Azor, de nuestra Compañía, p. 3, l. 2, c. 1, q. 20.
Pero, padre mío, ¿cuánto ha de valer la cosa para poder llegar a extremos tan grandes? Es menester, según el parecer de Reginaldo, l. 21, c. 5, n. 66, y de Tanero, in 2, 2, disp. 4, q. 8, d. 4, n. 69, que la cosa sea de gran valor a juicio de un hombre prudente. Y Layman y Filiucio dicen lo mismo. Esto no es decir nada, padre mío: ¿dónde se hallará un hombre prudente, siendo raro poder dar con uno que lo sea, para hacer esta estimación? ¿Por qué no determinan la cantidad? ¡Cómo! dijo el padre, ¿te parece que era tan fácil hacer comparación de la vida de un hombre, y sobre todo de un cristiano, con el poco valor del dinero? En esto te quiero hacer conocer la necesidad que tuvo el mundo de nuestros casuistas. Búscame, por vida tuya, entre todos los Padres antiguos a uno que diga por cuánto es lícito matar a un hombre. ¿Qué te dirán, sino: Non occides, no matarás? ¿Y quién se atrevió a determinar la cantidad? pregunté yo. ¿Quién? me dijo. Nuestro grande e incomparable Molina, gloria de nuestra Compañía, que con su prudencia inimitable la ha puesto a seis o siete ducados, asegurando que por el interés de ellos es lícito matar, aunque el ladrón que los ha hurtado vaya huyendo. Lo dice en su tom. 4, tr. 3, disp. 46, d. 6. Y además dice en ese mismo lugar que no osaría decir que peca el hombre que mata al que le quiere quitar una cosa que vale un escudo, o menos: unius aurei, vel minoris adhuc valoris. De aquí pasó Escobar a fundar esta regla general, n. 44: Que regularmente se puede matar a un hombre por el valor de un escudo, según Molina.
Pues, padre mío, ¿de dónde pudo Molina tener el conocimiento para resolver un punto de tanta importancia, sin tener para ello alguna luz de la Escritura, o de los concilios, o de los santos Padres? Ahora veo que es forzoso que haya tenido luces muy particulares y muy diferentes de las que tuvo san Agustín acerca del homicidio, así como acerca de la gracia. Me he vuelto bravo teólogo sobre este punto; y llego perfectamente a concluir que solos los eclesiásticos habrán de abstenerse de matar a los que les hicieren algún daño y perjuicio en la honra o en la hacienda. ¿Qué es lo que dices? replicó el padre. ¿Parécete que sería razonable que los que el mundo debe respetar más estuviesen solos expuestos a la insolencia de los malos? Nuestros padres han prevenido este desorden; pues Tanero, tom. 2, d. 4, q. 8, d. 4, n. 76, dice: Es permitido a los eclesiásticos, y a los religiosos mismos, matar por defender no solamente su vida, sino también sus bienes o los de su comunidad. Molina, que Escobar cita, n. 43; Becano, in 2, 2, t. 2, q. 7, de Hom., concl. 2, n. 5; Reginaldo, l. 21, c. 5, n. 68; Layman, l. 3, tr. 3, p. 3, c. 3, n. 4; Lesio, l. 2, c. 9, d. 11, n. 72, y otros, se sirven de estas mismas palabras. Y aun, según nuestro insigne padre Lamy, es permitido a los sacerdotes y a los religiosos prevenir los calumniadores, matándolos para que no puedan calumniarlos. Pero esto es siempre dirigiendo bien la intención. Sus palabras son las siguientes, tr. 5, disp. 36, n. 118: Es lícito a un eclesiástico, o a un religioso, matar a un calumniador que amenaza publicar delitos escandalosos de su comunidad o de su misma persona, cuando no hay otro medio para impedirlo, y cuando está pronto a publicar sus calumnias si no le matan luego. Porque, en tal caso, como le es lícito al religioso matar al que intentara quitarle la vida, así también le es permitido matar al que le quiere quitar la honra o la de su comunidad, de la misma manera que esto es lícito a los demás del mundo.
No sabía yo esto, dije: siempre había creído lo contrario simplemente y sin hacer reflexión, fiado en lo que había oído decir que la Iglesia aborrece de tal modo los homicidios y que se vierta sangre, que no permite en manera alguna a los jueces eclesiásticos asistir a las sentencias criminales. No te detengas en eso, dijo el padre. Nuestro padre Lamy prueba muy bien esta doctrina, bien que, por humildad digna de tal hombre, la somete al lector prudente. Y Caramuel, nuestro ilustre defensor, que la trae en su Teología fundamental, pág. 543, la tiene por tan cierta, que cree que la contraria no es probable; y saca de ella conclusiones admirables, como esta que llama la conclusión de conclusiones, conclusionum conclusio: Que un sacerdote no solamente puede en ciertas ocasiones matar a un calumniador, sino que aun hay casos en que lo debe hacer: etiam aliquando debet occidere.
Bajo este principio va examinando muchas cuestiones; por ejemplo, esta: Si pueden los jesuitas matar a los jansenistas. ¡Este es, padre mío, un punto de teología nunca oído! dije yo, haciendo una exclamación muy grande; y ya doy por muertos a los jansenistas, según la doctrina del padre Lamy. Aquí te cogí, dijo el padre; Caramuel concluye todo lo contrario de estos mismos principios. ¿Y cómo hace eso, padre mío? Por cuanto, respondió, los jansenistas no dañan a nuestra reputación. He aquí sus palabras, n. 1146 y 1147, p. 547 y 548: Los jansenistas llaman a los jesuitas pelagianos; ¿puédenlos matar por esto? No, porque los jansenistas no pueden oscurecer los resplandores de la Compañía, menos aun que una lechuza los rayos del sol; al contrario la han levantado de punto, aunque contra su intención: occidi non possunt, quia nocere non potuerunt.
¡Pues qué, padre mío! ¿la vida de los jansenistas depende de saber si dañan o no dañan a vuestra reputación? No están ellos muy seguros, si es así; porque si viene a ser tantico probable que dañan a la Compañía, sin dificultad alguna tienen la sentencia de muerte a cuestas. Vuestros padres harán un argumento formal, y no han menester más, con la dirección de intención, para despachar a un hombre a la otra vida con seguridad de conciencia. ¡Oh qué dichosos son los hombres que no quieren sufrir las injurias y que saben esta doctrina! ¡y qué desdichados aquellos que los ofenden! Verdaderamente, padre mío, lo mismo será tratar con religiosos que se valen de esta dirección de intención, que con hombres los más desalmados y que no tienen religión; porque, al fin y al postre, la intención del que hiere no alivia al herido: no siente aquella dirección secreta, y sí solo el golpe que le traspasa las entrañas. Y aun no sé si no le causaría a un hombre menor sentimiento el verse degollar bárbaramente por mano de sus enemigos, que con mucha conciencia por manos de hombres devotos.
Cierto, padre mío, sin disimular lo digo, que me tiene asombrado esta doctrina; y estas cuestiones del padre Lamy y de Caramuel no me agradan. ¿Por qué? dijo el padre; ¿eres acaso jansenista? Tengo otra razón, le dije; y es que suelo escribir de cuando en cuando a un amigo mío que vive en el campo las noticias que puedo sacar de las máximas de vuestros padres. Y aunque no hago más que una relación sencilla, alegando fielmente sus palabras, sin embargo temo que no haya por ahí algún malintencionado que, imaginando que hago daño a la Compañía, saque de vuestra doctrina alguna mala conclusión contra mí. Anda, dijo el padre, yo te aseguro que no te vendrá mal alguno; yo respondo. Has de saber que lo que nuestros padres han impreso ellos mismos, y con aprobación de nuestros superiores, ni es malo ni corre riesgo en que se publique.
Escribo pues a Vm. bajo la palabra de este buen padre; pero siempre me falta el papel, y no la materia. Porque hay tanto que decir, que se podrían hacer volúmenes. Guarde Dios a Vm., &c.
[ Blas Pascal, Cartas escritas a un provincial, París 1849, páginas 89-107. ]