Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XIV
Asiento del alma

El cerebro no solamente es órgano de la inteligencia y de todas las funciones superiores del espíritu, sino también asiento único y exclusivo del alma. Todas las ideas nacen del cerebro; sólo en él [140] se forman toda clase de sensaciones y sentimientos, y toda especie de actividad voluntaria y de movimiento espontáneo únicamente proceden de él.

Esta verdad tan sencilla, tan clara, tan irrefutable, demostrada por innumerables hechos fisiológicos y patológicos, no ha sido reconocida hasta muy tarde, y aun hoy es difícil probar su evidencia a la mayor parte de aquellos que no son médicos.

Platón colocaba ya el alma en el cerebro, pero Aristóteles la ponía en el corazón. Heráclito, Critias y los judíos la buscaban en la sangre; Epicuro en el pecho.

Entre los modernos, Ficinio la volvió a colocar en el corazón. Descartes en la glándula pineal, que es ese pequeño órgano impar situado en el interior del cráneo y lleno de una materia llamada arena del cerebro. Soemmering la encontraba en los ventrículos del cerebro, y Kant en el agua contenida en las cavidades cerebrales. Después se trató por mucho tiempo de descubrir el alma el alguna parte aislada del cerebro, sin pensar que sólo podía residir en la actividad de todo este órgano.

Ennemoser, entre los modernos, hizo por vía especulativa el ingenioso descubrimiento de que el alma estaba esparcida por todo el cuerpo, mientras que el filósofo Fischer no duda en manera alguna de que sea inherente a todo el sistema nervioso.

Los filósofos son gentes muy particulares. Hablan de la creación del mundo como si la hubieran presenciado. Definen lo absoluto como si hubieran estado durante años enteros frente a frente de esta abstracción; hablan de la nada y de la existencia del yo y del no yo, del por sí y del en sí, de la universalidad y de la individualidad, de la sociabilidad, de las nociones puras y simples, de la [141] incógnita X, &c., con tanta seguridad como si un plano celeste les hubiera facilitado los más exactos pormenores sobre estas cosas y estas ideas. Torturan y embrollan las nociones y definiciones más sencillas con una balumba de palabras ampulosas y sabiamente combinadas, pero vacías de sentido e ininteligibles, de manera que el hombre de buen sentido no sabe por dónde anda en semejante laberinto.

Pero a pesar de la altura metafísica en que se colocan, se alejan con demasiada frecuencia de la ciencia positiva, hasta tal punto, que cometen los más deliciosos errores, sobre todo en las cuestiones en que la filosofía se roza con las ciencias naturales, y en que estas últimas amenazan derrumbar el ostentoso edificio de sus especulaciones metafísicas. Por esto, casi todos los psicólogos filósofos han rechazado con una energía igual a su ignorancia la opinión de que el asiento del alma estaba en el cerebro, y continúan su oposición, a pesar de los progresos de las ciencias empíricas. Fortlage, autor de un gran sistema de psicología como ciencia empírica, publicado en 1885, dice: «Hay ciertos errores inherentes al espíritu humano, &c. En el número de estos errores hay que contar todavía el que coloca el asiento del alma al cerebro.» Si Fortlage se hubiese tomado el trabajo de recorrer superficialmente un manual elemental de fisiología, se hubiera guardado muy bien de enunciar semejante juicio.

El filósofo Fischer, de Bale, dice: «La prueba de que el alma es inherente a todo sistema nervioso, está en que siente, percibe y obra en todos los puntos de este sistema. No siento yo el dolor en un punto central del cerebro, sino en un lugar y sitio determinados.» [142]

Sin embargo, el hecho que Fischer quiere negar es indudable. Los nervios no perciben la sensación en sí mismos, sino que hacen nacer las sensaciones por las impresiones que reciben de fuera, transmitiéndolas al cerebro. No sentimos el dolor en la parte que ha recibido el golpe o la herida, sino en el cerebro. Si se corta en algún punto el filamento del nervio sensitivo entre el cerebro y la periferia, cesa inmediatamente toda facultad de sensación en la parte del cuerpo de que depende ese nervio, por la sola causa de haberse interrumpido la comunicación del mediador del cerebro. No vemos por el ojo ni por el nervio óptico, sino por el cerebro. Si se corta o destruye su facultad de transmitir impresiones, no hay visión. El mismo efecto tiene lugar cuando se quita a un animal vivo la parte del cerebro llamada cuadrigéminos, aunque los ojos del animal queden perfectamente conservados.

Sólo la costumbre y la apariencia nos han dado la idea falsa de que sentimos en aquella parte del cuerpo exteriormente impresionada. La fisiología designa esta notable relación con el nombre de ley de los efectos excéntricos. Equivocadamente prolongamos, según esta ley, las sensaciones percibidas en el cerebro al punto en que las vemos obrar. Por eso es casi indiferente impresionar un nervio en la línea de su trayecto, lo mismo en un punto o en otro, porque no sentimos esa irritación sino en la extremidad periférica del nervio. Si nos damos un golpe en los nervios del codo, no sentimos el dolor en el codo, sino en los dedos. Si una exóstosis ejerce una presión sobre uno de los nervios de la cara que salen de la cavidad del cráneo, el enfermo siente los dolores más crueles en todo el rostro aunque sus nervios periféricos estén perfectamente [143] sanos. Cuando se levanta una parte de la piel frontal y se la coloca sobre la nariz, el individuo que ha sufrido esta operación cree sentir la impresión en la frente cuando se le toca en la nariz.

Si se excita el nervio óptico de un ojo extirpado, la persona operada experimenta la sensación de luz y de fuego en el ojo que ya no existe. Las personas que han sufrido una amputación, sienten toda su vida, en los cambios de temperatura, dolores en la pierna o en el brazo amputado, por más que carezcan ya de esos miembros, y llevan con frecuencia maquinalmente la mano a ellos, porque allí han experimentado cierta sensación. Suponiendo que se amputara a un hombre todos sus miembros, no por eso dejaría de sentir impresiones en todos ellos.

Con arreglo a estos hechos, no es posible dudar de que existe en el interior del cerebro una determinada topografía, mediante la cual se produzcan separadamente las distintas sensaciones de las numerosas partes del cuerpo. Para toda parte del cuerpo que pueda ser impresionada separadamente es preciso que haya en el cerebro un lugar que a ella corresponda exactamente, y que la represente en cierto modo ante el fuero interno o de la conciencia. Sucede con bastante frecuencia que una irritación transmitida a un punto central por el nervio que sirve de mediador no se detiene sólo en este punto, sino que se comunica también a algunos otros centros de sensación que están a él más próximos. Así es como nacen lo que llamamos simpatías. Si alguna persona tiene un diente cariado, no sólo experimenta el dolor en el diente, sino en toda la mejilla.

Lo que decimos de las sensaciones puede aplicarse igualmente a los actos de la voluntad. No es en [144] los músculos, sino sólo en el cerebro, donde la voluntad excita un movimiento cualquiera, y en este órgano es donde se forman los actos de la voluntad. Los nervios son los mediadores de esta irritación. Son, por decirlo así, los mensajeros que transmiten a los músculos las órdenes del cerebro. Si se destruye esta comunicación, cesa toda acción voluntaria. La apoplejía se produce por la salida de una cantidad excesiva de sangre de los vasos cerebrales al interior. Desde el momento que ésta se verifica con bastante abundancia para detener las funciones del cerebro, cesa completamente toda clase de sensación y de voluntad en toda la mitad respectiva del cuerpo. ¿Quién no ha visto el triste estado de una persona atacada de apoplejía?

Una separación de la médula espinal, operada artificialmente en animales vivos, produce el mismo resultado y paraliza todas las partes del cuerpo colocadas debajo del corte. Preciso es que los rudimentos de los nervios excitados por la voluntad se hallen topográficamente esparcidos en el cerebro, como acontece con los nervios sensitivos, a fin de que el impulso de la voluntad los mueva separadamente. Esta relación ha sido comparada con mucha precisión a las teclas de un piano. La voluntad, como el pianista, necesita un largo ejercicio para perfeccionarse, para producir, tocando teclas distintas, movimientos diversos. Muchas veces no logra su objetivo; toca muchas teclas al mismo tiempo, y produce así los movimientos occidentales. Queremos, por ejemplo, mover un dedo, y en vez de uno los movemos todos a la vez. Los gestos que se hacen al hablar se deben a la misma causa. Los niños ofrecen el mayor número de hechos del mismo género. Estas criaturas, como no han aprendido [145] todavía a aislar su actividad voluntaria, ejecutan los movimientos más sencillos haciendo que se mueva todo el cuerpo.

Oigamos las objeciones de otro filósofo. El profesor Erdmann, de Halle, dice en sus cartas psicológicas: «¡La opinión de que el alma reside en el cerebro, llevada a sus últimas consecuencias, daría por resultado que separando la cabeza del tronco, el alma podría continuar su existencia!»

Indudablemente se produciría este fenómeno si pudiéramos perpetuar artificialmente en una cabeza separada de su tronco la circulación de la sangre, de cuya acción dependen la alimentación y conservación del cerebro. Pero al separarla del resto del cuerpo cesa naturalmente toda circulación, es decir, toda alimentación del cerebro por el corazón, y por consiguiente, toda conciencia, toda función cerebral, toda actividad anímica, en una palabra, la vida queda anonadada.

Conocemos algunos raros ejemplos de hombres a quienes un esguince de las vértebras cervicales había estrechado de tal manera la parte superior de la médula espinal que se había suspendido toda comunicación entre el cuerpo y el cerebro. La respiración y la pulsación del corazón, y, por consiguiente, la alimentación del cerebro, podían subsistir, aunque de una manera muy insuficiente. Estos desgraciados pueden considerarse como muertos, aunque estén vivos. En todo el cuerpo no existe ya sensación ni voluntad; sólo la cabeza vive con sus partes más próximas, alimentadas por nervios que de ella dependen. La actividad anímica no queda, sin embargo, destruida en estos desgraciados, que no son más que cadáveres vivos.

Tan admitida está hoy la opinión de que el cerebro es el asiento del alma, que desde hace [146] mucho tiempo las leyes relativas a las monstruosidades están basadas en este principio. Un monstruo que tenga dos cabezas y un cuerpo se considera como dos personas, y un monstruo con dos cuerpos y una cabeza no se considera más que como una persona. Los monstruos sin cerebro, es decir, acéfalos, carecen de personalidad.

Ennemoser ha encontrado, por último, que el alma ere inherente a todo el cuerpo. Si Ennemoser se hubiera visto, una sola vez en su vida, en la necesidad de que le amputaran una pierna, hubiera visto prácticamente, con gran sorpresa suya y a su costa, que su alma no habría perdido nada en calidad ni extensión.

Se ha tratado en nuestros días de modificar en las ciencias fisiológicas la opinión generalmente admitida del asiento único y exclusivo del alma en el cerebro, atribuyendo a la médula espinal alguna participación en la sensación y en los movimientos voluntarios. Estos ensayos se han basado en experimentos hechos con animales. Estos experimentos no son bastante convincentes, y las razones del contrario son tan fuertes y concluyentes, que la ciencia no ha creído hasta ahora que debía admitir esta restricción.

No podemos, por último, pasar en silencio que algunos han pretendido que el alma podía algunas veces, y en casos muy especiales, salir del cerebro y colocarse por poco tiempo en otro punto del sistema nervioso, y que uno de estos puntos era particularmente el complejo solar, enlace del gran simpático, situado en el bajo vientre. Este nervio baja por la columna vertebral en numerosos enlaces y ramificaciones; sólo por medio de algunos filamentos comunica el sistema de los nervios cerebro espinales, y presenta en todas sus funciones una [147] dependencia fisiológica tal, que los órganos cuyo ejercicio mantiene, son, en su estado normal, enteramente independientes de la influencia anímica, ejerciendo sus funciones independientemente de la conciencia y de la voluntad. Este nervio no tiene la más mínima relación con la actividad del alma, y la fisiología no ha podido señalar un solo acto psicológico de este nervio en el hombre ni en los animales.

A pesar de ello, no se ha dado en hacer a este inocente nervio cómplice de los pecados místicos y especulativos de nuestro siglo, atribuyéndole una parte de los fenómenos que es costumbre llamar vida nocturna del alma. Este nervio es el que da a los sonámbulos la facultad de leer cartas cerradas o indicar la hora de un reloj que se les ponga en la boca del estómago. Debemos entrar en algunos detalles acerca de los principales fenómenos de esta naturaleza, no sólo para sostener nuestra opinión de que el cerebro es asiento y órgano exclusivo del alma, sino además por otras razones. Parte de estos fenómenos, especialmente la doble vista, han servido para probar la existencia de fuerzas y fenómenos sobrenaturales y espirituales, queriendo encontrar en ella el punto de enlace positivo, aunque obscuro, entre el mundo espiritual y el material. Se ha llevado la pretensión hasta el punto de considerar estos fenómenos como clave por cuyo medio ha de llegar quizás el hombre al conocimiento de la existencia transcendental, de las leyes espirituales y de la existencia personal después de la muerte. Todos estos fenómenos no son, a los perspicaces ojos de la ciencia, otra cosa que vanas ilusiones de que la naturaleza humana parece tener necesidad para satisfacer el instinto irresistible que la impele hacia todo lo que es maravilloso y [148] sobrenatural. Este instinto ha producido ya los más raros extravíos del espíritu humano. Algunas veces, en el instante mismo en que parece que los progresos de la ciencia y de las luces han puesto un dique a sus desbordamientos, surge de nuevo, con más impetuosidad, precisamente del punto de donde menos debía esperarse, como si quisiera indemnizarse de su largo reposo. Los acontecimientos de los últimos años prueban evidentemente esta verdad. La creencia en los brujos y los magos, en el diablo, en los endemoniados, en el vampirismo y otras manías semejantes de los tiempos pasados, aparece hoy bajo la forma más seductora de las mesas giratorias, de los espíritus invocados, de la psicografía, del sonambulismo, &c. Las personas ilustradas piensan algunas veces que la creencia en las cosas maravillosas y sobrenaturales es patrimonio de la gente ignorante; pero la historia de la fluidomanía ha debido desengañares. Ni era precisa esa prueba. ¡Cuántas personas instruidas rehusan tomar asiento en una mesa donde hay trece cubiertos! ¡cuántas personas consideran el viernes como día nefasto, o miran como de mal agüero el encontrarse con ciertos animales! ¡Qué éxito no tienen en todas las clases de la sociedad los magnetizadores, los que poseen la doble vista, los charlatanes, &c.!

Entre los fenómenos que constituyen lo que se llama la vida nocturna del alma, se cuentan los siguientes:

El sobrecogimiento o las consecuencias funestas que tiene, para las mujeres que se hallan en cinta, ver un objeto que las asuste. El magnetismo animal, con los fenómenos que le acompañan. La lucidez o adivinación. Las circunstancias particulares del sueño, tales como el sonambulismo y el estado [149] de somnolencia. Los presentimientos, la doble vista, la aparición de los espíritus, y, por último, las curaciones simpáticas y las maravillosas.

El sobrecogimiento de las mujeres en cinta no merece ser examinado en estos estudios. Por punto general, se le considera como una fábula por las mejores autoridades contemporáneas.

El sueño magnético, que se provoca mediante un frotamiento más o menos prolongado, y que aparece algunas veces, sin causa exterior y determinada, en el idiosonambulismo, es, según se pretende, un estado de éxtasis del alma, sin conciencia individual, y que produce en ocasiones y en ciertos individuos privilegiados, sobre todo en las mujeres, la adivinación. Estos individuos tienen, en el estado de éxtasis, la facultad de desplegar fuerzas espirituales superiores y que no les son naturales, de hablar fácilmente lenguas o dialectos extranjeros, y discurrir algo sobre cosas que les son completamente desconocidas cuanto están despiertos. El magnetizado debe tener en el rostro algo de etéreo, de transfigurado, y revelar en toda su persona las relaciones que existen entre él y el mundo ideal. Debe tener la voz armoniosa y solemne. Si el éxtasis se prolonga hasta la adivinación, pretende ver fenómenos que están fuera del alcance natural de los sentidos; se leen cartas cerradas; indícanse las horas del reloj colocado en la boca del estómago; adivínanse los pensamientos en los demás; se ve claro el porvenir; alcanza la vista hasta una distancia infinita, &c. Estas personas nos refieren, por último, muchas cosas sobre los misterios celestes y de la otra vida, mostrándonos los arcanos del cielo y del infierno y nuestro modo de ser después de la muerte, &c. Hay que notar, sin embargo, que las revelaciones de estos sonámbulos [150] concuerdan siempre de una manera muy particular con los artículos de la fe religiosa o de los sacerdotes a cuya influencia deben sus inspiraciones.

La adivinación es fruto de nuestros días en su forma actual, pero no en su esencia. La Pitonisa de los griegos, que profetizaba sentada sobre el trípode, y a quien se apuntaban las respuestas del mismo modo que hoy se hace con nuestros sonámbulos, no era más que una adivina en forma antigua. La Edad Media, en sus excesos de demencia religiosa, muestra semejantes fenómenos de inspiración. La historia tan popular de los exaltados del Languedoc ofrece un interesante ejemplo de este género.

La ciencia no duda de que todos los casos de supuesta adivinación son efectos de la connivencia entre juglares o farsantes. La lucidez, es decir, la facultad de ver más allá del alcance de los sentidos es, por razones naturales, imposible. Está en las leyes de la Naturaleza, que nadie puede infringir, el que se vea con los ojos y se oiga con los oídos, y que los efectos de los sentidos queden encerrados dentro de ciertos límites del espacio que no pueden salvar. Nadie posee la facultad de leer una carta cerrada que no es transparente, ni ver desde un punto de Europa lo que sucede en América, ni de adivinar los pensamientos de los demás, ni de contemplar con los ojos cerrados lo que a su alrededor pasa. Estas verdades están basadas en leyes naturales que son inmutables, y de las que, por analogía con las leyes naturales, pueden decirse que no presentan excepción alguna. Cuanto sabemos lo sabemos mediante los sentidos, y cada noción particular que se adquiere entra por un sentido determinado. Si está en suspenso la actividad de este sentido queda destruido todo conocimiento [151] que por él se adquiere. No hay cosas ni facultades sobrenaturales, ni las ha habido nunca ni en ninguna parte. Es más: no podría haberlas, porque en tal caso quedaría destruida la inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza. Así como una piedra que cae no toma nunca una dirección opuesta a la del centro de la tierra, así tampoco puede observar nada un hombre sino mediante los sentidos. Jamás hombre alguno, sensato y libre de preocupaciones, ha podido señalar un hecho que infrinja las inmutables leyes de la Naturaleza. Únicamente los niños, los bobos y los supersticiosos son los que han visto espíritus, fantasmas y milagros. Todo lo que se ha referido acerca de la intervención del mundo espiritual o sobrenatural en nuestra vida terrestre, o de la existencia de almas en pena, no tiene sentido común: ningún muerto ha vuelto a la vida. No hay espíritus en las mesas, ni espíritus de ninguna clase. El naturalista juicioso, guiado por la observación y por la experiencia, no puede dudar ni lo más mínimo de estas verdades. La Naturaleza y sus leyes, que continuamente estudia, le han convencido plenamente de que esas leyes no admiten excepción alguna. Verdad es que la mayor parte de los hombres piensa de distinto modo; a éstos sólo la instrucción verdadera puede curarlos.

De acuerdo con las opiniones generalmente sancionadas por la ciencia, los observadores competentes y exentos de preocupaciones, después de haber examinado todos los fenómenos de supuesta adivinación los han atribuido a la ilusión o al artificio. Sabido es que la Facultad de Medicina de París sometió, hace algunos años, cierto número de estos fenómenos a un examen científico: entonces quedó probado que eran producidos por artificios. La misma Facultad ofreció en 1837 un [152] premio de 3.000 francos, durante tres años, al que pudiera leer a través de una plancha, y nadie pudo ganar el premio. En uno de los últimos años se ha nombrado en Ginebra una comisión científica para hacer experimentos con M. Lassaigne y madame Prudencia Bernard, célebre adivina parisiense, y todos estos experimentos tuvieron el éxito peor que puede pensarse. Desde el momento en que se tomaron las precauciones necesarias para precaverse contra los artificios, cesó la adivinación. Público y notorio es que el célebre adivino Alexis, de París, que a tantas gentes vuelve locas, vaciándoles el bolsillo, mantiene en todas las fondas y hoteles agentes que le instruyen de la posición social de los extranjeros que allí se alojan. El autor de estas líneas ha tenido ocasión de examinar a una adivina, de quien ser referían maravillas, y en circunstancias que no permitían suponer connivencia con el magnetizador. Esta señora no alcanzó éxito alguno en su papel de adivina, pues todas sus contestaciones eran falsas o de tal manera ambiguas, que nada podía sacarse de ellas. Daba siempre las más ridículas disculpas por no poder contestar bien. Cansada, por fin, del mal éxito de la adivinación, prefirió entrar en éxtasis y ponerse en relaciones con el cielo, en cuyo estado hablaba con su «ángel» y recitaba versos religiosos. Tuvo, sin embargo, la desgracia de quedarse cortada un momento y volver a comenzar la estrofa para ayudar a su memoria. Lejos de mostrar en su éxtasis facultades superiores, su elocuencia era vulgar, sus expresiones difíciles e incultas. El autor de estas líneas se marchó con la convicción de que esta persona era una embaucadora, pero hubo muchos sujetos que no quedaron convencidos del engaño de la tal señora. [153]

Numerosos hechos de este género están consignados en los anales de la medicina legal y han ocasionado investigaciones, por causas de impostura y charlatanismo, seguidas contra supuestos sonámbulos. El examen juicioso de todo estos hechos ha dado siempre por resultado que las gentes se engañan con el artificio y la ilusión. Luisa Braun, la célebre «niña milagrosa» de Berlín, que atraía a la multitud en 1849, y que hasta había sido llamada a cierta corte para dar la vista a un rey ciego, fue condenada cuatro años después por los tribunales como estafadora. El doctor Wittcke refiere la historia de una sonámbula de Erfurt, que fue condenada por un tribunal a un año de reclusión y a ser expuesta públicamente, a consecuencia del informe de una junta de médicos, por numerosos actos de superchería cometidos mediante la adivinación y el charlatanismo. El tribunal superior de la provincia revocó la sentencia, fundándose en la falta de pruebas bastantes, con lo cual subió de punto el escándalo. La mencionada persona ganó mucho dinero, y después de un nuevo examen largo y minucioso, el doctor Wittcke la declaró culpable de engaño y estafa. Esta mujer, que era una campesina, pretendía hablar varias lenguas extranjeras y un dialecto muy afectado, el alto alemán, predicar sermones, &c., y muchas personas fueron engañadas con estos manejos. Después de un detenido examen, se vio que todo consistía en un artificio.

Todos estos hechos prueban que no hay ni ha habido nunca facultades sobrenaturales, y que el aserto de que el alma se traslada en tal estado del cerebro al nervio gran simpático, y llena, sin conocimiento suyo, actos que no son naturales, es una frase que no tiente valor alguno. «No hay [154] absurdo –dice Hirscheld– que no haya sido elevado a teoría por algún alemán.»

Las curaciones simpáticas o milagrosas, que son debidas sólo al artificio o a la ilusión, llenan el mundo y datan del comienzo de la historia. Sería ofender el buen sentido del lector querer entrar en pormenores y demostrar que tales farsas son imposibles. Lo propio acontece respecto a la aparición de los espíritus, cualquiera que sea la forma en que se muestren: espectros, espíritus de mesas o demonios de Weinsber.

El sonambulismo (estado lunático, sonambulismo natural) es un fenómeno del que sólo tenemos, desgraciadamente, observaciones muy inexactas, y serían de desear nociones precisas, a causa de su importancia para la ciencia. Sin embargo, aunque no tenemos datos fijos, podemos relegar a la categoría de fábulas todos los hechos maravillosos y extraordinarios de que los sonámbulos se refieren. No es dado a un sonámbulo escalar las paredes, hablar lenguas que ignora, ni hacer un trabajo mental superior a sus alcances, &c.

«¡Niégueseme todavía –dice Ule– que la percepción de los sentidos no sea la fuente de toda verdad y de todo error, y que el alma humana no nazca de la metamorfosis de la materia!»

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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