Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XV
Ideas innatas

Tiempo ha que viene agitándose la cuestión de saber si hay nociones innatas. Esta cuestión, es, a nuestro juicio, de las más importantes que encierra [155] el estudio filosófico de la Naturaleza. Decide en parte si el hombre, producto de un mundo superior, sólo ha recibido la forma, la envoltura de esta existencia, como una cosa exterior, extraña a su naturaleza interna, con el instinto de sacudir esta envoltura terrestre y volver a su origen espiritual, o si el hombre se encuentra en una relación necesaria, tanto por su naturaleza corporal como espiritual, con el mundo que lo ha creado y conservado, y si ha recibido de ese mismo mundo su existencia individual, de modo que ésta no pueda separarse de aquél sin renunciar al propio tiempo a sí mismo, como la planta que no puede existir privada de la madre tierra.

La cuestión no es de las que puedan ahogarse en un diluvio de frases filosóficas y embrolladas, sino que tiene carne y sangre, si se nos permite expresarnos así, y puede discutirse con hechos establecidos por la experiencia y sin juego de palabras. Por esto han sido los ingleses y los franceses principalmente los que han provocado y discutido esta cuestión. El espíritu y la lengua de esos pueblos se oponen a la pueril manía de jugar con las ideas y con las palabras, manía llamada filosofía por los alemanes, y en virtud de la cual creen tener derecho a mirar a las demás naciones por encima del hombro. Lo que generalmente se llama profundidad del espíritu alemán, nos ha parecido siempre más bien embrollo de ideas que verdadera profundidad espiritual. Se ha aconsejado muchas veces, no sin razón, traducir las obras filosóficas de los alemanes a una legua extranjera, para desembarazarse de todo fárrago inútil e ininteligible. Si así se hiciera, ciertamente que no pasaría por el tamiz la mayor parte de ellas. Nada es tan repugnante como ver a esa filosofía darse [156] importancia de profunda erudición y vanagloriarse de sus huecas teorías. Después del corto período en que brilló la filosofía de Hegel, los filósofos alemanes han perdido en gran parte su antigua consideración. Ya no se les escucha, o se les escucha a medias.

Admitía Descartes que el alma entraba en el cuerpo con todos los conocimientos posibles, y que olvidándolos al salir del seno materno, volvía a recordarlos después poco a poco. Locke se declaró contra esta opinión, anulando la teoría de las ideas innatas. Fundándonos en hechos claros y palpables, no vacilamos en oponernos también a las ideas innatas. Moleschott considera al hombre como producto de sus sentidos. En efecto, una observación imparcial nos enseña que todo lo que sabemos, pensamos y sentimos no es otra cosa que la reproducción intelectual de lo que nosotros u otros hombres hemos recibido del exterior por medio de los sentidos. Todo conocimiento que traspase el alcance del mundo que nos rodea y sea accesible a nuestros sentidos, todo conocimiento sobrenatural, absoluto, es imposible y no tiene realidad alguna. La experiencia demuestra diariamente que la vida intelectual del hombre no comienza sino con el desarrollo gradual de los sentidos, conforme va entrando en relación con el mundo exterior, y que ese desarrollo intelectual está en relación con el desarrollo gradual de los organos de los sentidos y de la inteligencia, así como con el número e importancia de las impresiones recibidas. «Todo observador exento de preocupaciones –dice Wirchow– está convencido de que la inteligencia humana se desarrolla poco a poco.» El niño recién nacido piensa tan poco, tiene tan poca alma como el feto. A juicio nuestro, no vive sino [157] corporalmente, pues intelectualmente está casi muerto. El hombre y el animal se desarrollan en el seno materno sólo por grados y bajo la forma primaria de una pequeñísima vesícula, que es apenas visible a los ojos ayudados por el microscopio. Llegado a cierta magnitud, el feto tiene la facultad de moverse en el seno materno; pero estos movimientos no son efectos de una función intelectual, son involuntarios. El feto no piensa, ni siente, ni tiene conciencia de sí mismo. El hombre no conserva en el curso de su vida ulterior recuerdo alguno de semejante estado, en el que no tienen acción ni desarrollo los sentidos, así como tampoco hace memoria del primer tiempo de su salida del seno materno para gozar de una existencia individual. Esta perfecta ignorancia del pasado prueba la completa nulidad de su existencia espiritual de entonces. La causa de este fenómeno debe atribuirse a la falta de impresiones exteriores durante la vida intrauterina, y a que en los primeros tiempos después de este estado son las impresiones tan incompletas, que no puede existir la inteligencia humana. Es interesante seguir en esta cuestión la controversia científica, casi cómica, relativa a la época en que se anima el feto humano, controversia que llegó a ser importante desde el punto en que se consideró como crimen moral y jurídico el aborto voluntario del feto. Tratábase de saber cuándo tomaba asiento el alma personal en el feto, durante el desarrollo de este último, puesto que sólo puede cometerse asesinato en un ser dotado de alma. La dificultad científica y lógica de determinar esa época, prueba bastante lo absurda que es la teoría de un poder superior que infunda al feto el espíritu y el alma. Los legistas romanos sostenían respecto a esto que el feto no era un ser [158] individual, sino una parte integrante del seno materno, el cual pertenecía a la madre y estaba por consiguiente a su disposición. Por eso la ley y la moral permitían a las mujeres romanas matar el feto. Platón y Aristóteles ya se habían mostrado a favor de esa costumbre. Los estoicos admitían que el niño no recibía el alma hasta que llegaba a respirar. En tiempos de Ulpiano se promulgó la primera ley contra el aborto voluntario. El Código de Justininano fija la animación del feto a los cuarenta días después de la concepción. Los jurisconsultos modernos admiten la simultaneidad de la concepción, de la animación y de la vivificación, idea contraria a todos los experimentos científicos.

El que se haya visto con el microscopio un huevecillo humano o animal, con el animalillo espermático que se halla dentro, no podrá menos de reírse del alma encerrada en ese huevecillo. Puede y debe suceder que ese germen tenga disposiciones corporales o materiales que más tarde son base del desarrollo de facultades espirituales, pero no es posible, en manera alguna, que ese germen contenga un alma verdadera. En otros tiempos no había ese exceso filosófico y religioso que nos hace frecuentemente juzgar las cosas más sencillas de una manera contraria al sentido común. Moisés y los egipcios tenían la firme convicción de que el niño no tenía alma en el seno materno. En muchos países no europeos no se sabe nade de la animación del feto. Williams refiere que el aborto voluntario y el infanticidio son muy comunes en Madagascar. Lo mismo sucede en Taití. Esta costumbre es muy admitida en toda la China y en las islas de la Sociedad (1). Sólo la fe, en oposición directa con [159] los hechos, puede admitir la posibilidad de que se anime el feto en el seno materno. Pero ninguna señal, ningún fenómeno, ningún recuerdo autorizan semejante cosa.

{(1) No tratamos de elogiar estas costumbres, ni desearlas para nuestra sociedad. El Estado puede tener muchas razones [159] jurídicas que le induzcan a garantizar la vida de un niño, antes o después de nacer, contra los ataques exteriores, y nadie, excepto el mismo hombre de Estado, puede discutir este derecho.}

Tampoco es posible admitir que en el acto del nacimiento o separación del cuerpo del niño del seno materno, vaya un alma ya formada, que espera ese momento, a tomar posesión de su nueva morada. Al contrario, esa alma se desarrolla gradual y lentamente, a consecuencia de las relaciones que se establecen, mediante la actividad de los sentidos, entre el individuo y el mundo exterior. Es posible, y aun algunas veces seguro, según acabamos de verlo, que en el seno materno y por transmisión hereditaria contenga la organización corporal del nuevo individuo ciertas predisposiciones que, excitadas por las impresiones externas, hagan que se desarrollen facultades espirituales, &c.; pero, nunca puede ser innata ninguna noción espiritual, idea o conocimiento intelectual (1).

{(1) La succión que verifica en las mamas el recién nacido no es resultado de reflexión ni acto de voluntad. Es un acto reflexivo producido por los nervios mecánicamente, y auxiliado por un procedimiento fisiológico conocido e independiente de la voluntad y de la conciencia. Por eso sucede que el niño no sólo hace la succión en las mamas, sino también en cualquier objeto que coge con la boca.

No olvidemos tampoco que, según la opinión más reciente del profesor Kussmaul en su libro Sobre la vida del alma de los [160] recién nacidos, puede el niño, aun antes de su nacimiento, concebir ciertas experiencias y adquirir ciertas aptitudes por medio del sentido del tacto, puesto en actividad al contacto de la matriz que le rodea, así como por la sensación de sed y de hambre que en él excitan los humores anmióticos que traga. Así es que ya en esa época comenzaría la inteligencia del niño a desarrollarse, aunque muy imperfectamente.}

Rodolfo Wagner, uno de nuestros más distinguidos fisiólogos, acaba de sostener que la fisiología de la generación y la transmisión de las facultades [160] intelectuales de los padres a los hijos demuestran la existencia de una substancia intelectual divisible y transmisible. No puede admitirse esta opinión, porque reposa sobre la idea falsa de que los gérmenes de los animales contienen una verdadera substancia intelectual. No puede semejante substancia dividirse, ni transmitirse, ni legarse. El desarrollo progresivo del espíritu del niño por medio de los sentidos, y siempre bajo la condición absoluta de la organización y de las cualidades del cuerpo, explica con harta claridad el modo como nace el alma, y no pueden invalidarla las teorías opuestas. Mediante los sentidos que se fortifican con el ejercicio y las impresiones externas que se acumulan y repiten, se forma poco a poco, con lentitud, un cuadro interior del mundo objetivo, sobre el fondo material del órgano que preside a las funciones de la inteligencia, y se forman también las intuiciones y las ideas. Transcurre un largo y penoso intervalo de tiempo antes que el hombre tenga conciencia completa de sí mismo, antes que aprenda a servirse poco a poco de sus órganos y de sus miembros con un fin determinado y que se distinga su persona de la universalidad. Sabido es que los niños no hablan nunca de sí propios sino en tercera persona. Esta progresión insensible y gradual del crecimiento de la inteligencia, que el hombre ignora en parte, le induce después, cuando se encuentra el goce [161] completo de sus fuerzas espirituales, a despreciar su origen terrestre y a considerarse como hijo inmediato del cielo, que le ha concedido el don de la inteligencia. Pero una mirada imparcial sobre su pasado, así como sobre los infelices a quienes la Naturaleza ha rehusado uno o muchos sentidos, le saca pronto de su error.

¿Qué sabe el ciego de nacimiento acerca de los colores, de la luz y de cuanto existe en el mundo? Para él, como para los animales del último grado de la escala de los seres que están privados de la vista, la noche y las tinieblas son el estado normal de la existencia. Por eso los ciegos de nacimiento casi nunca tienen sueños, y si los tienen, sus sueños no les presentan imágenes. Desconocen completamente toda idea del espacio. ¿Qué sabe el sordomudo de los sonidos, las lenguas, las melodías, ni la música? Para él siempre está el mundo en silencio, y en esto se halla al nivel de inteligencia de la mosca, privada del oído, a la que no asusta ningún ruido. Los sordomudos son pobres desgraciados cuya educación cuesta mucho trabajo y hay que emplear tiempo para conducirlos a una vida intelectual que se aproxime algo a la del hombre. Hirzel habla de un sordomudo, de edad de dieciocho, que a pesar de tener muy buenas disposiciones, no podía comprender el uso del lenguaje. Este sordomudo aprendió primeramente a pronunciar la palabra «amigo», que era al mismo tiempo el nombre propio de un ciego del establecimiento. Siempre que pronunciaba esta palabra, tenía el ciego que ir adonde estaba el otro, y así es como con gran sorpresa descubrió Meystre (que así se llamaba el sordomudo) que por medio del lenguaje podía uno comunicarse con otro a cierta distancia. Meystre no tenía idea alguna de Dios, y [162] le confundía siempre con el sol cuando se trataba de explicarle el sentido de esta palabra. Por eso las leyes de todos los países civilizados ponen a los sordomudos bajo tutela, a causa de la debilidad de sus facultades intelectuales. Los periódicos nos describen con frecuencia el triste estado de esos infelices a quienes la avaricia o la barbarie encierran desde la niñez en sitios sombríos y apartados de la sociedad, privándolos de toda instrucción. La vida física e intelectual de esos seres no es más que un estado vegetativo, pues no tienen noción alguna general ni específica de la existencia humana. ¿Dónde están, pues, para esos hombres las nociones metafísicas, si las tienen? ¿Por qué no se desarrollan éstas a pesar de las circunstancias exteriores, y por qué no triunfan sobre la Naturaleza? El célebre Gaspard Hauser no podía formarse idea de lo que era un caballo. Cuando pronunciaba esta palabra, pensaba en un caballito de madera que había tenido durante su reclusión. No podía figurarse que esta palabra representara otra cosa que el mencionado objeto. Imaginemos a un hombre privado desde su nacimiento de todos los sentidos. ¿Sería posible que se desarrollara en él ninguna idea, concepción o facultad intelectual? Ciertamente no. Se alimentaría y educaría artificialmente, y no haría más que vegetar materialmente, como esos animales a quienes Flourens priva de cerebro. Se han hecho observaciones análogas en hombres que han crecido lejos de toda sociedad humana, entre los animales de las selvas. Vivían y se nutrían como los brutos, no experimentaban otra sensación que la del hambre, no sabían hablar y no mostraban indicio alguno de esa «chispa divina» que se supone innata. Las verdaderas enfermedades mentales, o sea las que se manifiestan [163] principalmente en la esfera psíquica, sólo por excepción se muestran en los niños, y son completamente desconocidas en los primeros años de la vida, en razón a que lo que no existe no puede ser atacado de una enfermedad alguna. Por una causa análoga decrece considerablemente en la vejez el número de las enfermedades mentales, en razón a que el cerebro y el alma retrogradan, según acabamos de verlo en el presente capítulo.

El mundo animal ofrece también pruebas irrecusables contra las ideas innatas. Aunque se haya querido invocar el instinto de los animales en apoyo de esta doctrina, en uno de los siguientes capítulos trataremos de probar que no existe el instinto, en el sentido que generalmente se da a esta palabra. Ese inmediato e irresistible impulso que hace obrar a los animales no existe. Los animales piensan, aprenden, distinguen y reflexionan como los hombres, aunque en menor grado. Los animales comprenden y se forman, lo mismo que el hombre, mediante la influencia externa, la de los padres, &c., aunque las disposiciones naturales de su cuerpo ayudan aún más que las del hombre al desarrollo de ciertas facultades intelectuales. Los perros de caza, si son educados en el hogar doméstico, no muestran ese poderoso instinto que tienen por la caza generalmente. Los animales feroces no llegan a ser apasionados por la carne hasta que la han probado una vez siquiera, como puede observarse por los gatos domésticos. Los animales domesticados cambian completamente de carácter cuando se ven en estado natural. Por otra parte, los animales feroces se domestican en el cautiverio. El ruiseñor no canta cuanto está educado en la soledad: sólo lo hace cuando de otros pájaros aprende a cantar. Los mismos pájaros, por ejemplo, [164] los pinzones, producen melodías enteramente diversas unas de otras, según los distintos países que habitan. Andubon ha observado que los nidos de los pájaros de las mismas especies son de una forma completamente distinta en el Norte de los Estados Unidos y en el Sur del mismo país. Créese generalmente que un instinto innato obliga a la abeja a construir sus celdillas en forma hexagonal; pero también construye otras de distinta forma, y cuando se le da una colmena de un sistema de celdas artificial, tiene bastante inteligencia y falta de instinto para no hacer celdillas y lleva su miel a las que se le han preparado. Para sostener la tesis de las ideas innatas, se ha tratado de presentar como prueba el aserto de que teniendo los animales sentidos como el hombre, y más sutiles a veces, permanecen, sin embargo, siendo animales. Esta objeción sólo es aparente. Los sentidos no producen inmediatamente. No son otra cosa que los mediadores de las facultades intelectuales; transmiten las impresiones exteriores al cerebro, que las recibe, las elabora y las reproduce en razón a su energía material. Todo este procedimiento no puede hacerse sin los sentidos, y todo conocimiento intelectual tiene, por consiguiente, origen en los sentidos. Pero los sentidos más sutiles sólo producen un procedimiento defectuoso cuando es también defectuoso el aparato de la inteligencia. Creemos haber demostrado suficientemente la relación del cerebro del animal y el del hombre. Hay disposiciones innatas que dependen de las diversas cualidades materiales de la organización animal, pero no hay intuiciones, ideas innatas. Esas mismas disposiciones seguirían careciendo siempre de realidad y desarrollo, a no existir los sentidos. Estos últimos son también esenciales para producir las [165] ideas, como la existencia de un cuerpo químico que entre en combinación con otro cuerpo lo es para formar un tercero. Hay que confesar además que un examen profundo demuestra que muchas de las nombradas disposiciones innatas, llamadas talento natural, son el resultado de un ejercicio frecuente y precoz de ciertos sentidos; tal es el talento de la música, el de la pintura, de la localidad, de los números, de la observación, &c. ¡Qué infinita variedad hay en los grados de inteligencia de los individuos, a causa del número y naturaleza de las impresiones exteriores! ¡Qué superioridad tan grande no tiene el hombre instruido sobre el inculto e ignorante! Mientras más numerosas son nuestras impresiones, más aumenta el número de nuestros pensamientos y más gana en extensión nuestro punto de vista intelectual.

Se ha echado mano, para refutar la teoría sensualista, de la existencia de ciertas ideas intelectuales que se encuentran en la vida de los individuos así como en la de las naciones, y que son tan poderosas, determinadas y generales, que no pueden admitirse como resultado de la experiencia, sino como innatas en el hombre. En el número de estas nociones, hay que contar principalmente las ideas metafísicas, estéticas y morales, y por consiguiente, las de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Se ve –dicen– que el niño se incomoda cuando ve una injusticia, con tal fuerza y vehemencia atestigua el poder de sus sentimientos. El placer que experimenta a la vista lo que es bueno se manifiesta ya en una época en que no es todavía capaz de hacer por sí mismo comparaciones. A esto replicaremos que ante todo hay que pensar en que lo que se llama generalmente idea no es adquisición de un solo individuo, sino conquista [166] lenta y penosa de los combates intelectuales del género humano. La idea nace cuando el hombre escoge en el mundo objetivo que le rodea lo que es común a cada uno, lo convierte en una forma ideal y le da por tributo el nombre de verdadero, de bueno o bello. Pero este procedimiento intelectual se verifica de una manera continua, desde la época en que el género humano ha entrado en el tiempo histórico. La idea toma poco a poco cierto derecho históricoy cierta forma objetiva, y el individuo que entonces viene no necesita recomenzar y elaborar en sí este procedimiento intelectual; no tiene más que apropiarse lo que existe. Sin parar la atención en este origen de la idea, la cree innata. Pero nunca hubiera podido la idea desarrollarse en el tiempo histórico sin una relación determinada del mundo objetivo con la facultad intuitiva del individuo. «La idea –dice Oersted– es la unidad intuitiva del pensamiento, y ha sido concebida por la razón, pero como intuición.» Queda entonces libre el hombre de emplear las ideas que adquiere como individuo, ya sea inmediatamente por los sentidos, ya por la intuición de lo que ha pasado y de lo que antes de él ha sido conocido. Puede entonces elaborar y combinar esos materiales para deducir de ellos conclusiones generales y aun construir ciencias, como por ejemplo, las matemáticas, todo esto independientemente de las impresiones sensitivas. Esas impresiones fueron el único medio que pudo entregar a su elaboración esos materiales, pero nunca ha habido una noción innata, inmediata. Oersted explica la historia del origen de la idea en los siguientes términos: «No pudo suceder otra cosa sino que el hombre debió suponer en su semejante un ser inteligente como él, y así se encontraba consigo mismo [167] en el mundo exterior, &c. Si uno de estos hombres despertaba en otro sentimientos agradables, nacía el amor, y en caso contrario, el odio. Tales impresiones podían también hacer surgir la idea de que había algo que aprobar o desaprobar en las acciones humanas, y este ligero principio llegó a ser el germen oculto de la idea de lo justo y de lo injusto.» Únicamente espíritus preocupados por lo sobrenatural pueden sostener, con Liebig, que se ignora «el origen de la idea».

Hay además un hecho que destruye enteramente la teoría de los filósofos ideólogos sobre el origen divino o sobrenatural de las ideas innatas. Si las ideas estéticas, morales o metafísicas fueran innatas o inmediatas, sería preciso que fuesen también idénticas y que tuviesen un valor absoluto. Por el contrario, vemos que son en el más alto grado relativas, y que muestran en los individuos, así como en los pueblos todos y en distintas épocas, las mayores diversidades. Algunas veces son tan grandes, que producen los más notables contrastes, siendo esto resultado de la diferencia de las impresiones exteriores de donde se derivan estas ideas. El hombre blanco pinta negro al diablo; el negro lo imagina blanco. Muchos pueblos salvajes usan como adornos anillos en la nariz, y se pintan de tal modo que repugna a nuestro gusto. Para demostrar que las ideas estéticas cambian, varían y sólo tienen un valor relativo, ¿puede encontrarse mayor prueba que las modas, que frecuentemente presentan los más opuestos contrastes? Sucede con las ideas de la belleza como con las ideas de la conformidad con el fin. Encontramos que una cosa es bella porque existe de este modo. Probablemente no la encontraríamos menos bella ni menos conforme a su fin si existiera otra forma [168] completamente distinta. Los griegos, pueblo dotado en tan alto grado del sentimiento estético, mezclaban de un modo admirable en sus obras formas humanas y animales, y hoy hallamos esto de mal gusto. Los griegos y los romanos sabían poco o nada de las bellezas de la Naturaleza que tanto admiramos hoy, y los habitantes de hermosas comarcas monstruosas no aprecian las bellezas de que están rodeados. Los chinos creen admirable que una mujer sea lo más gruesa posible y tenga los pies tan pequeños que no pueda andar. Los habitantes de Java sólo creen hermoso el color amarillo, y se tiñen los dientes de negro, porque les parece horroroso tener «los dientes blancos como los perros», mientras nuestros poetas encomian en sus versos la blancura de los dientes de la mujer. Según las memorias de Schmarda, los habitantes de Ceilán están tan acostumbrados a los dientes negros, en fuerza de mascar betel, que los dientes blancos les causan asco. Según el mismo autor, los conquistadores chinos de esta isla consideraron tan horrible la nariz larga de los indígenas, comparándola con la nariz achatada de sus compatriotas, que en las cartas que escribían a sus parientes les decían que los habitantes de Ceilán eran un pueblo feísimo, donde se acostumbraba a llevar un pico de pájaro en lugar de nariz.

Los botocas del África meridional tienen costumbre de arrancar los incisivos de la mandíbula superior a sus hijos cuando llegan a la edad de la pubertad. Esta operación hace que crezcan los de la mandíbula inferior, dando a su fisionomía un aspecto repugnante. Las jóvenes que no han sufrido esta operación se consideran extremadamente feas. Los tahitianos creen hacerse más hermosos aplastando la nariz, y según dice el doctor Krapf, [169] los somalíes miran como gran adorno los cabellos rojos, que tanto nos chocan a los europeos, y para que los suyos tomen este color se los frotan con cal, manteca, barro y materias colorantes.

Los indios botocos llevan clavos de madera en el labio inferior y en las orejas, considerando esa prolongación en forma de pico como un extraordinario embellecimiento. Las mujeres de algunas tribus de negros del Sur de África toman un aspecto repugnante, porque llevan en el labio superior un anillo hueco y grande. Livingstone preguntó a uno de los jefes la razón de esta moda, y le contestó muy admirado: –¿Para qué ha de ser? ¡Para embellecerse! Como a las mujeres les falta la barba, no tienen otro medio de parecer hermosas. ¿Qué serían sin el anillo?– Podríamos citar muchísimos ejemplos, que muestran la mas completa diversidad en las ideas estéticas. Si algo hay de común en esas ideas, resulta de la experiencia y de la educación, tomado del mundo exterior y ligado necesariamente a este último. Ningún arte ha podido crear un ideal que en parte o en todo no haya sido tomado de la Naturaleza. Fácil es reconocer en el arte y la literatura de cada pueblo el influjo y el estado de sus relaciones exteriores.

Las ideas morales no son menos resultado de una educación progresiva. Los pueblos en el estado natural están desprovistos de casi todas las cualidades morales, y cometen excesos y crueldades de que no tienen idea las naciones civilizadas. Sin embargo, amigos y enemigos consideran muy natural semejante conducta. En cuanto a la idea de la propiedad, no existe para ellos, o si existe es en grado muy insignificante. De ahí la gran tendencia de los pueblos salvajes al robo. Un robo bien hecho es [170] entre los indios la acción más meritoria. Según las reseñas del capitán Montravel, los nuevocaledonios dividen cuanto poseen con los necesitados de ello, y dan a cualquiera el objeto que acaban de recibir, de manera que un objeto de gran valor pasa rápidamente por millares de manos. La idea moral de la propiedad es con frecuencia muy insignificante, hasta en los pueblos que han llegado a una civilización más adelantada. Sabemos que los chinos no son escrupulosos en materia de propiedad. El robo, el asesinato y la venganza del asesino, son muy generales en los pueblos que se hallan en estado de naturaleza, y hasta existe en las Indias una asociación terrible y conocida bajo el nombre de Thugs, que cometen asesinatos con un fin religioso. Los damaras, pueblo nómada de los países tropicales del África meridional, viven en la poligamia y no tienen idea alguna del incesto. Anderson encontró a la madre y a la hija de uno de los jefes de este pueblo en el harén de dicho jefe. Brehm, en sus Apuntes del viaje sobre el Noroeste del África, refiere que los negros del Sudán oriental no sólo disculpan el fraude, el robo y el asesinato, sino que consideran estos crímenes como acciones muy dignas del hombre. La mentira y el fraude les parecen el triunfo de la superioridad intelectual sobre la estupidez. El capitán Speke cuenta de los somalíes, habitantes de una provincia meridional de Adén, separada de la costa Arábiga por el golfo de Adén, que una estafa bien hecha les es más grata que cualquiera otra manera de ganarse la vida, y que los relatos de estas acciones les sirven de diversión y entretenimiento. Derramar sangre no es un crimen entre los fidschies, sino una acción gloriosa, cualquiera que sea la víctima, hombre, mujer o niño, muertos en la guerra o a traición. Ser asesino [171] es el objeto de la ambición de estos insulares. Los hijos matan sin remordimiento a sus padres, y los padres a sus hijos. No conocen la gratitud. Habiendo el capitán de un buque extranjero tomado a bordo a uno de los indígenas que se había herido en una mano, le cuidó durante dos meses y curó. El insular, al marcharse, quiso que el capitán le regalara una escopeta, cosa que éste no accedió, y en venganza prendió fuego a una porción de géneros, cuyo valor ascendía a 300 pesos. Werner Munzinger, en su libro sobre Las costumbres y el derecho de los bogos, refiere de éstos que las ideas del bien y del mal se confunden enteramente en su espíritu, y no significan otra cosa que útil e inútil. La intrepidez, la venganza del asesino, el disimulo del odio hasta el momento favorable, el orgullo, la pereza, el desprecio al trabajo ordinario, la generosidad, la hospitalidad, el amor al lujo y la astucia, son a sus ojos los caracteres del hombre virtuoso. El robo a mano armada se honra, y se desprecia el hurto. Waitz refiere, en su Antropología de los pueblos en su estado natural, que interrogando a un salvaje sobre la diferencia del bien y del mal, confesó éste al principio que lo ignoraba, pero añadió después de haber reflexionado: «Hacemos bien cuando robamos a los otros sus mujeres, y mal cuando los otros nos roban las nuestras.» Del mismo modo que han crecido lejos de la sociedad con las bestias de las selvas, no tienen ninguna idea moral ni otro instinto que la necesidad de alimentarse. Hemos mencionado ya en uno de los precedentes capítulos la carencia casi completa de cualidades morales entre los negros. Sírvense de la inteligencia natural para el mal más que para el bien, como sucede a todos los pueblos que se hallan en el estado natural. Sabemos [172] también por experiencia que aun en los pueblos civilizados difieren mucho las ideas morales, y son tan relativas, contradictorias y dependientes de las relaciones exteriores e individuales, que ha sido imposible, y lo será siempre, hallar una definición absoluta de la idea del bien (1).

{(1) Sabido es que no puede definirse la idea del bien. Los teólogos han tratado de escaparse por la tangente diciendo: Bueno es lo que está conforme con los mandamientos de Dios. Pero como ellos son los que han hecho estos mandamientos, fácil es deducir de aquí la debilidad de su definición.}

Mil ejemplos de la vida común prueban este aserto. Si a primera vista nos parece que los principales mandamientos de la moral encierran algo fijo e invariable, preciso es buscar la causa de ello en la forma determinada de las leyes o de las costumbres que la sociedad ha creído necesarias para su conservación, y que por experiencia ha establecido poco a poco. Estas leyes y costumbres varían indefinidamente, en razón a las circunstancias exteriores de los tiempos y de las opiniones. El aborto provocado no parecía a los romanos infracción de la moral; hoy las leyes lo castigan severamente. El paganismo glorificaba el odio a los enemigos como la mayor de las virtudes. El cristianismo quiere que se los ame. ¿De parte de quién está la moral? Una porción de cosas que las costumbres actuales anatematizan eran en otro tiempo conformes al orden. La educación, la instrucción y el ejemplo nos familiarizan diariamente con estos preceptos y nos hacen creer en una ley moral innata, pero un examen más profundo demuestra que estos preceptos emanan de los capítulos del Código penal. Hay además una diferencia considerable entre las leyes del Estado y las de la moral, y más considerable aún entre las leyes del Estado, de la moral y [173] la religión, con las que el sentimiento y la reflexión inspiran a los individuos en cada caso particular. Estas diferencias han prestado en todos tiempos trágicos asuntos a la historia y a la poesía, y continuarán prestándolos siempre. El Estado y la sociedad califican de crimen muchas veces lo que la moral glorifica como una acción heroica. Esta distinción radical entre lo «jurídico» y lo «moral», es generalmente resultado de las relaciones exteriores, y prueban que la idea del bien no tiene valor absoluto.

Toda la naturaleza moral del hombre está íntimamente ligada a sus relaciones exteriores. Mientras más progrese la instrucción, más se purifican las costumbres y menos crímenes se cometen. «Si arrojamos una mirada sobre la historia de la civilización de los pueblos –dice Krahmer– vemos que en todas las épocas se ha pensado con gran diversidad acerca de la virtud, de Dios y del derecho, sin creer que estas opiniones eran inexactas.»

Es evidente que no se puede admitir la idea de un derecho innato. «Todos los jurisconsultos –dice Czolbe– admiten en derecho una reciprocidad real entre los hombres, sin la cual se concibe tan poco el derecho, como los teoremas geométricos sin admitir líneas, ángulos, figuras o cuerpos determinados.» Si existiera realmente un derecho objetivo, ¿cómo sería posible que difiriese el derecho de la ley? Por último, la idea de lo verdadero debe su existencia y desarrollo a los progresos científicos, y si las leyes de la inteligencia aparecen, según las circunstancias, necesarias en algún modo, es porque son análogas a las leyes de la Naturaleza y dependientes de ciertas relaciones fijas. Por eso las matemáticas están basadas en relaciones reales, palpables y objetivas, sin las cuales serían imposibles [174] sus leyes, y esta es la razón por que la mayor parte de los matemáticos modernos cuentan a las matemáticas en el número de las ciencias naturales, y no en el de las filosóficas o especulativas. Las ideas de espacio, magnitud, extensión, altura, latitud y profundidad provienen de la experiencia de los sonidos, y no existirían sin la percepción. Los números no son naciones abstractas, sino signos arbitrarios para significar uno o más objetos. Los negros de Surinam no saben contar más allá de veinte, sirviéndose, como punto de partida, de los dedos de las manos y de los pies, y aun del nombre de estos dedos, para designar los números. Todo lo que pasa del número de veinte no está a su alcance, y se llama «viriviri», palabra que significa mucho. Una ciencia metafísica o trascendental puede decirse que no existe, pues todos los sistemas metafísicos, por bien imaginados que hayan sido, han pasado por el curso de los siglos. Todos los razonamientos filosóficos que se separen de los hechos y de los objetos llegan a ser ininteligibles y absurdos, y sólo son, en su mayor parte, resultados arbitrarios y subjetivos de un juicio empíricamente preestablecido, juego fantástico de ideas y de palabras. Cualquiera puede experimentarlo en sí mismo, preguntándose si ha podido comprender nunca una proposición general, es decir, una abstracción, sin recurrir a los ejemplos y a los objetos exteriores. «Las ideas más elevadas –dice Virchow en su Tendencias a la unidad de la medicina científica– se desarrollan lenta y gradualmente del rico tesoro de la experiencia, y no llega a reconocerse la verdad que encierran sino por la posibilidad de hallar ejemplos completos que las demuestren.»

En cuanto a las ideas generales que se manifiestan frecuentemente en los niños, afirmaremos [175] que semejante fenómeno no puede ocurrir allí donde el influjo de la educación y las impresiones exteriores faltan por completo. La idea de lo justo sólo puede desarrollarse en el niño, donde la vida común con otros le permite hacer comparaciones y distinguir ciertas esferas de equidad. El placer que experimenta al contemplar lo bello, no puede por igual razón atribuirse a ideas innatas. Vemos, por el contrario, que el gusto de los niños es algunas veces tan raro, que causa risa a las personas mayores. Los niños ignoran o distinguen poco entre lo mío y lo tuyo; no tienen idea alguna del mal que resulta de la mentira y el robo, ni muestran el más ligero indicio de lo que llamamos pudor, y que con tanta fuerza se manifiesta más tarde. Hasta una edad bastante avanzada no admite el Estado el discernimiento personal del individuo, prueba suficiente de que no se reconocen en el niño ideas innatas de justicia. Los pueblos salvajes son como los niños: no tienen discernimiento moral ni pudor y carecen de toda idea elevada (1). Los [176] antiguos griegos apenas tenían presentimiento de lo que nosotros entendemos por pudor y moralidad en las relaciones sexuales. El adulterio y todo linaje de promiscuidades eran comunes sin temor a la reprobación y a la publicidad. Los ismaelitas, secta religiosa de Oriente, no tienen pudor alguno. Los dogmas fundamentales de su culto los constituyen doctrinas abominables y prácticas de un cinismo repugnante (2). El que sostenga con Liebig que la naturaleza moral es eternamente idéntica, ignora, sin duda, hechos casi innumerables que demuestran lo contrario.

{(1) Además de los ejemplos ya citados, hay otros muchos. Así, el doctor Duboc describe a los habitantes de Nueva Zelanda como salvajes que carecen completamente de habitaciones, y no tienen idea alguna de matrimonio, de la familia ni del pudor. El hombre y la mujer están muy poco tiempo juntos, y semejantes a las hembras de los animales, solo en los primeros tiempos se ocupan las madres de sus hijos. Este lazo de familia desaparece más tarde. En cuanto a la propiedad, reina allí un comunismo completo. Unos a otros se dan todo lo que tienen. Burton describe a los negros del África meridional con colores aún más sombríos. Su razón en nada se parece a la nuestra, y presenta infinidad de contradicciones ilógicas. No conocen piedad, ni probidad, ni gratitud, ni previsión, ni amor a sus familiares, ni pudor, ni benevolencia, ni conciencia, ni remordimiento. No tienen historia, ni tradición, ni poesía, ni moral, ni imaginación, ni memoria; su inteligencia no va más allá de lo que afecta inmediatamente a sus sentidos. No les preocupan los grandes [176] secretos de la vida y de la muerte. Sólo ejercen la más grosera idolatría. La muerte de sus padres no les causa dolor alguno. Los lazos de familia no existen, sino que, por el contrario, y según sucede con los animales, el hijo es el enemigo natural de su padre. Asesinan, roban, mienten, beben, juegan y realizan cuantos excesos están a su alcance.

(2) Los japoneses están muy civilizados. Sin embargo, sus nociones morales y sociales difieren completamente de las nuestras, pareciéndonos tan contrarias a las buenas costumbres, que no hay comparación posible con las europeas.}

El sentimiento de lo bello, de lo justo y de lo verdadero, por más que nos lo imponga a cada uno de nosotros el mundo objetivo, puede y debe ejercerse para adquirir cierta fuerza y cierto valor. ¡Cuán grande es la diferencia entre el razonamiento y la idea del sabio habituado a la reflexión, y aquel que se entrega a ocupaciones mecánicas! ¡Qué entusiasmo por el derecho y la justicia anima al hombre alimentado por las lecciones de la historia y la experiencia de la vida, comparándolo con el joven que sigue ciegamente los impulsos de su corazón! ¡Cuánto se diferencia el juicio del conocedor de las bellezas artísticas del que es extraño a ellas! Así como la planta tiene sus raíces en la tierra, así están las raíces de nuestro saber, de [177] nuestro pensamientos y nuestros sentimientos en el mundo objetivo, formando la idea, por decirlo así, su corona de flores. Arrancados de ese suelo, languidecemos y morimos, semejantes a la planta que se arranca de su tierra natal.

Todos los hechos que acabamos de citar, y que se hallan en íntima relación, prueban que no poseemos ciencia ni idea alguna de lo absoluto, es decir, de lo que está más allá de los límites del mundo sensible que nos rodea. Cualesquiera que sean los esfuerzos de los metafísicos por definir lo absoluto, y cualquiera las ideas de la religión por despertar la creencia en ese mismo absoluto, admitiendo una revelación inmediata, nada puede ocultar este vacío esencial. Lo que sabemos y pensamos es relativo y resultado siempre de la comparación de las cosas sensibles que nos rodean. No tendríamos idea alguna de la obscuridad sin la luz; de la grandeza, sin la pequeñez; del calor, sin el frío: en una palabra, no poseemos ideas absolutas. No somos capaces de formarnos una noción, ni aun aproximada, de lo eterno ni de lo infinito, porque nuestro espíritu, encerrado en los límites de los sentidos con relación al espacio y al tiempo, no puede salvar estos límites para elevarse a aquella idea. Allí donde vemos un efecto en el mundo sensible, tenemos costumbre de buscar su causa, y, sin razón, venimos a parar a la existencia de una causa primaria, por más que ésta se encuentre fuera del alcance de nuestro espíritu y en contradicción con la experiencia científica. «No cabe duda –dice Czolbe– de que un sinnúmero de fenómenos naturales nazcan o sean efectos de algunas causas. Por esta razón se ha inducido de un modo incompleto que la Naturaleza, o sea el todo, tenía también su causa. Pero solamente nos faltan razones [178] experimentales para admitir que la materia y el espacio han tenido principio y pueden cambiar o destruirse, sino que es imposible que nos formemos una idea de ello. Preciso es, pues, en vista de esto, que la materia y el espacio sean eternos.»

Los frenólogos, que sostienen que las facultades intelectuales no están esparcidas uniformemente en la masa encefálica, ni forman parte de toda el alma, sino que se hallan localizadas en ciertos puntos y que son independientes del mayor o menor desarrollo de las partes del cerebro a que corresponden, parecen admitir o creer que su doctrina está en oposición con la que rechaza las ideas innatas. Admiten cierta organización material innata del cerebro, y creen que el individuo, en su desarrollo intelectual, sólo puede sustraerse hasta cierto punto a ese influjo de la Naturaleza. Admitiendo esta doctrina bajo tal forma, a la que se opone la ciencia, por otra parte, las más graves objeciones, no creemos, sin embargo, después de un minucioso examen, poder descubrir una verdadera contradicción entre esta opinión y la que rechaza las ideas innatas. También nosotros hemos visto que la organización material del cerebro determina ante todo el desarrollo intelectual. Pero este desarrollo sólo puede verificarse en armonía con las impresiones exteriores del mundo objetivo. Sin esas impresiones no puede haber reflejo alguno de las imágenes del mundo sobre el fondo material del cerebro, por muy perfecto que sea este último. De estas dos causas dependen, sin embargo, la fuerza y el vigor de las imágenes de nuestra alma. Si es verdad que las facultades intelectuales se concentran en ciertas localidades del cerebro, resulta de aquí que las impresiones exteriores se dividen en distintos sentidos, según los diferentes grados de su [179] naturaleza espiritual, en el órgano de la inteligencia, fijándose en los puntos correspondientes. Se establece, por decirlo así, una atracción interior entre ciertas impresiones y determinadas partes del cerebro. Mientras mayores y más desarrolladas sean materialmente, tanto más se desenvolverá esta facultad intelectual en el fondo de su órgano material, que habrá llegado a ser más perfecto. Un ejemplo análogo a esta atracción se nos presenta en el mundo físico y corporal mediante la acción de ciertas medicinas. Muchos remedios presentan, después de haberse asimilado al cuerpo, una relación determinada y eficaz con ciertos órganos, sistemas o tejidos del cuerpo, especialmente con el sistema nervioso y algunas porciones de ese último. Unos obran particularmente sobre los nervios periféricos, otros sobre la médula espinal, otros sobre el cerebro y al mismo tiempo sobre porciones dadas del sistema nervioso, de la médula espinal o del cerebro. Es claro que repartiéndose por todo el cuerpo con la sangre, sólo hacia ciertos puntos son atraídos de un modo determinado. La localización intelectual de las impresiones exteriores podría muy bien verificarse de un modo análogo. No queremos contradecir a Noël cuando dice que la observación de los niños demuestra que existen en dichos seres disposiciones interiores en tal o cual dirección, y que se inclinan a tales o cuales ideas. Pero esta relación no resulta de las facultades intelectuales, ni de ideas o nociones innatas. Proviene, por el contrario, de disposiciones naturales propias a desarrollar tal o cual facultad de la inteligencia, por medio de los sentidos y de la experiencia. Nadie mostrará amor a los niños, por muy desarrollado que tenga el órgano correspondiente a esta facultad o cualidad, sin haber [180] estado alguna vez en contacto con ellos. La constructividad, la destructividad o la adquisividad, sólo pueden desarrollarse en objetos sin los cuales no se manifestarían nunca esas disposiciones. Son completamente imposibles el talento de la música sin los tonos; el del colorido sin los colores; el de localidad sin punto determinado. La facultad de juzgar y de comparar no puede residir sino donde haya cosas y objetos que puedan ser juzgados y comparados. Puede creerse, además, que la relación de los órganos del cráneo con las impresiones exteriores está tal vez en razón inversa del que acabamos de examinar. Si es positivo que la masa encefálica aumenta en magnitud y calidad mediante el continuo ejercicio de la actividad intelectual, es posible, suponiendo siempre que sean exactos los principios de la frenología, que en la época en que el cerebro está en vía de crecimiento y formación, se desarrolle también materialmente con más fuerza, por las impresiones constantes y frecuentes y por la actividad intelectual dirigida hacia un fin determinado, del propio modo que un músculo se fortifica mediante el ejercicio.

No hay, pues, hechos establecidos por la ciencia que hagan admitir las ideas innatas. La Naturaleza no tiene designios ni objeto; ningún poder sobrenatural le ha impuesto condiciones espirituales ni materiales. Desde el principio al fin se ha desarrollado orgánicamente por sí propio, y se desenvuelve sin tregua. Citaremos, para terminar, las siguientes palabras de Moleschott, que merecen, recordarse: «En las lecciones de lógica hay la costumbre de hacer todo lo penosa que es posible la comprensión de los jóvenes, porque al sistema escolástico le repugna formar y desarrollar los juicios, las nociones y las conclusiones que resultan [181] de la realidad de la Naturaleza. Sea cualquiera el mal éxito de su método, no por eso dejan de inocular en el discípulo la idea de que debe separar los ojos del árbol verde y abstraer el pensamiento de la materia, para tener cuantas más ideas abstractas pueda. Y así como, atormentado el cerebro con tanta idea, acaba por moverse en un mundo fantástico.»

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y Materia
Materia & Materialismo