Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XI
Destino de los seres en la Naturaleza

Uno de los principales argumentos que formulan los que admiten que el nacimiento y conservación del mundo deben atribuirse a un poder creador que gobierna y rige el universo, ha sido en todas épocas y es todavía, la doctrina del destino de los seres en la Naturaleza. La flor que abre sus pétalos, el viento que la agita, la estrella que ilumina la noche, la herida que se cura, el sonido, en [92] una palabra, todo lo que se ve en la Naturaleza, excita la admiración de los que creen en el destino de los seres hacia la profunda sabiduría de ese poder creador.

La ciencia natural de nuestros días se ha emancipado de esas hueras ideas teológicas que sólo se detienen en la superficie de las cosas, y abandona estos inocentes estudios que prefieren considerar la Naturaleza con los ojos del sentimiento, en vez de hacerlo a la luz de la razón.

Las combinaciones de las materias y las fuerzas de la Naturaleza habían de producir al encontrarse numerosas fuerzas de existencia. Y debían al propio tiempo y en cierto modo limitarse, acondicionarse mutuamente y hacer surgir así disposiciones correspondientes unas a otras. Pero parecen a primera vista, por la misma razón de que las unas suponen necesariamente las otras, estar exteriormente determinadas por una inteligencia suprema. Nuestro espíritu reflexivo es la única causa de este destino aparente, que no es más que una consecuencia necesaria del concurso de las materias y fuerzas físicas. Así es como, según Kant, nuestro espíritu admira un milagro que él mismo ha creado. ¿Cómo podríamos hablar de conformidad con el fin, no conociendo los seres más que en esta sola y única forma, y no teniendo ningún presentimiento de lo que serán si apareciesen de otro modo a nuestra vista?

Hoy admiramos los seres, sin tener en cuenta la infinidad de formas distintas, organizaciones y conformidad con el fin que ha encerrado en su seno la Naturaleza, encierra actualmente y encerrará en el porvenir. Sólo a la casualidad se debe que lleguen o no lleguen a existir. ¿No hay formas grandiosas de plantas y animales perdidas mucho [93] tiempo ha, y que sólo conocemos por los restos del mundo primitivo? Toda esa hermosa Naturaleza, tan conforme al fin, ¿no quedará quizá destruida un día por una revolución de nuestro globo? ¿No será precisa una eternidad para que esas formas de existencia u otras cualquiera se descubran entre los restos del mundo? Innumerables organizaciones que nos parecen conformes al fin en la Naturaleza, no son más que una consecuencia del influjo de relaciones naturales y condiciones vitales sobre seres que se forman o que están ya formados. Respecto de esta influencia no hay que perder nunca de vista que tenía a su disposición millones de años para producirse. ¿Qué puede enseñarnos la experiencia del tiempo infinitamente limitado que conocemos, sobre la fuerza de esta influencia? El pelo de los animales de los países del Norte es más espeso que el de los que habitan los países meridionales. También los animales tienen el pelo y las plumas más espesos en invierno que en verano. ¿No es más natural ver en semejante hecho el resultado de una influencia exterior, es decir, de la diferencia de temperatura, que suponer un artista celeste que disponga para cada animal un guardarropa de verano y de invierno? Si el ciervo tiene las patas largas y apropiadas para la carrera, no es que las ha recibido para correr con ligereza, sino que corre velozmente porque tiene las patas largas. Si tuviera unas extremidades inferiores impropias para la carrera, quizá hubiera llegado a ser un animal valiente, mientras que ahora es un animal muy tímido porque puede huir. El topo tiene las patas en forma de palas para cavar. Si no estuviera provisto de ellas, jamás se hubiera acordado de escarbar la tierra. Las cosas son tales como son, y si hubieran sido de [94] otro modo, es decir, si fuese posible que hubiesen llegado a ser de otra manera, no dejaríamos de encontrarlas conformes con el fin. ¡Cuántas desdichadas tentativas deben haber realizado la Naturaleza y las materias dotadas de fuerza, en su concurso mutuo e incalculable y para crear formas cualesquiera de seres o fenómenos naturales! No tuvieron éxito, o no pudieron llegar a existir, porque les faltaban las condiciones necesarias (1). [95] Ahora vemos en una serie orgánica las formas que han podido llegar a existir, en relaciones de condición y terminación recíprocas, ya entre sí, ya con las fuerzas físicas que la rodean. Y este orden necesario, resultado de condiciones naturales, nos parece conforme al fin y combinado expresamente. Todo lo que existe ahora en el mundo no es más que el resto de numerosas e infinitas tentativas.

{(1) Al escribir estas líneas hace siete años, no esperaba yo que los continuos progresos del estudio de la Naturaleza me ofrecieran tan pronto la prueba más exacta y convincente de mi aserto. El sabio inglés Darwin, en su excelente obra sobre el nacimiento de las razas por la propagación natural (1860), prueba que en la perpetua y recíproca lucha de los seres vivos para llegar a la existencia, sólo aquellas formas que se distinguían de los demás seres contemporáneos por alguna ventaja, aunque fuera pequeñísima, eran capaces de conservarse en el mundo. La transmisión y desarrollo sucesivo de estas ventajas, bastan quizá para explicarnos el crecimiento de todo el mundo orgánico. Así es como los ventajosos colores de algunos animales, tales como los de los insectos verdes y las perdices de los Pirineos, son producto de la propagación natural, mientras que animales de otro color sucumbían pronto a sus enemigos, y aquéllos transmitían a sus descendientes su mencionada ventajosa propiedad. Un animal que tenga el pelo espeso tiene más probabilidades de conservarse en un clima riguroso que aquel que lo tenga muy claro, y transmite a sus descendientes una propiedad siempre más ventajosa. El observador superficial cree que esta disposición es efecto del poder divino que obra por su fin, mientras que el que penetra algo más, sólo ve en esto causas naturales. El ojo, que es uno de los órganos más perfectos del cuerpo animal, puede, en opinión de Darwin, haberse desarrollado insensiblemente de un simple nervio sensitivo, por numerosos grados de imperfección, a su perfección actual, perfección que es aún susceptible de mayor desenvolvimiento respecto del ojo más perfecto, &c., &c. Empédocles, filósofo griego, enseñaba ya que existen muchos seres irregulares e informes que sólo pudieron conservarse, en parte, no adquiriendo sino poco a poco las condiciones necesarias de su existencia.}

Al dar esta explicación, refutamos una observación del doctor Spies, de Francfort, que se expresa acerca de la antigua idea panteísta en los siguientes términos: «Si los seres deben su primera existencia la casual concurso de los elementos, se concibe perfectamente que otros hechos semejantes formen nuevas combinaciones y seres completamente nuevos.» Una casualidad como la que el doctor Spies supone, no existe en la Naturaleza. En toda ella encontramos, a causa de la inmutabilidad de las leyes naturales, una necesidad que llega hasta cierto punto y no tiene excepción alguna. Por eso es imposible que, en semejantes relaciones, produzca siempre la casualidad combinaciones nuevas. Sin embargo, allí donde las relaciones experimentan cambios esenciales, es natural que las producciones de las fuerzas físicas cambien también, y el doctor Spies no ignora que lo que él exige de la casualidad del concurso de los elementos, existe realmente, y que cada capa terrestre encierra combinaciones y seres distintos. Si quisiéramos ir más lejos y admitir la opinión del célebre geólogo Lyell, que sostiene que la Naturaleza produce siempre (aun en nuestros días), criaturas nuevas, y que la tierra continúa dando a luz, con intervalos, nuevas especies de animales que no consideramos como nacidos nuevamente, sino como recientemente descubiertos, presenciaríamos lo que [96] el doctor Spies exige de la casualidad del concurso de los elementos.

Si la Naturaleza no obra conforme a un fin conocido por ella, sino con arreglo a un instinto absoluto que le es inherente, resulta por necesidad que en su manera de proceder engendra un sinnúmero de creaciones no conformes a su fin, y contrarias al sentido común. En efecto, nos será fácil, colocándonos en el terreno teológico, mostrar no sólo completamente y en numerosos hechos, sino también con la mayor evidencia, cómo ha creado la Naturaleza seres no conformes a su fin, y que si surgen accidentes exteriores que turben sus procedimientos, comete las faltas y los absurdos más raros. Desde luego, nadie puede negar que la Naturaleza, en su ciego y necesario instinto de crear, haya producido muchas criaturas y organizaciones cuyo fin no es posible reconocer, y que sirven más bien para turbar el orden natural de las cosas que para favorecerlo. Por eso los teólogos y los partidarios de las ideas religiosas han mirado siempre con despecho la existencia de los animales llamados nocivos, y se han esforzado de todos modos y de la manera más ridícula para probar el derecho de esos seres a existir. El poco éxito de los sistemas religiosos que toman por causa de esa anomalía la caída del hombre o el pecado original, prueba lo insuficiente de sus razones. Según los teólogos Meyer y Stilling, en su Diario de las verdades superiores, los reptiles nocivos y los insectos venenosos son efecto de la maldición que cayó sobre la tierra y sus habitantes. Las formas muchas veces monstruosas de esos seres deben representar la imagen del pecado y de la perdición. ¡Y se admite al mismo tiempo que el nacimiento de estos animales debe ser origen más reciente, y por [97] consecuencia, no de orden primitivo, porque su existencia depende del consumo de las materias vegetales y animales! El antiguo paganismo de los germanos pinta a esos animales como demonios productores de todas las enfermedades, y que deben su existencia al culto diabólico en la primera noche de Mayo. Estos singulares ensayos de interpretación prueban cuán lejos se estaba y se está todavía de poder darse cuenta de la utilidad y del fin de esos seres nocivos, incómodos y repugnantes. Se sabe también que algunos animales que no eran en manera alguna nocivos, sino muy útiles, han perecido completamente, sin que la Naturaleza haya encontrado medios de conservarlos. Entre los animales que se han extinguido en los tiempos históricos, hay que citar al ciervo gigantesco (Megacerus hibernicus), el lamartín de Steller (Manutus borealis), el rorro (inepta), &c. Muchos otros animales útiles van disminuyendo de día en día, y quizá lleguen a extinguirse completamente. Por otra parte, algunos animales muy nocivos, por ejemplo, el ratón de los campos, tienen una fecundidad tal, que no puede esperarse verlos desaparecer. Las langostas, las palomas torcaces (columba migratoria), constituyen bandadas que obscurecen el sol y llevan consigo la destrucción, la muerte y el hambre a las desgraciadas comarcas donde caen. «El que no busque más que sabiduría, fin y causas finales en la Naturaleza –dice Giebel– puede emplear su perspicacia en estudiar las lombrices solitarias. Toda la actividad vital de estos animales consiste en producir huevos propios para desarrollarse, y esa actividad no puede ejercerse sino por los sufrimientos de otros animales. Millones de huevos perecen sin objeto; algunos desarrollan el germen. El embrión cambia y se transforma [98] en un anillo que no hace más que chupar y engendrar; los hijos de este anillo reproducen huevos que se pudren en los excrementos de otros animales. No hay en este procedimiento belleza, ni sabiduría, ni conformidad con el fin, según la idea humana.»

¿Para qué, preguntamos además, las enfermedades, el mal físico en general? ¿A qué ese número infinito de crueldades y atrocidades que la Naturaleza comete todos los días y a todas horas con sus criaturas? El ser que ha dado al gato y a la araña su crueldad y dotado al hombre, esa obra maestra de la creación, de un natural que le hace frecuentemente tan cruel y tan bárbaro, ese ser, obrando de tal manera, ¿puede ser bueno y benévolo según la idea teológica?

Los matices de las flores, dicen, han sido creados para encantar nuestra vista. Pero ¡cuántos siglos no han transcurrido sin que el hombre viera nacer las flores, y cuántas florecerán hoy mismo en sitios apartados que nadie podrá ver! Desde la invención de las campanas de buzos oímos con sorpresa relatos que hablan de una florescencia de brillantes colores ocultos en el fondo del mar, así como de un mundo animal no menos maravilloso. Vense abundar en la llanura submarina corales del dibujo más delicado y con los más vivos colores, con una población animal variada e infinita. ¿Para qué esos colores, esas bellezas, esa vida, en un abismo donde sólo penetra la vista del buzo?

La anatomía comparada (según en otro capítulo hemos dicho) trata principalmente de investigar la conformidad de estructura de las diferentes especies de animales, haciendo ver en cada especie o género el principio fundamental de su organización. Basada en tales datos, nos enseña esta ciencia en cada orden de animales un gran número de [99] formas, órganos, &c., que para nada le sirven, que no están conformes con su fin y que no parecen ser sino la forma primitiva de su constitución, o los rudimentos de una parte del cuerpo, que ha llegado a adquirir en otra especie un desarrollo que proporciona al individuo que le posee cierta utilidad. La columna vertebral del hombre termina en una punta pequeña que para nada le sirve, y que muchos anatómicos consideran como el rudimento de la cola de los animales vertebrados. La estructura del cuerpo de los animales y de las plantas ofrece una porción de combinaciones no conformes con su fin. Nadie sabe para qué sirven el apéndice vermicular, la glándula mamaria del hombre, el hueso clavicular del gato, las alas de ciertas aves que no pueden volar y los dientes de la ballena. Vogt dice que hay animales que son verdaderos hermafroditas. Tienen los órganos de ambos sexos y no pueden, no obstante, reproducirse solos, pues para este acto son necesarios dos individuos. «¿Qué objeto –pregunta atinadamente– tiene semejante organización?» La fecundidad de ciertos animales es tal, que, abandonados a sí mismos, llenarían en pocos años todos los mares y cubrirían la tierra hasta la altura de una casa. ¿Para qué sirve que tenga semejante organización? El espacio y la materia son insuficientes para una cantidad tal de animales. ¿Con qué objeto hace la Naturaleza crecer en el hombro de un hombre de treinta y cuatro años una glándula mamaria, fenómeno descrito por el Dr. Klob, de Viena? ¿Por qué da tres senos completamente formados a una mujer que el Dr. S. Johnson ha visto en 1861, según consta en la Gaceta de los hospitales? ¿Para qué sirven en una colmena los millares de zánganos que sólo existen para que los maten las abejas obreras? [100] Hay animales que no nadan nunca, y cuyas patas están, sin embargo, provistas de membranas para la natación, mientras que hay aves acuáticas importantes cuyas patas sólo tienen una estrecha membrana. El aguijón de la abeja o de la avispa sólo sirve para causar la muerte del insecto si hace uso de él, &c. «Los designios de un creador todopoderoso y soberanamente sabio –dice Tuttle– deberían poderse interpretar siempre de una manera racional. Y si así fuera, ¿daría ese creador órganos inútiles a los animales? ¿Con qué objeto ni de qué utilidad son las formas transitorias del feto, en las que los mamíferos se asemejan a los peces y a los reptiles antes de llegar a adquirir su forma completa? ¿Para qué sirven al feto humano los arcos bronquiales con sus aberturas? ¿Por qué tienen todos los mamíferos órganos rudimentarios que sólo están desarrollados en los reptiles? ¿Por qué en los mamíferos machos no están desarrollados los órganos genitales del otro sexo, y en sentido inverso en las hembras?»

Uno de los hechos más importantes que desmienten las causas finales en la naturaleza, son los monstruos. Por el sentido común era tan difícil conciliar estos seres con la creencia en un creador que obrara con arreglo a su fin, que se les ha considerado en épocas remotas como señales de la cólera divina. Aun en nuestros días los ignorantes los miran como un castigo del cielo. Hemos visto en el gabinete de un veterinario una cabra recién nacida perfectamente formada en todas sus partes, pero que había salido a luz sin cabeza. ¿Hay algo más absurdo, ni más contrario al fin, que acabar perfectamente la forma de un animal cuya existencia es anticipadamente imposible, y permitir que venga al mundo? El profesor Lotze, de Gotinga, [101] dice a propósito de los monstruos: «Si un feto carece de cerebro, lo único conforme al fin de un poder absoluto sería suspender sus efectos en la imposibilidad de compensar esa falta. Pero que las fuerzas creadoras, continuando en su producción, contribuyan a que un ser tan contrario al fin y tan miserable pueda existir de un modo opuesto a la idea de la especie, parécenos prueba evidente de que la conformidad al último fin, al objeto final, depende siempre de una disposición de fuerzas mecánicas y determinadas, cuyo curso, una vez establecido, va directamente a su fin, sin reflexión y tan ciegamente como permite la ley de la inercia y que no encuentran obstáculos», &c.

Esto es evidentísimo, y no se concibe cómo puede sostener el mismo autor, en otro párrafo, «que la Naturaleza, llena de desconfianza contra el espíritu inventivo del alma, ha dotado al cuerpo de ciertas condiciones mecánicas», que hacen que un cuerpo extraño, por ejemplo, sea expulsado de la glotis por medio de la tos. Si fuera posible que semejantes opiniones filosóficas, que suponen desconfianza en la Naturaleza, fueran generalmente adoptadas, sería preciso renunciar a todo estudio serio de la Naturaleza, convirtiéndose a una fe indolente. Los dos argumentos tan diametralmente opuestos sobre un mismo punto y emitidos por un escritor que, por otra parte, es estimado y sirve de autoridad, prueban la poca solidez de la filosofía de nuestra época. Si la naturaleza, como dice Lotze, tenía razón en desconfiar del espíritu inventivo del alma, debía haber tomado precauciones contra ciertas eventualidades; hubiera podido, por ejemplo, hacer de manera que las balas botasen al dar en el cuerpo, y las espadas no hiriesen al caer sobre la carne. [102]

Un cuerpo extraño en la glotis es quizás rechazado por la tos; pero ese mismo cuerpo extraño en el esófago, puede causar la sofocación sobreexcitando los nervios de la laringe. ¡Qué organización tan absurda! ¿Y no hay el menor indicio de desconfianza contra el espíritu del alma que ha inventado las pinzas y sonda para el esófago? Todos los días y a todas horas pueden los médicos convencerse por las enfermedades, las heridas, los abortos, &c., del abandono en que deja la Naturaleza a sus criaturas, y de sus esfuerzos de curación contrarios en muchas ocasiones al fin y sin éxito alguno. ¿Para qué servirían los médicos, si la Naturaleza obrase conforme a su fin? La Naturaleza escoge la inflamación, la gangrena, los tumores y otros resultados, cuando hubiera podido llegar al fin y a la curación por vías menos indirectas. ¿Es conforme al fin que un feto se adhiera y se desarrolle fuera de la matriz, o sea del lugar que naturalmente le conviene? Y este accidente se presenta con frecuencia en las gestaciones llamadas extrauterinas, que suelen producir la muerte de la madre. ¿Es asimismo conforme al fin que esas gestaciones extrauterinas se produzcan dolores en la matriz, es decir, esfuerzos para expulsar al hijo, después de la curación normal del embarazo, cuando no hay nada que expulsar? No existen fuerzas curativas en la Naturaleza, en el sentido que ordinariamente se da a esta palabra, como tampoco hay fuerza vital. El organismo, en el desarrollo progresivo y formal que le ha prescrito la Naturaleza, hace que cesen algunas veces ciertas perturbaciones. A veces hace todo lo contrario, y a causa de su independiente actividad se pierde en una porción de complicaciones irremediables e inútiles. Óyese con frecuencia a los partidarios de la [103] teología invocar como testimonio irrecusable la existencia de ciertos específicos para determinadas enfermedades. No hay remedios que curen las enfermedades ciertamente en todas las circunstancias, y que pueden pasar, por decirlo así, como predestinados a esas enfermedades. Todos los médicos juiciosos niegan hoy la existencia de los supuestos específicos en este sentido, y antes al contrario, afirman que el efecto de los remedios no depende de la neutralización específica de las enfermedades, sino que es resultado de circunstancias en un todo distintas y dependientes en su mayor parte de la casualidad o de una larga serie de causas combinadas. Es preciso, por consiguiente, renunciar a la idea de que la Naturaleza haya hecho crecer ciertas hierbas para ciertas enfermedades, idea que atribuye al creador la ridiculez de haber creado un mal y un específico para combatirlo, en lugar de renunciar a la creación de ambos. Semejantes niñerías son indignas de un creador inteligente.

Volviendo a los monstruos, diremos que habíamos olvidado agregar que se pueden producir artificialmente, haciendo una lesión en el huevo o en el feto. La Naturaleza no tiene remedio para reparar este mal; antes al contrario, sigue el impulso recibido y continúa obrando en esa falsa dirección, engendrando el monstruo. ¿Hay quien pueda desconocer la falta total de inteligencia y el puro mecanismo en este procedimiento? ¿Puede admitirse la idea de un creador inteligente que gobierna la materia con un fin, al ver un fenómeno semejante? ¿Es posible que la mano creadora de esa inteligencia se debe detener o extraviar por la voluntad arbitraria del hombre? Importa poco que esa mano obre en época más remota o más reciente, y nada se adelanta admitiendo que la Naturaleza no ha [104] recibido del exterior más que ese impulso primitivo de las causas finales, y que obra ahora de una manera mecánica. Ese impulso hubiera debido producir su resultado. ¿Dónde habrá que buscar si no ese impulso conforme al fin, conociendo perfectamente las condiciones naturales bajo que nacieron los seres primitivos, y no encontrando en parte alguna señales de una mano que obrara y creara por sí misma? También tenemos pruebas de que ya en los tiempos más remotos de las relaciones terrestres, cometió la Naturaleza idénticas o semejantes faltas. La Naturaleza no siempre ha tenido la precaución de colocar a los seres orgánicos en los puntos cuyas condiciones exteriores mejor convenían a su bienestar. En la antigüedad no había caballos en Arabia, donde hoy existe la más hermosa raza de estos animales. En África, donde el camello, ese «buque del desierto» presta al hombre el único descanso posible, no había camellos en otros tiempos. Italia carecía de olivos y el Rhin de viñas. ¿Es conforme al fin (sirviéndonos de un ejemplo tomado del macrocosmo), que la luz, a pesar de su prodigiosa velocidad, atraviese con tanta lentitud el universo, que necesita millares de años para llegar de una estrella a otra? ¿Para qué esas restricciones poco sabias en las manifestaciones de una voluntad creadora, si es que ésta existiera?

La interesante relación entre el reino vegetal y el animal, suele ser, para el observador superficial, la prueba más clara de un ser previsor que obra para sus fines. El reino animal no puede existir sin el vegetal, ya que sólo el último posee la facultad de producir elementos inorgánicos de las materias orgánicas, es decir, combinaciones ternarias y cuaternarias. Estas combinaciones nutren al animal herbívoro, y éste, a su vez, al animal carnívoro. [105] No habría vida animal sin esta virtud específica de las plantas. Esta relación es admirable; pero no parece, sin embargo, de ningún modo combinada; al contrario, es el resultado de un hecho muy natural, y no hubiera podido llegar a ser de otro modo. Al devolver los animales al mundo exterior el carbono que han tomado de las plantas, a fin de que éste sirva de nuevo para la conservación de las mismas y continúe así su movimiento circular y eterno, no obedecen en manera alguna a un orden sobrenatural, sino a una necesidad inflexible que resulta de las cosas y de sus recíprocas relaciones.

La naturaleza llega, por medio de grandes y penosos rodeos, a una porción de supuestos fines, a que llegaría con muchísima más facilidad y sencillez si sólo a esos fines tendiera. Las mayores pirámides de Egipto y otras construcciones gigantescas de aquel país están construidas de piedras que deben su existencia a las conchas calcáreas de animales pequeños. La piedra de sillería con que se han hecho casi todos los edificios de París, proviene de las conchas de animalillos, cuyo número asciende a dos millones por pie cúbico. Preciso es contar por millones de siglos el tiempo de la formación de esas piedras. Hoy sirven al hombre, el cual las considera como prueba de una providencia que obra con un fin. La gran desproporción entre el fin y los medios es demasiado evidente en este fenómeno. Estos hechos, que ofrecen a nuestra vista de una manera súbita y sorprendente el producto de la marcha lenta de millares de años, parecen al hombre sin instrucción maravillosos, sobrenaturales, mientras que el sabio sólo ve en ellos el curso lento y necesario de la Naturaleza, que contribuye por sí misma a su perfección. [106]

El hombre tiene la costumbre de considerarse como el punto culminante de la creación, creyendo que la tierra y todas sus criaturas sólo han sido creadas para su utilidad y agrado. El hombre sería más modesto si echase una mirada sobre la historia de la tierra y la propagación geográfica de su especie. ¡Cuánto tiempo ha existido sin él la tierra! Debía pensar que la extensión del hombre es aún limitada en este globo, y sin embargo, es mayor ahora que lo ha sido durante millares de años. «Los hombres –dice Helmholz– acostumbran a medir la magnitud y la sabiduría del universo por la duración y la ventaja que de ellas se obtienen; pero la historia de los siglos pasados de nuestro globo muestra lo infinitamente pequeño que es el momento de la existencia del hombre con relación a la duración de este globo.» ¿Quién querría negar en serio que la tierra puede estar mejor dispuesta que hoy lo está para servir de mansión al hombre? ¿Contra cuántas dificultades no tiene que luchar el hombre para hacer habitable una porción pequeñísima de tierra, y cuántas extensas comarcas se oponen a toda colonización por su suelo y clima? Ningún ser ha sido destinado a vivir para ser útil al hombre. Todo lo que vive tiene igual derecho a la existencia que nosotros, y sólo el derecho del más fuerte es el que se arroga el hombre avasallando a las demás criaturas o matándolas. La Naturaleza no se propone fin alguno con respecto a un ser privilegiado: ¡es, en sí y por sí misma, fin, creación y perfección!

La física ha calculado que así como hubo un tiempo en que no había en la tierra vida orgánica, será preciso que llegue otro tiempo (indudablemente en un porvenir infinito e inconmensurable) en que las fuerzas físicas que hoy existen se [107] aniquilarán, y todos los seres animados volverán a quedar sumergidos en las tinieblas y en la muerte. ¿Qué son, en presencia de tales hechos, todas las frases fastuosas de una filosofía que habla de fines generales del universo, que se realizaron con la creación del hombre; de la encarnación de Dios en la historia; de la historia de la humanidad como desarrollo subjetivo de lo absoluto; de la eternidad de la conciencia, de la libertad, de la voluntad, &c., &c.? ¿Qué son la vida y los esfuerzos de un hombre, ni de todos los hombres, en comparación de esa marcha eterna, inexorable, irresistible, medio fortuita, medio necesaria, de la Naturaleza? ¡No es más que el juego momentáneo, efímero, de un punto que rueda en el mar de lo eterno y lo infinito!

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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Luis Büchner 1824-1899
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