Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XXI
Libre albedrío

El hombre, es obra de la Naturaleza como ser físico e inteligente. Dedúcese de aquí que no sólo todo su ser, sino todas sus acciones, su voluntad, su inteligencia y sus sentimientos, están fatalmente sometidos a las leyes que rigen al universo. [232]

Sólo una observación superficial y limitada del ser humano puede admitir que las acciones de los pueblos y los individuos son resultado de un completo libre albedrío con conciencia de sí mismo. Por el contrario, un estudio más profundo nos hace ver que el individuo se halla en tan íntima relación con la Naturaleza, que el libre albedrío y la espontaneidad hacen un papel muy secundario en sus acciones. Este estudio nos muestra también que todos los fenómenos que se han atribuido hasta ahora a la casualidad y al libre albedrío están regidos por determinadas leyes. «La libertad humana de que tanto se envanecen los hombres –dice Espinosa– no es más que la conciencia de su voluntad y la ignorancia de las causas que la determinan.»

Los conocimientos que poseemos de estas leyes no son resultado de la teoría, sino de hechos numerosos, que principalmente debemos a la estadística. Esta ciencia moderna ha revelado leyes determinadas en una infinidad de fenómenos que se atribuían a la casualidad o al libre albedrío. Al considerar cada uno de estos fenómenos separadamente, perdemos muchas veces de vista el punto de apoyo necesario para reconocer la verdad de esas leyes. En conjunto, vemos, por el contrario, a la humanidad y a los hombres sometidos a un orden de cosas que los domina fatalmente hasta cierto punto. Puede decirse, sin exageración, que la mayor parte de los médicos y psicólogos prácticos se colocan hoy en la antigua controversia de la libertad humana al lado de aquellos que sostienen que los actos de los hombres dependen siempre, y en último resultado, de ciertas necesidades físicas, y que el libre albedrío hace un papel muy subordinado, y a veces nulo, en todo acto aislado. Para [233] probar esta importante verdad no tenemos la pretensión de tratar a fondo esta inagotable materia, puesto que sería preciso recorrer casi toda la extensión de los conocimientos humanos. Con todo, nuestra demostración está demasiado ligada a la idea del estudio empírico y filosófico de la Naturaleza para no apoyar nuestra tesis con algunos hechos.

Las acciones y la conducta del individuo dependen del carácter, costumbres y juicio del pueblo o nación a que pertenecen; pero esa misma nación es en cierto modo producto necesario de las relaciones exteriores en que vive y se ha desarrollado.

Galtón dice: «La diferencia del carácter moral y constitución física de las diversas tribus del África meridional tienen una relación íntima con la forma, el suelo y vegetación de los distintos países que habitan. Los bosquimanos, que tienen el cuerpo nervioso y son de muy pequeña estatura, ocupan los países áridos y elevados de la meseta o llanura interior, cubiertos solamente de espesos matorrales y arbustos. En las comarcas abiertas, montañosas, accidentadas y de pastos, residen los damares, pueblo de pastores independientes, donde cada jefe ejerce la soberanía en su reducida familia. La raza más civilizada, la de los ovampos, ocupa las ricas comarcas del Norte, que pertenecen a Inglaterra.» Según Desor, la historia, costumbres y carácter de las tribus indias de América, que este autor divide en indios de las llanuras y de los bosques, se ajustan a las diversidades del suelo que habitan. Según la frase de Carlos Müller, el desierto ha transformado en gato a su habitante el beduino, y la divisa de esta raza pérfida es, como dice la Memoria del general Daumas: «Besa al perro en la [234] que te dé lo que quieres.» «Hace próximamente 230 años –dice Desor– que los primeros colonos verdaderamente ingleses bajo todos conceptos, abordaron a la Nueva Inglaterra. En tan poco tiempo se ha operado un profundo cambio en esos colonos; el tipo americano se ha desarrollado. Puede atribuirse este resultado principalmente a la influencia del clima. El tipo americano se distingue por su poca gordura, por el cuello largo y por el temperamento activo y febril siempre. El escaso desarrollo del sistema glandular que da al rostro de las americanas esa expresión tierna y pavorosa; el espesor, la longitud y la sequedad de los cabellos, pueden provenir de la sequedad del aire. Se cree haber notado que la agitación de los americanos aumenta mucho con el viento Nordeste. Resulta de estos hechos que el grandioso y rápido desarrollo de América es en gran parte resultado de relaciones físicas. Lo mismo que en América, los ingleses han dado origen a un nuevo tipo en Australia, principalmente en la Nueva Gales meridional. Los hombres son allí muy altos, delgados y musculosos, y las mujeres de una gran belleza, aunque muy fugaz. Los nuevos colonos les dan el apodo de cornstalks (briznas de paja). El carácter del inglés lleva el sello del cielo sombrío y nebuloso, del aire pesado y de los estrechos límites de su país natal; el italiano, por el contrario, nos recuerda en toda su individualidad el cielo eternamente hermoso y el ardiente sol de su clima. Las ideas y los cuentos fantásticos de los orientales están en íntima relación con la feracidad de la vegetación que los rodea. La zona glacial sólo produce débiles arbustos, árboles raquíticos y una raza de hombres pequeños, poco o nada accesibles a la civilización. Los habitantes de la zona tórrida no son [235] tampoco aptos para adquirir una cultura superior. Sólo en los países donde el clima, el suelo y las relaciones exteriores ofrecen cierta medida y un término medio, puede el hombre adquirir el grado de cultura intelectual que le da una preponderancia tan grande sobre los seres que le rodean» (1).

{(1) Aun en esta cultura sigue siendo el hombre producto de las relaciones a que está sometido. La historia nos presenta numerosos ejemplos de este hecho. Los mismos romanos, que habían mostrado durante la República tantas virtudes sublimes, consideraban en el imperio como un honor ofrecer sus mujeres e hijas a los deseos de sus tiranos y de los favoritos de éstos. Esa Roma, en otros tiempos tan rígida, se llenó de todos los vicios y todos los crímenes. En las épocas llenas de agitación grandiosa aparecen en masa los grandes hombres y los caracteres dignos de admiración. En épocas posteriores se reproduce una paralización que mata el espíritu y hace imposible todo acto generoso.}

Así como el carácter y la historia de los pueblos dependen, por punto general, de las relaciones de la naturaleza del país y del estado social de donde han tomado desarrollo, así el individuo, por su parte, es también producto, resultado de efectos exteriores e interiores de la Naturaleza, no sólo en cuanto a su existencia física y moral, sino también en todos los momentos de su acción. Esta depende en primer lugar de su individualidad intelectual. Pero ¿cuál es esa individualidad intelectual que obra de una manera absoluta sobre el hombre y determina su conducta, sin hablar de las circunstancias exteriores que en ella intervienen, de modo que el libre albedrío no hace sino un papel muy subordinado? ¿Es más esa individualidad intelectual que el resultado necesario de las disposiciones corporales e intelectuales por la educación, la instrucción, el ejemplo, la posición, la fortuna, el sexo, la nacionalidad, el clima, el suelo, la época, &c.? El [236] hombre está sometido a la misma ley que las plantas y los animales, y esa ley se manifiesta, según hemos visto, con rasgos muy marcados en el mundo primitivo. Así como la planta depende del suelo donde ha echado raíces, no sólo con relación a su existencia, sino también con respecto a su magnitud, forma y belleza; así como el animal es pequeño o grande, enjaulado o salvaje, hermoso o feo, según las relaciones exteriores; así como el entozoario cambia de forma según el animal en que vive y reside, así el hombre, en su ser físico e intelectual, es también producto de las mismas relaciones exteriores, de los propios accidentes, de iguales disposiciones, y no es por consiguiente el ser espiritual independiente y libre que pintan los moralistas. Hay quien tiene instintos benévolos, y todas sus acciones revelan ese rasgo característico: es caritativo, conciliador, amado de todo el mundo, y no tiene otro goce que satisfacer ese instinto. Si la probidad es el rasgo característico de todo hombre, en las situaciones todas de su vida llenará fielmente sus deberes y pondrá fin a sus ideas si no puede cumplir su palabra. El aturdido se ve impulsado por su natural disposición a acciones que le ponen muy cerca del malvado y le igualan a veces a éste. Otro tiene el carácter violento, destructor, y la razón y la reflexión le contienen con trabajo dentro de ciertos límites. Otro manifiesta mucho afecto a los niños, es el amigo más tierno de éstos y el mejor de los padres, y nos parece duro e insensible otro que no tenga esta facultad. La vanidad o el deseo de agradar puede ser causa de los mayores crímenes o de las más perversas acciones, y la firmeza y energía de carácter puede conducir a un hombre, dotado de talentos muy medianos, a los más brillantes resultados de la [237] fortuna. ¡Cuántas perversidades y qué de increíbles excesos no han causado el instinto del hombre hacia lo sobrenatural!

Todas estas inclinaciones que se desarrollan bien por sus disposiciones naturales o adquiridas, bien por la educación, la cultura, el ejemplo, &c., ejercen tal imperio sobre el hombre, que casi nada puede sobre ellas la reflexión ni la religión. Por experiencia sabemos que el hombre gusta de seguir sus instintos. Socorremos a un hombre que sufre, no porque las leyes de la moral así lo mandan, sino porque nos induce a ello la compasión. Feuerbach pone en boca de uno de sus personajes las siguientes palabras: «Las acciones de los hombres no dependen en manera alguna de lo que piensen de Dios, pues obran según sus inspiraciones y sus hábitos.» Sucede muchas veces que un hombre, conocedor de su carácter, sabedor de las faltas que cometerá, &c., es incapaz de luchar con éxito contra esta fuerza intelectual. De aquí provienen las muchas y extrañas contradicciones que se observan en la naturaleza moral del hombre. La piedad y el amor a los niños, los sentimientos morales que llegan hasta el enternecimiento en los mayores criminales, son cosas que no se pueden explicar sino en virtud de ese natural impulso.

No sólo la naturaleza moral del hombre, sino también cada una de sus acciones, a menos que no emanen de esa misma naturaleza, están en parte determinadas y dominadas por influencias físicas que limitan el libre albedrío. ¿Quién no conoce la fuerza que ejerce el influjo del clima y de la temperatura sobre nuestro espíritu, y quién no lo ha experimentado en sí propio? Nuestras resoluciones varían con el barómetro, y una porción de cosas que creemos haber hecho por nuestra voluntad, [238] han sido resultado de esas condiciones accidentales.

Las disposiciones corporales ejercen también un influjo casi irresistible sobre nuestras disposiciones intelectuales y nuestras resoluciones. «El joven –dice Krahmer– tiene otras ideas que el anciano; el hombre que está acostado piensa de distinto modo que el que está de pie; el que tiene hambre piensa diversamente que el que está harto; el que está alegre, de otro modo que el que está triste o irritado. &c.» Hemos hablado antes del funesto influjo que ejercen las enfermedades orgánicas sobre la inteligencia y las acciones de los hombres. Muchas veces se han cometido horrorosos crímenes sin la voluntad de sus autores, y sólo por las disposiciones corporales anómalas en que se hallaban. Hasta nuestros días no ha esparcido la ciencia alguna luz sobre estas singulares relaciones, encontrando enfermedades donde antes se creía ver el libre albedrío del individuo.

Como consecuencia de los hechos que acabamos de consignar, no podrán negar aquellos cuyas miradas penetren en el fondo de las cosas que la idea del libre albedrío humano debe encerrarse, en la teoría y en la práctica, dentro de los más estrechos límites. El hombre es libre, pero tiene las manos atadas, y no pude traspasar ciertos límites que le ha impuesto la Naturaleza. «Lo que se llama libre albedrío –dice Cotta– no es otra cosa que el resultado de los motivos más poderosos.» La mayor parte de los crímenes que se cometen contra el Estado o la sociedad son resultado de las pasiones o de esa ignorancia que previene de una instrucción defectuosa o de una debilidad intelectual, &c. El hombre instruido sabe evitar los obstáculos que le molestan sin violar la ley, pero el [239] hombre inculto no tiene otro medio que el crimen para conseguir ciertos deseos; es víctima de su posición. ¿Para qué le sirve el libre albedrío al que roba y asesina por necesidad? ¿Cuál es el discernimiento del hombre cuyo carácter destructor y disposiciones a la crueldad son grandes y débiles sus facultades intelectuales? La debilidad de espíritu, la indigencia y la falta de educación son las tres causas principales de los crímenes. Los criminales son, en su mayor parte, desgraciados más dignos de compasión que de odio y menosprecio.

«Por eso –dice Forster– haríamos bien en no juzgar ni condenar a nadie» (1). Tocamos un punto que no podemos pasar en silencio, aunque parezca extraño a nuestras investigaciones teóricas, por su significación completamente práctica. Un estudio de la Naturaleza y del mundo, exento de preocupaciones y basado en hechos infinitos, ha reconocido que las acciones humanas en general, y del individuo en particular, estaban determinadas por la existencia de ciertas necesidades físicas que encierran en los más estrechos límites al libre albedrío. De aquí se ha querido deducir que los partidarios de esta doctrina trataban de negar el discernimiento del crimen, absolver a todos los criminales y precipitar a la sociedad en la anarquía. Vamos a abordar seguidamente la última parte de este ataque, que por cierto se ha dirigido ya mil veces contra las ciencias naturales. En cuanto a la [240] primera parte, es demasiado absurda para merecer que se la refute. Nunca ha demostrado sistema científico alguno con más evidencia la necesidad de un orden social y político como aquel al que deben sus progresos las ciencias naturales, ni jamás ningún naturalista moderno ha tratado de disputar al Estado el derecho de legítima defensa, ni el de rechazar los ataques dirigidos a la sociedad. Pero los partidarios de las ideas modernas creen sin duda que hay que deducir conclusiones diferentes con relación al crimen, y querrían proscribir ese odio cobarde e irreconciliable que el Estado ha difundido hasta nuestros días en contra del perturbador. Cualquiera que esté penetrado de estas ideas no pude reprimir un sentimiento de conmiseración hacia el infeliz que ha producido el desorden, sin dejar por eso de rechazar con horror la acción que puede turbar el orden social. Conmovido por un sentimiento verdaderamente humano, prefiere las medidas que impiden el crimen a las que le castigan.

{(1) Según las investigaciones de Saure sobre las causas de enajenación mental en las cárceles, existe la mayor analogía entre los dementes y cierta clase de prisioneros, compuesta de gentes de una organización viciosa. Saure cree que valdría más trasladar una parte de la población de las cárceles al hospital de locos. Según el mismo autor, es considerable en el siglo XIX el número de sentencias condenatorias de dementes.}

Desde que han penetrado en el pueblo los resultados generales de la filosofía de las ciencias naturales, se ha fingido el temor de considerables perjuicios para la sociedad a causa de sus sentencias materialistas. Se ha profetizado la destrucción de todas las ideas morales, y, de consiguiente, la ruina de la sociedad. Sólo la completa ignorancia de los móviles sociales puede hacer temer semejante catástrofe. En todos tiempos se han hecho las mismas predicciones, sin realizarse nunca.

La sociedad reposa en fundamentos mucho más sólidos de lo que suponen esos falsos profetas. Fácil sería demostrar que el naturalismo no desconoce las ideas morales, en cuanto sirven de fundamento a la sociedad, y que esta teoría no puede [241] atentar en manera alguna a su existencia. Pero esta discusión nos haría salir de los límites de nuestro objeto. Podemos, sin embargo, indicar en parte el camino que debe seguir quien quiera conocer los pormenores de estas relaciones. La sociedad está basada en los principios de necesidad y reciprocidad. El principio de necesidad es idéntico a las restricciones a que está sometido el libre albedrío, y no queda perturbado directamente por la diversidad de ideas generales sobre el mundo sino sólo de una manera inmediata, y en tal caso muy débilmente. Pero allí donde no ejerza su acción el principio de la necesidad, le reemplaza una acción de reciprocidad.

Representa este principio un mecanismo tan complicado como la ya mencionada relación de las materias y fuerzas de la Naturaleza. Querer reconocer, explicar o dirigir este mecanismo según un principio general, es imposible a nuestros ojos. Con todo, bajo nuestro punto de vista, creemos poder sostener que las ideas de Dios y del mundo, o los motivos morales que deben desaparecer ante el naturalismo, sólo ejercen un influjo imperceptible en la marcha de la sociedad. Hay que admirarse de que nuestra sociedad sea tan susceptible, con respecto a ciertas verdades demostradas por las ciencias, cuando la virtud social es sólo una hipocresía disfrazada bajo el velo de la moral. Arrójese una mirada imparcial sobre esa sociedad, y dígasenos si obra por motivos virtuosos o puramente morales. ¿No es la sociedad hoy, en efecto, una verdadera batalla? ¿No se asemeja a una carrera desenfrenada en que todos hacen lo que pueden por adelantar a los otros y anonadarlos? ¿No podría decirse de esta sociedad lo que Burmeister dice de los brasileños: «Hace cada uno cuantas malas [242] acciones cree que puede cometer impunemente, engaña a los demás y abusa de ellos cuanto puede, persuadido de que los otros harían con él lo mismo?» Al que obrara de otro modo se le consideraría como imbécil y tonto. ¿No es el egoísmo más refinado lo que pone en movimiento el mecanismo social, y no nos pintan incesantemente muchos hombres distinguidos que conocen la sociedad europea la cobardía, la hipocresía y la deslealtad que en ella reinan? Una sociedad que permite morir de hambre a los hombres en el dintel de casas que rebosan abundancia; una sociedad cuya fuerza consiste sólo en que el fuerte oprima y explote al débil, no tiene derecho a quejarse de que las ciencias naturales derroquen los fundamentos de su moral. El que sepa apreciar las ideas que defendemos, ideas que persiguen a muerte a toda la chusma de fariseos, hipócritas, jesuitas, místicos y beatos, puede figurarse un edificio social más perfecto, basado en la dignidad y la igualdad de todos los hombres. Por lo demás, la antigüedad nos ofrece ya en parte un espectáculo parecido.

Cualquiera que sean las ideas que tengamos sobre el mundo y la inmortalidad, no quedará por eso la sociedad destruida. Y si nuestras ideas fueran falsas, si no se pudieran destruir las preocupaciones en la parte más ilustrada de la sociedad sin causar perjuicios a la sociedad entera, les quedaría a la ciencia y a la filosofía empírica la satisfacción de decir: ¡La Verdad está por cima de todas las cosas divinas y humanas, y no hay razones bastante poderosas para rechazarla!

«La Verdad –dice Voltaire– goza de imprescriptibles derechos, y como siempre es tiempo de descubrirla, no está nunca fuera de razón el defenderla.» [243]

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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Luis Büchner 1824-1899
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