Materia & Materialismo |
Luis Büchner 1824-1899 Fuerza y materia Estudios populares de historia y filosofía naturales 1855 |
«Pronto hará veinte años –dice Goethe en sus obras póstumas– que los alemanes se han dado al transcendentalismo. El día en que el mundo se aperciba de ello, los tendrá por unos extravagantes.» Parece que va aproximándose el tiempo en que se verifique este cambio. Los sistemas de filosofía trascendental, anunciados con tanto ruido durante los últimos años, han muerto antes de lo que se esperaba, debiéndose esto principalmente a las ciencias. Este resultado es tanto más significativo, cuanto que el influjo ejercido por las ciencias naturales en el desarrollo de las doctrinas filosóficas, sólo ha sido hasta nuestros días un influjo indirecto. La modestia es compañera de la verdadera sabiduría, y quizá por esta razón nuestros naturalistas modernos, que tenían derecho y obligación, después de la ruina de la antigua escuela filosófica, a aplicar a la filosofía el criterio de las ciencias exactas, han desdeñado en su mayor parte buscar armas en el rico arsenal de sus conocimientos, para combatir el sistema de lo sobrenatural, el idealismo y el espiritualismo. Sólo de cuando en cuando ha salido del taller de estos laboriosos obreros un rayo de luz aislado que iluminaba la lucha filosófica, pero siempre servía para aumentar la confusión. Estos relámpagos aislados bastaban, sin embargo, para conmover el campo de los ideólogos. Algunos [244] temían un porvenir amenazador y oponían una defensa precipitada. No deja de ser gracioso ver a los partidarios de lo sobrenatural y a los idealistas comenzar a defenderse antes de que nadie los atacase. En el opuesto bando nadie ha dado todavía la señal de combate, y ya se corre a las armas. Dentro de poco tiempo será general la lucha {(1) Las profecías del autor se cumplieron a poco de aparecer la primera edición de esta obra.–(N. del T.)}. ¿Podrá ser dudosa la victoria? Los adversarios del materialismo físico y fisiológico no podrán resistir a sus fuertes armas; el combate es desigual. El materialismo se apoya en hechos visibles y palpables; sus adversarios en hipótesis y conjeturas. Pero la hipótesis no puede nunca servir de base a un sistema científico. La hipótesis, en el sentido amplio empleado por la especulación filosófica, abandona el único terreno sólido para conocer la verdad, terreno que es la percepción de los sentidos, y se eleva a regiones que no existen o son inaccesibles a nuestra inteligencia. Como obra sin plan, no llegará nunca la hipótesis filosófica a un objeto, porque más allá de los límites del mundo visible que la inteligencia no es capaz de comprender, nuestra imaginación puede crear cuanto le plazca. Todo lo que traspasa los límites del mundo visible y las consecuencias que se desprenden de la comparación de sus relaciones y de los objetos visibles, son pura hipótesis. El que gusta de las hipótesis, puede contentarse con ellas; pero el naturalista no puede ni podrá hacerlo jamás. «Sólo conoce el naturalista –dice Virchow– los cuerpos y sus propiedades; todo lo que esté fuera de esto, es trascendental para él, que considera el transcendentalismo como el extravío de la razón humana.» [245] El que rechaza el empirismo rechaza en general toda concepción humana, y no considera que todo conocimiento o idea sin objeto real es una quimera. Tan inseparables son la inteligencia y la existencia como la fuerza y la materia, el alma y el cuerpo, y un espíritu material es una suposición que carece de base real y verdadera. Si el espíritu del hombre tuviese en realidad conocimientos metafísicos independientes del mundo real, sería preciso que las nociones de los metafísicos fueran tan positivos y ciertas como las de los fisiólogos sobre las funciones de un músculo, o la de los físicos sobre la ley de la gravitación, &c. Pero en vez de ser así, sólo encontramos en ellas obscuridad y contradicción. «Si la filosofía –dice Virchow– quiere ser la ciencia de la realidad, sólo puede marchar por el camino de las ciencias naturales, y no ha de buscar los objetos de sus investigaciones y conocimientos sino en la experiencia. Así llegará a ser, no sólo en su contenido, sino también en su método, ciencia natural, difiriendo de esta última en el fin, mientras que casi todas las escuelas filosóficas se proponen un objeto trascendental, la investigación del plan del universo o el conocimiento de lo absoluto. El estudio de la Naturaleza sólo se propone objetos concretos, y mira como supremo fin de sus esfuerzos el conocimiento de la esencia de la individualidad. Ahora bien; el ejemplo de todas las épocas ha demostrado cuán estéril es la tendencia prematura a lo abstracto, y cuán imposible el camino para conocer lo absoluto.» Dejamos al buen sentido del lector juzgar si es posible prohibir a las ciencias naturales el derecho de mezclarse en cuestiones filosóficas. Diariamente piden un sinnúmero de escritores de todas clases que se fijen límites a las ciencia naturales; pero los [246] que lo piden no saben lo que se dicen. Temen instintivamente que estas ciencias destruyan de una vez y para siempre sus añejas ideas. Una ciencia no tiene más límites que los que se traza a sí misma. Hasta donde lleguen sus miradas tiene derecho a hablar, y nunca ha habido derecho alguno más legítimo que el de las ciencias naturales, que quizá sean las únicas que más tiempo permanezcan en pie entre todos los conocimientos humanos. Por lo que a nosotros se refiere, consideramos como un conjunto de meras frases toda discusión que tienda a tratar ligeramente cuestiones de la mayor importancia, y que no se halle conforme con los resultados de las ciencias naturales. ¿Buscará la filosofía especulativa (demasiado débil para combatir los hechos que le opone el naturalismo), buscará su salvación en esas alturas metafísicas que son inaccesibles? ¿Imitará al animal que oculta la cabeza para librarse del peligro que le amenaza? No es con un desprecio aristocrático como se vence a un enemigo bien armado. Creemos también una gazmoñería, inexplicable en algunos sabios distinguidos, no abordar estas cuestiones porque creen que los materiales del empirismo no bastan para resolver problemas trascendentales. Sin duda que este material no basta, ni bastará nunca, para resolver esas cuestiones de una manera positiva; pero es más que suficiente para resolverlas de una manera negativa y terminar el dominio de la filosofía trascendental. El que combata la hipótesis en las ciencias naturales, está obligado a proscribirla del campo de la filosofía. La hipótesis puede sostener que la existencia y la inteligencia han estado en otro tiempo separadas; pero el empirismo sólo sabe que son inseparables. No podemos callar que la tendencia materialista [247] de las ciencias naturales ha sido objeto recientemente de un ataque público de parte de un naturalista distinguido, con gran sorpresa de los sabios de toda Alemania. Ese ataque parece más bien un acto de desesperación, pues el sabio a quien aludimos, el cual posee suficientes conocimientos positivos para reconocer la impotencia del idealismo filosófico, ha empezado por confesar que sería vana toda resistencia. No trató dicho sabio de combatir con hechos a un enemigo tan temible; sabía que los hechos decidirían la cuestión por el partido opuesto. Lo hizo, pues, con un rodeo, generalmente llamado subterfugio, y quiso combatir, por medio de consecuencias morales, las verdades descubiertas y patentizadas por las ciencias. Este modo de discutir es tan poco conforme con la ciencia, que es muy extraño que un profesor haya cometido semejante falta ante una asamblea de hombres científicos. No se hizo esperar mucho el merecido a tal conducta. La asamblea acogió estas proposiciones con una indignación general, según vemos en las reseñas de esta escena. «La moral –exclamó el profesor Rodolfo Wagner en la asamblea de naturalistas y médicos alemanes verificada en Gotinga–, la moral que se desprende del materialismo científico puede reasumirse en estas palabras: comamos y bebamos, porque mañana no existiremos. Todos los pensamientos grandes y nobles son vanos sueños, fantasmagorías, juegos de autómatas que tienen dos brazos, andan sobre dos piernas y se descomponen en átomos químicos, para combinarse de nuevo, &c., semejantes a los bailes de locos en un manicomio, sin porvenir, sin base moral.» La idea fundamental que ha provocado este acceso de cólera queda tan fácilmente juzgada por sí misma como por lo que hemos dicho en los precedentes [248] capítulos. Querer deducir de un principio que se tiene por verdadero, y porque algunos insensatos puedan deducir falsas consecuencias, la falsedad de ese mismo principio, es una táctica conocida. «Si el profesor Wagner –dice Reclam– quiere admitir ese principio como regla general, hay que prohibir las cerillas químicas, porque pueden producir un incendio, hay que expedir órdenes de prisión contra las locomotoras, porque han destrozado ya los cuerpos de muchas personas, hay que prohibir que se construyan casas de muchos pisos, para que nadie se caiga de los balcones o ventanas.» Pretender que el materialismo científico cambia todas las ideas nobles y grandes en vanos sueños y que no tiene base moral ni porvenir, es una suposición tan arbitraria y gratuita, que nos dispensa de refutarla seriamente. En todas épocas ha habido grandes filósofos que han enseñado estas o análogas ideas, sin estar locos ni desesperados, ni ser bandidos o asesinos. Hoy profesan ideas materialistas nuestros más laboriosos obreros científicos y nuestros físicos más infatigables, sin justificar por eso la suposición del profesor Wagner. El constante deseo de enriquecer con conocimientos su espíritu, la investigación de la verdad y la convicción de la necesidad de un orden moral, los indemnizan de aquello que las ideas habituales designan con el nombre de religión y de porvenir. Si generalizándose más nuestra teoría pudiera contribuir a aumentar más esa sed de goces, que por otra parte ha existido en todo tiempo y es quizá hoy mayor que nunca, podríamos fácilmente consolarnos de ello. Si otras épocas más felices que la nuestra han tenido la franqueza de confesar su deseo de goces, la única diferencia que hay entre ellas y [249] la nuestra es la sinceridad de la confesión. Realmente siempre se piensa y se obra lo mismo, y nadie busca hoy la privación cuando puede proporcionarse goces. Si algunos toman aspecto de devotos, no son sinceros, porque sus acciones están desmintiendo sus palabras. Mientras los antiguos armonizaban su filosofía con sus acciones, nosotros ponemos una cara hipócrita para aparecer distintos de lo que somos. «La hipocresía de la ilusión que se hacen hoy las gentes –dice Feuerbach– es el vicio capital de nuestra época.» Séanos permitido, por último, hacer abstracción de toda cuestión moral y utilitaria. El único punto de vista que nos dirige en este examen es la Verdad. La Naturaleza no existe por la religión, por la moral, ni por los hombres: existe por sí misma. ¿Qué hacer, sino tomarla tal cual es? ¿No sería ridículo si quisiéramos llorar como los niños, porque no nos han puesto bastante manteca en el pan? «El estudio empírico de la Naturaleza –dice Cotta– no tiene más objeto que la investigación de la verdad, sea consoladora o triste, según las ideas humanas, sea estética o no lo sea, lógica o ilógica, conforme o contraria a la razón, necesaria o milagrosa.» [250] Al escribir diez años ha el libro FUERZA Y MATERIA, no podía prever que las continuas investigaciones de los naturalistas iban a dar las más brillantes pruebas de lo que yo vaticinaba, a despecho de todas las opiniones admitidas, y que particularmente mis ideas sobre la inmortalidad de la materia recibirían pronto su complemento necesario en el hecho de la conservación o inmortalidad de la fuerza, posteriormente descubierto. Tampoco adiviné que vendrían los más violentos ataques a destruir el dogma, considerado como infalible, de la no existencia de la generación primitiva y de la inmortalidad de las especies, y que la célebre teoría de Darwin reuniría al mundo entero de los organismos antiguos y modernos en una sola concepción grandiosa. Ignoraba asimismo el próximo e inesperado desarrollo de esas teorías y la de las celdillas, destinadas a dar la ley del reino animal lo mismo que la del reino vegetal. Estos y otros muchos hechos nos los ha enseñado el repentino y considerable progreso que han experimentado las ciencias naturales en los últimos tiempos. El antiguo dogma (inquebrantable en apariencia) de la aparición relativamente reciente del hombre sobre la tierra, ha desaparecido, pues se ha remontado su nacimiento a una época desde la cual ha podido el hombre, que entonces se hallaba en un estado muy próximo al de los animales, formarse y llegar a sus actuales condiciones. Por una parte, se descubrieron y estudiaron especies de animales cuya semejanza general con el [251] hombre excede a todos los hechos anteriormente conocidos, y por otra, se encontraron cráneos y huesos humanos de un tipo tan aproximado al de los animales, que la distancia que los separa, en concepto del observador superficial, ha disminuido mucho. Además, el magnífico descubrimiento del análisis del espectro solar ha venido a confirmar, por la experiencia inmediata, la unidad de la materia primitiva de nuestro sistema solar, que yo había afirmado. En cuanto a la geología, las opiniones sustentadas por mí han obtenido una victoria completa sobre las antiguas teorías de los cataclismos. Los progresos de la fisiología y psiquiatría buscando la solución de nuevos problemas han probado casi completamente que el cerebro es el órgano de la inteligencia. El juicio que yo había emitido sobre la teoría de la fuerza vital se halla confirmado por los magníficos resultados de la química sintética, y mi crítica de las teorías teológicas ha encontrado un poderoso apoyo en los datos presentados por Darwin. Por último, los trabajos de hombres más competentes que yo en materia de filosofía han justificado los atrevidos ataques que dirigí contra los sistemas especulativos, que gozaban entonces de general consideración y del incontestable privilegio de guardar, para un corto número de elegidos, los tesoros más nobles del espíritu humano. Estos son resultados de que tenemos derecho a enorgullecernos. ¿Ha habido nunca un progreso intelectual comparable al descubrimiento de que el hombre no es, como se creía, un ser que forma completo contraste con la Naturaleza, por su origen y por todas sus cualidades físicas e intelectuales, sino que es el producto resultante del desarrollo gradual de la Naturaleza misma; o al otro de que esta Naturaleza no es un caos de fuerzas elementales, destituida de unidad y reglas, sino un conjunto compacto y dirigido por grandes leyes eternas, donde los medios más insignificantes producen, auxiliados únicamente por el tiempo, efectos grandiosísimos y en apariencia maravillosos; o también el descubrimiento de [252] que las mismas substancias, iguales fuerzas e idénticas leyes, engendran y componen el universo entero, desde el más pequeño infusorio hasta las gigantescas formas de los animales antediluvianos y hasta las más sublimes manifestaciones de la humana inteligencia? Tan luego como la humanidad haya comprendido el significado de este progreso, terminarán las mezquinas querellas producidas por las cuestiones religiosas, que tanto mal ha causado a la humanidad, impidiendo su desenvolvimiento intelectual, y la filantropía sustituirá con sus beneficios a los horrores del fanatismo. Vuelto el hombre a la Naturaleza, eterna madre de su existencia y de toda su felicidad, no verá en ella un elemento extraño y hostil a su personal dignidad, sino la base universal de toda existencia, de la que él mismo es el fruto más noble. Libre su alma de toda superstición pueril, no sentirá ya admiración ante los milagros, apariciones de espíritus y otras acciones sobrenaturales. Nuevas inspiraciones harán nacer una nueva religión exenta de las groseras preocupaciones del pasado, en tanto que la idea de un poder supremo, que rige al mundo según su albedrío individual, será reemplazada por la noción de una ley soberana, cuyos efectos se producen por una transmisión de que no puede apoderarse nuestra inteligencia. La ciencia será quien más se aproveche de los beneficios que han de resultar de la corrección de nuestras ideas. Ella, que ha sido la que más ha sufrido con la confusión entre las teorías naturalistas y espiritualistas, será también la que marchará con rápido y seguro paso en el momento en que ese obstáculo haya desaparecido. * * * Desgracia es que no convenga a todos la necesidad absoluta de la verdad, y que se quiera hacerla depender de la utilidad o del capricho de cada uno. De esto resulta una dificultad para aquellos que la cultivan. Un gran poeta persa ha descrito perfectamente esta singular relación en las siguientes palabras: «¡Renunciad a [253] la inteligencia y a los deberes que os impone; sed locos, porque el loco puede estar alegre! Una felicidad eterna, como la que el ruiseñor siente cerca de la rosa, transporta el corazón del hombre que se sustrae a los trabajos de la sabiduría y huye del aguijón de la inteligencia. ¡Felices con el error, gocemos de una tranquila bienandanza, bendiciendo a Dios y alabando nuestro destino!». Ese es el privilegio del poeta: concebir la naturaleza de las cosas en su mayor sencillez posible, sin el velo de todos los accesorios con que el error y el cálculo ha obscurecido, en todos los tiempos y para la mayor parte de los hombres, el sencillo lenguaje de la Naturaleza. Sin embargo, no por esto ha podido sustraerse a esta inquietud y a esos dolores del alma, inteligibles sólo para aquel que ha traspasado ciertos límites del conocimiento. No sin razón, indudablemente, canta la felicidad debido al error. Pero está equivocado en dar gracias por ello a Dios. Sólo el hombre instruido pude proclamar felices a aquellos a quienes el limitado estado de su inteligencia mantiene en el error. Sólo para él existe el dolor del conocimiento, mientras que la naturaleza del error es no poder ser conocida, ni aun presentida, por el espíritu que con él sufre. Conociendo profundamente este contraste, y pensando quizás en la perezosa y soñolienta vida oriental, ha podido elogiar el persa los dulces goces adquiridos a costa de investigaciones llenas de inquietudes. No es esa la manera de pensar y sentir del mundo europeo. Para nosotros nada vale una vida inactiva y sin luchas. La Verdad posee un encanto que le es propio, a cuyo lado desaparecen fácilmente todos los demás intereses humanos. Por eso en las naciones civilizadas del Occidente tendrá siempre partidarios acérrimos y encarnizados perseguidores. Ni prohibiciones ni dificultades podrán entorpecer por más tiempo su marcha; muy al contrario, las contrariedades sólo sirven para darle fuerza. [254] La historia entera del género humano suministra la prueba continua de este aserto, a pesar del número inmenso de locuras que sin cesar se escalonan en ella. Aun entre las garras de la Inquisición, pronunció Galileo aquellas célebres palabras mil veces repetidas con entusiasmo: ¡E pur si mouve! |
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Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión |
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