Filosofía en español 
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Democracia y Corrupción

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Democracia sublime:
Fundamentalismo democrático / Estado de partidos

La corrupción política no solo afecta a las democracias; por supuesto, también afecta a las autocracias, como afectaba a las monarquías del Antiguo Régimen. Y su propio rey pudo advertir que algo olía mal en Dinamarca.

Tampoco las democracias, no por corrompidas, están condenadas a muerte a causa de la corrupción. Tan solo están condenadas a oler mal por muchos lados, a desprender un hedor [759] o un perfume que, sin embargo, no será lo suficientemente hediondo como para apagar el entusiasmo de aquellos fundamentalistas que, inundados de felicidad democrática, cuando han sido elegidos por la mayoría para gobernar el pueblo, ven en la democracia la forma más perfecta [857] de la convivencia política humana y aun el fin de la historia [888].

¿De dónde procede el impulso del fundamentalismo democrático que, sin perjuicio del reconocimiento de la corrupción endémica del sistema (que el fundamentalista interpretará como resultado de déficits transitorios) [870], lleva a la clase política a identificarse con la idea de la democracia como forma sublime de la convivencia política y a considerar como héroes a aquellos políticos que en momentos difíciles han “salvado a la democracia” de la autocracia o del fascismo?

Esta pregunta puede responderse de muchas maneras (descartando las respuestas que presuponen que el impulso democrático procede de la misma sublimidad de la idea democrática).

Pero si nos referimos a la democracia parlamentaria, o, si se prefiere, a lo que algunos llaman Estado de partidos, o también partitocracia, y tenemos en cuenta que esta democracia no es una forma política originaria [889], sino resultante de largos esfuerzos de demolición de oligarquías o aristocracias de sangre precedentes [733], de dictaduras o autocracias insoportables, entonces la respuesta tendrá que darse en función de este origen. Y más precisamente, en función del culto que en la dictadura (también en la tiranía o en la monarquía absoluta) se tributaba al dictador, al tirano o la rey soberano, como representante de Dios ante el Pueblo, o encarnación suya; y esto desde la apoteosis de Alejandro hasta la divinización de Moctezuma, desde la divinización de César o de Aureliano hasta la sublimación de Carlomagno o de Carlos I.

En la democracia parlamentaria, podríamos decir entonces, tendría lugar la expropiación del monopolio del culto sacralizado del poder político por parte del soberano, a efectos de repartirlo (es decir, de repartir la sacralización) [860] no ya tanto entre el pueblo (como ideológicamente cree pensar el fundamentalista), sino entre las cúpulas de los partidos políticos que intervienen en la organización de la nueva sociedad democrática.

Del consenso de estas cúpulas partitocráticas [897] en torno a las reglas para mantenerse por turnos en el poder político, ya sea en el gobierno, ya sea en la oposición, podrá brotar esta exaltación de la democracia parlamentaria que logra presentar como sublime las tareas más rutinarias y burocráticas del oficio (la organización de las listas electorales, de la propaganda ante un pueblo ya polarizado en corrientes contrapuestas). Solo así se explica que unas tareas de promoción o de ejecución tan grises y vulgares como puedan serlo las de la agitación propagandística, pero también las del desarrollo cotidiano de la vida parlamentaria, puedan llegar a verse como sublimes. Pero no tiene nada de extraño que un diputado, un ministro o un presidente regional al que el Estado de partidos le permite compartir un puesto de poder muy bien remunerado (al menos comparativamente con las remuneraciones que pudiera haber alcanzado por su cuenta en la sociedad civil) considere al sistema democrático como sublime y honre como héroes a quienes el consenso estime que han salvado a la democracia en los momentos difíciles. Este privilegiado verá en la democracia el único destino decente de la sociedad política y el fin de la historia.

{FD 395-396 /
FD / → PCDRE: OC2 / → TbyD / → ZPA}

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