Según la Escritura, la Tierra tiene sólo seis mil años y fue creada en una semana. – Cronología patrística fundada en las edades de los patriarcas. – Dificultades que surgen de diferentes apreciaciones en distintas versiones de la Biblia. – Leyenda del diluvio. – Repoblación. – La torre de Babel; la confusión de lenguas. – El lenguaje primitivo. – Descubrimiento del aplanamiento de Júpiter, por Cassini. – Descubrimiento del aplanamiento de la Tierra, por Newton. – Se deduce que su forma la originaron causas mecánicas. – Confirmación de esta idea por los descubrimientos geológicos sobre las rocas acuosas; corroboración por los restos orgánicos. – Necesidad de admitir larguísimos períodos de tiempo. – La doctrina de la creación es sustituida por la de la evolución. – Descubrimientos respecto a la antigüedad del hombre. – Las unidades de tiempo y espacio en el universo son infinitas. – Moderación observada en la discusión de la edad del mundo.
La verdadera posición de la Tierra en el Universo se estableció tan sólo después de un largo y severo conflicto. La Iglesia empleó todo su poder y hasta aplicó la pena de muerte en apoyo de sus ideas; pero todo fue en vano; la evidencia a favor del sistema de Copérnico se hizo irresistible. Al fin fue admitido unánimemente que el Sol es el cuerpo central y regulador de nuestro sistema, que a su alrededor giran los planetas y que la Tierra es uno de ellos y por ningún concepto el mayor. [190]
Aleccionada la Iglesia por el resultado de esta disputa, cuando se presentó la cuestión de la edad del mundo, no mostró la activa resistencia que había desplegado en la primera ocasión: pues aunque sus tradiciones estuviesen de nuevo en peligro, no eran a su juicio tan vitalmente atacadas. Destronar la tierra de su posición dominante era, según declararon autoridades espirituales, minar los mismos cimientos de la verdad revelada; pero discusiones sobre la fecha de la creación podían tolerarse dentro de ciertos límites; estos límites, no obstante, fueron traspasados bien pronto, haciéndose así la controversia tan peligrosa como la primera.
No era posible adoptar el consejo que da Platón en su Timeo, cuando, tratando de este asunto (el origen del Universo) dice: «Es acertado que yo que hablo y vos que juzgáis, recordemos que sólo somos hombres, y por lo tanto que recibamos la tradición mitológica probable sin intentar penetrar más.» Desde el tiempo de San Agustín habían sido las Escrituras la grande y final autoridad en toda materia científica, y los teólogos habían deducido de ellas nociones de cronología y cosmogonía que eran otros tantos obstáculos en la vía del verdadero saber.
No necesitamos hacer más que aludir a algunos de los rasgos característicos de estos esquemas; sus particularidades se discernían claramente y con bastante facilidad. Así, puesto que la creación duró seis días y el sábado fue dedicado al descanso y se dice que los días del Señor eran de mil años, se dedujo que la duración del mundo sería de seis mil años de sufrimientos y un millar adicional, un millenium de descanso. Se admitía generalmente que la Tierra tenía cerca de cuatro mil años cuando nació Cristo; pero tan poco interés tenía la Europa [191] en el estudio, que hasta el año 527 no tuvo una cronología propia. Un abad romano, Dionisio el Exiguo o el Pequeño, fijó entonces la era vulgar y dio a Europa su actual cronología cristiana.
El método seguido para obtener las primeras fechas cronológicas era por cómputo, fundado principalmente en las vidas de los patriarcas, tropezándose con grandes dificultades para conciliar las discrepancias numéricas; aún admitiendo, como se hacía en aquel tiempo falto de crítica, que Moisés fuese el autor de los libros que se le atribuyen, no se apreció debidamente el hecho de que refiere muchos sucesos que tuvieron lugar más de dos mil años antes de su nacimiento. No se creyó necesario considerar al Pentateuco como de plena inspiración, puesto que no existían los medios necesarios para perpetuar su exactitud. Los distintos ejemplares que se han librado de los ultrajes del tiempo, presentan grandes diferencias entre sí: así pues, el texto samaritano establece mil trescientos siete años de la creación al diluvio: el texto hebreo, mil seiscientos cincuenta y seis: el de los Setenta, dos mil doscientos sesenta y tres. Los Setenta cuentan mil quinientos años más de la creación a Abraham que los hebreos. En general, sin embargo, había tendencia a suponer que el diluvio tuvo lugar cerca de dos mil años después de la creación, y que tras otro intervalo de dos mil años nació Cristo. Algunas personas que prestaron a este asunto mucha atención, afirmaban que había a lo menos mil ciento treinta y dos opiniones diferentes respecto al año en que vino el Mesías al mundo, y por esto declaraban que no podían aceptarse con tanto rigor lo números de la Escritura, puesto que era evidente, por las grandes diferencias de las distintas versiones, que no había habido [192] intervención providencial para perpetuar una noción exacta, ni existía señal alguna por la cual el hombre pudiera guiarse para encontrar la versión auténtica. Y aún aquellas tenidas en más alta estima contenían errores innegables. Así, los Setenta hacen vivir a Matusalén después del diluvio.
Se creyó que en el mundo antediluviano constaba el año de trescientos sesenta días; algunos llegaban hasta a afirmar que éste era el origen de la división del círculo en trescientos sesenta grados. Cuando el diluvio, según declaran muchos teólogos, fue alterado el movimiento del Sol y el año se hizo cinco días y seis horas más largo. Había una opinión predominante de que este suceso estupendo ocurrió el 2 de Noviembre del año del mundo de 1656. El Dr. Whiston, no obstante, contaba con más precisión y lo aplazó al 28 de Noviembre del mismo año. Creían algunos que el arco iris no se vio hasta después de la inundación; otros, con más razón al parecer, infieren que entonces se estableció como señal por primera vez. Al salir del arca, recibieron los hombres permiso para usar carne como alimento, pues ¡los antediluvianos fueron herbívoros! Parecía que el diluvio no había hecho ningún gran cambio geográfico, porque Noé, recordando sus conocimientos antediluvianos, procedió a dividir la Tierra entre sus tres hijos, dando a Jafet la Europa, a Sem el Asia y a Cam el África; no ocupándose de América, puesto que se ignoraba su existencia; y estos patriarcas, sin arredrarse ante las terribles soledades de los países adonde se dirigían, ni por los pantanos, ni las selvas vírgenes, se encaminaron a las tierras que les habían correspondido y dieron principio a la población de los continentes.
En setenta años se había aumentado la familia asiática [193] hasta varias centenas; dirigiéndose a las llanuras de Mesopotamia, y allí, por algún motivo que no podemos adivinar, empezaron a construir una torre «cuya cima llegase al cielo.» Eusebio nos dice que la obra se siguió durante cuarenta años y que no la abandonaron hasta que se verificó una milagrosa confusión de su lenguaje dispersándose todos por la tierra. San Ambrosio muestra que esta confusión no hubiera podido ser obra de los hombres, y Orígenes cree que ni aún los ángeles la ejecutaron.
La confusión de lenguas ha dado origen a muchas especulaciones curiosas entre los eclesiásticos en cuanto al primitivo idioma del hombre. Algunos han creído que el idioma de Adán se componía sólo de nombres monosilábicos y que la confusión fue ocasionada por la introducción de polisílabos. Pero estos hombres eruditos han olvidado seguramente las numerosas conversaciones presentadas en el Génesis, por ejemplo, entre el Altísimo y Adán, la serpiente y Eva, &c., en las cuales se encuentran todas las partes de la oración. Coincidían, sin embargo, las opiniones en un punto: en creer que el lenguaje primitivo fue el hebreo. Según los principios generales de los Padres, se establecía que así debía de haber sucedido.
Los Padres griegos calculaban que al tener lugar la dispersión se formaron setenta y dos naciones, lo cual está conforme con la opinión de San Agustín; pero algunas dificultades parece que se han encontrado en estos cálculos; así, pues, el sabio Dr. Shuckford, que se ha ocupado minuciosamente de todos estos puntos en su excelente obra Sobre las relaciones de la historia sagrada y profana del mundo, demuestra que no podía haber más de veintiuno o veintidós hombres, mujeres y niños en cada uno de estos reinos. [194]
Un punto de interés vital en este cálculo cronológico, basado sobre la edad de los patriarcas, era la larga vida que alcanzaban aquellos varones venerables. Se suponía generalmente que antes de la inundación «había un equinoccio perpetuo» y que no sufría vicisitudes la naturaleza. Después de aquel suceso disminuyó la duración de la vida una mitad, y en tiempo del Salmista había bajado a setenta años, donde todavía continúa; la crudeza del clima se afirmaba que debía su origen al desplazamiento del eje terrestre cuando la inundación, y a este mal efecto se agregó la influencia nociva de la catástrofe universal que «convirtiendo la superficie de la tierra en un vasto pantano, dio origen a la fermentación de la sangre y a la debilidad de las fibras.»
Con objeto de evitar las dificultades que presentaba la extraordinaria longevidad de los patriarcas, indicaron ciertos eclesiásticos que los años de que habla el escritor sagrado no eran años ordinarios, sino lunares; mas esto, si podía colocar la edad de los patriarcas dentro de los límites de la vida actual, introducida, no obstante, otra dificultad insuperable, puesto que aparecían con hijos cuando sólo tenían cinco o seis años.
La ciencia sagrada, según la interpretación de los Padres de la Iglesia, demuestra estos hechos: 1º Que la fecha de la creación era comparativamente reciente y no pasaba de cuatro o cinco mil años antes de Cristo. 2º Que el acto de la creación ocupó el espacio de seis días ordinarios. 3º Que el diluvio fue universal y que los animales que sobrevivieron fueron preservados en el arca. 4º Que Adán fue creado perfecto en moralidad e inteligencia, que cayó, y que sus descendientes participan de su pecado y de su caída.
De estos y otros hechos que pudieran mencionarse había [195] dos, sobre los cuales la autoridad eclesiástica creía deber insistir. Eran estos: 1º La fecha reciente de la creación, pues mientras más remoto fuese aquel suceso, más urgente se presentaba la necesidad de vindicar la justicia de Dios, que, al parecer, había abandonado la mayoría de nuestra raza a su suerte y reservado la salvación para los pocos que vivieran en los últimos tiempos del mundo. 2º La perfección de Adán al ser creado, punto que era necesario a la teoría de la caída y al plan de la salvación.
Las autoridades teológicas se veían por tanto obligadas a mirar con desagrado, no sólo cualquier tentativa que tendiese a hacer retroceder el origen de la Tierra a una época indefinidamente remota, sino también la teoría mahometana de la evolución del hombre desde las formas inferiores, o su desarrollo gradual a su condición presente en el largo transcurso del tiempo.
De las puerilidades, absurdos y contradicciones que acabamos de exponer, podemos deducir cuan poco satisfactoria era esta llamada ciencia sagrada, y quizá podemos convenir con el Dr. Shuckford, antes nombrado, en lo inútil de sus esfuerzos para coordinar sus varias partes. «En cuanto a los Padres de los primitivos tiempos de la Iglesia, fueron hombres de bien, pero no hombres de un saber universal.»
La cosmogonía sagrada considera que la formación y estructura de la Tierra es debida a la acción directa de Dios, y rechaza la intervención de causas secundarias en estos sucesos.
La cosmogonía científica data del descubrimiento telescópico hecho por Cassini (astrónomo italiano, bajo cuya custodia colocó Luis XIV el Observatorio de París), de que el planeta Júpiter no es una esfera, sino una [196] esferoide aplanada por los polos. La filosofía mecánica demostró que esta figura es resultado necesario de la rotación de una masa flexible, y que cuanto más rápida sea la rotación, mayor será el aplanamiento, o lo que es lo mismo, mayor será el abultamiento ecuatorial.
Por consideraciones de carácter puramente mecánico, había previsto Newton que tal debiera ser, si bien en menor grado, la figura de la Tierra. A la masa excedente es debida la precesión de los equinoccios, que emplea veinticinco mil ochocientos sesenta y ocho años en verificarse por completo, y también la nutación del eje de la Tierra, descubierta por Bradley. Hemos tenido ya ocasión de hacer notar que el diámetro ecuatorial de la Tierra es mayor que el polar unas veintiséis millas.
Dos hechos revela el aplanamiento de la Tierra. 1º Que era primitivamente de condición flexible o plástica. 2º Que ha sido modelada por una acción mecánica, y por lo tanto, por una causa secundaria.
Mas esta influencia de una causa mecánica se manifiesta no sólo en la configuración exterior del globo de la Tierra, como una esferoide de revolución, sino que también se percibe fácilmente examinando la disposición de sus materiales.
Si consideramos las rocas acuosas, vemos que su agregado cuenta muchas millas de espesor, y sin embargo, tienen que haberse formado necesariamente por sedimentación lenta. La materia que las constituye ha sido obtenida por la desagregación de antiguos terrenos, arrastrados por las aguas y distribuidos de nuevo por ellas. Efectos de esta clase, que tienen lugar a nuestra vista, requieren un período de tiempo considerable para producir un resultado apreciable; un depósito acuoso puede medir de este modo unas pulgadas de espesor en un siglo: [197] ¿qué diremos entonces del tiempo invertido en la formación de depósitos de muchos miles de yardas?
La posición de la costa de Egipto es conocida hace mucho más de dos mil años. En todo este tiempo, debido a los detritus arrastrados por el Nilo, ha avanzado hacia el mar de un modo bastante notable; todo el Bajo Egipto tiene un origen semejante. La costa cercana a la desembocadura del Mississipi es bien conocida hace trescientos años, y durante este tiempo apenas ha avanzado perceptiblemente hacia el Golfo Mejicano: pero hubo un tiempo en que el delta de este río estaba en San Luis, a más de setecientas millas de su posición actual. En Egipto y en América (desde luego en todas partes) han ido los ríos prolongando la tierra hacia el mar, pulgada a pulgada; la lentitud de su trabajo y lo vasto de su extensión nos basta para conceder a la operación enormes períodos de tiempo.
A la misma conclusión venimos a parar si consideramos el relleno de los lagos, los depósitos tobaceonos, la denudación de las montañas, la acción del mar en las costas, la destrucción por esta causa de los escollos, y la redondez de las rocas por el agua atmosférica y el ácido carbónico.
Los estratos sedimentarios deben de haberse depositado en un principio en planos casi horizontales; gran número de ellos han tomado diversas inclinaciones producidas a intervalos, ya por cataclismos, ya por un movimiento gradual. Cualquiera que fuese la explicación que pudiera presentarse de esta inmensas e innumerables inclinaciones y fracturas, exigiría un período de tiempo inconcebible.
El estrato carbonífero de Gales, por su inmersión gradual, ha alcanzado un espesor de 12.000 pies; en la [198] Nueva Escocia, de 14.570; tan lenta y continua fue esta inmersión, que se ven árboles en pie, unos sobre otros, en los niveles sucesivos; diecisiete veces se repite el hecho en una capa de 4.515 pies; la edad de los árboles se prueba por su tamaño, teniendo algunos cuatro pies de diámetro. Alrededor de ellos, a medida que descendían con el suelo, crecían los calamites en capas superpuestas; en la cuenca carbonífera de Sidney, se cuentan cincuenta y nueve selvas fósiles unas sobre otras.
Las conchas marinas que se encuentran en las crestas de las montañas del interior de los continentes, se consideraron por los escritores teológicos como una prueba irrecusable del diluvio. Pero cuando los estudios geológicos fueron más exactos, se probó que en la corteza de la Tierra se hallan intercaladas como las hojas de un libro vastas formaciones de agua dulce y de agua salada; vino a ser evidente que un solo cataclismo no bastaba a explicar estos hechos, y que una misma región, por variaciones graduales de su nivel y de sus alrededores topográficos, había sido ora tierra enjuta, ora cubierta de agua dulce, ora de agua salada, y también se hizo evidente que para que se hayan verificado estos cambios han sido necesarios millares de años.
A esta evidencia del remoto origen de la Tierra, deducida de la vasta extensión superficial, del enorme espesor y variados caracteres de los estratos, se agregó un imponente cortejo de pruebas suministrado por los restos fósiles. Habiendo sido averiguadas las edades relativas de las formaciones, se demostró que había habido un progreso fisiológico en las formas orgánicas, tanto vegetales como animales, desde las más antiguas hasta las más recientes: que las que viven en su superficie en [199] nuestro tiempo no son sino una fracción insignificante de la multitud prodigiosa que la había ocupado anteriormente; que por cada especie que vive ahora, hay millares que se han extinguido. Aunque las formaciones especiales se caracterizan muy bien por algún tipo predominante de la vida, que justifica la expresión de edad de los moluscos, edad de los reptiles, edad de los mamíferos, no obstante, la introducción de nuevos seres no se ha verificado bruscamente, como por creación repentina. Proceden por grados de una edad anterior, alcanzando su perfección en aquella que caracterizan y luego muriendo gradualmente también y dando lugar a la siguiente. No hay tal creación repentina o aparición súbita de formas nuevas; sino lenta metamorfosis o desarrollo de una forma preexistente. Aquí tropezamos otra vez con al necesidad de admitir para semejantes resultados largos períodos de tiempo. Dentro del campo de la historia, no se encuentran ejemplos bien marcados de un desarrollo análogo y hablamos con temor prudente de casos dudosos de extinción; y sin embargo, en los tiempos geológicos, han ocurrido millares de evoluciones y de extinciones.
Porque durante la experiencia del hombre no se ha observado ningún caso de metamorfosis o desarrollo, han querido algunos negar completamente su posibilidad, afirmando que todas las especies diferentes han venido al mundo por creaciones separadas; pero es más filosófico suponer que cada especie ha sido engendrada por otra anterior, gradualmente modificada, que no hacerlas entrar en la vida repentinamente sacadas de la nada. Ni es de mucho valor la observación de que ningún hombre ha sido jamás testigo de tales transformaciones; recuérdese que nadie ha presenciado tampoco una [200] creación, la aparición repentina de una forma orgánica, sin un progenitor.
Creaciones arbitrarias, bruscas e incoherentes, pueden servir para demostrar el Poder Divino; pero ésta no interrumpida cadena de organismos, que se extiende de la formación paleozoica hasta la de tiempos recientes, cadena en la cual cada eslabón está suspendido del anterior y sostiene otro subsiguiente, nos demuestra, no sólo que la producción de los seres animados está regida por una ley, sino que por una ley también no ha sufrido cambio; jamás a través de millares de épocas se han suspendido sus operaciones; jamás han variado.
Los párrafos anteriores pueden servir para indicar la índole de una parte de los testimonios de que disponemos para considerar el problema de la edad de la Tierra; los no interrumpidos trabajos de los geólogos han acumulado una cantidad tan inmensa, que harían falta muchos volúmenes para contener sus detalles; estos testimonios están sacados de los fenómenos que presentan todas las rocas, sean acuosas, ígneas o metamórficas. En las rocas acuosas se investiga el espesor, la inclinación y cómo descansan unas sobre otras; cómo las que tienen origen en el agua dulce se hallan intercaladas con las de origen marino; cómo enormes masas de materia han sido arrastradas por la lenta acción de la denudación, y qué vastas superficies geográficas han variado de forma; cómo los continentes han sufrido movimientos de elevación y de depresión y sus costas se han hundido en el Océano o los escollos y arrecifes del mar se han visto luego tierra adentro; se consideran los hechos zoológicos y botánicos, la fauna y la flora de las edades sucesivas y de qué modo tan ordenado se ha extendido la cadena de las formas orgánicas, plantas y animales, desde sus oscuros [201] y dudosos principios hasta nuestros días. De los hechos presentados por los depósitos de carbón, que en todas sus variedades provienen de restos de plantas, no sólo se demuestran los cambios que han tenido lugar en la atmósfera de la Tierra, sino también los cambios universales de los climas; por otros hechos se prueba que ha habido oscilación en la temperatura, elevándose ésta unas veces y cubriendo otras los hielos grandes porciones de los actuales continentes, en los que se llaman períodos glaciales.
Una escuela geológica, apoyando sus argumentos en testimonios imponentes, enseña que toda la masa terrestre ha estado fundida o quizá en estado gaseoso, se ha enfriado por irradiación en un período de millones de épocas, hasta que ha alcanzado su equilibrio de temperatura actual, las observaciones astronómicas prestan gran fuerza a esta interpretación, especialmente en lo que se refiere a los cuerpos planetarios de nuestro sistema. Está también basada en la pequeña densidad media de la Tierra, la elevación de la temperatura en las profundidades, los volcanes, y las venas inyectadas en las rocas ígneas y metamórficas. Para satisfacer los cambios físicos que considera esta escuela geológica, se necesitan millares de siglos.
Mas por las ideas que nos ha dado la adopción del sistema copernicano, es claro que no podemos considerar aisladamente el origen y la historia de la Tierra; debemos incluir todos los demás miembros del sistema o familia a que pertenece; más aún, no podemos concretarnos tan sólo al sistema solar, debemos abrazar en nuestras discusiones el mundo estrellado, y puesto que nos hemos familiarizado con sus casi inconmensurables distancias, estamos autorizados para suponerle un [202] origen remotísimo; hay estrellas tan distantes de nosotros, que su luz, a pesar de su velocidad, ha necesitado millares de años para llegar hasta la Tierra, y por consiguiente debían existir fatalmente también muchos miles de años ha.
Todos los geólogos convienen (tal vez no hay uno solo que disienta) en que la cronología de la Tierra debe ensancharse grandemente, habiéndose intentado fijarla con alguna precisión. Algunos de estos cálculos se han basado en principios astronómicos, y en principios físicos otros; entre los primeros, pues, el fundado en los cambios conocidos de la excentricidad de la órbita terrestre, con objeto de determinar el tiempo desde el principio del último período glacial, ha arrojado doscientos cuarenta mil años. Si bien el postulado general de la inmensidad de los tiempos geológicos puede aceptarse, estos cálculos se apoyan en bases teóricas demasiado inciertas para suministrar resultados incontestables.
Mas considerando el asunto en globo y desde un punto de vista científico, es evidente que las opiniones presentadas por los escritores teológicos, deducidas de los libros mosaicos, no pueden ser admitidas. Se han hecho repetidas tentativas para conciliar los hechos revelados con los hechos observados, pero el resultado no ha sido satisfactorio. El período mosaico es demasiado corto, el orden de la creación incorrecto y las intervenciones divinas demasiado antropomórficas; y si bien la exposición del asunto está en armonía con las ideas que han sustentado los hombres cuando por primera vez inclinaron su espíritu a la adquisición de conocimientos naturales, ha desaparecido esta conformidad hoy día ante la insignificancia de la Tierra y la grandeza del Universo.
Entre los últimos descubrimientos geológicos, hay uno [203] de especial interés: el de los restos humanos y los trabajos ejecutados por el hombre que, aún cuando recientes geológicamente, son muy remotos históricamente considerados.
Los restos fósiles del hombre, acompañados de groseros útiles de sílex tallado o sin tallar, de piedra pulimentada, o de hueso, o de bronce, se encuentran en Europa en las cavernas, en los cantos erráticos y en las turberas. Indican una vida salvaje ocupada en la caza y en la pesca. Investigaciones recientes hacen creer que en grados bajos e inferiores se puede reconocer la existencia del hombre hasta en el terreno terciario; era contemporáneo del elefante meridional, del rinoceronte leptorino, del gran hipopótamo, y quizás también del mastodonte en la época miocena.
Al finalizar el período terciario, por causas aún desconocidas, sufrió el hemisferio boreal un gran descenso de temperatura, pasando ésta de tórrida a glacial. Después de un período de tiempo incalculable, se elevó otra vez la temperatura, y los heleros que en tanta cantidad habían cubierto la tierra se retiraron; una vez más hubo disminución de temperatura y avanzaron de nuevo los heleros, pero no tanto como antes. Esto marca el período cuaternario, durante el cual llegó la temperatura al grado que hoy tiene; los aluviones necesitaron millares de siglos para su formación. A principios del período cuaternario, vivían el oso y el león de las cavernas, el hipopótamo anfibio, el rinoceronte ticorino y el mammuth; éste desde luego era abundantísimo, su placer era habitar en los climas boreales; gradualmente el rengífero, el caballo, el buey, el bisonte, se multiplicaban y le disputaban el alimento; en parte por esta razón y en parte por el aumento de temperatura, fueron desapareciendo; [204] el rengífero también se retiró del centro de Europa, marcando su partida el fin del período cuaternario.
Desde el advenimiento del hombre a la Tierra vemos, por lo tanto, que han transcurrido períodos de tiempo incalculables. Grandes cambios en el clima y la fauna se produjeron por la acción lenta de causas que aún obran en nuestros días; no bastan los guarismos para darnos una idea de estos inmensos períodos.
Parece hallarse satisfactoriamente establecido que una raza afín a la de los vascos ha existido en la edad neolítica; en aquel tiempo, las islas británicas sufrían un cambio de nivel análogo al que experimenta ahora la península escandinava. La Escocia se iba elevando y la Inglaterra se sumergía; en la época pleistocena existía en la Europa central una raza fuerte de cazadores y pescadores, en extremo parecida a los esquimales.
En los antiguos cantos erráticos glaciales de Escocia se encuentran restos humanos reunidos a los del elefante fósil; esto nos hace llegar al tiempo ya referido, cuando una gran parte de Europa estaba cubierta de hielo, que había descendido de las regiones polares a las latitudes meridionales, como descienden los heleros de la cresta de las cordilleras a los valles. Especies sin cuento de animales perecieron en este cataclismo de hielo y nieve, pero el hombre sobrevivió.
En su primitiva condición salvaje, viviendo casi siempre de frutos, raíces y mariscos, se hallaba el hombre en posesión de un hecho que aseguraba su civilización. Sabía encender fuego. En el fondo de las turberas, bajo los restos de los árboles que tanto tiempo ha se extinguieron en esas localidades, se encuentran aún sus reliquias indicando los utensilios que las acompañan un perceptible [205] orden cronológico. Cerca de la superficie se hallan los de bronce, debajo los de hueso o cuerno, más bajo aún lo de piedra pulimentada y debajo de todos los de sílex groseramente tallado. La fecha del origen de algunas de estas capas no puede estimarse en menos de cuarenta o cincuenta mil años.
Las cavernas que se han examinado en Francia y en otras partes han suministrado hachas, cuchillos, puntas de lanzas y de flechas, rascadores y martillos de la edad de piedra; el cambio de lo que podemos llamar periodo de la piedra tallada al de la piedra pulida, es muy gradual; coincide con la domesticación del perro, época de la vida de caza y que comprende millares de siglos. El descubrimiento de las flechas indica la invención del arco y el progreso del hombre de la vida defensiva a la ofensiva. La introducción de flechas dentadas nos revela qué talento inventivo iba desarrollándose en él; los huesos y cuernos de los animales pequeños nos demuestran que el cazador extendía su arte a varias clases de animales, y principalmente a los pájaros; los silbatos de hueso indican que cazaba con otros hombres o con sus perros; los rascadores de sílex, que se vestía de pieles, y los punzones y agujas, que las cosía; las conchas agujereadas para brazaletes y collares, que pronto se desarrolló el gusto de los adornos personales; los utensilios necesarios para la preparación de colores hacen creer que se pintaba el cuerpo o que se tatuaba quizá, y los bastones de mando atestiguaban el principio de una organización social.
Con el más profundo interés vemos los primeros destellos del arte entre estos hombres primitivos; nos han legado groseros dibujos sobre pedazos de marfil y de hueso y esculturas de sus animales contemporáneos. En [206] estos diseños prehistóricos se ven algunas veces representados, no sin idea, el mammuth y combates de rengíferos. Una de ellas nos muestra un hombre arponeando un pescado, otra una escena de caza, con hombres desnudos armados de venablos. El hombre es el único animal que tiene propensión a pintar las formas exteriores y a servirse del fuego.
Los kjökkönmödding, compuestos de conchas y de huesos, alcanzan a veces grandísima extensión y una fecha anterior a la edad de bronce; se encuentran llenos de utensilios de piedra, que muestran por todas partes el uso del fuego. Frecuentemente yacen inmediatos a las costas actuales, otras veces, no obstante, se hallan muy al interior, a una distancia de hasta cincuenta millas, su contenido y situación indican una fecha posterior a la de la extinción de los grandes mamíferos, pero primordial a la de la domesticidad. Se pretende que algunos de ellos no tiene menos de cien mil años.
Las habitaciones lacustres de Suiza, chozas construidas sobre estacas y cubiertas de ramas, fueron como se colige de los utensilios que las acompañan, principiadas en la edad de piedra y continuadas en la de bronce; en el último periodo son más numerosos los testimonios de una vida agrícola.
No debe suponerse que los períodos en que han creído conveniente los geólogos dividir los progresos de la civilización del hombre, son épocas bruscas que surgieran para toda la raza humana; así pues, las tribus nómadas de los indios americanos están saliendo en este momento de la edad de piedra. Aún se les ve en muchos lugares armados de flechas con puntas de sílex, y puede decirse que ha sido ayer cuando han obtenido de los blancos hierro, armas de fuego y caballos. [207]
Tan lejos cuanto se extienden las investigaciones, revelan indisputablemente la existencia del hombre en una fecha separada de la nuestra por muchos cientos de miles de años. Debe tenerse presente que estas investigaciones son muy recientes y reducidas a un espacio geográfico muy limitado, y ninguna se ha llevado a cabo en aquellas regiones que pueden considerarse razonablemente como las primeramente habitadas por el hombre.
De este modo somos arrastrados inconmensurablemente mucho más allá de los seis mil años de la cronología patrística; es difícil asignar una fecha más reciente al último enfriamiento de Europa, que un cuarto de millón de años, y la existencia humana es anterior a él. Pero no es este importante hecho sólo el que se nos presenta; tenemos también que admitir un estado primitivo animalizado y un progreso lento y gradual.
Esta triste y salvaje condición de la humanidad se halla en completa contradicción con la felicidad del paraíso o jardín del Edén, y lo que es más grave, es inconciliable con la teoría de la caída.
Me ha inducido a colocar este capítulo fuera de su verdadero orden cronológico, la idea de presentar lo que tenía que decir respecto de la naturaleza del mundo, de un modo más independiente, las discusiones sobre la edad de la Tierra se han producido mucho después del conflicto sobre el criterio de la verdad; esto es, después de la Reforma, ya que, en efecto, han tenido lugar dentro del siglo actual; y se han conducido con suma moderación, como para justificar el epígrafe, que he dado a este capítulo, de «Controversia», más bien que de «Conflicto». La geología no ha tenido que tropezar con la cruel oposición que asaltó a la astronomía, y aunque por su parte ha insistido en conceder gran antigüedad a la Tierra, [208] ha señalado la poca confianza que ofrecen estos cálculos numéricos. El atento lector de este capítulo no habrá dejado de observar cierta contradicción en los números presentados, y aunque faltos de exactitud, estos números justifican, sin embargo, la pretensión de una inmensa antigüedad y nos hacen ver que la medida del tiempo en el mundo es en grandeza digna compañera de la medida de los espacios.