Durante más de mil años, el cristianismo latino gobernó la inteligencia de Europa y es responsable del resultado. – Este resultado se manifiesta por la condición de la ciudad de Roma cuando la Reforma y por la condición del continente europeo en su vida doméstica y social. – Las naciones europeas soportaban el dualismo coexistente de un gobierno espiritual y otro temporal. – Estaban sumergidas en la ignorancia, la superstición y la miseria. – Explicación de la decadencia del catolicismo. – Historia política del papado; cómo pasó, de confederación espiritual a monarquía absoluta. – Acción del colegio de cardenales y de la curia. – Desmoralización ocasionada por la necesidad de obtener exorbitantes impuestos. – Los progresos ocurridos en Europa durante la dominación católica no dependieron de ésta, sino fueron incidentales. – El resultado general de la influencia política del catolicismo fue perjudicial a la civilización moderna.
El cristianismo latino es responsable de la condición y progreso de Europa del siglo IV al XVI. Tenemos ahora que examinar cómo cumplió este cometido.
Será conveniente limitemos a Europa los elementos que traigamos al debate, aunque por las pretensiones del papado a un origen sobrehumano y a la obediencia universal, podríamos muy bien pedirle cuenta de la condición [266] de toda la humanidad. Su ineficacia contra las grandes y venerables religiones del Este y del Sur del Asia se presta a consideraciones importantes e instructivas, y nos lleva a la conclusión de que únicamente ha podido establecerse donde las influencias imperiales de Roma han prevalecido, deducción política que es rechazada por él desdeñosamente.
Sin duda hubo muchas personas, al principio de la Reforma, que compararon la condición de la sociedad existente con la que había alcanzado en tiempos antiguos. La moral no había cambiado; en la inteligencia no se notaba adelanto, y la sociedad había mejorado poco; hasta los esplendores de la misma Ciudad Eterna se habían borrado. Las calles de mármol de que se enorgullecía Augusto, habían desaparecido; los templos, las rotas columnas y las gigantescas arcadas de los acueductos que atravesaban la desolada campiña romana, presentaban un triste aspecto. Del uso a que habían sido destinados respectivamente, llegó el Capitolio a ser conocido con el nombre de «Colina de las Cabras», y el lugar en que se alzaba el Foro romano, de donde se habían dictado leyes al mundo, se llamaba «El campo de las Vacas.» El palacio de los Césares estaba oculto por montones de tierra cubiertos de flores silvestres; los baños de Caracalla, con sus pórticos, jardines y depósitos, hacía mucho tiempo que no se usaban, por haber sido destruidos los acueductos que los surtían. En las ruinas de aquel gran edificio, guirnaldas de flores y bosquecillos de árboles odoríferos se extendían formando laberintos en las inmensas plataformas y sobre los vertiginosos arcos suspendidos en el aire. Del Coliseo, la más colosal de las ruinas romanas, sólo quedaba una tercera parte. Capaz en un tiempo de dar cabida a noventa mil espectadores, [267] había servido sucesivamente de fortaleza en la Edad Media, y luego de cantera, que suministró piedras para los palacios de los degenerados príncipes romanos. Algunos papas establecieron en él molinos de lana; otros, fábricas de nitro; otros pensaron convertir sus magníficas arcadas en tiendas para mercaderes. Los hierros que unían las piedras habían sido robados; los muros estaban llenos de grietas y amenazaban desplomarse. En nuestros tiempos, se han escrito obras de botánica de las plantas que por asilo habían escogido este noble despojo. La «Flora del Coliseo» contiene cuatrocientas veinte especies. Entre las ruinas de los edificios clásicos, pueden verse columnas rotas, cipreses y frescos mohosos desprendidos de los muros. Hasta el mundo vegetal participaba de este cambio melancólico: el mirto, que otras veces crecía en el Aventino, había desaparecido; el laurel, que sirviera para coronar la frente de los emperadores, había sido reemplazado por la hiedra, compañera de la muerte.
Pero quizás se dirá que los papas no eran responsables de todo esto. Recordemos que, en menos de ciento cuarenta años, la ciudad había sido sucesivamente tomada por Alarico, Genserico, Ricimero, Vitiges y Totila, y que muchos de sus grandes edificios habían sido convertidos en obras de defensa: los acueductos fueron destruidos por Vitiges, que arruinó la Campaña; el palacio de los Césares, fue saqueado por Totila; luego vinieron los asedios de los lombardos; después, Roberto Guiscardo y sus normandos quemaron la ciudad desde la columna Antonina hasta la puerta Flaminia, desde Letrán al Capitolio; luego fue mutilada y saqueada por el Condestable de Borbón; una y más veces inundada por las olas del Tíber y quebrantada por temblores de tierra. Debemos, [268] no obstante tener presente la acusación de Maquiavelo, que dice en su Historia de Florencia «que casi todas las invasiones bárbaras de Italia fueron debidas a invitaciones de los pontífices, que acudieron a estas hordas. ¡No fueron los godos, ni los vándalos, ni los normandos, ni los sarracenos, sino los papas y sus sobrinos los que causaron la dilapidación de Roma! ¡Hornos de cal fueron alimentados con piedras de las ruinas, construyéronse palacios para sus príncipes con las de los edificios clásicos, y sus iglesias se adornaron con los despojos de los antiguos templos!»
¡Las iglesias decoradas con los restos de los templos! A estas cosas y a otras semejantes alcanza la responsabilidad de los papas; soberbias columnas corintias han sido cinceladas para hacer imágenes de santos, magníficos obeliscos egipcios han sido deshonrados con inscripciones papales; el Septizonio de Severo fue demolido con objeto de obtener materiales para la edificación de San Pedro; fundióse en columnas el techo de bronce del panteón, para adornar la tumba del apóstol.
La gran campaña de Viterbo, de la torre del Capitolio, había anunciado la muerte de muchos papas, y aún continuaba el despojo de los edificios y la desmoralización del pueblo. La Roma papal manifestó más bien odio que consideración hacia la Roma clásica. Los pontífices se habían visto subordinados a los soberanos bizantinos, luego tenientes de los reyes francos y más tarde árbitros de la Europa; su gobierno había mudado tanto como los de las naciones limítrofes, sufriendo una metamórfosis completa, en máximas, objetos y pretensiones; sólo en un punto no había cambiado, en la intolerancia. Pretendiendo ser el centro de la vida religiosa de Europa, rehusó invariablemente reconocer existencia alguna [269] religiosa fuera de la suya, y no obstante, tanto en el sentido político como en el teológico, estaba podrido hasta el corazón. Erasmo y Lutero escucharon asombrados las blasfemias y presenciaron con estremecimiento el ateísmo de la ciudad.
El historiador Ranke a quien debemos muchos de estos hechos, ha pintado de un modo gráfico la desmoralización de la gran metrópoli. La mayor parte de los papas fueron elegidos ya ancianos; el poder, por lo tanto, pasaba incesantemente a nuevas manos; cada elección era una revolución de esperanzas y deseos. En una comunión donde todos pueden subir, donde todos pueden aspirar al puesto más elevado, se deduce necesariamente que cada individuo se ocupaba en echar hacia atrás a algún otro. Aunque la población de la ciudad había disminuido, al principio de la Reforma, a ochenta mil almas, había una multitud de empleados y otra mayor aún de aspirantes a serlo. El afortunado que ocupaba el pontificado, tenía millares de colocaciones que repartir, de las que desposeía sin remordimiento a los que las ocupaban; muchas se habían creado con objeto de venderlas. Nunca se preguntaba por la capacidad e integridad del candidato; los puntos que se consideraban eran qué servicios había hecho o podía hacer al partido y cuánto podía pagar por la preferencia. Un lector americano comprenderá perfectamente este estado de cosas, puesto que a cada elección presidencial es testigo de actos semejantes. La elección de un papa por el Cónclave no se diferencia del nombramiento de un presidente americano por la Convención. En ambos casos hay muchos empleos que distribuir.
Guillermo de Malmesbury dice que en su tiempo vendían los romanos por oro todo lo que fuera sagrado o [270] santo, y después de esta época no ha habido mejoría; la Iglesia degeneró en un instrumento para explotar dinero. Vastas sumas fueron recogidas en Italia; vastas sumas fueron arrancadas bajo toda clase de pretextos de los países cercanos. De éstas, la más funesta fue la venta de indulgencias para la perpetración de pecados. La religión italiana había venido a ser el arte de saquear al pueblo.
Durante más de mil años, los soberanos pontífices habían sido gobernantes de la ciudad. Es cierto que habían presenciado infinitas escenas de devastación de las que no eran responsables; pero sí lo eran de no haber nunca hecho ningún esfuerzo vigoroso y persistente por su adelanto moral y material. En vez de ser en este respecto un ejemplo que el mundo imitase, vinieron a ser un ejemplo de vergüenza. Las cosas fueron así de mal en peor, hasta la época de la Reforma, sin que ningún hombre piadoso pudiera visitarla sin avergonzarse.
El papado, repudiando la ciencia como absolutamente incompatible con sus pretensiones, se había consagrado en años posteriores a estimular el arte. Pero la música y la pintura, aunque puedan ser exquisitos adornos de la vida, no tienen fuerza viva para convertir en robusta una nación debilitada; nada que pueda asegurar permanentemente el bienestar o la felicidad de la comunidad; y de aquí que en tiempo de la Reforma, para el que considerase reflexivamente su condición, Roma había perdido toda energía vital. No era ya el árbitro del progreso físico o religioso del mundo. A las máximas progresivas de la república y el imperio, había sustituido la máxima estacionaria del papado. Tenía la apariencia de la piedad y la posesión del arte. En esto se asemejaba a uno de esos cadáveres de frailes que todavía vemos envueltos en [271] sus pardos hábitos en las bóvedas de los templos capuchinos, con un breviario o algunas flores marchitas en las manos.
De este examen de la Ciudad Eterna, de este panorama de lo que había hecho el cristianismo latino por la misma Roma, volvamos la vista a todo el continente europeo. Tratemos de determinar el verdadero valor del sistema que guiaba a la sociedad; juzguémoslo por sus frutos.
La condición de las naciones en cuanto a su bienestar está representada con más exactitud por las variaciones de su población. Las formas de gobierno tienen muy poca influencia sobre la población; pero la política puede dominarla por completo.
Se ha demostrado muy satisfactoriamente por los autores que se han dedicado a este asunto, que las variaciones de la población dependen del equilibrio entre la fuerza generatriz de la sociedad y las resistencias contra la vida.
Por fuerza generatriz de la sociedad, se entiende aquel instinto que se manifiesta en la multiplicación de la raza. En algún tanto depende del clima; pero, puesto que el clima de Europa no cambió sensiblemente entre los siglos IV y XVI, podemos considerar esta fuerza como invariable en este continente, durante el periodo que examinamos.
Por resistencias contra la vida se comprende todo lo que tiende a hacer más difícil de soportar la existencia individual; entre ellas pueden enumerarse la insuficiencia de alimento, de abrigo y de vestido.
Se sabe también que si las resistencias vienen a ser inapreciables, la fuerza generatriz duplicará la población en veinticinco años.
La resistencia obra de dos modos: 1º, físicamente, [272] puesto que disminuye el número de nacimientos y acorta el término de la vida media; 2º, intelectualmente, puesto que en lo moral, y particularmente en una comunión religiosa, aplaza el matrimonio, haciendo que no lo contraigan sus individuos hasta que se sientan capaces de sostener las cargas y cuidados de la familia. De aquí la explicación de un hecho largo tiempo conocido: que el número de matrimonios durante un periodo dado está en relación con el precio de los alimentos.
El aumento de población es proporcional a la abundancia de alimentos; y ciertamente es tal el poder de la fuerza generatriz, que sobrepuja a los medios de subsistencia, estableciendo una presión constante sobre ellos. Bajo estas circunstancias, sucede necesariamente que cierto número de individuos que vienen a la vida mueren de hambre.
Como ejemplos de las variaciones que han ocurrido en la población de diferentes países, puede mencionarse la inmensa diminución de la de Italia a consecuencia de las guerras de Justiniano; la despoblación del Norte de África a consecuencia de las guerras religiosas y su repoblación por los mahometanos; el aumento de la de toda Europa por el sistema feudal, cuando los señoríos eran más apreciados en proporción al número de pecheros que contenían. Las cruzadas causaron una diminución sensible, no sólo por las enormes pérdidas del ejército sino también en razón al número de hombres que apartaron de la vida matrimonial. Variaciones semejantes han ocurrido en el continente americano; la población de Méjico disminuyó rápidamente dos millones por la rapacidad y atroces crueldades de los españoles, quienes arrastraron a los indios civilizados a la desesperación. Lo mismo sucedió en el Perú. [273]
La población de Inglaterra en tiempo de la conquista de los normando era de cerca de dos millones. En quinientos años, apenas se duplicó. Puede suponerse que esta condición estacionaria se debió parcialmente a la política papal, que hizo obligatorio el celibato eclesiástico. La «fuerza generatriz legal» fue indudablemente afectada por esta política, pero no la «fuerza generatriz efectiva.» Por los que han estudiado este asunto, se ha dicho con fundamento que el celibato público es el desorden privado; esto principalmente determinó al pueblo lo mismo que al Gobierno inglés a suprimir los monasterios. Se aseguraba públicamente que había cien mil mujeres en Inglaterra prostituidas por el clero.
En mi Historia de la Guerra civil americana he presentado algunas reflexiones sobre este punto, que voy a tomarme la libertad de copiar aquí. «¿Qué es, pues, esta situación estacionaria de la población? Quiere decir alimentación obtenida con gran trabajo, insuficiencia de vestidos, desaseo personal, habitaciones mal ventiladas, efecto destructor del calor y el frío, miasmas, falta de precauciones sanitarias, carencia de médicos, inutilidad de las curaciones milagrosas, decepción de los prodigios en que había puesto su confianza la sociedad; o resumiendo, un largo catálogo de penas, necesidades y sufrimientos, quiere decir en una palabra, gran mortalidad. Más aún: quiere decir escasez de nacimientos, y ¿a qué se debe esto? A matrimonios aplazados, vida licenciosa, perversidad privada y desmoralización social.
»Para un americano que vive en un país que era ayer un desierto impenetrable y sin fin, pero que hoy día está cubierto por una población que se duplica en razón de la ley ya citada, cada veinticinco años, esta terrible falta de vida presente accidental no puede por menos de ser [274] un hecho sorprendente. Su curiosidad le llevará a inquirir qué clase de sistema era el que pretendía guiar y desarrollar a la sociedad, el cual debe ser responsable de esta destrucción prodigiosa, superior en su resultado engañoso a la guerra, la peste y el hambre juntas: engañoso por creer los hombres que aseguraban sus mayores intereses temporales. ¡Qué diferencia ahora! En Inglaterra, la misma superficie geográfica sustenta diez veces la población de aquel tiempo y envía al extranjero sus enjambres de emigrantes. Reflexionen los que contemplan el pasado con veneración sobre el valor de semejante sistema.»
Estas variaciones de la población de Europa han sido acompañadas de cambios en su distribución. El centro de población ha pasado hacia el Norte desde el establecimiento del cristianismo en el imperio romano, y luego ha pasado al Occidente a consecuencia del desarrollo de la industria fabril.
Podemos examinar ahora algo más detalladamente el carácter de la resistencia que así por mil años mantuvo estacionaria la población de Europa. La superficie del continente estaba en su mayor parte cubierta de selvas impenetrables, y aquí y allá de ciudades y monasterios. En los llanos y a lo largo de los ríos, había pantanos, a veces de algunas millas de extensión, que exhalaban sus pestíferos miasmas y esparcían la muerte en todas direcciones. Las casas de París y de Londres eran de madera, cubiertas de ramajes y techadas con paja y cañas; carecían de ventanas, y hasta la invención de las sierras de molino muy pocas tenían pavimento de madera. El lujo de las alfombras era desconocido; alguna paja extendida por el suelo las sustituía. No había chimeneas, y el humo del hogar se escapaba por un agujero abierto en el techo; [275] en estas habitaciones difícilmente se encontraba amparo contra las inclemencias del tiempo. Nada se hizo para formar alcantarillado, y los restos de los animales e inmundicias eran simplemente arrojados a la puerta. Hombres, mujeres y niños dormían en la misma habitación, y con mucha frecuencia en compañía de los animales domésticos; en semejante confusión de familia, era imposible que se mantuviesen ni la moralidad ni el pudor. El lecho era comúnmente un saco de paja, y un leño la almohada. El aseo personal se desconocía por completo; grandes oficiales de Estado, y aún altos dignatarios como el arzobispo de Canterbury, estaban plagados de parásitos; ésta era al menos la condición de Tomás Becket, antagonista de un rey de Inglaterra. Para disimular la suciedad corporal, se usaban necesariamente y con profusión perfumes. Los ciudadanos se vestían de cuero, sustancia que duraba muchos años con impurezas acumuladas, y se consideraban en una posición desahogada, si podían comer carne fresca una vez por semana. Las calles no tenían husillos, ni empedrado, ni luces. Después del crepúsculo, se abrían las ventanas y las inmundicias se vaciaban sin ceremonia, con gran disgusto del vecino tardío que buscaba su rumbo por las estrechas calles alumbrándose con una triste linterna.
Eneas Silvio, que luego fue el papa Pío II, y es por lo tanto escritor muy competente e imparcial, nos ha dejado una relación muy gráfica de un viaje que hizo a las Islas Británicas en 1430. Describe las casas de los campesinos, que estaban construidas con piedras puestas unas sobre otras sin argamasa; los lechos eran de turba y una piel de toro servía de puerta. Los alimentos se componían de hortalizas ordinarias, como guisantes, y [276] aún de cortezas de árboles, no conociéndose el pan en algunos parajes.
Chozas de cañas y barro; casas de estacas unidas; hogares sin chimenea alimentados con turba, apenas sin salida para el humo; antros de miserias físicas y morales donde pululaban los parásitos; haces de paja cubriendo los miembros para rechazar el frío; y el recurso, para el moribundo campesino, de esperar su curación de las reliquias de los santos. ¿Cómo era posible que aumentase la población?
¿Nos maravillaremos, pues, de que en el hambre de 1030 se vendiera y guisase carne humana, o de que en la de 1258 quince mil personas murieran de hambre en Londres? ¿Nos maravillaremos de que en algunas de las invasiones de la peste fueran tantas las defunciones que apenas había vivos para enterrar a los muertos? En la peste de 1348, que vino de Oriente por la ruta comercial y se extendió por toda Europa, fue destruida la tercera parte de la población de Francia.
Tales eran las condiciones de los campesinos y de los habitantes pobres de las ciudades, y no mucho mejores las de los nobles. Guillermo de Malmesbury, hablando de las costumbres degradadas de los anglo-sajones, dice: «Sus nobles, entregados a la glotonería y la sensualidad, nunca iban a la iglesia; sino que en su propia habitación, antes de levantarse, un fraile con gran presteza les leía la misa y los maitines, sin que prestasen la menor atención. El común de las gentes eran presa del más poderoso; su propiedad les era arrebatada, sus personas enviadas a lejanos países, y sus hijas entregadas a la prostitución o vendidas como esclavas. Beber noche y día era la ocupación general, y los vicios compañeros de la intemperancia afeminaban las almas varoniles.» [277] Los castillos de los barones eran cuevas de bandoleros. Cuenta el cronista sajón cómo hombres y mujeres eran apresados y conducidos a aquellas fortalezas, colgados por los pulgares o por los pies, y ya colocándoles fuego debajo, ya azotándolos, o por otros tormentos, les arrancaban su rescate.
En toda Europa, los empleos ventajosos por sus grandes utilidades estaban ocupados por eclesiásticos, y en todas las naciones existía un doble gobierno: 1º, el de carácter local, representado por un soberano temporal; 2º, el de carácter extranjero, que acataba la autoridad del Papa. Esta influencia romana era, por la naturaleza de las cosas, superior a la local; expresaba la voluntad soberana de un hombre sobre todas las naciones reunidas del Continente, y asumía un poder superior por su unidad. La influencia local era necesariamente de naturaleza débil, puesto que estaba de continuo quebrantada por las rivalidades de los estados colindantes y las disensiones diestramente provocadas por su competidor. En ningún caso pudieron coligarse los varios estados de Europa contra su antagonista común; si surgía alguna cuestión, se veían hábilmente divididos y dominados. Era el objeto ostensible de la intrusión papal procurar el bienestar moral de los varios pueblos; su objeto real, obtener pingües ingresos y sostener vastas congregaciones de eclesiásticos. Las rentas obtenidas de este modo fueron con mucha frecuencia mayores que las que iban a parar al tesoro del poder local. Así, pues, cuando Inocencio IV pidió provisión para trescientos clérigos italianos que habían de incorporarse a la Iglesia de Inglaterra, y uno de sus sobrinos, un niño, obtuvo una silla en la catedral de Linclon, se vio que la suma que cobraban anualmente los eclesiásticos extranjeros en Inglaterra [278] era triple de la que ingresaba en las arcas del rey.
Mientras que el alto clero se apoderaba de todos los empleos políticos más lucrativos, y los abades rivalizaban con los condes en el número de los esclavos que poseían, teniendo algunos, según se dice, no menos de veinte mil, los frailes mendicantes inundaban la sociedad en todas direcciones, cogiendo lo poco que aún quedaba al pobre. Había un vasto cuerpo de seres improductores, que vivían en la ociosidad, reconociendo una autoridad extranjera, y que se alimentaba del fruto del trabajo del labrador. No podía por menos de suceder, sino que las pequeñas heredades fuesen absorbidas por los grandes predios, que el pobre cada día poseyese menos, y que la sociedad, lejos de mejorar, mostrase un aumento constante de desmoralización. Fuera de las instituciones monásticas, no se intentaba el menor progreso intelectual; ciertamente, en cuanto concernía a los laicos, la influencia de la Iglesia se dirigía a un resultado opuesto, pues era máxima admitida generalmente que «la ignorancia es madre de la devoción».
Era práctica establecida por la república y el imperio de Roma tener rápidas comunicaciones con todas sus lejanas provincias por medio de hermosos puentes y caminos. Uno de los primeros deberes de las legiones era construirlos y conservarlos; de esta suerte aseguraba su autoridad militar. Pero como el dominio de la Roma papal dependía de un principio diferente, no tenía exigencias de esta clase, y en consecuencia esta obligación fue dejada al cuidado de las autoridades locales, que la abandonaron: así que, en la mayor parte del año y en todas direcciones, los caminos estaban casi intransitables. El medio ordinario de transporte era el de pesadas carretas tiradas por bueyes, que caminaban, cuando más, tres o cuatro [279] millas por hora. Donde no podía hacerse uso de la navegación fluvial, se empleaban caballos y mulos de carga para el transporte de las mercancías, medio que estaba en armonía con el mezquino comercio de aquella época; cuando había que mover grandes masas de hombres, las dificultades se hacían casi insuperables, y el mejor ejemplo para demostrar esto puede hallarse en la historia de la marcha de la primera Cruzada. Estas dificultades en las comunicaciones hacían que con gran facilidad se extraviasen los caminantes, y los viajes emprendidos por individuos aislados no podían llevarse a cabo sin gran riesgo, pues no había bosque ni orilla que no tuviese salteadores.
El estado general de ignorancia existente era oportuno para el desarrollo de la superstición; la Europa estaba cuajada de milagros bochornosos. Por todos los caminos, se veían infinitos peregrinos que se dirigían a los santuarios renombrados por las curas que habían verificado; ha sido siempre política de la Iglesia desanimar a los médicos en su arte, mezclándose a cada paso con sus reliquias para curar las enfermedades; el tiempo ha reducido a su verdadero valor ésta en un tiempo lucrativa impostura. ¿Cuántos santuarios hay ahora en explotación en Europa?
Para los pacientes demasiado enfermos, imposibilitados de moverse o de ser conducidos, no había otro remedio sino los de carácter espiritual, los Pater-noster o Ave-María. Para impedir las enfermedades, se hacían oraciones en las iglesias, pero no se tomaban medidas sanitarias; se creía que con los rezos de los clérigos se ahuyentaría la peste de las ciudades infestadas de miasmas pútridos, que se aseguraría la lluvia o el buen tiempo, y que se evitaría el influjo maléfico de los eclipses y cometas. [280] Pero cuando se presentó el cometa Halley en 1456, tan tremenda fue su aparición, que se hizo necesario que el mismo Papa interviniese; lo exorcizó y expulsó del cielo, y huyó el cometa a los abismos del espacio, aterrado por las maldiciones de Calixto III, y sin atreverse a volver durante setenta y cinco años.
El valor físico de las curas en los santuarios y por los remedios espirituales se mide por la proporcionalidad de las defunciones: en aquel tiempo, moría probablemente una persona por cada veintitrés, y hoy día, con nuestros procedimientos materiales, muere una por cada cuarenta.
La condición moral de Europa se demostró notablemente cuando por los compañeros de Colón se introdujo la sífilis en Europa desde las Indias Occidentales; se extendió con rapidez maravillosa; personas de todas clases, desde el Santo Padre León X hasta el mendigo de los caminos, contrajeron la vergonzosa enfermedad. Muchos disimularon su desgracia declarando que era una epidemia que emanaba de cierta malignidad en la constitución del aire, pero en verdad su efecto era debido a cierta dolencia en la constitución del hombre, dolencia que no se extirpaba por la influencia espiritual bajo la cual habían vivido.
A la eficacia medicinal de los santuarios, debemos agregar la de las reliquias especiales, siendo éstas a veces de la clase más extraordinaria: había varias abadías que poseían la corona de espinas de nuestro Salvador: once tenían la lanza que atravesó su costado, y si alguien se hubiera atrevido a dudar de la autenticidad de todas, al punto hubiera sido denunciado como ateo. Durante las guerras santas, fundaron los caballeros templarios un lucrativo comercio, trayendo de Jerusalem a los ejércitos de los cruzados [281] botellas de leche de la bendita Virgen, que vendían por sumas enormes: estas botellas eran conservadas con piadoso cuidado en muchos grandes establecimientos religiosos. Pero quizás ninguna de estas imposturas sobrepuja en audacia a la que ofreció un monasterio de Jerusalem, presentando a la adoración ¡un dedo del Espíritu Santo! La sociedad moderna ha hecho justicia silenciosamente a estos objetos escandalosos, y si bien en un tiempo alimentaron la piedad de muchos miles de hombres sinceros, hoy día se les considera demasiado despreciables para ocupar un lugar en ningún museo público.
¿Cómo nos explicaremos el mal éxito de la Iglesia en la tutela de Europa? No hubiera sido éste el resultado, si hubiese habido en Roma un cuidado constante por la prosperidad material y espiritual del Continente, si se hubiese ocupado tan sólo el pastor universal, el sucesor de Pedro, de la santidad y felicidad de su rebaño.
No es difícil hallar la explicación. Está contenida en una historia de pecados y vergüenzas. Prefiero, por lo tanto, en los párrafos siguientes presentar hechos explicatorios, sacados de los autores católicos, y por cierto presentarlos hasta donde me sea posible, con las mismas palabras de los escritores.
La historia que voy a relatar es una narración de la metamorfosis de una confederación en una monarquía absoluta.
En los primeros tiempos, cada Iglesia, sin perjuicio de conformarse con la Iglesia universal en todos los puntos esenciales, manejaba sus asuntos propios con perfecta libertad e independencia, manteniendo sus propios usos tradicionales y su disciplina; y todas las cuestiones que no concernían a la Iglesia universal, o que no eran de capital importancia, las resolvía al punto. [282]
Hasta el principio del siglo IX, no hubo cambio en la constitución de la Iglesia romana; pero, hacia 845, se elaboraron las Decretales de Isidoro en el Occidente de las Galias; falsificación que consta de cerca de cien pretendidos decretos de los primeros papas, unidos a otros supuestos escritos de varios dignatarios eclesiásticos y actas de sínodos. Esta falsificación extendió inmensamente el poder papal, y sustituyendo el antiguo sistema de gobierno de la Iglesia, acabando con los atributos republicanos que había poseído, la transformó en una monarquía absoluta. Redujo a los obispos a la dominación de Roma, e hizo al Pontífice juez supremo del clero y de todo el orbe cristiano. Preparó el camino para la gran tentativa que hizo más tarde Hildebrando, de convertir los Estados de Europa en un reino teocrático de frailes con el Papa a su cabeza.
Gregorio VII, autor de este gran golpe, vio que sus planes serían llevados a cabo mejor con el auxilio de los sínodos y restringió por lo tanto a los papas y sus delegados el derecho de convocarlos; para dar más apoyo a este asunto, se ideó por Anselmo de Lucca un sistema nuevo de jurisprudencia eclesiástica, en parte basado sobre las antiguas falsificaciones de Isidoro y en parte sobre nuevas invenciones. Para establecer la supremacía de Roma, no sólo hubo que hacer un nuevo derecho canónico, sino que inventar también una nueva historia. Esta suministró ejemplos indispensables de reyes depuestos y excomulgados y probó que siempre habían estado subordinados a los papas. Las decretales de los Pontífices fueron colocadas al mismo nivel que las Escrituras, y al cabo llegó a admitirse en todo el Occidente que los papas habían sido, desde el principio de la cristiandad, los legisladores de toda la Iglesia. Así como los [283] soberanos absolutos en estos últimos tiempos no pueden soportar las asambleas representativas, así el papado, cuando deseó ser absoluto, halló que los concilios de las Iglesias nacionales particulares, debían concluir y permitirse sólo los que estuviesen bajo la inmediata vigilancia del Pontífice. Esto, en sí mismo, constituyó una gran revolución.
Otra ficción inventada en Roma en el siglo VIII tuvo consecuencias importantes. Se fingió que el emperador Constantino, en gratitud por su curación de la lepra y por su bautizo por el papa Silvestre, había cedido la Italia y las provincias occidentales a la Santa Sede, y que en prueba de su subordinación, había servido al Papa como lacayo, llevando su caballo del diestro algún trecho. Esta falsedad iba dirigida contra los reyes francos, para darles una idea exacta de su inferioridad y demostrarles que, en las cesiones territoriales que habían hecho a la Iglesia, no le regalaban nada, sino tan sólo le restituían lo que le pertenecía de derecho.
El instrumento más potente del nuevo sistema papal fue el decreto de Graciano, que se publicó a mediados del siglo XII; era un conjunto de falsedades. Hacía a todo el orbe cristiano, por el papado, súbdito del clero italiano; inculcó que era legal procurar la felicidad de los hombres por la fuerza, dar tormento y ejecutar a los herejes y confiscarles los bienes; que matar a un excomulgado no era asesinato, que el Papa, en su ilimitada superioridad a toda ley, se equipara con el Hijo de Dios.
A medida que se desarrollaba el nuevo sistema de centralización, se manifestaban con calor públicamente máximas que en los antiguos tiempos hubieran sido rechazadas: que toda la Iglesia es propiedad del Papa, quien puede hacer en ella lo que le plazca; que lo que en otros [284] es simonía, no lo es en el; que es superior a toda ley y no puede ser residenciado por nadie; que quien quiera que le desobedezca debe sufrir la muerte; que todo hombre bautizado es súbdito suyo y debe seguir así toda su vida, que quiera o que no. Hasta el final del siglo XII, habían sido los papas vicarios de Pedro; después de Inocencio III, fueron vicarios de Cristo.
Mas un soberano absoluto tiene necesidad de rentas, y en esto el Papa no era una excepción. La institución de los legados es de tiempo de Hildebrando; unas veces fue su obligación visitar las iglesias, yendo otras comisionados para negocios especiales; pero siempre marcharon investidos de poderes ilimitados para llevar dinero al lado allá de los Alpes; y puesto que el Papa podía, no sólo hacer leyes, sino también anularlas, se introdujo una legislación cuyo objeto era la venta de indulgencias. Los monasterios estaban exentos de la jurisdicción episcopal, pagando un tributo a Roma. El Papa había llegado a ser entonces «el Obispo universal»; tenía jurisdicción en todas las diócesis y podía entender en todos los casos ante sus propios tribunales. Sus relaciones con los obispos eran las de un soberano absoluto con sus oficiales; no podían aquellos dimitir sin su permiso, y las sedes que vacaban de este modo le pertenecían; se estimulaban en todos sentidos las apelaciones a Roma, porque procuraban indulgencias, y millares de procesos fueron ante la curia, llevando consigo una rica cosecha. A menudo, cuando disputaban varios pretendientes un beneficio, desposeía el Papa a todos ellos y lo daba a una hechura suya, a menudo los candidatos perdían años en Roma y morían allí, o volvían impresionados profundamente por tanta corrupción. Alemania sufrió más que otros países, de estas apelaciones y procesos, y por esto [285] era el país mejor preparado para recibir la Reforma. Durante los siglos XIII y XIV hicieron los papas esfuerzos gigantescos para la adquisición del poder; en lugar de recomendar a sus favoritos para los beneficios, los presentaban, imponiéndose; sus partidarios italianos debían ser recompensados y nada bastaba a satisfacer sus clamores; fue preciso entregarles los países extranjeros; nubes de pretendientes morían en Roma y el Papa entonces se arrogaba el derecho de nombrar los beneficios. Al fin, se estableció que tenía derecho a disponer de todos los oficios eclesiásticos sin distinción y que el juramento de obediencia que le prestaban los obispos implicaba su sumisión política y eclesiástica; en los países en que había gobierno dualista, se aumentó de este modo prodigiosamente el poder espiritual.
Derechos de todas clases para completar esta centralización se destruyeron sin remordimiento, siendo para ello poderosos auxiliares las órdenes mendicantes; éstas y el Papa por un lado, por otra el clero parroquial y los obispos. La corte romana se había apropiado los derechos de los concilios, de las Iglesias metropolitanas y nacionales y de los obispos. Incesantemente contrariados éstos por los legados, concluyeron por perder todo interés en conservar la disciplina de sus diócesis: incesantemente contrariados los párrocos por los frailes mendicantes, quedaron sin autoridad entre sus propios feligreses; su influencia pastoral fue completamente destruida por las indulgencias papales y por las absoluciones compradas, y el dinero, mientras tanto entraba en Roma.
Necesidades pecuniarias obligaron a muchos papas a acudir a pequeños expedientes, como pedir a un príncipe, obispo o gran maestre que tuviese autos pendientes ante sus tribunales, el regalo de una copa de oro [286] llena de ducados. Estas necesidades dieron también origen a jubileos. Sixto IV fundó colegios completos y vendió las sillas a trescientos o cuatrocientos ducados; Inocencio VIII empeñó la tiara papal. Se dice que León X había disipado las rentas de tres papas: las de su antecesor, las suyas y las de su sucesor; creó y vendió dos mil ciento cincuenta oficios nuevos, que se consideraban muy lucrativos porque producían doce por ciento, y el interés salía, por supuesto, de los países católicos. En ninguna parte de Europa podía colocarse el capital mejor que en Roma, donde se realizaban grandes sumas por las ventas de hipotecas y donde no sólo se vendían sino se revendían los oficios, pues se ascendía a las gentes para vender de nuevo sus empleos.
Aun contra la teoría papal, que condenaba la usura, estableció el Papa un inmenso sistema de Banco, en relación con la curia, en el que se prestaba dinero a un interés bárbaro a los prelados, a los pretendientes y a los litigantes; los banqueros del papa tenían privilegio; los demás eran censurados. La curia descubrió que le importaba tener deudores eclesiásticos en toda Europa, pues así eran más flexibles, toda vez que los excomulgaba si no pagaban los intereses. En 1327, se calculaba que la mitad del mundo cristiano estaba excomulgada; los obispos, por no acceder siempre a las exigencias de los legados, y los particulares por cualquier pretexto, con objeto de obligarles a comprar la absolución a precios exorbitantes. Las rentas eclesiásticas de toda Europa se vaciaban en Roma, antro de corrupción, simonía, usura, extorsión y soborno. Los papas, desde 1066, cuando empezó el gran movimiento centralizador, no tuvieron tiempo para dedicar su atención a los asuntos interiores de su rebaño particular en la ciudad de Roma; había [287] millares de asuntos extranjeros y todos producían más. Dice el obispo Álvaro Pelayo: que «en cualquier ocasión que entrase en las habitaciones de un dignatario del clero romano, lo encontraba contando dinero, que se ve en ellas a montones.» Toda oportunidad que pudiera presentarse a la curia para extender su jurisdicción, era bien recibida; las exenciones se daban con tal arte, que siempre era necesario renovarlas. A los obispos se dieron privilegios contra los cabildos catedrales, y a éstos contra los obispos; y a los conventos, obispos e individuos contra las extorsiones de los legados.
Las dos columnas sobre las que descansaba el papado eran el Colegio de Cardenales y la curia. Los Cardenales, en 1059, habían llegado a ser electores de los papas; hasta ese tiempo las elecciones fueron hechas por todo el cuerpo del clero romano, y era necesario el concurso de los magistrados y de los ciudadanos. Pero Nicolás II restringió las elecciones al Colegio de Cardenales; hizo que fuesen necesarios dos tercios de los sufragios y dio al emperador de Alemania el derecho de confirmación. Durante dos siglos, lucharon por la supremacía la oligarquía cardenalicia y el absolutismo papal. Los Cardenales concedían de buen grado que el dominio del Papa fuese absoluto en el extranjero, pero nunca dejaron de explorar su ánimo antes de darle sus sufragios, con objeto de conseguir de él cierta participación en el gobierno; después de la elección y antes de la consagración, juraba observar ciertas capitulaciones, tales como repartir las rentas con los Cardenales; se obligaba a no alejarlos de Roma y a permitirles reunirse dos veces al año para que discutieran si había observado sus juramentos, que eran quebrantados con gran frecuencia. Por una parte, los Cardenales querían tener participación en [288] el gobierno de la Iglesia y en los emolumentos; y por otra, los papas rehusaban acceder a compartir ni el poder, ni las rentas. Los Cardenales querían ostentar una pompa y un lujo que les obligaban a gastar enormes sumas; en cierta ocasión, no menos de quinientos beneficios estaban ocupados por uno de ellos, y sus deudos y amigos eran mantenidos y sus familias enriquecidas. Se aseguraba que todos los ingresos de Francia eran insuficientes para cubrir estos gastos; sucedió a veces que por sus rivalidades tardáronse varios años en elegir Papa, y parecía como que trataban de demostrar que bien podía pasar la Iglesia sin vicario de Cristo.
Hacia el fin del siglo XI, la Iglesia Romana vino a ser la corte romana; en vez del rebaño cristiano, que dulcemente siguiese a su pastor en el santo recinto de la ciudad, había una cancillería de escribientes, notarios y procuradores, que negociaban sobre privilegios, dispensas, exenciones, &c.; no se veían más que pretendientes de puerta en puerta, y Roma era el punto de cita para los aspirantes de todas las naciones. En vista de la enorme cantidad de autos, procesos, gracias, indulgencias, absoluciones, órdenes y decisiones dirigidas a todas partes de Europa y Asia, las funciones de las Iglesias locales perdieron su importancia; se necesitaban muchos centenares de personas en la curia y cuyo objeto capital era ascender, para lo cual hacían lo posible por aumentar los ingresos del Papa. Todo el orbe cristiano había llegado a ser tributario suyo. Todo vestigios de religión había desaparecido de allí; sus miembros estaban ocupados en política, litigios y procesos, y ni una sola palabra podía escucharse relativa a asuntos espirituales; cada plumada tenía su precio; beneficios, dispensas, licencias, absoluciones, indulgencias, privilegios, eran [289] comprados y vendidos como mercancías; el pretendiente tenía que gratificar a todo el mundo, desde el portero al Papa, y si no, perdía su demanda; para los pobres no había atención alguna, ni esperanza, y el resultado fue que cada clérigo se creyó facultado para seguir el ejemplo que había visto en Roma, y a sacar provecho de su ministerio espiritual y de los sacramentos, por haber comprado este derecho en Roma y carecer de otros medios para pagar su deuda. La trasferencia de poder de los italianos a los franceses por translación de la curia a Aviñón, no produjo cambio; sólo conocieron los italianos que el enriquecimiento de sus familias se escapaba de sus garras. Habían llegado a considerar al papado como su propia hacienda, siendo el pueblo escogido de Dios bajo la ley de Cristo, como bajo la mosaica lo habían sido los judíos.
Al concluir el siglo XIII, se descubrió un nuevo reino, capaz de producir inmensos ingresos, este fue el Purgatorio, que se demostró que el Papa podía vaciar por indulgencias; en esto no había hipocresía alguna y se hacía con el mayor desenfado; el germen original de la primacía apostólica se había convertido ahora en una monarquía colosal.
La Inquisición había hecho irresistible el sistema papal; toda oposición era castigada con la muerte en la hoguera, y un simple pensamiento, no traducido en signo alguno exterior, era considerado como delito; andando el tiempo, se hizo esta práctica inquisitorial cada vez más odiosa, y se aplicaba el tormento por la más ligera sospecha; el acusado no podía saber el nombre del denunciador y no se le permitía tener abogado; no había, pues, apelación; se mandó a los inquisidores que no se apiadasen y que no acepatasen retractaciones. La inocente familia del [290] acusado era despojada de sus bienes por la confiscación; la mitad iba al tesoro papal, la otra mitad a los inquisidores; tan sólo la vida, decía Inocencio III, debía dejarse a los hijos del descreído y esto por un acto de misericordia. Fue la consecuencia que papas, como Nicolás III, enriquecieron a sus familias con los despojos de los desgraciados, adquiridos por este tribunal; haciendo lo propio los inquisidores.
La lucha que por la posesión del papado sostuvieron franceses e italianos, condujo inevitablemente al cisma del siglo XIV. Por más de cuarenta años, dos papas rivales estuvieron anatemizándose mutuamente: dos curias rivales agobiaban a los pueblos para sacar dinero, y llegó a haber hasta tres obediencias, y triples contribuciones que sacar. Nadie entonces podía garantizar la validez de los sacramentos, puesto que nadie podía estar seguro de quien era el verdadero Papa; los hombres se veían obligados a pensar por sí mismos y no podían encontrar quien era el legítimo pensador para todos ellos. Empezaron a ver que la Iglesia debía libertarse de la cadena curial y acudir a un concilio general; esto se intentó una y otra vez, con la idea de elevar el concilio a parlamento de la cristiandad y hacer del Papa el jefe del poder ejecutivo. Pero los grandes intereses que habían crecido por la corrupción de las edades no pudieron derribarse tan fácilmente; la curia recuperó su ascendiente, y el comercio eclesiástico empezó de nuevo. Los alemanes, a quienes nunca se había permitido entrar en la curia, se pusieron a la cabeza de los primeros que intentaron la Reforma. Yendo las cosas de mal en peor, se convencieron ellos también de que era imposible reformar la Iglesia por medio de concilios. Erasmo exclamaba: «Si Cristo no liberta a su pueblo de esta múltiple tiranía [291] eclesiástica, sería más tolerable la tiranía de los turcos.» Se vendían entonces los capelos cardenalicios, y bajo León X, los oficios eclesiásticos y religiosos se sacaban a pública subasta. La máxima de la vida era: primero el interés y luego el honor; entre los oficiales, no había uno que quisiese ser honrado en la sombra o virtuoso sin testigos. Las capas de terciopelo violeta y el blanco armiño de los cardenales eran la verdadera librea de la maldad.
La unidad de la Iglesia, y por lo tanto su poder, requerían el uso del latín como idioma sagrado. Por esto Roma había sostenido su actitud estrictamente europea, y estaba en aptitud de mantener una relación internacional general. Esto le dio mucho mayor poder que su autoridad espiritual; y, por muchas que sean sus pretensiones de haber hecho algo bueno, debe condenársele francamente, porque con tales elementos en sus manos, que jamás volvió a tener ningún sucesor, no hizo micho más. Si no hubiesen estado los soberanos pontífices tan ocupados completamente en conservar sus emolumentos y temporalidades en Italia, habrían podido hacer progresar al continente entero, como un solo hombre. Sus oficiales podían atravesar sin dificultad por todas las naciones y comunicar sin tropiezo unos con otros, de Irlanda a Bohemia y de Italia a Escocia. La posesión de un idioma común les dio la administración de asuntos internacionales, con aliados inteligentes en todas partes, puesto que hablaban la misma lengua.
No era injustificado el odio que manifestó Roma al renacimiento del griego e introducción del hebreo, y la alarma con que notó la formación de los idiomas modernos, nacidos de los dialectos vulgares; y no sin motivo se hizo eco la Facultad de Teología de París del sentimiento [292] que prevalecía en tiempo de Jiménez. «¿Qué vendrá a ser de la religión, si se permite el estudio del griego y el hebreo?» El predomino del latín era la condición de su poder, su abandono la medida de su decadencia, su desuso la señal de su limitación a un pequeño principado de Italia; en suma, el desarrollo de las lenguas europeas era el instrumento de su derrota. Formaban una comunicación útil entre los frailes mendicantes y el populacho inculto, y no hubo ninguno entre ellos que no manifestase un profundo desprecio contra sus primeras producciones.
El desarrollo de la literatura políglota de Europa coexistió por lo tanto con el descenso del cristianismo papal; la literatura europea era imposible bajo la dominación católica. Una unidad religiosa, grande, solemne e impotente, hacía necesaria la unidad de literatura, que implica el uso de una sola lengua.
Mientras que la posesión de un idioma universal tan señaladamente aseguraba su poder, el secreto real de gran parte del influjo de la Iglesia descansaba en la vigilancia que con tanta habilidad había obtenido de la vida doméstica. Su influjo disminuyó al declinar ésta, coincidiendo con este cambio su alejamiento de la dirección de las relaciones diplomáticas internacionales.
En los antiguos tiempos de la dominación romana se había demostrado que los acantonamientos de las legiones en las provincias eran siempre focos de civilización. La industria y el orden que presentaban servían de ejemplo, que no era perdido por los bárbaros que les rodeaban en Bretaña, en las Galias o en Alemania; y aunque no entraba como parte de su obligación ocuparse activamente en mejorar la condición de las tribus conquistadas, sino más bien mantenerlas en estado de sumisión, [293] un rápido progreso tuvo lugar tanto en la vida individual como en la social.
Bajo la dominación eclesiástica de Roma ocurrió una cosa semejante. En los despoblados, reemplazó el monasterio al campamento legionario; en la villa o la ciudad, la Iglesia era el centro de luz; un poderoso efecto se produjo por el lujo elegante de los primeros y por las sagradas y solemnes moniciones de las segundas.
Al ensalzar el sistema papal por lo que hizo en la organización de la familia, la definición de la política civil, la construcción de los estados de Europa, debemos limitarnos a recordar que el objeto principal de la política eclesiástica fue el engrandecimiento de la Iglesia, y no los progresos de la civilización; los beneficios obtenidos por los laicos no los debieron a intención deliberada, sino que fueron incidentales o colaterales.
No hubo proyecto, ni plan formado para mejorar la condición física de las naciones. Nada se hizo para favorecer su desarrollo intelectual; al contrario, la política establecida era mantenerlas, no sólo en un estado iliterato, sino ignorante. Siglo tras siglo pasaban, y dejaban al aldeano poco mejor tan sólo que el ganado de los campos. Las comunicaciones y la locomoción, que tan poderosamente tienden a ensanchar las ideas, no recibieron impulso; la mayoría de los hombres morían sin haber salido de la vecindad en que habían nacido. Para ellos no había esperanza de adelanto personal, ni de mejorar su suerte o cultivar su espíritu; nada se hacía en general para evitar las necesidades individuales, nada para precaver las hambres; las pestes no hallaron el menor contratiempo y sólo se les oponían las farsas religiosas. Mala alimentación, vestidos miserables, abrigo insuficiente, fueron bastante para producir su resultado, y al [294] cabo de mil años no se había duplicado la población de Europa.
Si la política puede ser responsable, tanto por el número de nacimientos que impide como por el número de muertes que ocasiona, ¡qué responsabilidad no hay en esto!
En esta investigación de la influencia del catolicismo debemos separar cuidadosamente lo que hizo por el pueblo de lo que hizo para sí propio. Cuando pensemos en los suntuosos monasterios, palacios lujosísimos, con sus avenidas de segado césped, sus jardines y bosquecillos, sus fuentes y manantiales de dulce murmullo, no debemos relacionar estas maravillas con el desgraciado campesino que moría sin auxilio en los pantanos, sino con el abad, su corcel, su halcón y sus perros, sus bodegas repletas y sus magníficas cocinas. Es parte de un sistema que tiene su centro de autoridad en Italia y al cual debe sumisión; todos sus actos tienden a asegurar sus intereses. Cuando vemos, como aún podemos hacerlo, las magníficas iglesias y catedrales de aquellos tiempos, milagros de arquitectura y arte (únicos milagros verdaderos del catolicismo); cuando con el pensamiento restauramos las pompas celebradas, las grandes ceremonias de que fueron escena, la vaga luz religiosa que proyectaban las vidrieras de colores, el sonido de voces en nada inferiores a las del cielo, los sacerdotes con sus vestiduras sagradas, y sobre todo, los adoradores postrados, escuchando las letanías y preces en un idioma extranjero y desconocido, no debemos preguntarnos: ¿se hacía todo esto por la salvación de aquellos adoradores, o por la gloria de la grande y omnipotente autoridad de Roma?
Pero tal vez alguno puede decir que hay límites para nuestros esfuerzos, cosas que ningún sistema político, [295] ningún poder humano, por buenas que sean sus intenciones, puede realizar; ¡no es posible sacar al hombre de la barbarie, ni civilizar un continente en un día!
El poder católico no puede, sin embargo, juzgarse por tal norma, puesto que rechazaba con desprecio y rechaza hoy día un origen humano y pretende ser sobrenatural. El soberano Pontífice es el Vicario de Dios en la tierra: infalible en sus juicios, tiene el poder de ejecutarlo todo milagrosamente, si lo necesita. Ejerció una tiranía autocrática sobre la inteligencia de Europa por más de mil años, y aunque en varias ocasiones encontró resistencia en algunos príncipes, en conjunto fue esto de tan poca importancia, que puede asegurarse tuvo a su disposición el poder físico y político del continente.
Los hechos que se han presentado en este capítulo fueron indudablemente bien examinados por los reformadores protestantes del siglo XVI, y les llevaron a la conclusión de que el catolicismo había fracasado en su misión; que había venido a ser un vasto sistema de falsedades e imposturas, y que la restauración del verdadero cristianismo, podría sólo verificarse volviendo a la fe y prácticas de los primitivos tiempos. No fue esta una sentencia rápidamente proferida; largo tiempo había sido la opinión de muchos hombres instruidos y religiosos. Los piadosos fraticelli de la Edad Media expresaron en alta voz su creencia de que el fatal donativo de un emperador romano había perdido la verdadera religión. No hizo falta más que la voz de Lutero para atraer a los hombres de todo el Norte de Europa a la creencia de que el culto de la Virgen, la invocación de los santos, los milagros, las curaciones sobrenaturales de los enfermos, la compra de indulgencias para pecar, y todas las demás malas prácticas, lucrativas para sus fautores, que [296] se habían introducido en el cristianismo, pero que no eran parte de él, debían concluir. El catolicismo, como sistema para procurar el bienestar del hombre, ha fracasado claramente en justificar su supuesto origen; sus obras no han correspondido a sus grandes pretensiones; y tras una oportunidad que ha durado más de mil años, ha dejado a los hombres sometidos a sus influencias, tanto relativas al bienestar físico, como a la cultura intelectual, y en un estado mucho más inferior de lo que debiera haber sido.