Ideas europeas sobre el alma. – Se asemeja a la forma del cuerpo. – Opiniones filosóficas de los orientales. – La teología de los Vedas y de Budha afirma la doctrina de la emanación y de la absorción. – Es defendida por Aristóteles, al cual siguen la escuela de Alejandría y más tarde los judíos y los árabes. – Se la encuentra en los escritos de Erigena. – Relación de esta doctrina con la teoría de la conservación y correlación de la fuerza. – Paralelo entre el origen y destino del cuerpo y del alma. – Necesidad de fundar la psicología humana sobre la psicología comparada. – El averroísmo, que está basado en estos hechos, penetra en la cristiandad por España y Sicilia. – Historia de la represión del averroísmo. – Rebelión del islamismo contra él. – Antagonismo de las sinagogas judías. – Su destrucción emprendida por el papado. – Establecimiento de la Inquisición en España. – Horribles persecuciones y sus resultados. – Expulsión de los judíos y moros. – Destrucción del averroísmo en Europa. – Acción decisiva del último concilio del Vaticano.
Los paganos griegos y romanos creían que el espíritu del hombre se asemejaba a su forma corporal, variando y creciendo según variaba y crecía ésta; los héroes a quienes había sido permitido descender a los infiernos, habían, por lo tanto, reconocido sin dificultad a sus antiguos amigos; no sólo habían conservado su aspecto corpóreo [124], sino que llevaban también sus vestidos usuales.
Los primitivos cristianos, cuyas concepciones de la vida futura, del cielo y del infierno, mansiones de los justos y de los pecadores, eran mucho más brillantes que las de sus predecesores paganos, aceptaron y fortalecieron estas ideas antiguas. No dudaban que en el mundo venidero se reunirían con sus amigos y hablarían con ellos, como habían hecho aquí en la tierra, esperanza consoladora para el corazón humano, en la mayor de las desgracias, puesto que les restituye sus muertos
En la incertidumbre de lo que ocurre al alma en el intervalo que media entre su separación del cuerpo y el día del juicio final, se sustentaron varias opiniones. Algunos pensaron que andaban errantes sobre las tumbas; otros que vagaban desconsolados por los aires; según la creencia popular, San Pedro es el portero del cielo y a él se ha encomendado al admitir o el rechazar a las almas según su capricho. Algunas personas, sin embargo, estaban dispuestas a negarle este poder, puesto que sus decisiones se anticiparían al juicio final, que se este modo sería innecesario. Desde Gregorio el Magno, la doctrina del purgatorio fue aceptada por la generalidad. Las almas de los difuntos hallaron de este modo un lugar de descanso.
Que el espíritu de los muertos volvía a veces a visitar a los vivos y a frecuentar los parajes donde primero había vivido, ha sido en todo tiempo y en todos los países de Europa creencia fija, no reducida sólo a los rústicos, sino extensiva a las clases inteligentes. Un grato terror se esparce en las largas veladas de invierno, cuando al lado del hogar se escuchan historias de apariciones, duendes y fantasmas. En los antiguos tiempos, los romanos tenían sus lares o almas de los que habían observado [125] una vida virtuosa; tenían también sus larvas o lémures de las almas de los malvados; sus manes o almas de los de vida dudosa. Si el testimonio humano sobre estas cosas fuese de algún valor podría acumularse testimonio sobre testimonio desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, tan extensos e intachables como se desee, en apoyo de cualquiera de estas ideas; que estas sombras de los difuntos se reúnen cerca de las tumbas, o que establecen su secreto domicilio en las ruinas de algún castillo, o que se pasean en triste soledad a la luz de la luna.
Mientras que estas opiniones se aceptaban generalmente en Europa, otras de naturaleza muy distinta prevalecían extensamente en Asia, y por cierto en las más altas regiones del pensamiento. La autoridad eclesiástica consiguió reprimirlas en el siglo XVI, pero no desaparecieron jamás por completo; en nuestros mismos tiempos tan vasta y silenciosamente se han extendido en Europa, que el Syllabus papal se llama abiertamente la atención sobre ellas, presentándolas a la clara luz del día, y el concilio del Vaticano, abundando en la opinión de lo peligroso de su tendencia y de su secreta difusión, ha anatemizado marcada y ostensiblemente en sus primeros cánones a las personas que las sustenten. «Sea anatema quien diga que las cosas espirituales son emanaciones de la sustancia divina o que la esencia divina por manifestación o desarrollo viene a ser todas las cosas.» En vista de este acto autoritativo es necesario ahora considerar el carácter y la historia de estas opiniones.
Las ideas que se abrazan sobre la naturaleza de Dios, influyen necesariamente en las que tienen sobre la naturaleza del alma. Los asiáticos orientales habían adoptado [126] la concepción de un Dios impersonal, y en cuanto al alma, su consecuencia necesaria, la doctrina de la emanación y de la absorción.
Así, pues, la teología de los Vedas está basada en el conocimiento del espíritu universal que llena todas las cosas. «No hay en verdad sino una Deidad, el Espíritu Supremo; es de la misma naturaleza que el alma del hombre.» Tanto en los preceptos de los Vedas como en los de Manu, se afirma que el alma es una emanación de la inteligencia universal y que está necesariamente destinada a ser reabsorbida. La consideran sin forma y creen que la naturaleza visible con todas sus bellezas y armonías es tan sólo la sombra de Dios.
Convirtióse el vedismo en budhismo, llegando a ser la fe de una gran parte de la raza humana. Este sistema reconoce que hay un Poder Supremo, pero niega que haya un Ser Supremo; considera la existencia de la fuerza como medio de manifestación de la materia; adopta la teoría de la emanación y de la absorción; en una vela encendida ve la imagen del hombre, esto es, un cuerpo material y una evolución de la fuerza. Si le interrogamos sobre el destino del alma, nos pregunta qué se ha hecho de la llama cuando se apaga y en qué condición estaba antes de encender la vela: ¿era la nada? ¿ha sido aniquilada? Admite que la idea de personalidad que nos ha ilusionado durante la vida no puede extinguirse por la muerte instantánea, sino que ha de perderse por grados. En esto se funda la doctrina de la transmigración; pero al cabo tiene lugar la unión con la inteligencia universal, se llega al nirwana, se consigue el olvido, que es un estado que no tiene relación ni con la materia, ni con el espacio, ni con el tiempo: el estado a que se redujo la extinguida llama de la vela, el estado en que nos hallábamos [127] antes de nacer. Este es el fin que debemos aguardar: la reabsorción en la Fuerza universal, la gloria suprema, el eterno descanso.
Aristóteles fue el primero que introdujo estas doctrinas en la Europa oriental, y veremos que más tarde se le consideró como su autor; ejercieron una influencia dominante en el último período de la escuela de Alejandría. Filón el Judío, que vivió en tiempo de Calígula, basó su filosofía en la teoría de la emanación; Plotino no sólo la aceptó como aplicable al alma del hombre, sino que creyó que permitía explicar la naturaleza de la Trinidad. Porque así como un rayo de luz emana del sol y el calor emana del rayo cuando toca los cuerpos materiales, así del Padre emana el Hijo y de éste el Espíritu Santo. De estas opiniones deduce Plotino un sistema religioso práctico y enseña al devoto cómo pasar a una condición extática de nuestra alma mundana, cual placer precursor de la absorción; en esta condición el alma pierde su conciencia individual. Del mismo modo enseñaba Porfirio la absorción o unión con Dios. Era tirio de nacimiento, estableció en Roma una escuela y escribió contra el cristianismo; su tratado sobre este asunto fue rebatido por Eusebio y San Jerónimo, pero el emperador Teodosio lo redujo al silencio con más eficacia haciendo quemar todos sus escritos. Porfirio se lamentaba de su infortunio diciendo que se había unido a Dios en éxtasis una sola vez en un período de ochenta y seis años, mientras que su maestro Plotino lo había conseguido seis veces en sesenta años. Un sistema completo de teología, basado en la teoría de la emanación, fue elaborado por Proclo, que especuló sobre la manera en que tiene lugar la absorción: si el alma es reabsorbida y reunida instantáneamente en el momento de la muerte, o si conserva [128] el sentimiento de personalidad por algún tiempo y alcanza gradualmente una reunión completa.
De los griegos alejandrinos pasaron esta ideas a los filósofos sarracenos, que muy poco después de la toma de la gran ciudad egipcia abandonaron a los incultos sus nociones antropomórficas de la naturaleza de Dios y la forma análoga del espíritu del hombre. Al desarrollarse el arabismo como un sistema científico distinto, formaron las teorías de la emanación y de la absorción algunos de sus rasgos característicos. En este abandono del mahometismo vulgar les ayudó grandemente el ejemplo de los judíos; éstos también habían arrojado el antropomorfismo de sus antepasados; habían sustituido al Dios que residía tras el velo del templo, una inteligencia infinita que llena el universo; y confesando su incapacidad para comprender cómo una cosa que se anima de pronto, puede llegar a ser inmortal, afirmaban que el alma del hombre está unida con el pasado, que no tuvo principio, y con el futuro, que tampoco tiene fin.
En la historia intelectual del arabismo se ven juntos continuamente judíos y sarracenos; lo mismo sucede si consideramos su historia política, ya en Egipto, ya en Siria o España. De unos y otros obtuvo igualmente la Europa occidental sus ideas filosóficas, que con el transcurso del tiempo culminaron en el averroísmo: éste es el islamismo filosófico. Los europeos consideraron generalmente a Averroes como el autor de estas herejías y en tal concepto lo infamaron los ortodoxos; sin embargo, no fue más que su compilador y comentador. Sus obras invadieron la cristiandad por dos caminos; de España, pasaron al Sur de Francia y de aquí a la Italia superior engendrando numerosas herejías en su marcha; de Sicilia [129] pasaron a Nápoles y a la Italia meridional bajo los auspicios de Federico II.
Pero mucho antes de que la Europa sufriese esta gran invasión intelectual, se verificaron las que en cierto modo debieran llamarse manifestaciones esporádicas del orientalismo. Como ejemplo puedo presentar las opiniones de Juan Erigena (800), que había enseñado y adoptado la filosofía de Aristóteles y efectuado una peregrinación a la cuna de este filósofo; confiando en unir la religión y la filosofía, según el modo propuesto por los eclesiásticos cristianos que entonces estudiaban en las universidades mahometanas de España. Era originario de Irlanda.
En una carta a Carlos el Calvo expresa Anastasio su asombro diciendo: «¡Cómo semejante bárbaro, que viene de los confines de la tierra, donde ha estado privado de la conversación de los hombres, puede comprender las cosas con tanta claridad y traducirlas tan bien a otro idioma!» El intento general de sus escritos era, como hemos dicho, unir la filosofía y la religión, pero el tratar estos asuntos le hizo incurrir en al censura eclesiástica, y algunas de sus obras fueron arrojadas al fuego. Su libro más importante se titula De Divisione Naturae.
La filosofía de Erigena se apoya en el hecho observado y admitido de que toda cosa existente procede de algo que ha vivido antes. Siendo el mundo visible un mundo de vida, ha emanado, por lo tanto, necesariamente de alguna existencia primordial, y esta existencia es Dios, que es, pues, el origen y el conservador de todo. Cualquier cosa que vemos, se conserva como cosa visible por la fuerza que de Él se desprende y desaparecería si ésta desapareciese. Erigena concibe, pues, la Divinidad como participando incesantemente en las operaciones de la [130] naturaleza, siendo su protector y sostenedor, y en este respecto respondiendo al alma del universo de los griegos. La vida particular de los individuos es, por lo tanto, una parte de la existencia general, esto es, del alma del mundo.
Si alguna vez se anulase el poder conservador, todo volvería a las fuentes de donde salió; es decir, volvería a Dios y sería absorbido por Él. Toda la naturaleza visible, en suma, ha de volver al cabo a «la Inteligencia.» «La muerte de la carne es el auspicio de la restauración de las cosas y de la vuelta a su antigua conservación; así vuelven los sonidos al aire en que nacieron y por el cual estaban sostenidos y no se oyen más; ningún hombre sabe lo que ha sido de ellos. En esta absorción final que después de un período de tiempo debe venir necesariamente, Dios será todo en todo y nada existirá sino Él solo. Lo contemplo como el principio y la causa de todas las cosas; todas las cosas que son y todas las que han sido y que son ahora, fueron creadas de Él, por ÉL y en Él; también le considero como el fin e infranqueable término de todas las cosas... Hay una concepción cuádruple de la naturaleza universal, dos de la naturaleza divina, como principio y fin, dos también de la naturaleza creada, como causas y efectos. Sólo Dios es eterno.»
La vuelta del alma a la inteligencia universal se designa por Erigena como teosis o deificación. En la absorción final se pierde todo recuerdo de la experiencia pasada; el alma vuelve a la condición en que estaba antes de que animase al cuerpo. Necesariamente, por lo tanto, incurrió Erigena en el desagrado de la Iglesia.
En la India fue donde primero descubrieron los hombres el hecho de que la fuerza es indestructible y eterna. [131] Esto implica ideas más o menos distintas de lo que llamamos ahora «correlación y conservación». Consideraciones relacionadas con la estabilidad del universo dan fuerza a esta opinión, puesto que es palmario que si alguna vez hubiera, ya un aumento, ya una disminución, cesaría el orden del mundo. La cantidad definida e invariable de la energía del universo debe ser aceptada, por lo tanto, como un hecho científico; los cambios que presenciamos sólo se refieren a su distribución.
Pero toda vez que el alma debe considerarse como un principio activo, dar existencia a una nueva, sacada de la nada, es necesariamente aumentar la fuerza primitiva del mundo. Y si esto se ha verificado cada vez que ha nacido un individuo y ha de repetirse de aquí en adelante, la totalidad de la fuerza debe ir continuamente aumentando.
Por otra parte, las personas piadosas experimentan gran repugnancia en suponer que el Altísimo es como un servidor de los caprichos y pasiones del hombre y que en cierto período después de su origen sea necesario que cree un alma para el embrión.
Considerando al hombre compuesto de dos partes, alma y cuerpo, las relaciones evidentes del último arrojarán mucha luz sobre las oscuras y misteriosas de la primera. Ahora bien, la sustancia de que consta el cuerpo se obtiene de la masa general de materia que nos rodea, y después de la muerte se restituye a esta masa general. ¿Ha presentado, pues, a nuestros ojos la naturaleza en el origen, transformación y destino de la parte material, o sea el cuerpo, alguna revelación que pueda hacernos conocer el origen y destino de su compañera, la parte espiritual o alma?
Oigamos un momento a uno de los más poderosos escritores mahometanos: [132]
«Dios ha creado el espíritu del hombre de una gota de su propia luz; su destino es volver a ella. No nos engañemos con la vana idea de que morirá cuando el cuerpo muera. La forma que tuvimos al venir al mundo y la que tenemos ahora no es la misma; luego no es preciso que perezcamos para que perezca nuestro cuerpo. Nuestro espíritu viene a este mundo como un extranjero y permanece aquí como en una mansión transitoria. Nuestro refugio de las pruebas y tempestades del mundo está en Dios, unidos a Él hallaremos descanso eterno sin tristeza, goce sin dolor, fuerza sin flaqueza, conocimiento sin duda; una tranquila y extática visión de la fuente de la vida y de la luz y de la gloria, fuente de la cual venimos.» Así se expresa el filósofo sarraceno Al-Gazzali, en el año 1010.
En una piedra se encuentran en equilibrio estable las moléculas de materia, puede por lo tanto durar siempre; un animal, en realidad, es únicamente una forma por la cual pasa una corriente incesante de materia. Recibe lo necesario y expele lo superfluo; en esto se asemeja a un torrente, a un río o a una llama; las partículas que lo formaban ha un instante se han dispersado en el siguiente y no puede seguir existiendo si no es alimentado exteriormente; tiene una duración de tiempo finita y llega inevitablemente un momento en el cual debe morir.
En el gran problema de la psicología no podemos esperar alcanzar un resultado científico, si persistimos en concretarnos a la observación de un solo hecho; debemos apoderarnos de todos los que nos sean asequibles; la psicología humana no puede resolverse completamente sino por la psicología comparada. Con Descartes podemos inquirir si las almas de los animales son afines [133] a la del hombre y miembros menos perfectos de la misma serie de desarrollo. Debemos tener en cuenta tanto lo que descubrimos en el principio inteligente de la hormiga como en el principio inteligente del hombre. ¿Qué sería de la psicología humana si no estuviese iluminada por la brillante irradiación de la psicología comparada?
Brodie, después de un maduro examen de los hechos, afirma que el alma de los animales es esencialmente igual a la del hombre. Todo el que esté familiarizado con el perro admitirá que esta criatura conoce el bien y el mal y tiene conciencia de sus faltas. Muchos animales domésticos tienen la facultad del raciocinio y emplean medios adecuados para conseguir sus propósitos. ¡Cuan numerosas son las anécdotas que se cuentan de las acciones intencionadas del elefante y del mono! Y no es esta visible inteligencia debida a la imitación de las acciones del hombre, puesto que los animales salvajes que no tienen contacto con él presentan propiedades semejantes. En especies diferentes, la capacidad y el carácter varían en gran manera. Así, pues, el perro es no sólo más inteligente, sino que tiene cualidades morales y sociales que no posee el gato; el primero quiere a su amo, el segundo a su casa.
Du Bois-Reymond hace esta notable observación: «Con respeto y admiración debe mirar el que estudia la naturaleza esta molécula microscópica de sustancia nerviosa que es el asiento del alma constructora, ordenada, laboriosa, leal y valiente de la hormiga. Ha alcanzado su estado presente a través de una serie de generaciones sin cuento.» ¡Qué deducción más profunda podemos obtener de la observación de Huber, que tan bien ha escrito sobre este asunto! ¡Si se observa una sola hormiga trabajando puede decirse todo lo que irá haciendo! [134] Considera la materia y razona como nosotros. Oigamos una de las numerosas anécdotas que cuenta el veraz y sencillo Huber: «Una vez que una hormiga inspectora visitó las obras, habían empezado los obreros a techar demasiado pronto; examinó el trabajo y lo hizo derribar, levantar el muro a la altura debida y construir un nuevo techo con los restos del antiguo.» Seguramente que estos insectos no son autómatas y que muestran voluntad. Reconocen a sus antiguas compañeras que han estado encerradas con ellas por muchos meses, y dan pruebas de alegría a su vuelta. El lenguaje de las antenas es capaz de variada expresión y conviene perfectamente a la oscuridad del hormiguero.
Los insectos solitarios no viven lo bastante para educar sus pequeñuelos, pero los insectos sociales, de más vida, dan muestras de afecciones morales y educan sus crías. Modelos de paciencia y maña, algunas de estas insignificantes criaturas trabajan dieciséis o dieciocho horas al día; pocos hombres son capaces de una sostenida aplicación mental por más de cuatro o cinco horas.
Efectos semejantes indican causas semejantes; semejanza de acciones exige semejanza de órganos. Me atrevería a rogar al lector de este párrafo que se halle familiarizado con las relaciones sociales de estos maravillosos insectos a que me refiero, que acuda al capítulo decimonono de mi obra sobre el «Desarrollo intelectual de Europa» en el que encontrará una descripción del sistema social de los Incas del Perú. Quizás entonces, en vista de la semejanza de las instituciones sociales y de la conducta personal del insecto y de las instituciones sociales y de la conducta personal del indio civilizado, aquél un ser insignificante, el otro un hombre, quizás entonces convendrá conmigo en que «de las abejas, avispas [135], hormigas y pájaros, de toda esa modesta vida animal, que miramos con tan superior desdén, tiene el hombre que aprender algún día lo que él es en realidad.»
Hoy no pueden aceptarse sin modificación las opiniones de Descartes, que consideraba a todos los insectos como autómatas; los insectos son autómatas tan sólo cuando juega la cadena nerviosa del vientre y la porción de ganglios del cerebro que tiene relación con las impresiones actuales.
Es una de las funciones de las células nerviosas conservar indicios o reliquias de las impresiones que los órganos de los sentidos les hayan transmitido; así, pues, los ganglios nerviosos que están compuestos de esta materia, pueden considerarse como aparatos registradores; al par que introducen el elemento del tiempo en la acción del mecanismo nervioso. Una impresión que sin ellos hubiera llegado a convertirse en acción refleja, se prolonga, y con esta duración vienen todos aquellos importantes efectos que surgen por la recíproca acción de muchas impresiones antiguas y recientes.
No hay lo que se llama pensamiento original o espontáneo. Toda acción intelectual es consecuencia de una acción precedente y viene a la vida en virtud de algo que fue antes. Dos espíritus igualmente constituidos y colocados bajo el influjo de las mismas circunstancias, engendrarán precisamente iguales pensamientos; a esta uniformidad de acción aludimos con la expresión popular de «sentido común», vocablo en extremo expresivo. En al creación de un pensamiento hay dos condiciones distintas: el estado del organismo, como dependiente de impresiones anteriores, y el de las circunstancias físicas presentes. [136]
En los ganglios encefálicos de los insectos están almacenadas las reliquias de las impresiones que se han efectuado sobre los nervios comunes periféricos, y en ellos se guardan las que se reciben por medio de los órganos especiales de los sentidos de la vista, el olfato y el oído. La inter-acción de estos eleva al insecto sobre los meros autómatas mecánicos, en los cuales la reacción sigue instantáneamente a la impresión.
En todo caso, la acción de cada centro nervioso, sea el que quiera su estado de desarrollo, alto o bajo, depende de una condición química esencial: la oxidación. Aun en el hombre, si el curso de la sangre arterial se detiene sólo un momento, el mecanismo nervioso pierde su poder: si disminuye aquel, decrece este en proporción, y si aumenta, como cuando se respira protóxido de azoe, la acción es más enérgica. De aquí la necesidad de reparar las fuerzas con el descanso y el sueño.
Dos ideas fundamentales se encuentran esencialmente unidas a todas nuestras percepciones sobre las cosas exteriores: la de espacio y la de tiempo, y para ellas hay repuesto en el mecanismo nervioso, siquiera sea en estado casi rudimentario. El ojo es el órgano del espacio, el oído el del tiempo y por el elaborado mecanismo de estos aparatos vienen a ser infinitamente más precisas sus percepciones que si fuera posible aplicarles tan sólo el simple sentido del tacto.
Hay algunos sencillos experimentos que nos ilustran sobre los vestigios de las impresiones gagliónicas. Si sobre un metal frío y pulimentado como la hoja de una navaja nueva de afeitar, colocamos un objeto, v. gr. una oblea, y después de echarle aliento aguardamos a que desaparezca la capa de humedad y quitamos la oblea, por delicado y minucioso que sea el análisis que practiquemos, [137] no podremos descubrir el menor vestigio ni dibujo sobre la brillante hoja; mas si volvemos a respirar sobre ella, aparecerá claramente una imagen espectral de la oblea; esto puede repetirse una y otra vez; más todavía; si guardamos cuidadosamente la hoja en un lugar en que no pueda su superficie sufrir el menor deterioro, y al cabo de muchos meses volvemos a respirar sobre ella, aparecerá de nuevo la sombra de la oblea.
Este experimento nos demuestra de qué manera es posible registrar y conservar una impresión tan trivial y fugitiva. Y si en una superficie inorgánica semejante puede marcarse de un modo indeleble esa impresión, ¿con cuánto mayor motivo no sucederá en el ganglio construido con este especial objeto? Jamás una sombra se proyecta sobre la pared, sin dejar una huella permanente, la que pudiera hacerse visible empleando un procedimiento adecuado; esto es lo que hace la fotografía. Los retratos de nuestros amigos o las vistas y panoramas pueden sustraerse a nuestros ojos en la placa sensible, pero se les hace aparecer tan pronto como se aplica un revelador apropiado; un espectro se halla oculto sobre la superficie argentada o cristalina, hasta que por nuestra nigromancia le hagamos aparecer en el mundo visible. En los muros de nuestros más apartados aposentos, donde no creemos que puede penetrar mirada alguna indiscreta, en el más oculto retiro jamás profanado, existen vestigios de todas nuestras acciones, siluetas de cuanto hemos ejecutado.
Si después de tener cerrados los párpados algún tiempo, como cuando despertamos por la mañana, miramos rápidamente un objeto fuertemente iluminado y volvemos con prontitud a cerrar los ojos, percibimos una imagen fantástica dentro de nuestra inmensa oscuridad. [138] Podemos asegurarnos de que no es una ficción, sino una realidad, pues muchos detalles que no tuvimos tiempo para identificar en nuestra momentánea ojeada, podemos contemplarlos ahora a nuestro placer en el fantasma; así podemos representarnos el diseño de un objeto, como el encaje de una cortina en la ventana o las ramas de un árbol tras ella. Gradualmente la imagen se hace menos distinta y en uno o dos minutos todo ha desaparecido; parece que tiene como tendencia a flotar en el vacío que hay ante nosotros, y si tratamos de seguirla moviendo el globo del ojo, desaparece súbitamente.
Esta duración de las impresiones sobre la retina prueba que el efecto de la influencia exterior sobre las células nerviosas no es transitorio; hay correspondencia entre la duración, la emergencia, la extinción y la impresión, como en las preparaciones fotográficas. Así, pues, yo he visto paisajes y vistas de edificios tomadas en Méjico, reveladas, como dicen los artistas, meses después en Nueva York, apareciendo las imágenes después de un largo viaje, con todas sus formas y contrastes de luz y sombra; la fotografía nada había olvidado: había conservado lo mismo el contorno de las eternas montañas, que el humo efímero de una fogata de bandidos.
¿Se conservan, pues, más permanentemente en el cerebro, y son más fugaces en la retina, los vestigios de las impresiones que han sido recogidas por los órganos sensoriales? ¿Es ésta la explicación de la memoria: el espíritu contemplando los cuadros de lo pasado y de los sucesos que han sido confiados a su custodia? ¿Están colgados en sus silenciosas galerías los retratos microscópicos de los vivos y los muertos, las escenas a que hemos asistido y los incidentes en que hemos tomado parte? ¿Son estas permanentes impresiones, simples marcas [139] o signos como los caracteres de un libro, para comunicar las ideas al ánimo, o son imágenes inconcebiblemente más pequeñas que esas que nos hacen nuestros artistas, y en las que, por medio del microscopio, podemos ver a una simple ojeada en un espacio no mayor que la punta de un alfiler un grupo de toda una familia?
Las imágenes fantásticas de la retina no son perceptibles a la luz del día; las que existen de un modo análogo en el sensorio no llaman nuestra atención mientras tanto que los órganos sensoriales están operando vigorosamente y ocupados en trasladarle nuevas impresiones. Pero cuando estos órganos se cansan o se gastan, o cuando experimentamos horas de grande ansiedad, o nos hallamos en una incierta soñolencia, o dormidos, las apariciones latentes toman cuerpo, aumentadas por el contraste, y se presentan por sí mismas al ánimo. Por la misma razón nos embargan durante el delirio y la fiebre, y sin duda también en el solemne momento de la muerte; durante un tercio de nuestra vida, en el sueño, estamos sustraídos a las influencias exteriores; el oído, la vista y los otros sentidos están inactivos; pero el ánimo, que nunca duerme, este pensador, este encantador velado en su misterioso retiro, contempla los ambrotipos que ha reunido (ambrotipos, puesto que son indelebles impresiones), y combinándolos como a veces sucede, construye con ellos el panorama de un sueño.
La naturaleza ha implantado, pues, en la organización de todo hombre medios que le hacen creer en la inmortalidad del alma y en una vida futura. Hasta el inculto salvaje ve así en sueños las indelebles formas de los paisajes que están tal vez ligados con algunos de sus más gratos recuerdos; ¿y qué cosa puede deducir de esta pinturas virtuales, sino que son las precursoras de [140] otra tierra más allá de aquella en que se encuentra? A intervalos es visitado en sus sueños por apariciones de los vivos que ha amado u odiado, y estas manifestaciones son para él pruebas incontrovertibles de la existencia e inmortalidad del alma. En nuestra condición social más refinada, no nos es dado nunca sustraernos a estas impresiones, y deducimos de ellas las mismas conclusiones que nuestros salvajes antepasados. Nuestra condición de vida más elevada no nos liberta en absoluto de las inevitables operaciones de nuestra propia organización, como no nos libra de las dolencias y enfermedades. Bajo este punto de vista todos los hombres del mundo son iguales; salvajes o civilizados, llevamos en nosotros un mecanismo que nos presenta recuerdos de los hechos más solemnes de nuestra vida. Sólo necesita un instante de reposo o una enfermedad, cuando la influencia de las causas exteriores disminuye, para entrar en juego; y éstos son precisamente los momentos en que estamos mejor preparados para recibir las verdades que ha de sugerirnos. Este mecanismo no respeta a nadie, ni permite al orgulloso estar libre de sus advertencias, ni deja al humilde sin el consuelo del conocimiento de otra vida. Los individuos interesados o mal intencionados no pueden extraviarlo; ni necesita tampoco el concurso humano para su efecto; presente siempre en el hombre adonde quiera que vaya, extrae maravillosamente de los vestigios de las impresiones del pasado pruebas abrumadoras de las realidades del futuro; y tomando su poder de una fuente que nos parecería inverosímil, insensiblemente nos conduce, no obstante lo que seamos ni donde estemos, desde los fantasmas cuya rápida aparición instantáneamente se borra, a una profunda creencia en lo inmortal e imperecedero. [141]
El insecto difiere de un mero autómata en que obran sobre él la edad y las impresiones conservadas. En las formas superiores de la vida animal, esta conservación o registro viene a ser más y más completa, y la memoria se hace más perfecta. No hay semejanza alguna necesaria entre una forma exterior y una impresión ganglionar, como no la hay entre las palabras de un mensaje entregado en una estación telegráfica y los signos que el telégrafo transmite a la estación receptora, o entre las letras de una página impresa y las acciones o escenas descritas en ella; pero los caracteres presentan claramente al ánimo del lector los sucesos y las escenas.
Un animal sin aparato alguno para la retención de las impresiones tiene que ser un puro autómata; no puede tener memoria. De principios inciertos e insignificantes, este aparato se desarrolla gradualmente, y a medida que adelanta su desenvolvimiento, aumenta la capacidad intelectual. En el hombre esta retentiva o registro alcanza su perfección; se guía por las impresiones pasadas tan bien como por las presentes; influye en él la experiencia; su conducta, la determina la razón.
Cuando un animal adquiere capacidad para poder transmitir un conocimiento de las impresiones que conserva en sus centros nerviosos, a otro animal de su misma especie, se verifica un gran progreso. Esto marca el paso de la vida individual a la social, lo que ciertamente es bien importante. Los insectos superiores lo realizan por el contacto de las antenas; el hombre, por la palabra. La humanidad en sus principios, en su estado salvaje, se hallaba limitada a transmitir sus conocimientos verbalmente de una persona a otra; las acciones y pensamientos de una generación podían comunicarse a otra e influir, por tanto, en los de ésta. [142]
Pero la tradición tiene sus límites. La facultad de hablar hace posible la sociedad y nada más.
No sin interés notaremos los progresos del desarrollo de esta función. El invento del arte de la escritura extendió e hizo durable el registro o recuerdo de las impresiones; éstas, que hasta aquí habían sido conservadas en el cerebro de cada hombre, podían ahora transmitirse a toda la raza humana, siendo duraderas para siempre. La civilización se hizo posible, porque la civilización no puede existir sin la escritura o algún otro medio de recuerdo.
Desde este punto de vista psicológico comprendemos la significación real del invento de la imprenta o desarrollo de la escritura, que aumentando la rapidez de la difusión de las ideas y asegurando su permanencia, tiende a promover la civilización y a unificar la raza humana.
En los párrafos anteriores, relativos a las impresiones nerviosas, al modo de registrarlas y a las consecuencias que se desprenden de ellas, he dado un extracto de las opiniones presentadas en mi obra sobre Fisiología humana, publicada en 1856; para más pormenores puede el lector acudir al capítulo que trata de La Visión inversa o Vista cerebral, al cap. XIV, lib. I, y al cap. VIII, lib. II.
La única senda para la psicología humana científica es la de la psicología comparada, camino largo y cansado, pero que conduce a la verdad.
¿Hay, pues, una vasta realidad espiritual que llena el universo, como hay una vasta realidad material, un espíritu que, como nos dice un gran autor alemán, «duerme en la piedra, sueña en el animal y despierta en el hombre?» ¿Viene el alma de la una, como de la otra el cuerpo? ¿Vuelven de un modo análogo a la fuente de [143] donde han salido? Si así sucede, podemos interpretar la existencia humana y conciliar nuestras ideas con la verdad científica y con la concepción que tenemos de la estabilidad e invariabilidad del universo.
A esta realidad espiritual dieron los sarracenos, siguiendo a las naciones orientales, el nombre de Inteligencia activa. Creían que el alma del hombre emanaba de ella, como una gota de lluvia viene del mar y a él vuelve; así nacieron entre ellos las imponentes doctrinas de la emanación y de la absorción. La inteligencia activa es Dios.
En la India, como hemos visto, fue desarrollada esta idea en una de sus formas, de una manera magistral e incorporada al vasto sistema práctico del budhismo, por Chakia Muni; Averroes, entre los sarracenos, la presentó en otra con menos poder.
Pero quizás debemos decir que los europeos tienen a Averroes por el autor de esta doctrina porque le ven solo, aislado de sus antecesores; mas los mahometanos le dieron poco crédito en cuanto a su originalidad y lo consideraban como un comentador de Aristóteles que presentaba las ideas de la escuela filosófica de Alejandría y de otras de tiempos anteriores al suyo. Los siguientes extractos del Ensayo histórico sobre el averroísmo, por Mr. Renan, indicarán cuan estrechamente se acercaban las ideas mahometanas a las que hemos presentado antes.
Este sistema supone que, a la muerte de un individuo, su principio inteligente o alma no sigue poseyendo una existencia separada, sino que vuelve o es absorbida en el espíritu universal, la inteligencia activa, el alma del mundo, que es Dios, de quien ciertamente había emanado en su origen. [144]
La inteligencia universal, activa u objetiva es increada, impasible, incorruptible; no tiene ni principio ni fin; no aumenta, como no aumenta el número de almas individuales; está separada de la materia; es como un principio cósmico. Esta unidad de la inteligencia activa, o razón, es el principio esencial del averroísmo y está en armonía con la doctrina cardinal del mahometismo: la unidad de Dios.
La inteligencia individual, pasiva o subjetiva, es una emanación de la universal y constituye lo que se llama alma del hombre. En un sentido, es perecedera y concluye con el cuerpo; pero en otro más elelvado es indestructible, porque después de la muerte vuelve o es absorbida en el alma universal; y así, pues, de todas las almas humanas sólo queda una finalmente, esto es, el conjunto de todas ellas. La vida no es propiedad del individuo; pertenece a la naturaleza. El fin del hombre es entrar en una unión más y más completa con la inteligencia activa, la razón; en esto consiste la felicidad del alma; nuestro destino es el reposo. Opinaba Averroes que la transición de la individualidad a la universalidad es instantánea al morir; pro los budhistas sostienen que la personalidad humana continua por cierto tiempo declinando antes de llegar al aniquilamiento; entonces se alcanza a Nirwana.
La filosofía no ha propuesto nunca más que dos hipótesis para explicar el sistema del mundo: primera, la de un Dios personal que separadamente, y un alma humana traída a la existencia o creada, y, por lo tanto, inmortal; segunda, la de una inteligencia impersonal o Dios indeterminado, y un alma que nace de él y a él vuelve. En cuanto al origen de los seres hay dos opiniones contrarias; primera, la de que han sido creados de la [145] nada; segunda, la de que han venido por el desarrollo de formas preexistentes. La teoría de la creación pertenece a la primera de estas hipótesis, y la de la evolución a la segunda.
La filosofía tomó, pues, entre los árabes la misma dirección que en la China, que en la India y que en todo el Oriente. Su espíritu era admitir la indestructibilidad de la materia y de la fuerza. Veía cierta analogía entre la reunión de materia de que se compone el cuerpo del hombre, la cual está tomada del vasto depósito de la naturaleza, y su restitución final a este depósito, y la emanación del espíritu del hombre de la inteligencia universal, la Divinidad y su reabsorción final.
Habiendo de este modo indicado con suficientes pormenores los caracteres filosóficos de la doctrina de la emanación y la absorción, debo ahora relatar su historia. Introducida en Europa por los árabes de España, fue ésta el foco de donde partió, invadiendo todas las inteligencias de Europa, y en la misma España murió tristemente.
Los califas de la Península se habían rodeado de todo el lujo de la vida oriental. Tenían magníficos palacios, jardines encantadores, serrallos poblados de hermosas mujeres. La Europa de hoy día no presenta más gusto, más refinamiento, más elegancia que la que se veía en la época de que hablamos en las capitales de los árabes españoles. Sus calles estaban alumbradas y embaldosadas; los muros de las casas cubiertos de frescos y de alfombras los suelos; en el invierno caldeadas con braseros y templadas de los ardores del verano por aire perfumado que conducían tubos ocultos bajo los pisos, desde ramilletes de flores; tenían baños, bibliotecas, comedores y fuentes de agua y de azogue. En la ciudad y en el campo, [146] siempre había fiestas y bailes al son del laud y de la mandolina; y en lugar de la glotonería y embriaguez de sus vecinos del Norte en sus orgías, distinguíanse los moros por la sobriedad de sus fiestas; el vino estaba prohibido. Las encantadoras noches de luna de Andalucía eran empleadas por los moros, en sus retirados jardines de hadas o en los bosquecillos de naranjos, en escuchar algún romance o en discutir algún tema filosófico; se consolaban de los desengaños de este mundo por reflexiones tales como las de que si la virtud fuese recompensada en esta vida, no tendríamos la esperanza de la futura, y se reconciliaban con el trabajo diario porque creían encontrar descanso después de la muerte; descanso al que jamás seguiría el trabajo.
En el siglo décimo, el califa Hakem II había hecho de la hermosa Andalucía el paraíso de la tierra. Cristianos, musulmanes y judíos se reunían sin temor. Entre muchos nombres célebres que han llegado hasta nosotros, se halla el de Gerberto, que más tarde fue papa; allí también estaba Pedro el venerable y muchos eclesiásticos cristianos. Pedro dice que encontró hombres instruidos que habían venido hasta de Bretaña para estudiar astronomía. Todos los sabios, cualesquiera que fuesen su país y la religión que profesaran, eran bien recibidos. El califa tenía en su palacio una fábrica de libros, con copistas, encuadernadores y miniaturistas, así como agentes para comprarlos en todas las grandes ciudades de Asia y África. Su biblioteca contenía cuatrocientos mil volúmenes, magníficamente encuadernados e iluminados.
Por toda la extensión de los dominios mahometanos, en Asia, África y España, la clase baja de los musulmanes alimentaba un odio fanático contra la instrucción. [147] Entre los más devotos, aquellos que pretendían ser ortodoxos, tenían penosas dudas sobre la salvación del gran califa Al-Mamun, el malvado califa, como le llamaban; porque no solo había distraído al pueblo, introduciendo los escritos de Aristóteles y otros griegos paganos, sino que había atacado la existencia del cielo y del infierno, diciendo que la tierra era un globo y pretendiendo medir su tamaño. Estas personas, por su número, constituían un poder político.
Almanzor, que usurpó el califato en perjuicio del hijo de Hakem, pensó que su usurpación sería apoyada si se ponía a la cabeza del partido ortodoxo. Hizo buscar, por lo tanto, en la biblioteca de Hakem todos los libros de filosofía o de ciencias, los que fueron llevados a la plaza y quemados, o arrojados a las cuevas del palacio. Por una revolución cortesana de la misma índole, Averroes, ya anciano (murió en 1198), fue expulsado de España, por traidor a la religión. El partido religioso había triunfado del filosófico. Una oposición a la filosofía se había organizado por todo el mundo musulmán. Difícilmente hubo filósofo que no fuese castigado; algunos fueron sentenciados a muerte, siendo la consecuencia de este rigor que el islamismo se llenase de hipócritas.
En la Italia, en Alemania y en Inglaterra, había caminado el averroísmo silenciosamente. Los franciscanos lo acogieron con favor y halló su foco en la universidad de París; muchos de los jefes científicos más ilustrados lo habían aceptado, pero al cabo, los dominicos, rivales de los franciscanos, dieron la señal de alarma. Decían que destruía toda personalidad, que conducía al fatalismo y hacía inexplicables la diversidad y el progreso de la inteligencia individual. Declarar que sólo hay una inteligencia, es un error subversivo del mérito de los [148] santos y una aserción de que entre los hombres no hay diferencias. ¡Pues qué! ¿No hay diferencia entre el alma santa de Pedro y la del condenado Judas? ¿son acaso idénticas? Averroes, en su doctrina blasfema, niega la creación, la providencia, la revelación, la Trinidad, la eficacia de la oración, de las limosnas y de las letanías; no cree en la resurrección ni en la inmortalidad y coloca el summum bonum en el placer.
También entre los judíos, que eran entonces los portaestandartes de la inteligencia del mundo, se había propagado considerablemente el averroísmo. Su gran escritor Maimónides lo aceptó por completo, y su escuela lo extendía en todas direcciones; una persecución furiosa se levantó por parte de los judíos ortodoxos, y Maimónides, a quien antes habían declarado ellos mismos, con placer, como «el águila de los doctores, el gran sabio, gloria del Occidente, luz del Oriente, inferior únicamente a Moises», fue considerado como apóstata de la fe de Abraham; había negado la posibilidad de la creación y creído en la eternidad del mundo; se había entregado al ateísmo y privado a Dios de sus atributos, haciendo de él un vacío, declarándolo inaccesible a la oración y extraño al gobierno del Universo. Las obras de Maimónides fueron quemadas por las sinagogas de Mompeller, Barcelona y Toledo.
Apenas habían las armas de Fernando e Isabel arrojado la dominación árabe de España, cuando el papado tomó medidas para extinguir estas opiniones, que se creía estaban minando a la cristiandad de Europa.
Hasta Inocencio IV (1243) no había habido tribunal especial contra los herejes, distinto del de los obispos. La Inquisición, introducida entonces de acuerdo con la centralización de los tiempos, fue un tribunal papal y [149] general que ocupaba el lugar de los antiguos locales. Los obispos, por tanto, vieron la innovación con gran disgusto, considerándola como una intrusión en sus derechos. Se estableció en Italia, España, Alemania y provincias meridionales de Francia.
Los soberanos temporales tan sólo deseaban hacer uso inmediatamente de este poderoso mecanismo para sus objetos políticos personales. Contra esto protestaron los papas enérgicamente. No querían que su uso pasara del poder de los eclesiásticos.
La Inquisición, que ya había sido ensayada en el Sur de Francia, encontrándola eficaz para la supresión de la herejía, fue introducida en Aragón y se impuso el deber de acabar con los judíos.
En los tiempos antiguos, bajo los visigodos, había prosperado este pueblo grandemente; pero a la lenidad con que habían sido tratados, siguió la más atroz persecución cuando los visigodos abandonaron el arrianismo y se hicieron ortodoxos; promulgándose contra ellos las más inhumanas ordenanzas y decretándose una ley que los condenaba a todos a la servidumbre. No hay que maravillarse, pues, de los auxilios que prestaron a los sarracenos cuando éstos invadieron la península: como ellos, eran un pueblo oriental; ambos traían su origen de Abraham, su antepasado común; ambos creían en la unidad de Dios, y el defender esta doctrina había traído sobre sus cabezas el odio de sus señores los visigodos.
Bajo el mando de los sarracenos fueron tratados con la mayor consideración; se distinguieron por su saber y su riqueza; casi todos eran aristotélicos. Fundaron un gran número de escuelas y de colegios, y sus negocios mercantiles les hacían viajar por todo el mundo; estudiaban [150] en particular la medicina, y durante toda la Edad media fueron los médicos y los banqueros de Europa. Consideraban el curso de los negocios humanos desde un punto de vista elevado, que no alcanzaron los demás hombres. Entre otras ciencias, se hicieron notables en las matemáticas y en la astronomía; compusieron las tablas alfonsinas y fueron los promovedores de los viajes de Gama. Se distinguían grandemente en la literatura amena; desde el siglo décimo al decimocuarto, su literatura fue la mejor de Europa. Se les encontraba en la corte de los príncipes como médicos o tesoreros encargados de las rentas públicas.
El clero ortodoxo de Navarra había excitado contra ellos vulgares prejuicios. Para escapar a las persecuciones que se originaron, fingieron muchos convertirse al cristianismo y luego apostataron volviendo a su primera fe. El nuncio del papa en la corte de Castilla alzó el grito pidiendo el establecimiento de la Inquisición; los pobres judíos fueron acusados de sacrificar niños cristianos en la Pascua como mofa de la crucifixión; los más ricos fueron denunciados como averroístas. Por influjo de Torquemada, monje dominico y confesor de la reina Isabel, solicitó esta princesa una bula del Papa para establecer el Santo Oficio. La bula fue concedida en Noviembre de 1478, para la averiguación y extirpación de la herejía. En el primer año que funcionó la Inquisición, esto es, en el 1481, se quemaron dos mil víctimas en Andalucía; además, miles de cadáveres fueron desenterrados y arrojados a la hoguera, y diez y siete mil personas castigadas o aprisionadas perpetuamente. La raza entera tuvo que huir para salvar la vida; Torquemada, nombrado inquisidor general de Castilla y León, adquirió fama por su ferocidad. Se recibían denuncias anónimas, [151] sin que jamás se carease a los acusados con los testigos, y se acudía al tormento, que se aplicaba en mazmorras donde nadie podía oír los gritos de las víctimas, para obtener las pruebas que se deseaban. Como fingida conmiseración, estaba prohibido aplicar dos veces el tormento, y con horrible doblez se afirmaba que la tortura no había sido completa la vez primera, sino suspendida por caridad, hasta el día siguiente. Las familias de los procesados quedaban sumergidas en una ruina inevitable. Llorente, historiador de la Inquisición, calcula que Torquemada y sus colaboradores, durante dieciocho años, quemaron vivas diez mil doscientas veinte personas, seis mil ochocientas sesenta en efigie y castigaron por otros medios noventa y siete mil trescientas veintiuna. Aquel fraile fanático destruyó las Biblias hebreas donde quiera que las halló, y quemó seis mil volúmenes de literatura oriental en Salamanca, bajo el pretexto de que inculcaban el judaísmo. Con horror e indignación indecibles sabemos que el gobierno papal obtuvo mucho dinero vendiendo dispensas a los ricos para preservarlos de la Inquisición.
Pero todas estas espantosas atrocidades fueron ineficaces. Las conversiones eran escasas. Torquemada, por lo tanto, insistió en el destierro inmediato de todo judío no bautizado, y el 10 de marzo de 1492 se firmó el edicto de expulsión. Se mandó salir del reino a todos los judíos sin bautizar, de cualquier edad, sexo o condición, en todo el mes de Julio, y si eran habidos después de este plazo serían condenados a muerte; podían vender sus propiedades y llevarse su importe en mercancías o letras de cambio, pero no en plata ni en oro. Desterrados así de repente de la tierra de su nacimiento, donde habían vivido sus antepasados cientos de años, no [152] pudieron vender lo que poseían en un mercado que la fatalidad hacía abundante. Nadie quería comprar lo que se obtendría de balde, pasado Julio. El clero español se ocupaba en predicar en las plazas públicas sermones preñados de acusaciones contra sus víctimas, las que al llegar el momento de la expatriación inundaron los caminos ensordeciendo el aire con sus gritos de desesperación; los mismos españoles lloraan al presenciar esta escena de agonía. Torquemada, sin embargo, agregó a su orden que nadie osase prestarles la menor ayuda.
Algunos de los expatriados se dirigieron a África y otros a Italia; estos últimos llevaron a Nápoles el tifus adquirido en la travesía, del que murieron no menos de veinte mil habitantes de aquella ciudad, devastando la península entera; otros fueron a Turquía y algunos pocos a Inglaterra. Millares de ellos, especialmente madres y niños de pecho, muchachos y ancianos, murieron en el camino entre las agonías de las sed.
A esta medida contra los judíos, siguió otra contra los moros, una pragmática se publicó en Sevilla en 1502 que establecía la obligación en que estaban los castellanos de arrojar a los enemigos de Dios del país, y en la que se ordenaba que todo moro no bautizado en los reinos de Castilla y León, excepto los niños, habría de abandonar el país para fin de Abril. Podían vender sus propiedades, pero no llevarse oro ni plata; se les prohibió emigrar a dominios mahometanos castigando la desobediencia a esta orden con la muerte. Su condición fue, pues, peor que al de los judíos, a quienes se había permitido ir a donde quisieren, y tal era la satánica intolerancia de los españoles, que aseguraban que el gobierno obraría con justicia arrancando la vida a todos los moros por su incorregible infidelidad. [153]
¡Qué ingratitud, tras de la tolerancia que éstos habían guardado con los cristianos en sus días de poder! No se observó fidelidad con las víctimas. Granada se había rendido bajo la garantía del completo goce de libertad civil y religiosa, y por instigación del cardenal Jiménez de Cisneros, fue violada esta condición, y tras una residencia de ocho siglos, se expulsó a los mahometanos del país.
La coexistencia de tres religiones en Andalucía, la cristiana, la mahometana y la mosaica, había dado facilidades para el desarrollo del averroísmo o filosofía arábiga; esto era una repetición de lo que había ocurrido en Roma cuando, confundidos en la capital los dioses de todos los países conquistados, dejó de creerse en ninguno de ellos. El mismo Averroes fue acusado de haber sido primero musulmán, luego cristiano, luego judío, y finalmente incrédulo. Se afirmó que era autor del misterioso libro De Tribus Impostoribus.
En la Edad media hubo dos célebres libros heréticos: El Evangelio eterno y De Tribus Impostoribus. El último fue atribuido con variedad al papa Gerberto, a Federico II y a Averroes. Los dominicos, en su odio implacable contra este último, le atribuían todas las blasfemias que corrían en aquella época y no se cansaban nunca de recordar la célebre y ultrajante contra la Eucaristía. Sus escritos se habían conocido primero en la Europa cristiana, por la traducción que había hecho Miguel Scot a principios del siglo XIII, pero mucho tiempo antes de su época, en la literatura del Occidente lo mismo que en la del Asia, abundaban estas ideas; hemos visto con qué amplitud las había aceptado Erigena. Desde que empezaron los árabes a cultivar la filosofía, habían sido también inficionados y se admitían en todos los colegios [154] de los tres califatos. Consideradas, no como una forma del pensamiento que nazca espontáneamente en todo hombre y en cierto estado de desarrollo intelectual, sino como originadas en Aristóteles, iban siendo continuamente acogidas con favor por los hombres de mayor ilustración, así las vemos en Roberto Grostete, en Rogerio Bacon y también en Espinosa. Averroes no era su inventor y sólo les dio expresión y claridad. Entre los judíos del siglo XIII habían suplantado completamente a su verdadero maestro y Aristóteles había sido depuesto, ocupando su lugar su gran comentador Averroes. Tan numerosos fueron los convertidos a la doctrina de la emanación en la cristiandad, que el papa Alejandro IV en 1255 creyó necesario intervenir. Por orden suya compuso Alberto el Magno un libro contra la «Unidad de la Inteligencia.» Trata del origen y naturaleza del alma e intenta probar que la teoría de «una inteligencia aparte que ilumine al hombre por irradiación anterior al individuo y sobreviviéndole, es un error detestable.» Pero el antagonista más ilustre del gran comentador fue Santo Tomás de Aquino, destructor de todas las herejías, como la unidad de la inteligencia, la negación de la Providencia y la imposibilidad de la creación; las victorias del «Doctor angélico» fueron celebradas no sólo en las disputas de los dominicos, sino también en las obras de arte de los pintores de Florencia y Pisa. La indignación de este santo no tuvo límites cuando los cristianos se hicieron discípulos de un infiel peor que un mahometano. La ira de los dominicos, a cuyo orden pertenecía Santo Tomás, estaba aumentada por la inclinación de sus enemigos los franciscanos hacia el averroísmo; y el Dante, que era su amigo, denunció a Averroes como autor de un peligrosísimo sistema. El odio teológico de estas [155] tres religiones dominantes descargó sobre él y fue señalado como el creador de la máxima atroz de que «toda religión es falsa aunque todas son útiles probablemente.» En el concilio de Viena se intentó suprimir en absoluto sus escritos y prohibir su lectura a todos los cristianos. Los dominicos, provistos con el arma de la Inquisición, aterraron a la Europa cristiana con sus implacables persecuciones, imputando todas las infidelidades de aquel tiempo al filósofo árabe; pero no quedó éste sin apoyo: en París y en las ciudades del norte de Italia, sostenían los franciscanos sus opiniones, y toda la cristiandad se hallaba conmovida por estas disputas.
Por inspiración de los frailes dominicos vino a ser Averroes el emblema de la incredulidad para los pintores italianos. Muchas ciudades de Italia tenían pinturas o frescos en las que se representaba el día del juicio y el infierno y en él aparecía Averroes con frecuencia; así en una que había en Pisa figuraba al lado de Arrio, de Mahoma y del Antecristo; en otra está representado derribado por Santo Tomás, puesto que había sido un elemento esencial en los triunfos del gran doctor dominico. Continuó siendo familiar a los pintores italianos hasta el siglo XVI; sus doctrinas fueron sustentadas en la universidad de Padua hasta el siglo XVII.
Tal es con brevedad la historia del averroísmo al invadir la Europa por España. Bajo los auspicios de Federico II salió de Sicilia de un modo menos imponente; este soberano lo había adoptado por completo; en sus Cuestiones sicilianas pide luz sobre la eternidad del mundo y la naturaleza del alma, y suponiendo haberla encontrado en las respuestas de Ibn Sabin, se hizo campeón de estas doctrinas; pero en sus conflictos con el papado fue vencido y con él se extirparon estas herejías. [156]
En la Italia superior se había sostenido el averroísmo largo tiempo, y era tan de buen tono en la alta sociedad veneciana, que todos los caballeros hacían alarde de profesarlo. Al fin la Iglesia tomó medidas decisivas contra él, y en el Concilio de Letran en 1512 condenó a los adeptos de esta detestable doctrina a ser tenidos por infieles y herejes. Como hemos visto, ha sido anatemizada por el último Concilio del Vaticano; a pesar de cuyo estigma debe tenerse presente que estas opiniones se consideran verdaderas por una gran mayoría de la raza humana.