Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo XII

La crisis inminente

Indicaciones de la proximidad de una crisis religiosa. – La más importante de las Iglesias cristianas, la Romana, lo conoce y se dispone para ella. – Pío IX convoca un Concilio ecuménico. – Relaciones de los diferentes gobiernos europeos con el papado. – Relaciones entre la Iglesia y la ciencia, según la Encíclica y el Syllabus. – Actos del concilio del Vaticano en relación con la infalibilidad del Papa y con la ciencia. – Extracto de sus decisiones. – Controversia entre el gobierno prusiano y el papado. – Es un combate entre Iglesia y el Estado por la supremacía. – Efecto del doble gobierno en Europa. – Cómo declara el Concilio del Vaticano su posición para con la ciencia. – Constitución dogmática de la fe católica. – Sus definiciones respecto de Dios, la Revelación, la Fe y la Razón. – Sus anatemas. – Su denuncia de la civilización moderna. – La Alianza Evangélica protestante y sus actos. – Revista general de las definiciones y actos precedentes. – Condición presente de la controversia y su aspecto futuro.

A ninguno que conozca el estado actual del pensamiento de la Cristiandad, puede ocultarse que una crisis intelectual y religiosa es inminente.

En todas direcciones vemos las nubes bajas, y oímos los rumores de la amenazadora tempestad. En Alemania, [340] el partido nacional se organiza y se presta contra el ultramontanismo; en Francia, los hombres del progreso luchan contra los retrógrados, y en el combate la supremacía política de esta gran nación pierde su importancia. En Italia, Roma ha pasado a manos de un rey excomulgado; el Soberano Pontífice, fingiéndose prisionero, fulmina desde el Vaticano sus anatemas, y en medio de las pruebas más convincentes de sus errores, afirma su propia infalibilidad. Un arzobispo católico declara con verdad que toda la sociedad civil de Europa parece separarse en su vida pública del Cristianismo. En Inglaterra y América, perciben con desaliento las personas religiosas que la base intelectual de la fe ha sido socavada por el espíritu de la época, y se preparan lo mejor que pueden para el próximo desastre.

La prueba más seria por que tiene que pasar la sociedad, es la disolución de sus vínculos religiosos. Las historias de Grecia y Roma nos muestran de un modo sensible cuán grandes son los peligros. Pero no es dado a las religiones vivir eternamente; sufren por necesidad transformaciones según el desarrollo intelectual del hombre. ¿Cuántos países profesan hoy la misma religión que tenían en tiempo de Cristo?

Se calcula que toda la población de Europa es de cerca de trescientos y un millones. De éstos, ciento ochenta y cinco millones son católicos romanos y treinta y tres millones católicos griegos. Protestantes; hay setenta y un millones, divididos en muchas sectas; judíos, cinco millones y mahometanos siete millones.

No puede presentarse un buen estado de las subdivisiones religiosas de América. Toda la América meridional cristiana es católica romana; lo mismo puede decirse de la América central y de Méjico, y también de las posesiones [341] francesas y españolas en las Indias Occidentales. En los Estados Unidos y el Canadá predomina la población protestante; igual observación puede aplicarse a la Australia. En la India, la escasa población cristiana viene a ser insignificante en presencia de doscientos millones de mahometanos y otras sectas orientales. La Iglesia católica romana es la más ampliamente difundida y la más poderosamente organizada de todas las sociedades modernas. Es más bien una combinación política que religiosa; sus principios son que todo el poder reside en el clero, y que a los legos sólo queda el privilegio de la obediencia. Las formas republicanas que revestía la Iglesia en el primitivo cristianismo se han fundido gradualmente en una centralización absoluta, con un hombre, como un vice-Dios, a su cabeza. Esta Iglesia asegura que el mandato divino, por el cual obra, comprende el gobierno civil, que tiene derecho a usar del Estado para sus propios fines, pero que el Estado no tiene derecho para mezclarse en sus asuntos; que, aún en los países protestantes, no es sólo un mero gobierno coordinado, sino un poder soberano. Insiste en que el Estado no tiene derecho alguno sobre cosas que ella declara de su dominio, y que siendo el protestantismo una simple rebelión, no tiene derechos ningunos; que aún en las comunidades protestantes el único pastor espiritual legal es el obispo católico.

Es obvio, por lo tanto, que la mayoría de los que profesan el cristianismo es católica, y tal es la autoritativa pretensión del papado a la supremacía, que bajo cualquier aspecto que se considere la presente condición religiosa del Cristianismo, hay que fijarse principalmente en sus actos. Sus movimientos están dirigidos por las más elevadas y hábiles inteligencias. El catolicismo obedece [342] las órdenes de un solo hombre, y tiene, por lo tanto, una unidad, una solidez, un poder que no poseen las comuniones protestantes. Además, obtiene una fuerza inestimable de los recuerdos del gran nombre de Roma.

Libre de toda vacilación, ha contemplado el papado la crisis intelectual que se aproxima, ha pronunciado su decisión, ocupando el terreno que le ha parecido más ventajoso.

La definición de esta posición la hallamos en los actos del último Concilio del Vaticano.

Pío IX, por Bula fechada el 29 de Junio de 1868, convocó un Concilio ecuménico que debía reunirse en Roma el 8 de Diciembre de 1869. Sus sesiones concluyeron en Julio de 1870. Entre otros asuntos sometidos a su consideración, había dos puntos de la mayor importancia, la afirmación de la infalibilidad del Romano Pontífice y la definición de las relaciones entre la ciencia y al religión.

Pero la convocación del Concilio distó mucho de ser generalmente aprobada.

La opinión de la Iglesias orientales fue en general desfavorable. Afirmaban que veían en el Romano Pontífice un deseo de colocarse a la cabeza del cristianismo, contra lo que ellos creían, pues, la cabeza de la Iglesia sólo es Jesucristo; creyeron que el Concilio sólo produciría nuevos disturbios y escándalos. El sentimiento de estas Iglesias venerables se demuestra bien por el incidente ocurrido en 1867, cuando el patriarca nestoriano Simeón fue invitado por el patriarca caldeo a volver a la unidad católica romana, y en su respuesta hizo ver que no había esperanzas para un común acuerdo entre el Oriente y el Occidente: «Me invitáis a besar humildemente la chinela del obispo de Roma; pero ¿no es, bajo todos aspectos, [343] un hombre como vos mismo? ¿Es su dignidad superior a la vuestra? Nunca permitiremos que se introduzcan en nuestros santos templos la adoración de las imágenes y estatuas, que no son más que abominables e impuros ídolos. ¡Pues qué! ¿Atribuiremos al Dios Todopoderoso una madre como osáis hacer vosotros? ¡Lejos de nos semejante blasfemia!»

Los patriarcas, arzobispos y obispos de todas las religiones del mundo, que tomaron parte luego en este Concilio fueron setecientos cuatro.

Roma había visto muy claramente que la ciencia iba, no sólo minando con gran rapidez los dogmas del papado, sino adquiriendo también gran poder político. Reconoció que por toda Europa se verificaba una terrible separación o alejamiento de las personas cultas, y que su verdadero foco era la Alemania del Norte.

Siguió por lo tanto con profundo interés la guerra autro-prusiana, dando al Austria cuanto estímulo pudo. La batalla de Sadowa le ocasionó un amargo desengaño.

Con nueva satisfacción vio la ruptura de Francia y Prusia, no dudando que el resultado fuese favorable a la primera, y por tanto a ella. Aquí otra vez fue contristada con el desengaño de Sedan.

No teniendo ya nada que esperar en muchos años de una guerra extranjera, resolvió ver qué podría hacerse por insurrecciones internas, y el movimiento actual en el imperio germánico es el resultado de sus maquinaciones.

Si Austria o Francia hubiesen triunfado, el protestantismo hubiera sido derribado al mismo tiempo que Prusia.

Pero, mientras se ejecutaban estas operaciones militares, iba teniendo comienzo un movimiento diferente de carácter intelectual. Sus principios eran restaurar las [344] añejas doctrinas y prácticas de la Edad Media, llevándolas a la última extremidad, sin tener en cuenta las consecuencias que pudieran acarrear.

No tan sólo se aseguró que el papado tenía un derecho divino para participar del gobierno de todos los países, en unión con sus autoridades temporales, sino que la supremacía de Roma en este asunto debía ser reconocida; y que en cualquier discusión entre ellas, debe la autoridad temporal someterse a la del Papa.

Y puesto que su peligrosa situación había sido ocasionada principalmente por los progresos de la ciencia, queso definir sus límites y prescribir fronteras a su autoridad. Más todavía; se atrevió a denunciar la civilización moderna.

Se pensó en estas medidas poco después de la vuelta de Su Santidad de Gaeta, en 1848, y fueron aconsejadas por los jesuitas, que lisonjeándose de que Dios haría imposibles, suponían que el papado en su vejez necesitaba vigorizarse. El órgano de la curia proclamó la absoluta independencia de la Iglesia en relación con el Estado; la dependencia de los obispos para con el Papa; la de los diocesanos para con los obispos; la obligación de los protestantes de abandonar su ateísmo y volver al redil; la condenación absoluta de toda clase de tolerancia. En una asamblea de obispos celebrada en Diciembre de 1854 proclamó el Papa el dogma de la Inmaculada Concepción; diez años después, dio a luz la célebre Encíclica y el Syllabus.

La Encíclica está fechada el 8 de Diciembre de 1864. Fue redactada por eclesiásticos instruidos, discutida luego por la congregación del Santo Oficio, dirigida más tarde a los prelados, y finalmente aprobada por el Papa y los cardenales. [345]

Mucha parte del clero objetó contra su condenación de la civilización moderna, y algunos cardenales tuvieron repugnancia en asociarse a ella. La prensa católica la aceptó, no sin sentimiento. Los gobiernos protestantes no pusieron obstáculos a su publicación: los católicos se vieron más apurados. La Francia permitió sólo la publicación de la parte relativa a la proclamación del jubileo. Italia y Austria la dejaron introducir sin aprobarla. La prensa política y los parlamentos de los países católicos le hicieron una acogida desfavorable; muchos la deploraron por considerar que ahondaba la desunión de la Iglesia y la sociedad moderna. La prensa italiana la consideró como motivo para una guerra sin tregua ni armisticio entre el papado y la civilización moderna. Aún en España hubo periódicos que lamentaban «la obstinación y ceguera de la corte de Roma en señalar y condenar esta civilización.»

Denuncia que «es opinión perniciosa e insana creer que todo hombre tiene derecho a la libertad de conciencia y de culto, y que este derecho en un país bien gobernado debe ser proclamado y apoyado por la ley; y que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública (como es llamada) o por otros medios, constituye una ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano.» Niega a los padres el derecho de educar a sus hijos fuera de la Iglesia católica. Denuncia «la impudencia» de los que pretenden subordinar la autoridad de la Iglesia y de la Sede Apostólica, «la cual le ha sido conferida por Cristo nuestro Señor para juzgar a las autoridades civiles.» Su Santidad recomienda a los venerables hermanos a quienes se dirige la Encíclica, la oración constante, y «con objeto de que Dios pueda acceder más fácilmente a nuestras oraciones y a las vuestras, [346] empleemos con toda confianza, como nuestra mediadora para con Él, a la Virgen María, Madre de Dios, que está sentada como Reina, vestida de oro y cubierta de pedrerías, a la derecha de su único Hijo Nuestro Señor Jesucristo. No hay nada que Ella no pueda obtener de Él.»

Los principios confesados claramente por el papado, debían producirle una colisión aún con los gobiernos con que hasta entonces había conservado relaciones amistosas; Rusia manifestó gran desagrado, y el incidente a que dio origen provocó la alocución de Su Santidad (Noviembre 1866) condenando la conducta de aquel gobierno. A esto contestó Rusia declarando abrogado el Concordato de 1867.

Sin aterrarse por el resultado de la batalla de Sadowa (Julio de 1866), y aunque era palmario que la condición política de Europa estaba ahora profundamente conmovida, y en especial las relaciones del papado, el Papa publicó una alocución (Junio 27 de 1867) confirmando la Encíclica y el Syllabus y anunció su intento de convocar un Concilio ecuménico.

En su consecuencia, como ya hemos mencionado, al año siguiente (Junio 29 de 1868) se publicó la bula convocando el Concilio. Con Austria, sin embargo, habían surgido algunas diferencias. El Reichsrath austríaco había adoptado leyes que introducían igualdad de derechos civiles para todos los habitantes del imperio y restringían la influencia de la Iglesia. Esto produjo por parte del Gobierno papal una reclamación, y obrando como Rusia, el gobierno austríaco se vio obligado a abrogar el Concordato de 1855.

En Francia, como ya se ha dicho, no fue permitida la publicación del Syllabus completo; pero Prusia, deseosa de conservar buenas relaciones con el papado, no [347] puso ningún inconveniente a su difusión. Las exigencias de Roma se aumentaron; declaró abiertamente que el creyente debe sacrificar a la Iglesia sus bienes, su vida y hasta sus convicciones intelectuales, y griegos y protestantes fueron invitados a prestar su sumisión.

En el día fijado se abrió el Concilio; su objeto era traducir a la práctica el Syllabus, establecer el dogma de la infalibilidad del Papa y definir las relaciones de la religión y la ciencia; todo se había dispuesto para que triunfasen los puntos apetecidos. Se informó a los obispos de que habían ido a Roma, no a deliberar, sino a sancionar los decretos previamente extendidos por un Papa infalible, y no pasó ni por las mientes nada que pudiera asemejarse a una discusión libre; no era permitido examinar las actas de las sesiones, y a los prelados de oposición apenas se les toleró que hablasen. En Enero 22 de 1870 se presentó una proposición pidiendo que se definiese la infalibilidad del Papa, a la que siguió otra de la minoría pidiendo lo contrario, Por esta causa se prohibieron las deliberaciones de la minoría y sus publicaciones, y aunque la curia había procurado reunir una mayoría compacta, se recurrió al expediente de dictar una orden declarando que para aprobar una proposición no era necesario que se votase casi por unanimidad, sino que bastaba la simple mayoría. Las protestas de la minoría fueron desoídas por completo.

A medida que adelantaban los trabajos del Concilio, empezaron a alarmarse las autoridades eclesiásticas extranjeras por sus desatentadas determinaciones. En una petición redactada por el arzobispo de Viena y firmada por varios cardenales y arzobispos, se suplicaba a Su Santidad que no sometiese a su deliberación el dogma de la infalibilidad «porque la Iglesia tiene actualmente que [348] sostener una lucha, desconocida en los primeros tiempos, contra hombres que combaten a la religión en sí misma, como institución perjudicial a la naturaleza humana y que es inoportuno imponer a las naciones católicas sujetas a la tentación por tantas maquinaciones, más dogmas que los que proclamó el Concilio de Trento.» Añadían que «la definición solicitada daría armas nuevas a los enemigos de la religión, y excitaría contra la Iglesia católica el resentimiento de los hombres de bien.» El primer ministro austríaco dirigió una protesta al Gobierno papal avisándole que Austria no permitiría que se diera ningún paso que pudiera menoscabar sus derechos. El Gobierno francés también dirigió una nota, expresando que un obispo francés, explicaría en el Concilio los derechos y la condición de Francia. A esto replicó el Gobierno papal que uno obispo no podía revestir el doble carácter de embajador y de padre del concilio, sobre lo cual el Gobierno francés, en una nota muy respetuosa, hizo notar que para evitar que opiniones ultramontanas se convirtiesen en dogmas, confiaba en la moderación de los obispos y en la prudencia del Santo Padre; y para defender sus leyes civiles y políticas contra la invasión de la teocracia, contaba con la razón pública y el patriotismo de los católicos franceses. La Confederación de la Alemania del Norte se unió a estas protestas, sometiéndolas con eficacia a la consideración del Gobierno papal.

El 23 de Abril, Von Arnim, embajador de Prusia, en unión con Mr. Daru, ministro de Francia, hicieron a la curia algunas insinuaciones sobre la inoportunidad de resucitar ideas de la Edad Media. La minoría de los obispos, asó fortalecida, pidió entonces que las relaciones del poder espiritual y el secular se estableciesen antes de discutir la infalibilidad del Papa, y que se determinase [349] si Cristo había conferido a San Pedro y sus sucesores poder sobre los emperadores y los reyes.

Ni se paró en esto atención, ni se permitió aplazamiento; los jesuitas que estaban en el fondo del asunto, con mano firme lo llevaron adelante con su mayoría compacta; el Concilio no omitió medio alguno para sustraerse a la crítica pública, y sus sesiones se celebraron con el mayor secreto; todos los que en ellas tomaron parte se obligaron por un juramento solemne a observar silencio.

El 13 de Julio se verificó la votación. De 601 votos, hubo 451 afirmativos. Por acuerdo de la mayoría, fue aprobada la medida, y cinco días después proclamó el Papa el dogma de su infalibilidad. Se ha observado por muchos que éste fue el día en que Francia declaró la guerra a Prusia. Ocho dias más tarde, las tropas francesas eran retiradas de Roma. Tal vez los hombres de Estado y los filósofos aceptaran que un Papa infalible sería un elemento poderoso de concordia, si el sentido común pudiera reconocerlo.

Sobre la marcha dirigió el Rey de Italia una carta autógrafa al Papa, demostrando en términos muy respetuosos la necesidad de que sus tropas avanzasen y ocuparan posiciones «indispensables a la seguridad de Su Santidad y a la conservación del orden», lo que al mismo tiempo que satisfacía las aspiraciones nacionales, hacía que el Jefe del catolicismo rodeado de la devoción de las poblaciones italianas «pudiera conservar en las márgenes del Tíber un solio glorioso e independiente de toda soberanía humana.»

A esto replicó Su Santidad en una carta concisa y cáustica: «Doy gracias a Dios, que ha permitido que V. M. Llene de amargura los últimos días de mi vida. [350] Por otra parte, no puedo acceder a ciertas demandas, ni conformarme con algunos principios de los contenidos en vuestra carta. Además, apelo a Dios y pongo mi causa, que es la suya, en sus manos. Ruego a Dios que conceda a V. M. sus bondades, lo libre de todo peligro y le dispense la misericordia de que tanto necesita.»

Las tropas italianas encontraron poca resistencia y ocuparon a Roma el 20 de Septiembre de 1870. Se publicó un manifiesto, estableciendo los detalles de un plebiscito, siendo la votación por papeletas y la cuestión «la unidad de Italia.» El resultado demostró cuán completamente se había emancipado el espíritu italiano de la teología. En las provincias romanas, el número de votantes en las listas era de 167.548; el número de los que votaron 135.291 y de éstos lo hicieron por la anexión 133.681 y en contra 1.507; votos perdidos, 103. El parlamento de Italia ratificó el voto del pueblo romano por una votación de 239 contra 20. Un real decreto anunció entonces la anexión de los estados del Papa al reino de Italia, publicándose un manifiesto con los detalles del arreglo en el que se declaraba que «por estas concesiones trataba de demostrar a Europa el Gobierno italiano que la Italia respeta la soberanía del Papa en conformidad con los principios de la Iglesia libre en el Estado libre.»

En la guerra pruso-austriaca había esperado el papado restaurar el Imperio alemán bajo el Austria y hacer de Alemania un país católico. En la guerra franco-prusiana aguardaban los franceses simpatías de los ultramontanos de Alemania; no se omitió medio alguno para excitar el sentimiento católico contra el protestante; no se perdonó ofensa de ningún género; se les llamó ateos y se les declaró incapaces de ser hombres honrados; se [351] señalaba el número de sus sectas como prueba de que sus separaciones los iban disolviendo. «los secuaces de Lutero son los hombres más corrompidos de toda Europa.» Hasta el mismo Papa, presumiendo que todo el mundo habría olvidado la historia, no vaciló en decir: «Comprenda el pueblo alemán que ninguna otra Iglesia sino la de Roma es la Iglesia de la libertad y el progreso.»

Mientras tanto, se organizaba un partido entre el clero alemán para protestar y aún resistir contra las usurpaciones del Papa. Protestó contra «haber puesto un hombre en el trono de Dios», contra un Vice-Dios, fuese quien fuese, y contra someter sus convicciones científicas a la autoridad eclesiástica. Algunos no vacilaron en acusar al mismo Papa de herético. Contra estos insubordinados empezaron a lanzarse excomuniones, y al fin se solicitó que algunos profesores y maestros fueran separados de sus puestos sustituyéndoles por infalibilistas. A esta petición no accedió el Gobierno prusiano.

Este gobierno había deseado calurosamente conservar relaciones cordiales con el papado, no quería entrar en una contienda teológica, pero poco a poco fue adquiriendo el convencimiento de que la cuestión no era religiosa sino política, si el poder del Estado podía emplearse contra el Estado mismo. Un profesor de un instituto había sido excomulgado, y se solicitó del Gobierno su separación, a lo cual se negó. Las autoridades católicas denunciaron el hecho como un ataque a la fe. El emperador apoyó a su ministro; el órgano del partido de la infalibilidad le amenazó con la oposición de todos los buenos católicos, y le dijo que al enemistarse con el Papa pueden y deben cambiar los sistemas de gobierno. Esto hizo patente a todo el mundo que al cuestión se había reducido [352] a «¿quién es el Jefe del Estado, el Gobierno o la Iglesia romana? Es llanamente imposible que los hombres vivan bajo dos gobiernos, uno de los cuales declare injusto lo que el otro manda. Si el Gobierno no se somete a la Iglesia romana, los dos son enemigos.» Un conflicto estalló entonces entre Prusia y Roma, conflicto en que la última, impelida por su antagonismo a la civilización moderna, es evidentemente la agresora.

El Gobierno, reconociendo entonces a su antagonista, se defendió, aboliendo el departamento católico del ministerio de los Cultos Públicos, en el verano de 1871. En Noviembre siguiente, aprobó el Parlamento Imperial una ley que declaraba que los eclesiásticos que abusasen de sus funciones comprometiendo la tranquilidad pública, serían castigados como criminales. Y guiado por el principio de que el porvenir pertenece a los que tienen la dirección de la enseñanza, hizo esfuerzos para separar de la Iglesia las escuelas.

El partido de los jesuitas iba extendiendo y fortaleciendo una organización por toda la Alemania fundada en el principio de que, en asuntos eclesiásticos, la legislación del Estado no es obligatoria. Este era un acto de abierta insurrección. ¿Podía el Gobierno dejarse intimidar? El obispo de Ermeland declaró que no obedecería las leyes del Estado si atacaban a la Iglesia. El Gobierno suspendió el pago de su sueldo, y comprendiendo que no habría paz mientras se tolerase a los jesuitas permanecer en el país, acordó y puso en práctica su expulsión. Al concluir el año de 1872, Su Santidad pronunció una alocución en la que hacía referencia a la «persecución de la Iglesia en el imperio de Alemania» y afirmaba que sólo la Iglesia tenía derecho a fijar los límites entre su dominio y el del Estado, principio peligroso [353] e inadmisible, puesto que, bajo el nombre de la moral, comprende la Iglesia todas las relaciones de los hombres entre sí, y afirma que quien quiera que no la ayude, la oprime. Sobre lo cual, pocos dias después (Enero 9 de 1873), cuatro leyes fueron presentadas por el Gobierno: 1ª Dando reglas a los individuos sobre la manera de romper sus lazos con la Iglesia. 2ª Restringiendo la facultad de la Iglesia en la aplicación de las penas eclesiásticas. 3ª Regularizando el poder eclesiástico en materia de disciplina, prohibiendo los castigos corporales, regularizando las multas y destierros, concediendo el privilegio de apelar en asuntos eclesiásticos al Tribunal Real de Justicia, cuya decisión sería ejecutoria. 4ª mandando que el clero fuese educado y nombrado por el Estado, debiendo poseer una buena instrucción, sufrir exámenes públicos ante tribunales del Estado, y conocer la filosofía, la historia y la literatura alemana. Las instituciones que no se sometiesen a ser gobernadas por el Estado serían disueltas.

Estas leyes demuestran que Alemania está resuelta a no verse entorpecida ni mandada por unas cuantas familias nobles italianas, que quiere ser dueña de su casa. Ve en el conflicto, no un asunto religioso o de conciencia, sino una lucha entre la soberanía de la legislación del Estado y la soberanía de la Iglesia. Trata al papado como a un poder religioso y no político, y está resuelta a que la declaración de la Constitución prusiana sea mantenida y a que «el ejercicio de la libertad religiosa no se oponga a los deberes del ciudadano hacia la comunidad ni hacia el Estado.»

Con razón se afirma que el papado no se administra ecuménicamente, ni es una Iglesia universal para todas las naciones, sino para beneficio de algunas familias [354] italianas. Consideremos su composición. Consta de un Papa, de cardenales obispos y de cardenales diáconos, que, en este momento histórico, son todos italianos; cardenales presbíteros, casi todos italianos; ministros y secretarios del Sagrado Colegios, en Roma, todos italianos. La Francia no ha dado un Papa desde la Edad Media. Lo mismo sucede con Austria, España y Portugal. A despecho de toda tentativa para cambiar este sistema de exclusión, para abrir las dignidades de la Iglesia a todos los católicos, ningún extranjero puede alcanzar la sagrada cátedra. Hay que reconocer que la Iglesia es un patrimonio dado por Dios a las familias de los príncipes italianos. De los cincuenta y cinco miembros del actual Colegio de cardenales, cuarenta son italianos, es decir, treinta y dos más de los que le corresponden.

La piedra de tropiezo para el progreso de Europa ha sido su sistema de doble gobierno. Mientras que una nación tenga dos soberanos, uno temporal en el interior y otro espiritual en el extranjero, con diferentes jefes temporales en las distintas naciones, mas tan sólo un verdadero jefe para todos, el Pontífice de Roma, ¿cómo es posible que la historia nos presente otra cosa, sino una narración de los combates de estos poderes rivales? Cualquiera que reflexiones sobre este estado de cosas, verá cómo las naciones que han sacudido la forma dualista en el gobierno, son las que han hecho mayores progresos. Descubrirá cuál es la causa de la parálisis en que ha caído Francia. Por una parte desea ser jefe de Europa, y por otra se ata a un cadáver. Con objeto de atraerse a las clases ignorantes, penetra en vías políticas que condena su inteligencia. Las dos soberanías bajo las cuales vive oscilan a cada momento, predominando ya ésta, ya aquélla, y no es raro que una se sirva de [355] ora como de un instrumento para conseguir sus fines.

Pero este sistema dualista se aproxima a su fin. A las naciones septentrionales, menos dominadas por la imaginación y la superstición, hace tiempo que les es intolerable; lo rechazaron inmediatamente en tiempo de la Reforma, a pesar de las protestas y pretensiones de Roma. Rusia, más feliz que las demás, jamás ha consentido la influencia de ningún poder espiritual extranjero. Se vanagloria de su fidelidad al antiguo rito griego, y no ve en el papado más que un disidente incómodo de la fe primitiva. En América, lo temporal y lo espiritual están completamente divorciados, no permitiéndose al último la menor injerencia en los negocios del Estado, aunque en todo o demás se le concede libertad. La condición del Nuevo Mundo también nos prueba que las dos formas del cristianismo, la católica y la protestante, han perdido su poder expansivo; ninguna de las dos puede traspasar sus antiguas fronteras; las repúblicas católicas permanecen siendo católicas, y las protestantes, protestantes; y entre las últimas va desapareciendo la tendencia a aislarse en sectas y personas de diferentes denominaciones; se casan y reúnen sin dificultad alguna. Forman sus opiniones usuales por los periódicos, y no por la Iglesia.

Pío IX, en el movimiento que hemos considerado, ha tenido dos objetos presentes: 1º Centralizar de un modo más completo el papado, poniendo a su cabeza un autócrata espiritual que asuma las prerrogativas de Dios; 2ª vigilar el desarrollo intelectual de las naciones que profesan el cristianismo.

La consecuencia lógica de la primera de estas pretensiones es la intervención política. Insiste en que en todos los casos el poder temporal debe subordinarse al espiritual; [356] toda ley contraria a los intereses de la Iglesia debe ser rechazada, pues no son obligatorias para los fieles. En las páginas anteriores he relatado brevemente algunas de las complicaciones que han ocurrido ya, en las tentativas realizadas para mantener esta política.

Voy ahora a considerar la manera cómo entiende el papado que ha de establecer su inspección intelectual; cómo define sus relaciones para con su adversario, la ciencia, y buscando una restauración de las condiciones de la Edad Media, se opone a la civilización moderna y denuncia la sociedad actual.

La Encíclica y el Syllabus presentan los principios que el Concilio del Vaticano aprobó y para cuya aplicación práctica fue convocado. El Syllabus estigmatiza el panteísmo, el naturalismo y el racionalismo absoluto, condenando opiniones como éstas: que Dios es el Universo; que no hay más Dios que la naturaleza; que los asuntos teológicos deben tratarse del mismo modo que los filosóficos; que los métodos y principios, por los cuales cultivaron la teología los antiguos doctores escolásticos, no son adecuados a la época y a los progresos de la ciencia; que todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que crea verdadera, guiado por la luz de su razón; que pertenece al poder civil definir cuáles son los derechos y límites en que la Iglesia puede ejercer autoridad; que la Iglesia no tiene derecho de emplear la fuerza ni ningún poder temporal directo ni indirecto; que la Iglesia debe ser separada del Estado y el Estado de la Iglesia; que la religión católica no debe establecerse como religión del Estado, con exclusión de todo otro culto; que las personas que vengan a residir a un país católico tienen derecho al ejercicio público de su religión; que el romano Pontífice puede y debe reconciliarse [357] y conformarse con los progresos de la civilización moderna. El Syllabus pretende que la Iglesia tiene derecho de inspeccionar las escuelas públicas y niega este derecho al Estado; pretende también intervenir en los matrimonios y divorcios.

De estos principios formuló el Concilio los que creyó oportunos, inscribiéndolos en la «Constitución dogmática de la Fe Católica». Los puntos esenciales de esta constitución que más especialmente tratan de las relaciones entre la ciencia y la religión, son los que vamos a examinar ahora. Se comprenderá que en lo que sigue no presento todos los documentos, sino sólo un extracto de lo que parece ser su parte más importante.

Esta definición empieza con una severa revista de los principios y consecuencias de la Reforma protestante.

«Rechazando la autoridad divina de la Iglesia para enseñar, y sujetando todas las cosas pertenecientes a la religión al juicio de cada individuo, ha hecho nacer muchas sectas, y como éstas disentían y disputaban entre sí, toda creencia en Cristo fue borrada del espíritu de muchos, y las Sagradas escrituras empezaron a ser consideradas como mitos y fábulas; el cristianismo ha sido rechazado, y el reinado de la Razón, como ellos dicen, o de la Naturaleza, le ha sustituido; muchos caen en los abismos del panteísmo, del materialismo y del ateísmo, y repudiando la naturaleza racional del hombre y toda regla de verdad y error, trabajan para derribar los verdaderos fundamentos de la sociedad humana. Como estas impías herejías se extienden por todas partes, no pocos católicos han sido inficionados por ellas. Han confundido la ciencia humana y la fe divina.

»Pero la Iglesia, madre y señora de las naciones, está siempre dispuesta a fortalecer a los débiles, a recibir en [358] su seno a los arrepentidos y a conducirlos a cosas mejores. Y hallándose ahora los obispos de todo el mundo reunidos en este Concilio ecuménico y el Espíritu Santo entre ellos, y juzgando con nosotros, hemos determinado declarar desde esta cátedra de San Pedro la doctrina salvadora de Cristo y proscribir y condenar los errores opuestos.

»De Dios, creador de todas las cosas. La Santa Iglesia Católica Apostólica Romana cree que hay un Dios vivo y verdadero, Creador y Señor del cielo y del a tierra, Todopoderoso, Eterno, Inmenso, Incomprensible, Infinito en inteligencia, voluntad y perfección. Es distinto del mundo. Por su propio y libre consejo creó de la nada las criaturas espirituales y temporales, angélicas y terrestres. Luego hizo la naturaleza humana, compuesta de ambas. Además, Dios, por su providencia, protege y gobierna todas las cosas, de extremo a extremo, poderosamente, ordenando todas las cosas de un modo armónico. Todo está manifiesto a sus ojos, hasta las cosas que suceden por la libre acción de sus criaturas.

»De la Revelación. La Santa Madre Iglesia sostiene que Dios puede ser conocido con certidumbre por la luz natural de la razón humana; pero que también ha querido revelarse y mostrar los eternos decretos de su voluntad por un medio sobrenatural. Esta revelación sobrenatural, con lo ha declarado el santo Concilio de Trento, está contenida en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, según están enumerados en los decretos de aquel Concilio y según se encuentran en la antigua edición de la Vulgata Latina.

»Son sagrados estos libros, porque fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo. Tenían a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia. [359]

»Y con objeto de reprimir a los espíritus inquietos que puedan dar explicaciones erróneas de ellos, se decreta, renovando la decisión del Concilio de Trento, que nadie puede interpretar las Sagradas Escrituras de modo contrario al sentido con que han sido interpretadas por la Santa Madre Iglesia, a quien pertenece semejante interpretación.

»De la fe. Así como el hombre depende de Dios como su señor, y la razón creada está completamente sujeta a la verdad increada, así está obligado, cuando Dios hace una revelación, a obedecerla por la fe. Esta fe es una virtud sobrenatural y el principio de la salvación del hombre, que cree verdaderas las cosas reveladas, no por su verdad intrínseca como vistas a la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios al revelarlas. Pero a pesar de que la fe puede ser conforme con la razón, Dios quiso añadir milagros y profecías que, demostrando su omnipotencia y su saber, son pruebas apropiadas a la comprensión de todos. Tales son los de Moisés y los Profetas, y sobre todo los de Cristo. Ahora bien, deben ser creídas todas estas cosas que están escritas en la palabra de Dios o son transmitidas por la tradición, y que la Iglesia por sus maestros propone a nuestra creencia.

»Nadie puede justificarse sin esta fe y nadie alcanzará la vida eterna si no persevera en ella hasta el fin; por lo que Dios, por medio de su único Hijo, ha establecido la Iglesia como guardadora y maestra de su palabra revelada, pues solamente a la Iglesia Católica pertenecen todos los signos que hacen evidente la credibilidad de la fe de Cristo. Además, la misma Iglesia, en vista de su maravillosa propagación, de su eminente santidad, de su inagotable fecundidad para el bien, de su [360] unidad católica, de su inquebrantable estabilidad, ofrece una garantía grande y evidente para ser creída y una prueba innegable de su divina misión. Así, pues, la Iglesia muestra a sus hijos que la fe que tienen descansa en un solidísimo cimiento, por lo cual es totalmente distinta la condición de los que por el celestial don de la fe han abrazado la verdad católica, a la de los que, conducidos por opiniones humanas, siguen una falsa religión.

»De la fe y la razón. Por otra parte, la Iglesia católica ha sostenido siempre y sostiene ahora que existen dos clases de saber, distinto uno de otro, tanto en su principio como en cuanto a su objeto. En cuanto a su principio, porque en el uno sabemos por la razón natural y en el otro por la fe divina; en cuanto a su objeto, porque además de aquellas cosas que nuestra razón natural puede alcanzar, se presentan a nuestra creencia misterios ocultos en Dios que, a menos de que él los revele, no podemos llegar a saber.

»La razón, ciertamente, iluminada por la fe, puede llegar por la gracia divina a alguna comprensión, limitada en extensión, pero saludable en sus efectos, de los misterios, tanto por analogía de las cosas que le son naturalmente conocidas, como por la conexión de los mismos misterios entre sí, y con el destino final del hombre. Pero nunca puede ser capaz la razón de comprender completamente los misterios, como comprende aquellas verdades que forman su propio dominio. Los misterios de Dios en su propia naturaleza sobrepujan tanto a los límites de la inteligencia creada, que aún enseñados por la revelación y recibidos por la fe, quedan cubiertos por la fe misma como por un velo, y ocultos como si dijéramos en las tinieblas, por tanto tiempo como dura esta vida mortal. [361]

»Pero aunque la fe esté sobre la razón, nunca habrá ningún desacuerdo real entre ellas, puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe ha dado al alma del hombre la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni puede una verdad contradecir a otra. Luego la sombra vana de estas contradicciones viene principalmente de que, o las doctrinas de la fe no son comprendidas y enseñadas como la Iglesia realmente las entiende, o las falsas teorías y opiniones de los hombres son errores no dominados por la razón. Declaremos por lo tanto como falsa toda aserción que sea contraria a la luminosa verdad de la fe. Además, la Iglesia que a más de la misión apostólica de enseñar a los hombres, está encargada también de la custodia del depósito de la fe, tiene como Dios el derecho y el deber de condenar el saber falsamente llamado así, por temor de que el hombre pueda ser seducido por la vana filosofía.» De aquí, pues, que no sólo está prohibido a todo fiel cristiano defender como conclusiones legítimas de la ciencia aquellas opiniones que se sabe son contrarias a la doctrina de la fe, especialmente si están condenadas por la Iglesia, sino que está además obligado a tenerlas por errores revestidos con el aspecto de la verdad.

»No sólo es siempre imposible que la fe y la razón se contradigan entre sí, sino que más bien se favorecen mutuamente, puesto que la recta razón establece los cimientos de la fe y con ayuda de su luz cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe por otra parte libra y preserva a la razón de errores, enriqueciéndola con conocimientos de muchas clases. Tan distante está, pues la Iglesia de oponerse a la cultura de las artes y ciencias humanas, que antes las promueve y estimula de varios modos, pues no ignora ni desprecia las ventajas que de [362] ellas se desprenden para la vida del hombre; al contrario, reconoce que vienen de Dios, señor de todo saber, así que si son estudiadas rectamente, con ayuda de la gracia, conducen a Dios. Ni prohibe a ninguna ciencia el uso de sus propios principios y métodos dentro de su propia esfera; pero, reconociendo esta razonable libertad, cuida de que no pueda contradecir la enseñanza de Dios, caer en errores o traspasar los verdaderos límites, e invadir o introducir confusión en el campo de la fe.

»Pues la doctrina de la fe revelada por Dios no ha sido propuesta, como algunos descubrimientos filosóficos, para ser perfeccionada por el ingenio humano, sino que se ha entregado a la esposa de Cristo, como un depósito divino para ser fielmente guardado y enseñado. De aquí que todos los puntos de la santa fe han de ser explicados siempre, según el sentido y la intención de la Iglesia; ni es permitido jamás separarse de ellos so pretexto o color de una explicación más luminosa. Por lo tanto, a medida que pasen las generaciones y los siglos, crezcan la inteligencia, el saber y la ciencia de todos y cada uno y de toda la Iglesia; pero no obstante, consérvese puro e inviolable el sentido y la interpretación y creencia de la misma doctrina.

Entre otros cánones, se promulgaron los siguientes:

«Sea anatema:

»Quien niegue el único Dios verdadero creador y señor de todas las cosas visibles e invisibles.

»Quien afirme sin rubor que sólo existe materia.

»Quien diga que la sustancia o esencia de Dios y de todas las cosas es única e igual.

»Quien diga que las cosas finitas, corporales y espirituales, o al menos las cosas espirituales, son emanaciones de la sustancia divina, o que la divina esencia [363] por manifestación o desarrollo de sí misma viene a ser todas las cosas.

»Quien no reconozca que el mundo y todas las cosas que contiene fueron producidas por Dios y sacadas de la nada.

»Quien diga que el hombre puede y debe por sus propios esfuerzos y por progresos constantes llegar al cabo a la posesión de toda la verdad y virtud.

»Quien rehuse aceptar como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, según fueron enumerados por el santo Concilio de Trento, o niegue que son inspirados por Dios.

»Quien diga que la razón es tan sabia e independiente, que Dios no puede pedirle la fe.

»Quien diga que la revelación divina no puede hacerse creíble por pruebas exteriores.

»Quien diga que no pueden hacerse milagros o que nunca pueden conocerse con certeza, y que el origen divino del cristianismo no puede probarse por ellos.

»Quien diga que la revelación divina no incluye misterios, sino que todos los dogmas de la fe pueden comprenderse y demostrarse por la razón debidamente cultivada.

»Quien diga que la ciencia humana debe proseguirse con tal espíritu de libertad, que puedan considerarse sus afirmaciones como verdaderas, aún cuando se opongan la verdad revelada.

»Quien diga que llegará un tiempo en el progreso de las ciencias, en que las doctrinas enseñadas por la Iglesia deban tomarse en otro sentido que aquel que la Iglesia les dio y les da todavía.»

La extraordinaria y, ciertamente puede decirse, arrogante [364] presunción contenida en estas decisiones, distaron mucho de ser recibidas con satisfacción por los católicos ilustrados. Por parte de las universidades alemanas hubo resistencia, y cuando al concluir el año se aceptaron los decretos del Concilio del Vaticano, en general no lo fueron por convencimiento de su verdad, sino por un sentido disciplinario de obediencia.

Muchos católicos de los más piadosos consideraron con la más sincera tristeza todo el movimiento y los resultados a que conducía. El P. Jacinto, en una carta al superior de su orden, dice: «Protesto contra el divorcio tan impío como insensato, que quiere establecerse entre la Iglesia, que es nuestra madre eterna, y la sociedad del siglo XIX de que somos hijos temporales, y hacia la cual también tenemos deberes y consideraciones. Es mi convicción más profunda que si Francia en particular y la raza latina en general se entregan a la anarquía moral, social y religiosa, la causa principal no es indudablemente el catolicismo en sí propio, sino la manera que por mucho tiempo se ha tenido de comprenderlo y practicarlo.»

No obstante su infalibilidad, que implica la omnisciencia, no previó Su Santidad el desenlace de la guerra franco-prusiana. Si el talento profético le hubiere sido concedido, hubiese conocido la inoportunidad de los actos del Concilio. Su petición al rey de Prusia para que prestase ayuda militar a su poder temporal, fue desoída. El rey excomulgado de Italia, como hemos visto ya, tomó posesión de Roma. Una amarga Encíclica papal que contrastaba fuertemente con las formas corteses de la diplomacia moderna, se publicó el 1º de Noviembre de 1870, denunciando los actos de la corte piamontesa «que había seguido el consejo de las sectas de perdición.» En [365] ella declara Su Santidad que está en cautiverio y que nunca entrará en negociaciones con Belial. Pronuncia la excomunión mayor, con censuras y castigos contra sus enemigos, y ruega por «la intercesión de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, y de los benditos apóstoles Pedro y Pablo.»

Varias de las confesiones protestantes se habían asociado, con objeto de consultarse, bajo el título de Alianza Evangélica. Su última reunión tuvo lugar en Nueva York en el Otoño de 1873. Aunque en esta reunión se hubieran congregado también varios piadosos representantes de las Iglesias reformadas de Europa y América, no tenía el prestigio ni la autoridad del gran Concilio que acababa de terminar sus sesiones en San Pedro de Roma. No podía apelar a una no interrumpida tradición de más de mil años; no podía hablar con la autoridad de un igual o, ciertamente, de un superior a reyes y emperadores. Mientras que una inteligencia y diplomacia profundas y una gran sabiduría humana brillaban en todo lo que había hecho el Concilio del Vaticano, la Alianza Evangélica se reunió sin una idea clara y precisa de su objeto, sin una intención muy marcada y definida. Sus deseos eran estrechar los lazos de unión entre las varias Iglesias protestantes, pero no tenía esperanzas bien fundadas de conseguir este resultado deseable. Demostró precisamente la naturaleza de los principios que dieron origen a estas Iglesias: nacieron de la discusión y vivían por la división.

Sin embargo, en los actos de la Alianza Evangélica pueden observarse ciertos hechos notables. Apartó sus miradas de su antiguo enemigo, aquel enemigo que había recientemente abrumado a la Reforma con contumelias y denuncias, y como el Concilio del Vaticano, las [366] fijó en la ciencia. Bajo este nombre pavoroso veía erguido ante ella algo que parecía un espectro de forma incierta, de proporciones que crecían de hora en hora, de aspecto amenazador. Algunas veces se dirigió la Alianza a esta estupenda aparición con palabras corteses, otras en tono de censura.

La Alianza dejó de comprender que la ciencia moderna es hermana legítima, ciertamente gemela, de la Reforma. Juntas fueron engendradas y juntas nacieron; dejó de comprender que, aún cuando hay imposibilidad de formar una coalición de las diferentes sectas, todas pueden hallar en la ciencia un punto de enlace, y que, no una actitud desconfiada hacia ella, sino una cordial unión, es su verdadera política.

Quedan ahora que presentar algunas reflexiones sobre esta «Constitución de la Fe Católica», según la definió el Concilio del Vaticano.

Los objetos que representan bajo relaciones idénticas a diferentes personas deben verse de un mismo punto de vista. En el caso que estamos ahora considerando, tiene el hombre religioso su propia estación especial, y el científico otra muy distinta; ninguno de ellos puede exigir que su coobservador admita que el panorama de hechos desarrollados ante él sea igual al que aparece ante los ojos del otro.

La constitución dogmática insiste en la admisión de este postulado: que la Iglesia Romana obra bajo un mandato divino, especial y exclusivamente entregado a ella. En virtud de esta grande autoridad, requiere que todos los hombres resignen sus convicciones intelectuales, y que todas las naciones le subordinen su poder civil.

Pero una pretensión tan exigente debe apoyarse en [367] los testimonios más decisivos e inatacables; en pruebas, no sólo de carácter indirecto, sino claras, terminantes y pertinentes: pruebas de las que sea imposible dudar.

La Iglesia, sin embargo, declara que no someterá sus pretensiones al arbitrio de la razón humana: pide que sean en seguida aceptadas como artículos de fe.

Si se admite esto, todas las demás pretensiones tienen también que concederse, por exorbitantes que puedan parecer.

Con una inconsecuencia extraña, la Constitución dogmática desprecia la razón, afirmando que no puede determinar los puntos que examina, y sin embargo, se somete a sus argumentos para fortalecerlos. En verdad debiera decirse que toda la composición es un alegato apasionado a la razón para que se inmole en favor del cristianismo romano.

Con puntos de vista tan hondamente separados es imposible que la religión y la ciencia puedan estar de acuerdo en la representación de las cosas. Ni puede alcanzarse en común conclusión alguna, excepto cuando se acude a la razón como juez supremo y final.

Hay muchas religiones en el mundo, algunas de la antigüedad más venerable, otras, que cuentan muchos más adeptos que la romama. ¿Cómo puede hacerse una elección entre ellas, si no se acude exclusivamente a la razón? La religión y la ciencia deben someter sus pretensiones y diferencias a su arbitrio.

Contra esto protesta el Concilio del Vaticano; eleva la fe sobre la razón; dice que constituyen dos órdenes distintos de saber, teniendo respectivamente por asunto misterios y hechos. La fe trata de los misterios, la razón de los hechos. Proclamando el superior dominio de la fe, [368] intenta satisfacer la repugnancia del espíritu con milagros y profecías.

Por otra parte, la ciencia vuelve la espalda a lo incomprensible y mantiene la máxima de Wiclef: «Dios no obliga al hombre a creer lo que no puede comprender.» A falta de una exposición de testimonios satisfactorios por parte de su enemigo, considera si hay en la historia del papado y en las biografías de los papas algo que pueda apoyar adecuadamente el mandato divino, algo que pueda justificar la infalibilidad pontificia, de dónde deducir esta ciega obediencia que se debe al vice-Dios.

Una de las más notables, y sin embargo, característica contradicción de la Constitución Dogmática, es el homenaje forzado que paga a la inteligencia del hombre. Presenta una definición de la base filosófica del catolicismo, pero oculta de la vista las formas repulsivas de la fe vulgar. Enseña los atributos de Dios, creador de todas las cosas, con palabras adecuadas a una concepción sublime, pero se abstiene de afirmar que este tan terrible e imponente Ser nació de una madre terrenal, esposa de un carpintero judío, que luego ha llegado a ser reina del cielo. El Dios que pinta no es el Dios de la Edad media, sentado en su trono de oro rodeado de coros de ángeles, sino el Dios de la filosofía. La Constitución no tiene nada que decir acerca de la Trinidad, nada del culto debido a la Virgen, al contrario, esto se encuentra virtualmente condenado; nada acerca de la transustanciación, o conversión por el sacerdote de la hostia y el vino en carne y sangre de Dios; nada de la invocación a los santos. Lleva en todas sus páginas impreso el pensamiento de la época y de los progresos intelectuales del hombre. [369]

Esta es la exposición que nos presenta respecto a los atributos de Dios, y nos enseña luego su modo de gobernar el mundo. La Iglesia afirma que posee una inspección sobrenatural en todos los asuntos materiales y morales. El clero en sus diversos grados puede determinar distintos desenlaces de lo futuro, ya por el ejercicio de sus atributos inherentes, ya por su influyente invocación a los poderes celestiales. Al soberano Pontífice se le ha concedido castigar o perdonar a su gusto. Es ilegal apelar de sus decisiones ante un Concilio ecuménico, como a un árbitro terrenal superior a él. Poderes como éste concuerdan con dominio arbitrario, pero son inconciliables con el gobierno del mundo por leyes inmutables. De aquí que la Constitución Dogmática implantase firmemente su creencia en una incesante intervención providencial; no quiere admitir ni por un momento que en las cosas naturales hay una sucesión irresistible de acontecimientos, o en los asuntos del hombre un inevitable curso de hechos.

¿Pero no ha sido el orden de la civilización igual en todas partes del mundo? ¿No se asemeja el crecimiento social al individual? ¿No presentan ambos fases de juventud, madurez y decrepitud? Para una persona que haya considerado cuidadosamente la civilización progresiva de las sociedades humanas, en distantes y apartadas regiones de la tierra, que haya observado las formas idénticas bajo las cuales se manifiesta, ¿no es evidente que procede en virtud de una ley determinada? Las ideas religiosas de los incas del Perú y de los emperadores de Méjico, y las ceremonias de sus cortes, eran iguales a las de Europa, iguales a las del Asia. La corriente del pensamiento había sido la misma. Un enjambre de abejas transportado a una tierra lejana construirá su colmena y [370] organizará sus instituciones sociales, del mismo modo que otros enjambres desconocidos, y esto sucede con los enjambres separados de hombres. Tan invariable es esta sucesión de pensamientos y acciones, que hay filósofos que, transportando los ejemplos del pasado presentados por la historia asiática, no vacilarían en sostener la proposición siguiente: «Dado un obispo de Roma y algunos siglos, se obtendrá un papa infalible: dado un papa infalible y algún tiempo más, se obtendrá el lamaísmo, al que hace tanto tiempo ha llegado el Asia.

En cuanto al origen de las cosas corporales y espirituales, la Constitución Dogmática añade un solemne énfasis a sus declaraciones, anatemizando a todos aquellos que sostengan la doctrina de la emanación, o que crean que la naturaleza visible es sólo manifestación de la esencia divina. En esta tarea han encontrado sus autores grandes trabajos. Tenían que chocar con estas formidables ideas, ya antiguas o modernas, que en nuestros tiempos se introducen tan enérgicamente en los hombres pensadores. La doctrina de la conservación y correlación de la fuerza conduce, por una consecuencia lógica, a la vetusta teoría oriental de la emanación; la doctrina de la evolución y del desarrollo rechaza la de las creaciones sucesivas. La primera descansa en el principio fundamental de que la cantidad de fuerza en el Universo es invariable; y de que, aunque esta cantidad no puede aumentar ni disminuir, pueden trasmutarse de unas en otras las formas bajo que se expresa. Esta doctrina, sin embargo, no ha recibido todavía una demostración científica completa; pero tan numerosos y convincentes son los argumentos aducidos en su apoyo, que se nos presenta de un modo imponente y casi autoritativo. Además la teoría asiática de la emanación y de la [371] absorción se halla en armonía con esta grandiosa idea; no sostiene que al ser concebido cada hombre, Dios, crea un alma de la nada para él, sino que una porción de la inteligencia divina y universal preexistente, es separada, y cuando la vida cesa, vuelve y es absorbida en la fuente general de donde originariamente vino. Los autores de la Constitución prohiben sostener estas ideas bajo pena de condenación eterna.

Del mismo modo tratan la doctrina de la evolución y desarrollo, insistiendo obtusamente en que la iglesia cree en distintos actos creadores. La doctrina de que cada forma viviente se deriva de alguna anterior está mucho más adelantada científicamente que la relativa a la fuerza, y con toda probabilidad puede considerarse como establecida, sean lo que quiera las adiciones que últimamente le han sido agregadas.

En su condenación de la Reforma, la Iglesia, lleva a la práctica sus ideas de la subordinación de la razón a la fe; a sus ojos, la Reforma es una impía herejía, que conduce a los abismos del panteísmo, del materialismo y del ateísmo, y tiende a derribar los verdaderos cimientos de la sociedad humana. Quiere, por lo tanto, reprimir esos «espíritus inquietos» que, siguiendo a Lutero, sostienen que «todo hombre tiene derecho a interpretar la Escritura por sí mismo.» Afirma que es un error malvado conceder a los protestantes iguales derechos políticos que a los católicos, y que cohibirlos y suprimirlos es un deber sagrado; que es abominable permitirles que establezcan instituciones de enseñanza. Gregorio XVI denunció la libertad de conciencia como una locura insana, y la libertad de la prensa como un error pestilente que no puede ser bastante detestado.

Pero ¿cómo es posible reconocer un oráculo infalible [372] e inspirado en el Tíber, cuando se recuerda que una y otra vez ha habido contradicciones entre papas sucesivos, que papas han condenado concilios y concilios han condenado papas; que la Biblia de Sixto V ha admitido tantos errores (cerca de dos mil) que sus propios autores tuvieron que recogerla? ¿Cómo es posible para los hijos de la Iglesia considerar como «errores engañosos» la forma globular de la Tierra, su posición como un planeta en el sistema solar, su rotación sobre el eje y su revolución alrededor del Sol? ¿Cómo pueden negar que hay antípodas y otro mundos además del nuestro? ¿Cómo pueden creer que el mundo fue hecho de la nada en una semana y concluido como lo vemos ahora; cómo, que no ha sufrido cambio y que sus partes han trabajado tan sin conexión como para necesitar incesantes intervenciones?

Cuando se pide hoy a la ciencia que rinda sus convicciones intelectuales, ¿no puede ésta pedir a la Iglesia que recuerde su pasado? La batalla respecto a la figura de la Tierra y la localización del cielo y el infierno, le fue adversa. Afirmó que la Tierra era una extensa llanura y que el cielo es un firmamento, el suelo del paraíso, por el cual una y otra vez se han visto ascender algunas personas. Demostrada la forma globular, sin que fuera posible la menor contradicción, por las observaciones astronómicas y por el viaje de Magallanes, sostuvo luego que era el cuerpo central del universo y que todos los demás le estaban subordinados, siendo el principal objeto de las miradas de Dios. Desalojada de esta posición, afirmó luego que no tenía movimiento; que el Sol y las estrellas giraban a su alrededor, como lo vemos diariamente. La invención del anteojo probó que en esto también estaba equivocada. Luego sostuvo que todos los [373] movimientos del sistema solar están regulados por intervención providencial; los Principios de Newton demostraron que son debidos a leyes irresistibles. Afirmó luego que la Tierra y todos los cuerpos celestes fueron creados hace seis mil años y que en seis días se estableció el orden de la naturaleza, introduciéndose todas las tribus de plantas y animales. Obligada por la acumulación de pruebas contrarias, alargó sus días a periodos de duración indefinida, tan sólo, para hallar luego, sin embargo, que hasta este artificio era inaceptable. Las seis épocas, con sus seis creaciones especiales, no pudieron sostenerse más tiempo cuando se descubrió que las especies aparecían lentamente en una época, culminaban en una segunda y gradualmente morían en una tercera; estos saltos de época a época no sólo hubieran exigido creaciones, sino re-creaciones también. Afirmó que había habido un diluvio que cubrió toda la tierra, hasta la cresta de las más altas montañas, y que las aguas de esta inundación fueron secadas por un viento. Las ideas exactas respecto a las dimensiones de la atmósfera y del mar y a la acción de la evaporación, prueban cuan insostenible es este aserto. Dijo que los progenitores de la especie humana habían salido perfectos de manos del Criador, tanto en cuerpo como en alma, y que luego habían caído. Ahora considera y estudia la mejor manera de libertarse de las incesantes pruebas que demuestran el estado salvaje del hombre prehistórico.

¿Es pues, sorprendente que el número de los que tienen en poca estima las opiniones de la Iglesia vaya rápidamente aumentando? ¿Es posible recibir como guía seguro de lo invisible a quién en tan profundos errores cae en lo visible? ¿Cómo puede inspirar confianza en lo moral y espiritual quien tan visiblemente ha errado en [374] lo físico? No es posible apellidar a estos conflictos «vanas sombras, falsos ardides, ficciones de una mal llamada ciencia, errores que revisten la engañosa apariencia de la verdad», según la Iglesia los estigmatiza. Al contrario, son sólidos testimonios que descansan en bases inatacables, contra las pretensiones eclesiásticas de la infalibilidad, a la que convencen de ignorante y ciega.

Convicto de tantos errores, no intenta el papado dar explicación alguna. Ignora todo el asunto; más todavía, contando con el apoyo eficaz de la audacia, aunque abrumado por estos hechos, proclama su infalibilidad.

Pero no pueden concederse otros derechos al Pontífice que los que le otorgue el tribunal de la razón. No puede pretender la infalibilidad en asuntos religiosos y declinarla en los científicos. La infalibilidad comprende todas las cosas, implica la omnisciencia. Si es buena para la teología, buena debe ser para la ciencia. ¿Cómo es posible coordinar la infalibilidad del Papa con los bien sabidos errores en que ha caído?

¿No es necesario, pues, rechazar la pretensión del papado, de emplear medios coercitivos para conservar sus opiniones; repudiar totalmente la declaración de que «la Inquisición es una necesidad urgente en vista de la incredulidad de la edad actual» y en nombre de la naturaleza humana protestar altamente contra la ferocidad y terrorismo de esta institución? ¿No tiene la conciencia derechos inalienables?

Un abismo infranqueable y que se agranda por momentos, se abre entre el catolicismo y el espíritu de la época. El catolicismo insiste en que la fe ciega es superior a la razón, en que los misterios son mucho más importantes que los hechos. Pretende ser el único intérprete de la naturaleza y que la revelación sea el árbitro [375] supremo del saber; rechaza sin vacilar todas las críticas modernas de las escrituras y ordena que al Biblia se acepte de acuerdo con las opiniones de los teólogos de Trento; abiertamente confiesa su odio a las instituciones libres y a los sistemas constitucionales, y declara que están en un error condenable los que consideran posible o deseable la reconciliación del Papa con la civilización moderna.

Pero el espíritu de la época pregunta: ¿debe la inteligencia humana subordinarse a los padres tridentinos o a los caprichos de los ignorantes que escribieron en los primeros tiempos del catolicismo? No ve mérito en la fe ciega y más bien desconfía de ella. Mira hacia adelante, para que el progreso del canon popular de credibilidad decida entre el hecho y la ficción. No se considera obligado a creer en fábulas y falsedades que han sido inventadas para fines eclesiásticos. No encuentra argumentos en apoyo de su verdad, pues las tradiciones y leyendas hace tiempo que vivieron; en este respecto las fábulas de la Iglesia son muy inferiores a las del paganismo. La longevidad misma de la Iglesia no se debe a una protección o intervención divina, sino a la habilidad que ha tenido en adaptar su política a las circunstancias que la han rodeado. Si la antigüedad fuese criterio de la autenticidad, las pretensiones del buhdismo deberían ser respetadas, pues tiene una superioridad de muchos siglos. No cabe defensa de estas deliberadas falsificaciones de la historia, de esta ocultación de los hechos de que la Iglesia tan frecuentemente ha sacado ventaja. En estas cosas, el fin no justifica los medios.

Venimos, pues, a parar a esta conclusión: que el cristianismo católico y la ciencia son absolutamente incompatibles, según reconocen sus respectivos adeptos; no [376] pueden existir juntos, uno debe ceder ante otra, y la humanidad tiene que elegir, pues no puede conservar ambos.

Mientras que tal vez es éste el desenlace que aguarda al catolicismo, no sólo es posible una reconciliación entre la ciencia y la Reforma, sino que se verificaría fácilmente, si las Iglesias protestantes quisieran observar la máxima de Lutero, establecida en tantos años de guerra, de que todos tienen el derecho de interpretar privadamente las Escrituras: fue el fundamento de la libertad individual. Pero si se permite la interpretación personal del libro de la revelación, ¿cómo puede negarse tratándose del libro de la naturaleza? En los errores que han aparecido, debemos considerar siempre la debilidad de la naturaleza humana. A las generaciones que siguieron inmediatamente a la Reforma puede excusarse que no comprendiesen la completa significación de su principio cardinal y que no lo llevasen a efecto en todas las ocasiones oportunas. Cuando Calvino hizo quemar a Servet, estaba animado, no por los principios de la Reforma, sino por los del catolicismo, de los que no había podido emanciparse completamente. Y puede decirse lo mismo del clero de algunas confesiones influyentes del protestantismo, cuando ha estigmatizado a los investigadores de la naturaleza como a infieles y ateos. Para que el catolicismo se reconcilie con la ciencia hay obstáculos formidables, quizá insuperables, en su camino; para que el protestantismo consiga este gran resultado, no hay ninguno. En el primer caso, hay una cruda y mortal animosidad que vencer; en el otro, puede restablecerse una amistad que malas inteligencias han enfriado.

Pero sean los que fueren los incidentes preparatorios de esta gran crisis intelectual que se aproxima y que debe [377] presenciar inevitablemente el cristianismo, podemos estar seguros de que la separación silenciosa de la fe pública, que de tan ominosa manera caracteriza a la generación presente, encontrará al fin su expresión política. No deja de tener significación que Francia refuerce las tendencias ultramontanas de la población ignorante, promoviendo peregrinaciones, ejecutando milagros y exhibiendo apariciones celestiales. Obligada a ello por su destino, lo hace sonrojándose. No deja de tener significación que Alemania esté resuelta a libertarse del dualismo gubernamental, excluyendo el elemento italiano y llevando a su complemento la reforma que hace tres siglos dejó sin concluir. Se aproxima el tiempo en que los hombres deben escoger entre la fe tranquila e inmóvil, con sus consuelos de la Edad Media, y la ciencia que incesantemente reparte sus beneficios materiales en el camino de la vida, elevando la suerte del hombre en este mundo y la especie humana. Sus triunfos son sólidos y duraderos. Pero la gloria que el catolicismo puede ganar en un conflicto con las ideas materiales es, cuando más, como la de algunos meteoros celestes que llegan a nuestra atmósfera transitoria e inútil.

Aunque la afirmación de Guizot de que la Iglesia siempre ha estado al lado del despotismo es demasiado cierta, debe recordarse que la conducta que sigue es por necesidad política. Está obligada a ello por el peso de diez y nueve siglos. Pero si lo irresistible se indica en su acción, lo inevitable se manifiesta en su vida, pues sucede con el papado lo que con el hombre. Ha pasado por las luchas de la infancia, ha desplegado la energía de la madurez, y completada su obra, tiene que caer ahora en las debilidades e impertinencias de la ancianidad. [378] Su juventud jamás puede volver, y sólo le queda la influencia de sus recuerdos. Así como la Roma pagana derramaba sus últimos resplandores sobre el imperio, tiñendo todos sus pensamientos, así la Roma cristiana lanza sus postreros rayos sobre Europa.

¿Consentirá la civilización moderna en abandonar la carrera de progreso que tanto poder y felicidad le ha dado? ¿Consentirá en desandar lo andado, y volver a la ignorancia semi-bárbara y a la superstición de la Edad Media? ¿Se someterá al arbitrio de un poder que, pretendiendo una autoridad divina, no presenta testimonios adecuados a su puesto; poder que tuvo a Europa estancada por muchos siglos, suprimiendo ferozmente con el hierro y el fuego toda tentativa de progreso; poder que se funda en una nube de misterios; que se coloca sobre la razón y el sentido común; que en alta voz proclama el odio que siente contra la libertad de pensamiento y de las instituciones civiles; que profesa la idea de reprimir la una y destruir la otra en cuanto encuentre oportunidad; que denuncia como la más perniciosa e insana la opinión de que la libertad de conciencia y de cultos es derecho de todo hombre; que protesta de que el derecho sea proclamado y afirmado por la ley en todo país bien gobernado, que repudia depreciativamente el principio de que la voluntad del pueblo, «manifestada por la opinión pública (como se dice)», o por otros medios, constituya jurisprudencia; que rehusa a todo hombre el derecho de tener opinión en materias de religión, y sostienen que es simplemente su deber creer lo que le dice la Iglesia y obedecer sus mandatos; que no permite a ningún gobierno temporal definir los derechos y prescribir los límites de la autoridad de la iglesia; que declara que no sólo induce, sino que obliga a [379] los individuos a la desobediencia; que invade la santidad de la vida privada, haciendo en el confesionario delatores y espías a la esposa, las hijas y los criados del sospechoso; que juzga sin acusador y, por el tormento, busca testigos contra el acusado; que niega a los padres el derecho de educar a sus hijos fuera de la Iglesia e insiste en que a ella sola pertenece la dirección de la vida doméstica y la inspección de los matrimonios y divorcios; que denuncia «la imprudencia» de los que presumen subordinar la autoridad de la Iglesia al poder civil o abogan por la separación de la Iglesia y el Estado; que repudia absolutamente toda tolerancia, y afirma que sólo la religión católica tiene derecho a ser única religión de un país, con exclusión de todo otros culto; que exige que toda ley contraria a sus intereses sea rechazada, y que si no se accede a ello, ordena a todos sus adeptos que la desobedezcan?

Este poder, con la conciencia de que no han de obrarse milagros en su servicio, no vacila en perturbar la sociedad con sus intrigas contra los gobiernos, y trata de conseguir sus fines aliándose con el despotismo.

Pretensiones semejantes indican una revolución contra la civilización moderna, y una intención de destruirla, no importa a qué precio. ¡Para someterse a ellas sin resistencia era preciso que los hombres fuesen esclavos!

¿Y puede alguien dudar del resultado del conflicto próximo? Todo lo que descansa en la ficción y el fraude será derribado; instituciones que organizan imposturas y extienden falsedades, deben mostrar qué razones tienen para existir. La fe tiene que dar cuenta de si a la razón; los misterios deben dar lugar a los hechos. La religión tiene que abandonar la posición imperiosa y [380] dominadora que por tanto tiempo ha mantenido contra la ciencia. Debe haber absoluta libertad para el pensamiento. Los eclesiásticos aprenderán a conservarse dentro del dominio que han escogido, y dejarán de tiranizar al filósofo, que, convencido de su propia fuerza y de la pureza de sus intenciones, no soportará por más tiempo esta injerencia. Lo que escribió Esdras en las márgenes del río de los sauces llorones, junto a Babilonia, hace más de veintitrés siglos, aún se conserva. «La verdad es eterna y no perece jamás; vive y vence siempre.»


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 339-380