Hay dos concepciones del gobierno del mundo: 1º por la Providencia, 2º por la ley. – La primera sostenida por el clero. – Bosquejo de la introducción de la última. – Keplero descubre las leyes que rigen el sistema solar. – Sus obras son denunciadas por la autoridad papal. – Leonardo de Vinci pone los cimientos de la filosofía mecánica. – Galileo descubre las leyes fundamentales de la dinámica. – Newton las aplica al movimiento de los cuerpos celestes y demuestra que el sistema solar está gobernado por la necesidad matemática. – Herschel extiende esta conclusión a todo el universo. – Hipótesis de las nebulosas. – Objeciones teológicas. – Pruebas del imperio de la ley en la formación de la Tierra y en el desarrollo de las series animal y vegetal. – Son producidas por evolución y no por creación. – El poder de la ley se demuestra por el proceso histórico de las sociedades humanas y por el del individuo. – Adopción parcial de estas ideas por algunas iglesias reformadas.
Dos interpretaciones pueden darse acerca del gobierno del mundo: o por intervención divina incesante, o por la acción de una ley invariable.
El clero se inclina siempre a la adopción de la primera, toda vez que aspira a que se le considere como intermediario entre la oración del devoto y la acción providencial. Su importancia aumenta por el poder que pretende tener de determinar la índole de esta acción. En la [238] religión pre-cristiana (la romana), el oficio principal del clero era descubrir los sucesos futuros por los oráculos, los presagios o la inspección de las entrañas de los animales y hacer propicios a los dioses ofreciéndoles sacrificios. Más tarde, en los tiempos cristianos se pretende un poder mayor; el clero afirma que, por su intercesión, puede trazarse el curso de los sucesos, advertirse los peligros, asegurarse los bienes, obrarse milagros y hasta cambiarse el orden de la naturaleza.
No sin razón, por tanto, miraron con desagrado la doctrina del gobierno por leyes fijas, porque parecía despreciar su dignidad, rebajar su importancia; era para ellos repulsivo un Dios que no puede ser influido por las preces humanas, una divinidad fría y sin pasiones; veían en esto algo fatalista y espantoso en consecuencia.
Pero el ordenado movimiento de los cielos no podía dejar de hacer en todos tiempos una profunda impresión en los observadores reflexivos; la salida y puesta del Sol; el aumento y diminución de la luz del día; las fases de la Luna; la vuelta de las estaciones en su propia marcha; el acompasado rumbo de los errantes planetas en el firmamento, ¿qué son todas estas y miles más, sino manifestaciones de una inmutable y ordenada serie de sucesos? La fe de los primeros observadores en esta interpretación pudo quizás haber sido quebrantada por fenómenos tales como los eclipses, ruptura brusca y misteriosa del curso ordinario de los sucesos naturales; pero debieron adquirirla de nuevo con fuerza décupla, tan pronto como se descubrió que los eclipses también tienen sus periodos y que pueden anunciarse.
Las predicciones astronómicas de todas clases dependen de la admisión de este hecho: que nunca ha habido y nunca habrá intervención alguna en las operaciones [239] de las leyes naturales. El filósofo científico afirma que la condición del mundo en cualquier momento dado es el resultado directo de su condición en el momento anterior. La ley y el azar no son sino diferentes nombres de la necesidad mecánica.
Cerca de cincuenta años después de la muerte de Copérnico, Juan Keplero, natural de Wurtemberg, que había adoptado la teoría heliocéntrica, y que estaba profundamente penetrado de la creencia de que existen relaciones entre las revoluciones de los cuerpos planetarios alrededor del Sol, pensaba que si éstas se examinasen correctamente, revelarían las leyes bajo las cuales se verifican estos movimientos, y se dedicó al estudio de las distancias, tiempos y velocidades de los planetas y de la forma de sus órbitas. Su método fue someter las observaciones que pudo proporcionarse, como las de Tycho-Brahe, a análisis basadas, primero en una, y luego en otra hipótesis, rechazándolas si los cálculos no se acordaban con las observaciones. El increíble trabajo que emprendió (él mismo dice: «observé y calculé hasta tal extremo, que creí volverme loco»), fue al cabo recompensado, y en 1609 publicó su libro Sobre los movimientos del planeta Marte. En él intentó reconciliar los movimientos de este planeta con las hipótesis de las excéntricas y de los epiciclos, pero más tarde descubrió que la órbita de un planeta no es un círculo, sino una elipse, uno de cuyos focos ocupa el Sol, y que las áreas descritas sobre ella por una línea tirada del planeta a éste son proporcionales a los tiempos. Esto constituye las que se llaman ahora la primera y la segunda ley de Keplero. Ocho años después tuvo la satisfacción de descubrir una tercera ley, que definía la relación entre las distancias medias de los planetas al Sol y los tiempos [240] de sus revoluciones: «los cuadrados de los tiempos periódicos son proporcionales a los cubos de las distancias.» En un Epítome del sistema copernicano, publicado en 1618, anunció esta ley y demostró que lo mismo se verifica en los satélites de Júpiter que en el planeta principal. De donde dedujo que las leyes que presidían a los grandes movimientos del sistema solar presiden también a los movimientos menores de sus partes constituyentes.
La concepción de la ley, que sin error se adquiere por los descubrimientos de Keplero, y la prueba que adujo en favor de la teoría heliocéntrica contra la teoría geocéntrica, no pudo menos de incurrir en la reprensión de las autoridades romanas. La Congregación del Índice, por lo tanto, cuando denunció el sistema copernicano como abiertamente contrario a las Sagradas Escrituras, prohibió el Epítome de Keplero sobre este sistema. Fue en esta ocasión cuando presentó su célebre manifiesto: «Ochenta años han pasado durante los cuales la doctrina de Copérnico sobre el movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol ha sido promulgada sin ser atacada, porque estaba permitido disputar sobre cosas naturales para elucidar las obras de Dios, y ahora que se descubren nuevos testimonios en prueba de la verdad de esta doctrina (testimonios desconocidos de los jueces espirituales) queréis prohibir la promulgación del verdadero sistema de la estructura del Universo.»
Ninguno de los contemporáneos de Keplero creyó en la ley de las áreas ni fue aceptada hasta la publicación de los Principios de Newton. En suma, nadie en aquellos tiempos comprendió la importancia filosófica de las leyes de Keplero. Él mismo no previó adónde debían llevar irremisiblemente, y sus errores prueban qué distante estaba [241] de percibir su resultado. Tan es esto así, que creyó que cada planeta era asiento de un principio inteligente y que había una relación entre las magnitudes de las órbitas de los cinco planetas principales y los cinco sólidos regulares de la geometría. Al principio se inclinó a creer que la órbita de Marte era ovalada y sólo después de un delicado estudio descubrió la gran verdad, su forma elíptica. La idea de la incorruptibilidad de los cuerpos celestes había hecho adoptar la doctrina aristotélica de la perfección de los movimientos circulares en los cielos, y se creía que eran únicamente los que había. Se lamenta amargamente de este error, por haber sido para él «un gran ladrón de su tiempo»; el atrevimiento de su filosofía se demuestra en romper con esta tradición, consagrada por el tiempo.
En muchos puntos importantes adelantó Keplero a Newton. Fue el primero en dar ideas claras sobre la gravedad; dice que cada partícula de materia está en reposo hasta que alguna otra partícula la perturba, que la Tierra atrae a una piedra con más fuerza que ésta atrae a la Tierra, y que los cuerpos son atraídos entre sí en proporción a sus masas; que la Tierra se acercaría a la Luna un cincuenta y cuatro avo de su distancia y que la Luna se movería hacia la Tierra un cincuenta y tres avo; afirma que la atracción de la primera es la causa de las mareas y que los planetas deben causar perturbaciones en el movimiento de ella.
Los progresos de la astronomía se dividen fácilmente en tres períodos:
1º El periodo de la observación de los movimientos aparentes de los cuerpos celestes.
2º El periodo del descubrimiento de sus movimientos verdaderos y particularmente de las leyes de las revoluciones [242] planetarias: esto fue demostrado señaladamente por Copérnico y Keplero.
3º El período del descubrimiento de las causas de estas leyes. Ésta fue la época de Newton.
El paso del segundo al tercer periodo dependió del desarrollo de la dinámica, rama de la mecánica que había permanecido estancada desde los tiempos de Arquímedes o de la Escuela de Alejandría.
En la Europa cristiana nadie había habido que cultivase la filosofía mecánica, hasta Leonardo de Vinci, que nació en 1452. A él, y no a Lora Bacon, debe atribuirse el renacimiento de la ciencia; Bacon, no sólo ignoraba las matemáticas, sino que desdeñaba su aplicación a las investigaciones físicas. Rechazó despreciativamente el sistema copernicano, alegando contra él objeciones absurdas. Cuando Galileo estaba a punto de efectuar sus grandes descubrimientos telescópicos, publicaba Bacon sus dudas sobre la utilidad de los instrumentos en las investigaciones científicas; atribuirle el método inductivo es desconocer la historia. Sus fantasías filosóficas jamás han sido de la menor utilidad práctica y nunca ha pensado nadie en emplearlas; excepto entre los lectores ingleses, su nombre es en general desconocido.
Más adelante tendremos ocasión de aludir a de Vinci con más detalles. Quedan todavía de sus obras manuscritas dos volúmenes en Milán y uno en París, llevado por Napoleón. Después de un intervalo de cerca de setenta años, de Vinci fue seguido por el ingeniero holandés Stevin, cuya obra sobre principios del equilibrio se publicó en 1586; seis años después vio la luz el tratado de mecánica de Galileo.
A este grande italiano se debe el establecimiento de [243] las tres leyes fundamentales de la dinámica conocidas por «leyes del movimiento».
Las consecuencias del establecimiento de estas leyes fueron muy importantes.
Se había supuesto que los movimientos continuos, como, por ejemplo, los de los cuerpos celestes, podían mantenerse sólo por un perpetuo consumo y aplicación de fuerza; pero la primera de las leyes de Galileo declara que todo cuerpo perseverará en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, hasta que le obligue a salir de aquel estado otra fuerza perturbadora. Una clara percepción de este principio fundamental es esencial para la comprensión de los hechos elementales de la astronomía física. Como todos los movimientos que presenciamos tienen lugar en la superficie de la Tierra y todos tienen fin, nace en nosotros la idea de que el reposo es la condición natural de las cosas; hemos hecho, pues, un gran progreso al llegar a saber que un cuerpo es tan indiferente al reposo como al movimiento, y que persiste igualmente en uno u otro estado, hasta que es perturbado por otras fuerzas. Estas fuerzas perturbadoras, en el caso de los movimientos comunes, son el rozamiento y la resistencia del aire. Cuando no existe esta resistencia, el movimiento debe ser perpetuo, y esto es lo que sucede con los cuerpos celestes que se mueven en el vacío.
Las fuerzas, sean las que quiera sus diferencias de magnitud, ejercerán toda su influencia en conjunto y cada una separadamente y como si las demás no existieran. Así, cuando se abandona una bala a la boca de un cañón, cae a tierra en cierto intervalo de tiempo por el influjo de la gravedad sobre ella; pero cuando es lanzada por la pólvora, aunque recorre algunos millares de [244] pies por segundo, el efecto de la gravedad sobre ella será precisamente el mismo que antes. En las combinaciones de las fuerzas no hay destrucción; cada una produce su preciso efecto específico.
En la última mitad del siglo XVIII, por las obras de Borelli, Hooke y Huyghens se había hecho evidente que los movimientos circulares pueden explicarse por las leyes de Galileo. Borelli, ocupándose de los movimientos de los satélites de Júpiter, demuestra cómo un movimiento circular puede originarse por la influencia de una fuerza central. Hooke hizo patente la inflexión de un movimiento directo en circular por efecto de una atracción central.
El año 1687 representa, no sólo época de la ciencia europea, sino también del desarrollo intelectual del hombre. Se señala por la publicación de los Principia de Newton, obra inmortal e incomparable.
Sobre el principio de que todos los cuerpos se atraen en razón directa de sus masas e inversa del cuadrado de sus distancias, Newton demostró que todos los movimientos de los cuerpos celestes pueden explicarse, y que las leyes de Keplero debieran todas haber sido predichas: los movimientos elípticos, las áreas descritas y las relaciones de los tiempos y las distancias. Como hemos visto, los contemporáneos de Newton habían comprendido cómo podrían explicarse los movimientos circulares; éste era un caso particular, pero Newton dio la solución general del problema, comprendiendo todos los casos particulares del movimiento en círculo, elipse, parábola, hipérbola, esto es, en todas las secciones cónicas.
Los matemáticos de Alejandría habían demostrado que la dirección del movimiento de los cuerpos que caen [245] es hacia el centro de la tierra. Newton probó que así tenía que ser precisamente, puesto que el efecto general de la atracción de todas las partes de la esfera es igual al que se produciría si todas ellas se hallasen reunidas en el centro.
A esta fuerza central que determina la caída de los cuerpos, se llama fuerza de gravedad. Nadie hasta entonces, excepto Keplero, había considerado cuan lejos llegaba su influencia. Pareció posible a Newton que pudiera extenderse hasta la Luna y ser la fuerza que la desvía de su camino rectilíneo y la hace girar en su órbita alrededor de la Tierra. Fue fácil computar, por el principio de los cuadrados inversos, si la atracción de la Tierra era suficiente para producir el efecto observado. Empleando las medidas del tamaño de la Tierra posibles en aquel tiempo, halló Newton que el desvío de la Luna era solamente de trece pies por minuto; al contrario, si su hipótesis de la gravitación era exacta, deberían ser quince pies. Pero, en 1669, Picard, como hemos visto, verificó la medición de un grado con más esmero que el que se había tenido anteriormente; esto cambió el valor asignado a la magnitud de la Tierra, y por lo tanto el de su distancia a la Luna; y habiendo llamado la atención a Newton hacia este asunto algunas discusiones que tuvieron lugar, en 1679, en la Real Sociedad, obtuvo los resultados de Picard, volvió a su casa, buscó sus antiguos papeles y emprendió de nuevo los cálculos; cuando iba aproximándose al fin llegó a ponerse tan agitado, que se vio obligado a suplicar a un amigo que los concluyese. La coincidencia esperada fue establecida. Se probó que la Luna está mantenida en su órbita y obligada a girar alrededor de la Tierra por la fuerza de la gravedad terrestre. El genio de Keplero había dado origen [246] a los torbellinos de Descartes, y éstos a su vez a la fuerza central de Newton.
Del mismo modo, la Tierra y cada uno de los planetas se mueven en órbitas elípticas alrededor del Sol, por la fuerza atractiva, y las perturbaciones provienen de la acción de las masas planetarias entre sí. Conociendo las masas y las distancias, pueden calcularse estas perturbaciones. Astrónomos posteriores han conseguido efectuar el problema inverso, esto es, conociendo las perturbaciones o irregularidades, hallar la posición y la masa del cuerpo perturbador. Así, pues, por las desviaciones de Urano de su posición teórica, se obtuvo el descubrimiento de Neptuno.
Consistió el mérito de Newton en aplicar las leyes de la dinámica a los movimientos de los cuerpos celestes, e insistió en que las teorías científicas deben sustentarse por la concordancia de las observaciones y el cálculo.
Cuando Keplero anunció sus tres leyes, fueron recibidas con reprobación por las autoridades espirituales, no porque se creyese que contuvieran algún error, sino en parte porque servían de apoyo al sistema copernicano, y en parte porque se juzgó inoportuno admitir la preponderancia de una ley cualquiera, como opuesta a la intervención providencial. El mundo era considerado como el teatro en que la voluntad divina se mostraba diariamente; y era incompatible con la majestad de Dios que aquella fuese menoscabada en ningún concepto. El poder del clero se manifestaba principalmente en la influencia que pretendía tener para cambiar sus determinaciones arbitrarias. Por esto podía destruir la acción perniciosa de los cometas, asegurar la lluvia o el buen tiempo, prevenir los eclipses, detener el curso de la naturaleza y obrar toda clase de milagros; de este modo se hizo [247] retroceder la sombra en el cuadrante y detener el Sol y la Luna en medio de su marcha.
En el siglo precedente a la época de Newton había tenido lugar una gran revolución religiosa y política: la Reforma. Aunque su resultado no había sido conseguir una libertad absoluta de pensamiento, había debilitado empero muchas de las antiguas barreras eclesiásticas. En los países reformados, no hubo autoridad que pudiese condenar las obras de Newton, ni hubo entre el clero propensión a inmiscuirse en tal asunto; al principio, la atención de los protestantes estaba alimentada por los movimientos de sus grandes enemigos los católicos, y cuando este foco de inquietud cesó y surgieron las inevitables divisiones del protestantismo, la atención fue absorbida por las Iglesias rivales y antagonistas. La luterana, la calvinista, la episcopal, la presbiteriana, tenían cosa mas urgente a la mano que las demostraciones matemáticas de Newton.
Así, impune y desapercibida, en este clamor de las sectas beligerantes, se estableció sólidamente la gran teoría de Newton. Su significación filosófica era más grande que los dogmas que aquella gente tanto debatía; no sólo aceptaba la teoría heliocéntrica y las leyes descubiertas por Keplero, sino que probó que, fuera cual fuese la importancia de la autoridad eclesiástica contraria, el Sol debía ser el centro de nuestro sistema y que las leyes de Keplero son resultado de la necesidad matemática. Es imposible que fueran de otro modo que como son.
Pero ¿cuál es el sentido de todo esto? Sencillamente que el sistema solar no es interrumpido por intervenciones providenciales; sino que está bajo el dominio de leyes irresistibles que a su vez son resultado de la necesidad matemática. [248] Las observaciones telescópicas de Herschel I le demostraron que hay muchísimas estrellas dobles; dobles, no sólo porque accidentalmente se encuentran en la misma visual, sino porque están reunidas físicamente girando una alrededor de la otra. Estas observaciones fueron continuadas y aumentadas grandemente por Herschel II. Los elementos de la órbita elíptica de la estrella doble x de la Osa Mayor, fueron determinados por Savary, siendo su periodo de cincuenta y ocho años y un cuarto; los de la otra s de la Corona fueron determinados por Hind, siendo su periodo mayor de setecientos treinta y seis años. El movimiento de estos dos soles en su órbita es elíptico, lo cual nos obliga a admitir que la ley de la gravitación llega mucho más allá de los límites del sistema solar; ciertamente, en tanto cuanto alcanza el telescopio, se demuestra el imperio de la ley. D’Alembert dice en la introducción a la Enciclopedia: «El Universo es un hecho único, una sola y gran verdad.»
¿Debemos, pues, colegir que los sistemas solar y estelar han sido creados por Dios y que les ha impuesto por su voluntad arbitraria leyes bajo cuyo imperio era su placer que verificasen sus movimientos, o hay razones para creer que estos varios sistemas no fueron creados por un fiat arbitrario, sino por el proceso de la ley?
Expongamos ahora algunas particularidades manifestadas por el sistema solar, según la enumera Laplace. Todos los planetas y sus satélites giran en elipses tan poco excéntricas, que casi son círculos; todos los planetas giran en la misma dirección y casi en el mismo plano; los movimientos de los satélites se verifican en la misma dirección que los de los planetas; los movimientos de rotación del Sol, de los planetas y los satélites se verifican [249] en la misma dirección que sus movimientos de revolución y en planos poco diferentes.
¡Es imposible que tantas coincidencias sean resultado del acaso! ¿No es claro que debe haber habido un lazo común entre todos estos cuerpos y que son solamente partes de lo que un tiempo sería una sola masa?
Pero si admitimos que la sustancia de que consta el sistema solar existió alguna vez en estado nebuloso y que se hallaba en rotación, todas las particularidades anotadas se desprenden como consecuencias naturales; más aún, la formación de los planetas y de los satélites y asteroides se explica del mismo modo. Vemos por qué los planetas exteriores y sus satélites son mayores que los interiores; por qué los planetas mayores giran rápidamente y los pequeños con lentitud; por qué los planetas inferiores tienen menos satélites que los superiores. Hallamos indicaciones sobre el tiempo de las revoluciones de los planetas y satélites en sus respectivas órbitas, y percibimos el modo de formación de los anillos de Saturno, hallamos explicación de las condiciones físicas del Sol y de los cambios de condición por que han pasado la Tierra y la Luna, como lo indica la geología de ambas.
Sólo se han notado dos excepciones a las particularidades mencionadas, que son Urano y Neptuno.
Admitida la existencia de semejante masa nebulosa, todo lo demás se desprende necesariamente. ¿No hay, sin embargo, una gran objeción que hacer? ¿No es esto excluir al Dios Todopoderoso de los mundos que ha creado?
Primero, debemos cerciorarnos de si hay alguna prueba sólida para admitir la existencia de semejante masa nebulosa.
La hipótesis de las nebulosas descansa principalmente en los descubrimientos telescópicos hechos por Herschel I, [250] de que hay esparcidas aquí y acullá en el firmamento pálidas manchas luminosas, algunas de las cuales son bastante grandes para ser percibidas a simple vista. De éstas, muchas pueden resolverse, por telescopios de bastante fuerza, en grupos de estrellas; pero algunas, como la gran nebulosa de Orión, resisten a los mejores instrumentos construidos hasta aquí.
Se aseguró, por los que no estaban dispuestos a aceptar la hipótesis de las nebulosas, que la no resolución era debida a lo imperfecto de los telescopios empleados; en estos instrumentos se pueden observar dos distintas funciones; su potencia como colectores de luz, que depende del diámetro del objetivo o del espejo, y su poder de definición, que depende de la perfecta curvatura de las superficies ópticas. Los grandes instrumentos pueden poseer la primera cualidad en razón a su tamaño, pero difícilmente la última, ya a causa de mala elaboración en su construcción, ya por la flexión que su propio peso les imprime. Pero mientras un instrumento no sea tan perfecto en este punto como en el otro, no podrá descomponer una nebulosa.
Afortunadamente, sin embargo, disponemos de otros medios para resolver la cuestión, en 1846, descubrió el autor de este libro que el espectro de un cuerpo sólido incandescente es continuo, esto es, no presenta rayas negras ni brillantes. Fraünhofer había hecho saber anteriormente que el espectro de un gas incandescente no es continuo: de aquí, pues, que podamos determinar si la luz emitida por una determinada nebulosa proviene de un gas incandescente o de un grupo de sólidos en ignición, estrellas o soles. Si su espectro es discontinuo, son nebulosas o gases, y si es continuo, indica una agrupación de estrellas. [251]
En 1864, Mr. Huggins hizo el examen de la nebulosa de la constelación del Dragón y demostró que era gaseosa. Observaciones posteriores han hecho conocer que, de sesenta nebulosas analizadas, diecinueve presentan espectros discontinuos o gaseosos y el resto espectros continuos.
Puede, por lo tanto, admitirse que se ha obtenido al cabo la prueba física que demuestra la existencia de vastas masas de materia en estado gaseoso y a la temperatura de la incandescencia.
La hipótesis de Laplace encuentra así una sólida base; en semejante masa nebulosa es necesario el enfriamiento por irradiación; la condensación y la rotación son las consecuencias inevitables. Debe haber una separación de anillos todos en un mismo plano, una generación de planetas y satélites, todos girando del mismo modo, un sol central y globos que lo rodean. De una masa caótica, por obra de las leyes naturales, se ha producido un sistema organizado, convirtiéndose la materia en mundos a medida que disminuía el calor total.
Si es ésta la cosmogonía del sistema solar, ésta la génesis de los mundos planetarios, nos vemos obligados a extender nuestra doctrina del imperio de la ley, y a reconocer su acción en la creación tanto como en la conservación de los orbes innumerables que se amontonan en el Universo.
Pero puede preguntarse otra vez: «¿No hay en esto algo profundamente impío? ¿No excluimos al Dios Todopoderoso del mundo que ha hecho?»
Hemos sido a menudo testigos de la formación de una nube en un cielo puro. Un punto neblinoso, apenas perceptible, una pequeña faja de humedad, aumenta de volumen y se hace más densa y oscura, hasta que cubre [252] una gran parte del cielo. Forma fantásticas figuras y toma su luz del Sol; es arrastrada por el viento, y tal vez gradualmente como vino, gradualmente desaparece fundiéndose en el aire transparente.
Ahora bien; decimos que las pequeñas vesículas de que estaba compuesta esta nube provienen de la condensación del vapor de agua preexistente en la atmósfera, por reducción de la temperatura, y demostramos cómo adquieren las formas que presenta; asignamos razones ópticas para el brillo o la oscuridad de la nube; explicamos por principios mecánicos su acarreo por el viento, y para su desaparición acudimos a las explicaciones de la química. Nunca nos ocurre invocar la intervención del Todopoderoso en la producción y aspecto de estas formas fugitivas. Explicamos todos los hechos que con ellas se relacionan por leyes físicas, y quizás dudaríamos reverentemente en traer a estas operaciones el dedo de Dios.
Pero el Universo no es más que una nube semejante, una nube de soles y mundos, y por infinitamente grande que parezca a nuestra vista, para la Inteligencia Infinita y Eterna es tan sólo un celajillo flotante. Si hay una multiplicidad de mundos en un espacio infinito, hay también una sucesión de mundos en tiempos infinitos. Así como las nubes se reemplazan unas a otras en el cielo, así el sistema estelar, el universo, es el sucesor de otros innumerables que le han precedido, y el predecesor de otros innumerables que le seguirán. Hay una metamorfosis incesante, una serie de hechos, sin principio ni fin.
Si por los principios físicos nos damos cuenta de los incidentes metereológicos de menor importancia, nieblas y nubes, ¿no nos es permitido apelar al mismo principio para el origen de los sistemas de mundos y universos, que son sólo nubes en un periodo de tiempo mayor, nieblas [253] que se conservan algún tiempo más que las otras? ¿Puede ningún hombre trazar la línea que separa lo físico de lo sobrenatural? ¿No dependen completamente nuestros cálculos sobre la extensión y duración de las cosas de nuestro punto de vista? ¡Qué magnífica y trascendental escena veríamos si nos hallásemos en medio de la gran nebulosa de Orión! Las vastas transformaciones, las condensaciones en mundos del polvo inflamado, parecerían dignas de la presencia inmediata, de la inspección de Dios; aquí, desde nuestra lejana estación, donde millones de millas son inapreciables a nuestra vida y parecen los soles no más gruesos que átomos en el aire, esa nebulosa es más insignificante que la nube más tenue. Galileo, en su descripción de la constelación de Orión, no la creyó digna de ser mencionada. Los teólogos más rigorosos de aquellos días nada habrían tenido que vituperar, si se hubiese atribuido su origen a causas secundarias, y nada irreligioso hubieran encontrado en que no se hiciese intervenir la acción arbitraria de Dios en sus metamorfosis. Si tal es la conclusión a que venimos a parar respecto a ella, ¿cuál sería la idea que tendría de nosotros una inteligencia que en ella habitase? Ocupa una extensión, un espacio millones de veces mayor que el de nuestro sistema solar; desde ella somos invisibles, y, por lo tanto, absolutamente insignificantes: ¿hubiera esta inteligencia creído necesario recurrir para nuestro origen y conservación a la intervención inmediata de Dios?
Del sistema solar, descendamos a lo que es aún más insignificante; a una pequeña porción de él: descendamos a nuestra Tierra. En el transcurso del tiempo ha experimentado grandes cambios: ¿han sido éstos debidos a intervenciones divinas incesantes, o a la obra continua de [254] una ley invariable? El aspecto de la naturaleza cambia perpetuamente ante nuestros ojos, y de un modo más grande e imponente ha cambiado en las épocas geológicas. Pero las leyes que presiden estos cambios jamás experimentan la menor variación. En medio de inmensas vicisitudes, son inmutables: el presente orden de cosas es sólo un simple eslabón de una vasta cadena que se une a un pasado incalculable y a un futuro infinito.
Hay pruebas geológicas y astronómicas de que la temperatura de la Tierra y de su satélite fue en tiempos remotos mucho más elevada de lo que es ahora; una disminución tan lenta como para ser imperceptible en cortos intervalos, pero manifiesta en el curso de muchas épocas, ha tenido lugar. El calor se ha perdido por radiación en el espacio.
El enfriamiento de una masa de cualquier clase, grande o pequeña, es continuo y no se verifica por saltos o intermitencias; tiene lugar por obra de una ley matemática, si bien no pueden aplicarse a estos inmensos cambios las leyes ni las fórmulas de Newton ni las de Dulong y Petit. Nada importa que periodos de diminución parcial, periodos glaciales, u otros de elevación transitoria se hayan intercalado: nada importa que estas oscilaciones puedan provenir de variaciones topográficas, como las de nivel, o de periodos en la irradiación solar. Un Sol periódico obraría como una simple perturbación en la diminución gradual del calor. Las perturbaciones de los movimientos planetarios son una confirmación de la atracción, no una prueba contra ella.
Ahora bien, una diminución de temperatura semejante debe haber sido seguida en nuestro globo de innumerables cambios de carácter físico. Sus dimensiones deben haber disminuido por contracción; la duración del [255] día debe haberse acortado, y su superficie endurecido, produciéndose fracturas en las líneas de menor resistencia; la densidad del mar aumentaría haciéndose menor su volumen; la constitución de la atmósfera variaría, especialmente en la cantidad de vapor de agua y ácido carbónico que contenía; la presión barométrica disminuiría.
Estos cambios y otros muchos que podrían mencionarse, deben haber tenido lugar, no de un modo discontinuo, sino ordenado, puesto que el hecho principal, la diminución de calor que los causaba, seguía una ley matemática.
Pero, no sólo la naturaleza inanimada se ha hallado sometida a estos cambios inevitables: la naturaleza animada también lo ha estado simultáneamente.
Una forma orgánica de cualquier clase, vegetal o animal, no sufrirá cambio alguno mientras no varíe el medio que la rodea; si ocurriera una alteración en éstos, el organismo sería modificado o destruido.
La destrucción ocurre más fácilmente mientras más brusco es el cambio del medio; la modificación o transformación es más posible mientras más gradual es éste.
Puesto que se demuestra ser cierto que la naturaleza inanimada en el curso de las edades sufrió grandes transformaciones; puesto que la corteza de la Tierra, el mar y la atmósfera no son ya lo que fueron en algún tiempo; puesto que la distribución de las tierras y océanos y todas las condiciones físicas han variado; puesto que ha habido tan grandes cambios en los medios que rodean las cosas vivientes en la superficie de nuestro planeta, se desprende necesariamente que la naturaleza orgánica debe haber pasado por destrucciones y transformaciones en analogía con dichos cambios. [256]
¡Cuán copiosas, cuán abundantes son las pruebas de estas extinciones y variaciones!
Aquí otra vez debemos observar que, puesto que el mismo agente distribuidor seguía una ley matemática, estos resultados suyos deben considerarse como regidos por la misma ley.
Semejantes consideraciones, pues, claramente nos obligan a venir a la conclusión de que el progreso orgánico del mundo ha sido conducido por obra de una ley inmutable; no quebrantando ni determinado por intervenciones arbitrarias de Dios. Nos inducen a considerar favorablemente la idea de trasmutación de una forma en otra, más bien que la de creaciones repentinas.
La creación implica una aparición brusca; la transformación, un cambio gradual.
De este modo, se presenta a nuestra inteligencia la gran teoría de la evolución. Todo ser orgánico ocupa un lugar en la cadena de los acontecimientos, no es un hecho caprichoso y aislado, sino un fenómeno inevitable; tiene su sitio en este vasto y ordenado concurso que sucesivamente ha nacido en el pasado, se ha introducido en el presente y prepara el camino para el predestinado porvenir. De paso en paso, en esta vasta progresión hay un desarrollo gradual, definido y continuo, un orden de evolución irresistible. Pero, en medio de estos grandes cambios, se conservan inmutables las leyes, que dominan sobre todo.
Si examinamos la introducción de cualquier tipo de vida en las series animales, vemos que se halla de acuerdo con la transformación, no con la creación. Principia bajo una forma imperfecta en medio de otras formas, cuyo tiempo casi está cumplido y que van ya a extinguirse; nace gradualmente una especie tras otra en sucesión [257] más y más perfecta, hasta que después de muchas edades alcanza su culminación; de aquí sigue de un modo análogo un descenso o degeneración larga y graduada.
Así, aunque el tipo de los mamíferos será característico de los periodos terciario y post-terciario, no aparece en ellos súbitamente y sin preparación. Más atrás, en el secundario, lo hallamos bajo formas imperfectas, luchando como para conquistar su puesto. Al cabo, alcanza cierto predominio bajo más elevados y mejores modelos.
Esto ocurre también con los reptiles, tipo característico del periodo secundario; así como vemos en los cuadros disolventes desaparecer de un modo confuso los detalles de un paisaje que se funde en los más acentuados del cristal que nuevamente se coloca, va ganando en fuerza, alcanza su culminación y luego se desvanece en algún otro, así la vida de los reptiles aparece dudosa, alcanza su culminación y gradualmente degenera. En todo esto nada hay brusco, y las tintas se cambian unas en otras por grados insensibles.
¿Cómo podría ser de otro modo? Los animales de sangre caliente no pueden vivir en una atmósfera tan cargada de ácido carbónico como la de los tiempos primitivos. Pero más tarde esta sustancia nociva fue absorbida del aire por las hojas de las plantas bajo el influjo de la luz solar, y envuelto su carbono en la Tierra en forma de carbón, el desprendimiento del oxígeno les permitió vivir. Al modificarse así la atmósfera, participó el mar de este cambio; devolvió una gran parte de su ácido carbónico, y las masas calizas que a su favor tenía en disolución, se depositaron en forma sólida. Por cada equivalente de carbono sepultado en la Tierra, [258] hubo un equivalente de carbonato de cal separado del mar, no precisamente en estado amorfo, sino con más frecuencia bajo forma orgánica. La luz del Sol trabajó un día y otro, pero fueron necesarios millares de ellos para completar la obra. Hubo un tránsito lento de una atmósfera nociva a otra purificada, e igualmente un tránsito lento de los animales de sangre fría a los animales de sangre caliente. Pero los cambios físicos tuvieron lugar bajo el imperio de una ley, y las transformaciones orgánicas no fueron repentinas, como actos arbitrarios providenciales; sino inmediatas e inevitables consecuencias de los cambios físicos, y, por lo tanto, como ellos, resultado necesario de la ley.
Consideraciones más detalladas de este asunto puede encontrarlas el lector en los capítulos I, II y VII del segundo libro de mi Tratado de Fisiología humana, publicado en 1856.
¿Está el mundo, pues, gobernado por la ley o por una intervención providencial, que bruscamente rompe y detiene el curso de los acontecimientos?
Para completar nuestra opinión en este asunto, volvamos, finalmente, la vista a lo que en un sentido puede considerarse como de poca significación, si bien en otro es de mucha importancia. ¿Muestran las sociedades humanas, en su carrera histórica, señales de un progreso predeterminado en una senda inevitable? ¿Hay alguna prueba de que la vida de las naciones está sometida a una ley inmutable?
¿Podemos deducir que en la sociedad, como en el individuo, nada sale de la nada, sino que hay una evolución o desarrollo de formas que tenían existencia anterior?
Si alguno censura o ridiculiza la doctrina de la evolución [259] o desarrollo sucesivo de las formas animadas, que constituye la no interrumpida cadena de los seres orgánicos, desde los principios de la vida en el globo hasta los tiempos presentes, reflexiones que él mismo ha pasado por las modificaciones que rechaza; durante nueve meses fue acuático su tipo de vida, y en ese tiempo tomó varias formas distintas, pero correlativas; al nacer, su tipo de vida se hizo aéreo y empezó a respirar el aire atmosférico; nuevos elementos de alimentación se le aplican, cambia su modo de nutrición, pero todavía no puede ver nada, oír nada ni notar nada. Por grados adquiere conciencia de la vida y percibe que hay un mundo exterior. En tiempo oportuno aparecen otros órganos adaptados para un cambio de alimento: son los dientes, y sigue dicho cambio. Pasa luego por la niñez y la juventud, se desarrolla su forma corporal y con ella su poder intelectual. A los quince años, a consecuencia de la evolución de una parte especial de su sistema, cambia su carácter moral; nuevas ideas y pasiones le asaltan; y que aquella era la causa y éste el efecto, se demuestra cuando por la habilidad del cirujano se destruye aquella parte; no acaba aquí el desarrollo o metamorfosis; se necesitan algunos años para que el cuerpo adquiera toda su perfección, y otros tantos para la del alma; se alcanza al fin la culminación y en seguida empieza el descenso; no necesito pintar sus tristes incidentes, la debilidad física e intelectual. Quizás no hay exageración en decir que, en menos de un siglo, todo ser humano en la superficie del globo, si no ha sido arrebatado prematuramente, ha pasado por todos estos cambios.
¿Hay, pues, para cada uno de nosotros una intervención providencial, cuando pasamos de un estado a otro de [260] la vida, o creeremos más bien que los millares sin cuento de seres humanos que han poblado la tierra se han hallado bajo el dominio de una ley inmutable y universal?
Pero los individuos son los elementos constituyentes de las comunidades o naciones. Mantienen entre sí una elación como la de las partes del cuerpo: éstas, unidas en él, empiezan y cumplen sus funciones; mueren y son eliminadas.
Como el individuo, nace la nación sin su propio conocimiento y muere sin su propio consentimiento y a menudo contra su propia voluntad. La vida nacional no difiere en nada de la individual, excepto en que dura mucho más tiempo; pero ninguna nación se libra de su término inevitable. Todas ellas, si se considera bien su historia, muestran su época de niñez, de juventud, de madurez y de descenso, si sus fases de vida son completas.
En las fases de toda existencia, si aquellas son completas, hay caracteres comunes, y como uniformidad, lo que revela que todos viven bajo el reino de la ley; podemos de esto inferir que la vida de las naciones, y ciertamente el progreso de la humanidad, no tiene lugar por azar o capricho, que la intervención sobrenatural nunca rompe la cadena de los hechos históricos, que todo suceso tiene su origen en otro anterior y engendra otros posteriores.
Pero esta conclusión es el principio esencial del estoicismo, aquel sistema filosófico griego que, como ya he dicho, ofreció un apoyo en sus horas de prueba y una guía segura en las vicisitudes de la vida, no sólo a muchos griegos ilustres, sino a algunos de los grandes filósofos, hombres de estado, generales y emperadores de Roma; sistema que excluía el azar de todo y que consideraba [261] los sucesos como dirigidos por una necesidad irresistible hacia el perfecto bien; sistema de energía, austeridad, virtud, severidad, protesta viva en favor del sentido común de la humanidad. Y tal vez no disentiremos de la observación de Montesquieu, cuando afirma que la destrucción de los estoicos fue una gran calamidad para la raza humana, pues ellos solos hacían grandes ciudadanos, grandes hombres.
La cristiandad latina en su forma papal es absolutamente contraria al principio del gobierno por leyes. La historia de esta rama de la Iglesia cristiana es casi un diario de milagros e intervenciones sobrenaturales; donde se demuestra que las súplicas de los hombres de bien han detenido a menudo el curso de la naturaleza, si acaso es que existe ciertamente este curso; que imágenes y pinturas han obrado prodigios; que huesos, cabellos y otras reliquias sagradas han verificado milagros. El criterio o prueba de la autenticidad de muchos de estos objetos no es la investigación de su origen e historia, sino la exhibición de su poder milagroso.
¿No es una lógica extraña la que encuentra pruebas de un hecho incierto en la demostración inexplicable de otro?
Aún en los tiempo de la más profunda ignorancia, los cristianos inteligentes deben haber confiado poco en esta intervención providencial o milagrosa. Hay una grandeza solemne en el ordenado progreso de la naturaleza, que nos impresiona profundamente; y es tal el carácter de continuidad en los sucesos de nuestra vida individual, que instintivamente dudamos de que a otros pueda ocurrirles nada sobrenatural. El hombre inteligente sabe bien que nunca se ha cambiado para utilidad suya el orden de la naturaleza; para él nunca se ha obrado [262] ningún milagro; atribuye precisamente todo suceso de su vida a algún otro anterior y considera el uno como causa del otro; cuando oye afirmar que a favor de otro hombre se ha verificado alguna intervención maravillosa, no puede creer sino que ése está engañado o quiere engañar a los demás.
Como hubiera podido preverse, la doctrina católica de la intervención milagrosa recibió un rudo contratiempo de la Reforma, cuando la predestinación y la gracia estaban sostenidas por varios grandes teólogos y era aceptada por algunas de las principales Iglesias protestantes. Con austeridad estoica, declara Calvino: «Fuimos elegidos de toda eternidad, antes de la formación del mundo, no por nuestro mérito, sino por los juicios de la voluntad divina.» Al afirmar esto Calvino, se apoyaba en la idea de que Dios tiene decretado de toda eternidad lo que debe suceder. Así, pues, tras un periodo de muchos años, se destacaron de nuevo las ideas de los basilidianos y valentinianos, sectas cristianas del siglo II, cuyas opiniones gnósticas conducían a ingerir la gran doctrina de la Trinidad en el cristianismo. Aseguraban que todas las acciones de los hombres son necesarias, que hasta la fe en un don natural, a la cual están predestinados ciertos hombres precisamente, y deben por lo tanto salvarse, aunque sus vidas sean irregulares. Del Dios Supremo proceden todas las cosas; así en que alcanzaron gran estimación las opiniones que desarrolla San Agustín en su obra De dono perseverantiae. Estas eran: que Dios, por su voluntad arbitraria, ha escogido a ciertas personas sin atender a sus buenas obras o a su fe, y ha ordenado que recaiga en ellas la felicidad eterna; otras personas, del mismo modo, han sido condenadas al castigo eterno. Los sabulapsarios creían que «Dios permitió [263] la caída de Adán»; los supralapsarios, «que lo tenía predestinado con todas sus perniciosas consecuencias, de toda eternidad, y que nuestros primeros padres no tuvieron libertad, ni en un principio.» Al hablar así, olvidaban estos sectarios la observación de San Agustín: Nefas est dicer Deum aliquid misi bonum predestinare.
¿Es cierto, pues, que «la predestinación a la felicidad eterna es el objeto imperecedero de Dios, por lo que, antes de la fundación del mundo, ha decretado en sus consejos, secretos para nosotros, entregar a la condenación a aquellos que ha escogido entre la multitud? ¿Es cierto que de la familia humana hay algunos que, sin haber cometido ninguna falta propia, han sido condenados por el Altísimo a la miseria y torturas eternas?»
En 1595, los artículos de Lambeth afirmaban que «Dios desde la eternidad ha predestinado a ciertos hombres a la vida y otros a la muerte.» En 1618, el Sínodo de Dort se decidió en favor de esta opinión; condenó a los que se opusieran a ella y los trató con tal severidad, que muchos de ellos tuvieron que fugarse a países extranjeros. Aún en la Iglesia de Inglaterra, como manifestó por su decimoséptimo artículo de fe, hallaron favor estas doctrinas.
Probablemente, no ha habido punto de controversia jamás que haya acarreado sobre los protestantes, por parte de los católicos, condenas más severas, por aceptar la ley como gobierno del mundo. En toda la Europa reformada, cesaron los milagros; pero con la extinción de las curaciones por las reliquias, se acabaron también grandes beneficios pecuniarios. Es bien sabido que la venta de indulgencias fue lo que provocó la Reforma, indulgencias que en el fondo son un permiso de Dios para practicar el pecado, a condición de pagar cierta suma al clero. [264]
Filosóficamente, la Reforma implica una protesta contra la doctrina católica de la continua intervención divina en los negocios humanos, invocada por un agente sacerdotal; pero esta protesta distaba mucho de ser completa en todas las Iglesias reformadas. Las pruebas en apoyo del gobierno por la ley, que han sido presentadas en estos últimos años por la ciencia, se reciben por muchas de ellas con desconfianza, quizá con desagrado; sentimientos, sin embargo, que se desterrarán con el tiempo ante la multiplicidad de las pruebas.
¿No terminaremos, pues, con Cicerón, citado por Lactancio, diciendo: «Una ley eterna e inmutable abraza todas las cosas y los tiempos»?