Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 104-125

Jorge Mañach

Imagen de Ortega y Gasset

1

En las anteriores conferencias de esta serie, dedicada a honrar la memoria de Ortega y Gasset, se han ofrecido muy lúcidas exposiciones de aspectos principales de su pensamiento y de su personalidad. A mí se me ha pedido una impresión total del hombre y de la obra, para completar así nuestro tributo al gran ingenio cuya muerte es un duelo de la cultura occidental y en particular de la cultura hispánica.

Creo que la manera más sucinta de abordar una tarea semejante es tratar de encontrar lo que el propio Ortega llamaría un punto de vista, desde el cual sea posible obtener una visión de conjunto. Sólo así se puede, con un poco de suerte, dar una idea clara de la unidad y sistematicidad de una obra tan varia y profunda como la de Ortega.

En su caso, esto es particularmente necesario. Primero, porque se trata de un filósofo, lo cual significa ante todo un queredor de unidad. No se le puede hacer justicia a Ortega sin mostrar en qué medida ha alcanzado esa unidad de pensamiento. Pero acontece que ese filósofo es, además, un gran escritor. Se da así en él una dualidad que a muchos ha podido parecer equívoca. Importa, pues, ver si esas dos manifestaciones de su talento son independientes entre sí, al punto de que hasta puedan entrar en conflicto, o, por el contrario, resultan ser florecimientos de una misma raíz.

No hay inconveniente en adelantar que esto último es justamente lo que parece ser cierto. La doble condición de filósofo y escritor con que Ortega se nos presenta no hubiera podido darse con tan pareja eminencia si ambas formas de expresión, la reflexiva y la literaria, no se nutriesen del mismo profundo hontanar. Por lo mismo, sin embargo, esa doble manifestación es significativa de una dualidad aun más radical. Para mostrarlo es necesario decir siquiera dos palabras sobre la fisonomía espiritual de Ortega y sobre su formación intelectual, [105] apoyándonos levemente en algunos datos de su vida –los suficientes para sugerir su personal «razón histórica». Recordando su fórmula para Goethe, tratemos de mirar un poco a Ortega «desde dentro».

No vamos a especular orondamente sobre el hecho de que Ortega fuese hijo de cubano. ¿Qué relieve puede tener ese accidente de españolidad colonial? Lo que sí me parece ya más atendible es que su padre, Ortega y Munilla, fuese, como fue, un periodista ilustre. O más exactamente: un escritor que en los periódicos se ocupaba de lo transitorio y lo público, de sus menesteres y percances. Eso forma un ambiente familiar, y cuando se nace con aptitudes para escribir, es natural que tal ambiente suministre una modulación inicial de la mente y de la sensibilidad. El propio Ortega declaró alguna vez que él había nacido en una rotativa. Creo recordar que justificaba así, no sólo el hecho de escribir filosofía en los periódicos, sino también su insaciable interés por el mundo de las cosas y de los sucesos. A la mentalidad periodística suele hacérsele no poca injusticia, pues se la juzga comúnmente por sus medidas más ínfimas. Pero esa mentalidad es la forma más sólita de la que hoy día los existencialistas llaman engagée, es decir, comprometida con lo vital, vocada a tomar posición ante los problemas, interesada por lo concreto. Cuando esta avidez de concreción y actualidad se conjuga con lo contrario, con la aptitud para la abstracción y para ver las cosas sub specie aeterni, se tiene una mente de cierto tipo: una dualidad que tenderá a resolverse haciendo de lo relativo un absoluto y orientándose hacia lo vital.

Ortega nació y vivió casi siempre en Madrid. Meseta castellana; aire fino y sequedad de la tierra; paisaje desnudo que El Escorial preside con toda su carga de historia; solidez de las cosas y precisión de los perfiles. Nadie ha descrito la severidad ardiente de su tierra castellana con más amor que Ortega –un amor doloroso, que suele ser el más profundo. Ortega llevará a Castilla siempre dentro como entraña y a veces como espina «en el corazón clavada».

De niño, se había pasado seis años como estudiante interno en un colegio de jesuitas situado en Miraflores del Palo, cerca de Málaga. ¿No ejercería también el Levante alguna influencia sobre él? En su artículo sobre la novela A.M.D.G., de Pérez de Ayala, artículo que tanto tiene de evocación a la vez nostálgica y resentida, Ortega escribió: «Hay un lugar que el Mediterráneo halaga, donde la tierra pierde su valor elemental, donde el agua marina desciende al menester de esclava y convierte su líquida amplitud en un espejo reverberante, que refleja lo único que allí es real: la luz. Saliendo de Málaga, siguiendo la línea ondulante de la costa, se entra en el imperio de la luz. Lector, yo he sido durante seis años emperador dentro de una gota de luz, en un imperio más azul y esplendoroso que la tierra de los mandarines...» Más abajo nos dirá que al evocar aquel paisaje se pone la mano a modo de visera, para resguardarse las pupilas de «esa refulgencia excesiva en que flotó su infancia».

No lo tomen ustedes como influencia, si no quieren. Acéptenlo sólo como símbolo. Sobre la imagen de la solidez castellana, [106] la de aquella región «donde la tierra pierde su valor elemental», donde sólo se advierte «el imperio de la luz». Se nos va perfilando así el Ortega luciferino, con su estilo reverberante de imágenes, suntuoso de matices verbales. Si nos aventuramos a decir que Castilla le dio masa, estructura, horizonte a su pensamiento, que tanto tiene a veces también de áspero y tajante, la misma licencia nos animará a sugerir que del Mediterráneo le viene la gracia a la vez intelectual y expresiva, la ondulante plasticidad. Ni sería quizás extremado añadir que en ocasiones se tiene también, leyendo ciertas páginas de Ortega, la impresión de que «lo único que allí es real es la luz», en el sentido de que la realidad parece disolverse bajo el chorro potente del análisis. Ortega mismo está en guardia contra eso, de modo que la claridad de que se inundan sus pensamientos no les devore a las cosas su perfil; que el dintorno no absorba al contorno, ya que cada cosa, a su manera, es también un yo y su circunstancia.

Lo demás que dejó en él Miraflores del Palo –¡qué incongrua dualidad también la de este toponímico!– lo demás, acaso no necesita subrayado. En el colegio de jesuitas fue «emperador», y no hay duda de que lo recuerda con cierto orgullo, no obstante la severidad con que enjuicia la pedagogía de tales centros. Yo no creo que se pueda ser emperador en un colegio de jesuitas durante seis años en balde. Pero no quiero sugerir más de la cuenta. Me basta con apuntar a la formación imperial que desde ese momento debió de tener la mente de Ortega. Que esta clase de mentalidad existe, él mismo nos lo dice a propósito de Hegel. «Hegel –escribió– es un caso curioso de archi-intelectual, que tiene, no obstante, psicología de hombre de Estado. Autoritario, imponente, duro y constructor... Su filosofía es imperial, cesárea...»

Antes de escribir eso, Ortega se ha prevenido contra el sentido que le puedan dar a sus palabras los lectores demasiado listos, sobre todo los de Sud-América. Yo no sé si estaré reaccionando con superficialidad hispanoamericana al suponer que ese sentido de lo imperial en Hegel anda muy cerca de lo que llamamos olímpico y si además me permito decir que ése es justamente el rasgo más ostensible de la mentalidad de Ortega.

No digo de su temperamento. Aunque éste también tenga mucho que ver en el asunto, prefiero no referirme a cierto tono y talante por demás visible, que podemos olvidarle a Ortega en gracia a su enorme talento y sus servicios. Hablo de lo que ahora más importa: de su mentalidad. Es también imperial, altiva, abarcadora, celosa de sentar sus reales en todas las zonas de la cultura, y no sólo por la vasta dimensión de su curiosidad intelectual –lo que en otros no suele dar más de sí que un estéril enciclopedismo–, sino también por el interés de asegurarle a la inteligencia sus materias primas, los datos necesarios para sus grandes elaboraciones teóricas, y porque una vez producidas éstas, el fabricante de pensamiento en gran escala necesita ver qué rendimientos de comprobación dan en las más varias zonas de la experiencia.

Por lo demás, es probable que a los jesuitas de Miraflores, y luego a los de Deusto, [107] Ortega les debiera más de lo que aquel tremendo dictamen sobre la capacidad intelectual de los reverendos padres les acredita. Cierto rigor de disciplina básica, muy tempranamente visible en el imberbe y ya admirable escritor de Las ermitas de Córdoba, cierta sintaxis de la inteligencia añadida a las finuras espontáneas de la sensibilidad, no suele ser adquisición de madurez, sino del buen ejercicio escolar, y generalmente la esmera el buen ejercicio escolástico.

Una tradicional malignidad les imputa a los miembros de la Compañía la doctrina de que el fin justifica los medios. Como quiera que eso sea, no se distingue mucho esa tesis de aquella otra según la cual el éxito de una idea acredita la validez de ésta. A eso se llama pragmatismo, y yo creo que en el fondo del pensamiento de Ortega hay un pliegue acogedor para ese criterio, aunque formalmente lo condenase. Cierto que no vio nunca en la utilidad el criterio de la verdad; pero ¿quién no recuerda la seguridad con que nos habla del sentido funcional o instrumental de la razón, o el sesgo generalísimo de sus ideas avalorando por encima de todo las demandas de la vida? Ya veremos que ese funcionalismo es precisamente uno de los modos que Ortega tiene de resolver la dualidad a que en el orden del conocimiento le solicita su propio espíritu.

Porque en Ortega pugnarán, en constante esfuerzo por conciliarse, la inteligencia y la sensibilidad, lo abstracto y lo concreto, la razón y la vida. El puro teorizador, el captador de platónicas esencias, se desdobla en espectador curioso de la vida, amador voluptuoso de las cosas, activista del pensamiento, político de la cultura. Alguna vez escribió: «no hay más teoría que una teoría de una práctica, y una teoría que no es esto no es teoría, sino simplemente una inepcia». Y en otro lugar; «Es esencial a una idea su aplicación a lo concreto, su aptitud a ser realizada». El pensamiento orteguiano aspirará, pues, a ser una aprehensión tal de la realidad que, siendo verdadera, y hasta absoluta en su dimensión cósmica, resulte a la vez apta para ajustarse a las variaciones mutuamente condicionadas de lo real, para explicar lo relativo de los intereses humanos y la mutación incesante de la historia. ¿No se va entreviendo ya de qué íntimas modulaciones de su espíritu procede la famosa doctrina de la razón vital?

Pero acabemos con este capítulo –un poco escolar siempre– de las influencias. Sobre esa mentalidad doblemente polarizada de Ortega incidió un doble repertorio de incitaciones extranjeras: francesas al principio, alemanas después. Se olvidan demasiado las primeras. Se olvida –aunque el propio Ortega no lo hiciera– su deuda confesa al Renán de sus lecturas juveniles y al Chateaubriand que le enseñó, con otros franceses, el arte de escribir con gracia y armonía. Cierto que, con el paso del tiempo y sobre todo de sus años alemanes, hablará más tarde de la cultura de Francia con creciente displicencia, acaso porque la asociaba demasiado a los dos extremos del racionalismo y del romanticismo. Así y todo, se le notará siempre cierta simpatía –es la palabra– por la sensibilidad francesa. [108] Si la famosa clarté llega a parecerle superficial más acá de Descartes, estaba definitivamente ganado por ella y por lo que en el espíritu francés hay de trémula resonancia a lo sensible y de gracia para la expresión.

Acabo de aludir a cierta predisposición suya contra el romanticismo extremo. Lo romántico, en efecto, es lo espontáneo en su forma primaria, en la más sentimental y efusiva. En el arte se manifiesta siempre, según Ortega, por una especie de embriaguez retórica. Lo contrario de la espontaneidad es la cultura en cuanto disciplina del espíritu regida por la razón, y esto lo representa el clasicismo. Por mucho tiempo Ortega se mostró enemigo de la espontaneidad en todas sus manifestaciones, tanto de conducta como de cultura. Fue ése uno de los motivos iniciales de sus discrepancias con Unamuno: la espontaneidad militante llevaba con demasiada facilidad al «energumenismo». Poco a poco, sin embargo, el intelectualismo de Ortega iría cediendo, y con él la desvalorización de lo espontáneo, que en último análisis es lo más próximo a la vida. Esta reconciliación es parte del proceso que conduce a la razón vital.

Pero, volviendo a aquello de las influencias extranjeras, recordemos cómo a la superficie de su espíritu, buida ya por lo francés, se adhirió una espesa capa de formación germánica. No incluyo en ella la influencia de Nietzsche, tan fuerte en él (como en casi todos los intelectuales del 98) en los comienzos de su carrera de escritor y pensador. Nietzsche no es un alemán típico. Aplicándole un concepto de Ortega, pudiéramos decir que su pathos es el del Sur. Por eso nuestro español pudo calificar de tórrido aquel clima nietzscheano en que por tantos años vivió. Creyó luego haberse salvado de él; pero a nosotros nos parece que la impronta de Nietzsche en Ortega, como la huella temporalmente disimulada de un ácido, le volvió a salir con el tiempo. Mucho del Ortega definitivo responderá a la nueva concepción de la filosofía iniciada por Nietzsche, en términos, no de verdades absolutas, sino de puntos de vista personales: a su exaltación de la vida como objeto esencial del filosofar; a su revisión heterodoxa de la historia y su sentido aristocrático de los valores.

La influencia germánica en Ortega a que me refiero es la que formalmente recibió ya como estudiante en Alemania. Cumple aquí decir enseguida que se habla un poco a la ligera del germanismo de Ortega, como si se tratase de una adhesión plena. La verdad es que aquella residencia moduló su pensamiento, no su sensibilidad. «A Marburgo –confiesa– le debo la mitad, por lo menos, de mis esperanzas y casi toda mi disciplina». Mas por otra parte declaró alguna vez: «Puede creérseme si digo que nadie habrá sentido y seguirá sintiendo mayor antipatía espontánea hacia la cultura germánica que yo». Los motivos de esa antipatía son precisamente los contrarios de su simpatía por la sensibilidad francesa: «la patética protestante, la pedantería, la pobreza intuitiva, la insensibilidad plástica y literaria, la insensibilidad política del alemán...»

Por el lado intelectual, ¿le debió a Alemania algo más que su disciplina, como dice, y el impulso para la tarea filosófica de su vida? [109] Sabido es que el juicio corriente extiende mucho esa deuda. Por Madrid circulaba mucho últimamente una broma comparando al emperador Ortega con el emperador Carlos V. Se le llamaba «primer filósofo de España y quinto de Alemania». Está aún por escribir el libro mayor sobre Ortega en que esa sospecha se ventile; en que se precise, por ejemplo, lo que pueda haber recibido de Dilthey, a quien Ortega tardó un poco en reconocer expresamente como «el hombre a quien más debemos sobre la idea de la vida y... el pensador más importante de la segunda mitad del siglo XIX». Pero sin entrar en la cuestión de las posibles trasmisiones doctrinales, que Ortega fue siempre tan celoso en negar, ciertas modulaciones centrales de origen germánico resultan patentes en su pensamiento. La indicación de ellas nos lleva ya a penetrar en esta zona de su obra.

2

No quisiera repetir lo que ya se ha dicho aquí, muy certeramente por cierto, en otras conferencias. Mi propósito es más bien mostrar cómo se integró la filosofía de Ortega partiendo de la dualidad inicial cuyas raíces de temperamento y de formación he ido sugiriendo.

Los primero es el problema del conocimiento mismo. Hablando de Goethe, Ortega señaló como lo característico del pensar filosófico alemán su incapacidad para proyectarse fuera de su propio ámbito interior, es decir, su tendencia al subjetivismo. En una forma o en otra, para el alemán lo primariamente real, y a veces lo único real, es el yo, la conciencia. Esto es lo que Santayana llamó el «egotismo» de la filosofía alemana. Pues bien: ese egotismo se percibe también en Ortega al menos como una tentación casi constante. Si en su estudio temprano sobre Renán había escrito que «lo subjetivo es el error», seis años después renegará ya de ese juicio, al extremo de considerarlo nada menos que como «una blasfemia».

Aquello de que el hombre está primordialmente seguro, como arguyó Descartes, es su propia conciencia. Cierto que ésta es siempre conciencia de algo. Pero no necesariamente de algo externo. En su ensayo sobre El concepto de sensación –donde Ortega muestra su raíz cartesiana y su adhesión inicial al método fenomenológico–, afirma que ese algo de que estamos conscientes es como un contenido de la conciencia misma; más aún: algo que ésta crea. La conciencia –dirá en un ensayo algo posterior– es «aquella instancia definitiva en que, de una manera o de otra, se crea el ser de los objetos». Nótese bien, sin embargo, que este ser no es el existir de ellos; es sólo su consistir. La quimera, por ejemplo, tiene un ser en mi mente; [110] aunque yo sepa que no existe. Esta distinción, muy vieja en la filosofía, entre esencia y existencia es capital. En el primer momento, Ortega carga la atención sobre el ser, cosa subjetiva.

Pero dije que ese subjetivismo es en él una tentación –tentación de origen germánico–, no una tendencia natural de su espíritu. Porque Ortega es un español, y el español se caracteriza por su fuerte sentido de las cosas como realidades, no como meras imágenes. Las cosas sin duda existen, y la función de la mente al conocer es ajustarse a ellas. En su ensayo acerca de Kant, Ortega dirá cuánto nos repugna a «nosotros, gente mediterránea», la exigencia kantiana de que la realidad se tenga que acomodar a la conciencia, y no al revés. De modo que el otro polo de Ortega, el más firme sin duda, es el sentido de la realidad exterior. No se cansará de pedirnos que abramos bien los ojos para ver las cosas tal como ellas son, sin imponerles nuestro querer o nuestros prejuicios.

Ortega está, pues, solicitado a la vez por las demandas del pensamiento y las de los sentidos. Sabe que, por más que hagamos –como había dicho ya Hume antes que Kant– no podemos salirnos de nuestra conciencia, ni más ni menos que de nuestra propia piel. Los datos de la realidad son, en última instancia, imágenes. El pensamiento es quien, al ordenar esas imágenes, construye la única visión del mundo que podemos tener. Mas, por otro lado, Ortega tiene también la sensación, como la tenemos todos, de que esas imágenes no las fabricamos, no las inventamos nosotros, sino que hay algo fuera de nuestra conciencia de lo cual proceden, algo que no podemos cambiar a nuestro antojo y que se nos acusa, pues, con un carácter general de «resistencia». ¿Cómo resolver esta dualidad a que el conocimiento se ve sujeto?

Recordemos que todo filósofo genuino es, como antes dije, un apasionado de la unidad. Ortega no puede evadir ese desideratum, raíz de todo anhelo de sistema. El mismo señaló, además, el carácter conciliatorio de la filosofía de nuestro tiempo. Se trata, pues, de ver cómo nuestro filósofo concilia lo subjetivo con lo objetivo, y la demanda unitaria de la conciencia con la intuición insuprimible que tenemos de la variedad de las cosas.

Yo creo que en el modo de esa conciliación está el gozne de la filosofía orteguiana. Cuando, bajo una influencia cronológica, o bien de mero énfasis posterior, se hace partir a esa filosofía de la sobadísima frase «Yo soy yo y mi circunstancia», se está erigiendo en clave del pensamiento de Ortega lo que es sólo piedra angular de su antropología, sacada de su cantera metafísica general. Cuando se habla de que esa filosofía suya es la de la razón vital, se hace referencia al cogollo de ella; pero esa designación no es, claro está, más que una fórmula descriptiva. Lo que hay que poner en claro es el fundamento mismo de que Ortega enlace cosas que hasta ahora nos habían parecido tan dispares como la conciencia y el mundo, como la razón y la vida.

El verdadero concepto clave en Ortega es el de relación. Es ésta, como se sabe, una de las viejas categorías aristotélicas. [111] Desde entonces se ha visto en ese concepto uno de los modos fundamentales de pensar el ser de las cosas. Relacionar es comprender en un acto intelectual único dos o más objetos del pensamiento, como cuando hablamos de identidad, de coexistencia, de sucesión, de correspondencia, de cualidad, &c. Pero ya Aristóteles dijo que la relación es una de las maneras que tenemos de hablar del ser; es decir, una atribución que se hace a la realidad misma. Así, por ejemplo, cuando se consideran dos objetos como dependientes entre sí, de tal modo que cualquier modificación que en uno de ellos se haga conlleva una modificación en el otro. Esto es lo que hoy día llamamos una «función».

Pues bien: Ortega hace de la relación la categoría básica, primero del conocer; después del ser mismo, del ser que existe, que está en la realidad y no sólo en nuestra mente.

Conocer es relacionar ideas –la palabra «razón» no significa otra cosa–, ideas derivadas a su vez de una relación efectiva entre el sujeto y el mundo exterior. Ahora bien: esta relación no puede ser sino una perspectiva. La realidad externa, como quiera que ella intrínsecamente sea, es demasiado vasta y varia para abarcarla con una sola mirada. No es posible sino un conocimiento parcial de ella, obtenido desde determinado punto de vista. Pero Ortega tiene fe –no creo que sea más que una fe– en que cada una de esas miradas, si es de buen ojo, nos entrega efectivamente la verdad. Cualitativamente, por así decir, es un conocimiento absoluto, aunque no sea total. El conocimiento absoluto en el sentido de cabalidad sólo puede alcanzarlo, en todo caso, el punto de vista de Dios. Pero cada una de nuestras perspectivas nos descubre una realidad, y por tanto, «hay tantas realidades como puntos de vista». Por todos los ángulos se ven árboles que son un trasunto del bosque.

Pero Ortega va aun más allá. Va del conocimiento al ser. Afirma que la realidad misma es relativa, o, más exactamente, relacional. Esto es lo más importante y los más nuevo. En uno de sus primeros ensayos filosóficos, el titulado Adán en el Paraíso, que aspira a ser nada menos que «una visión sistemática del universo», Ortega se pregunta qué es una cosa. Y responde: «un pedazo del universo». Para explicar este simplismo aparente añade: «Nada hay solitario ni estanco. Cada cosa es un pedazo de otra mayor, hace referencia a las demás cosas, es lo que es merced a las limitaciones y confines que éstas le imponen. Cada cosa –concluye– es una relación entre varias». Y más abajo insiste: «La esencia de cada cosa se resuelve en relaciones».

En otras palabras, la realidad que efectivamente existe se nos presenta siempre en nuestra perspectiva como una co-realidad. Este vocablo no ocurre en Ortega; pero me parece útil para sugerir en toda su dimensión la idea central de que se trata. La palabra que Ortega emplea es «coexistencia». El tipo de relación que considera dominante en el mundo físico, al que se refiere enseguida, no es la causación, la sucesión o la identidad; es la coexistencia, la correspondencia. Coexistir –dice– no es «un mero yacer una cosa junto a otra», sino un corresponderse entre sí. Esa correspondencia es lo que determina el ser de cada cual. [112] Así, «la Tierra coexiste con el Sol, porque sin la Tierra el Sol se desbarataría, y viceversa’. Se ve, pues, cómo, ya en el orden cósmico, el ser de las cosas, más aún, su existir, su vida, está determinado por lo que las rodea, por su circunstancia. ¿No descubrimos aquí el trasfondo de la doctrina que luego aplicará Ortega al ser del hombre y a la vida humana?

La teoría de Einstein vino a corroborar, según Ortega, esa concepción suya. ¿Qué había hecho el gran físico, sino confirmar la tesis orteguiana de que nuestro conocimiento, aunque dependa de una perspectiva, es absoluto, y que la realidad física, en cambio, aunque parezca absoluta, es relativa, porque las cosas que la constituyen están mutuamente condicionadas? En esto se funda Ortega para afirmar que la realidad misma «consiste en tener una perspectiva». «La teoría de Einstein –añade– es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético y se tendrá una nueva manera de sentir la historia y la vida». Esa ampliación es precisamente la que Ortega va a efectuar. Mas no sólo en las direcciones especiales que indica, sino también en su concepción final de la realidad.

Pues ese relacionismo del mundo físico se da también en el orden del tiempo, donde los hechos se corresponden sucesiva y coetáneamente. Una época es como un sistema de relaciones que constituye lo que Ortega llama un «estilo vital».

Vital –he aquí ya la gran palabra. Porque, nótese bien, esa dependencia que, según Ortega, constituye el ser de cada cosa, eso es su vida. Nos encontramos con la dimensión metafísica mayor en que Ortega emplea esta palabra. Vivir no es sólo ser –como son, por ejemplo, los contenidos de la conciencia–; ni siquiera existir con existencia aislada y autónoma. Vida es coexistencia; es «convivir, vivir una cosa de otra, apoyarse mutuamente, conllevarse, tolerarse, alimentarse y potenciarse». A pesar del sentido «humano» que estas palabras tienen, se ve, por el contexto en que aparecen, cómo la idea de vida en Ortega, y de vida como relación constitutiva del ser real de los seres, es anterior a toda biología y antropología. Es verdad que más tarde Ortega tenderá a contemplar la vida sólo como vida del hombre. Pero esto, a mi juicio, es una especificación de su concepto metafísico general. La vida humana no es toda la vida; es sólo vida por antonomasia, vida en su manifestación superior y más característica. En rigor, todo el universo es vida, y ella consiste en la inter-relación o interdependencia de los seres, en su apoyarse unos en otros. La vida es la gran unidad en que todo se integra.

Este panvitalismo explica el acento panteísta con que Ortega tan frecuentemente nos habla, aunque sea en momentos más bien literarios. Por ejemplo, cuando elogia la inspiración de Spinoza y aun la de Renán; cuando alude a «la razón fluida en que va flotando el mundo»; cuando dice que «Dios es el símbolo del torrente vital» del Universo y que «no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino». Tales alusiones a Dios tienen, sin embargo, mucho de metáfora. La filosofía de Ortega no incluye postulado categórico alguno sobre una realidad trascendente, es decir, separada de la Naturaleza y del hombre. [113] Dios es sólo objeto de referencias incidentales y no siempre congruas. Por un lado Ortega nos dirá que es conciencia absoluta; por otro que es «la absoluta objetividad», la «Cosa» suma. El sentimiento religioso, del que Ortega se confiesa por lo menos respetuoso y hasta nostálgico, sólo le permitirá concebir la Divinidad vagamente, como «lo que es ilimitado, infinito en extensión o en realidad», lo que «rebosa nuestro poder de medir y prever». Su famoso artículo Dios a la vista no es, como se sabe, más que un pronóstico cultural del gran periodista de las ideas que en Ortega había junto al filósofo.

La idea de lo espiritual mismo le parece relativa. Metafísicamente, como acabamos de ver, lo existente es unidad relacional de correalidades que se explican las unas por las otras, definiéndose según el punto de vista desde el cual se las mire. Materia y espíritu no son, por tanto, sino vertientes de lo Uno, o más exactamente, modos distintos de mirarlo. «¿Cuando nos abriremos a la convicción –escribe Ortega– de que el ser definitivo del mundo no es ni materia ni alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva?...» «Nada hay que sea sólo materia –agrega–, la materia misma es una idea; nada hay que sea sólo espíritu, el sentimiento más delicado es una vibración nerviosa». Materialismo y espiritualismo se integran también en el perspectivismo de este resuelto conciliador.

Ese constante designio de superar dualidades se advierte en otra de sus doctrinas más sugestivas, que guarda mucha relación con su teoría estética: la de «la expresión como fenómeno cósmico». En efecto: la expresión no es sólo un hecho humano. Es como una manera que el Universo tiene de revelarse, semejante a aquella «astucia de la Razón» de que hablaba Hegel. Aunque para Ortega no hay distinción real entre materia y espíritu sino en la medida en que toda perspectiva es real, su sensibilidad le obliga a reconocer en ellos formas distintas del ser. «Mientras que por materia –dice– entendemos lo inerte, buscamos en el concepto de espíritu el principio que triunfa de la materia, que la mueve y agita, que la informa y la transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad... Y esto es, de uno u otro modo, el espíritu: sobre la mole muerta del universo, una inquietud y un temblor...»

Que esas palabras un poco literarias no nos engañen, sin embargo. En otro ensayo ya ha dicho que, si bien «la hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro dentro y el puro fuera, es uno de los grandes misterios del Universo, la relación entre ellos está ya clara. Ahora vemos que más allá de estas formas de relacionarse alma y mundo hay entre ellos un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. El mundo como expresión del alma». La función es el concepto lógico de que Ortega generalmente se vale para integrar contrarios.

Ese vasto mundo integral es el Todo: es la gran Circunstancia metafísica de todas las cosas. «Toda circunstancia –escribe Ortega– está inscrita en otra más amplia; ¿por qué pensar que nos rodean sólo diez metros de espacio? [114] ¿Y los que circundan estos diez metros? ¡Grave olvido –prorrumpe–, mísera torpeza, cuando en realidad nos rodea todo!»

¿No se va viendo ya cómo aquello de que «yo soy yo y mi circunstancia» resulta ser sólo una fórmula particular, meramente humana y subalterna, comparada con esa concepción última que Ortega tiene de la realidad toda como vida? Si por esa fórmula se entiende que mi ser en cuanto «yo», es decir, para mí mismo, consiste en la conciencia que tengo de una objetividad interna y externa, no se haría más que repetir, con una imagen nueva, el cogito cartesiano. Pero si la fórmula tiene un sentido no metafórico, sino literal, no epistemológico, sino ontológico, como efectivamente ocurre en Ortega, entonces ese sentido queda inserto dentro de la concepción mayor de la realidad que acabo de indicar. No sólo mi ser, sino el de todas las cosas, conlleva una circunstancia.

Pero veamos aún la síntesis orteguiana final. El problema era éste: ¿cómo se explica que de esa realidad relativa que es el mundo y que sólo podemos aprehender parcialmente, se pueda, sin embargo, tener un conocimiento absoluto, intrínsecamente válido? No parece que haya más que un modo: suponer que aquello con que se conoce, la razón integradora de nuestras imágenes, corresponde de tal manera a la realidad que es como una función de ella. Este es el paso decisivo que Ortega se resuelve a dar ya en El tema de nuestro tiempo y en cuya dirección seguirá moviéndose su pensamiento hasta culminar en Historia como sistema. La razón no es un mero instrumento humano para aprehender la realidad; coincide en cierto modo con ella: es ella misma «un fenómeno cósmico». He aquí por qué no sólo todas las perspectivas pueden captar la realidad, sino que la realidad misma consiste en «tener una perspectiva».

El problema del conocimiento queda así, al parecer, resuelto. En términos generales, la inteligencia es una función simbólica de la realidad. El conocimiento racional es absoluto, es decir, objetivamente válido, porque cada uno de sus puntos de vista aprehende una o más de las relaciones en que el ser de las cosas consiste. La ciencia natural descubre así la «consistencia fija» de la realidad física. Una mayor complejidad del pensamiento matemático, como la que supera a la geometría euclidiana, pone de manifiesto, al aplicarse al mundo sideral, las complejas interdependencias que la relatividad einsteniana había revelado.

Ahora bien: esa realidad física no es la única realidad. Hay, además, la realidad del hombre, supremamente importante, puesto que es en su conciencia donde todas las demás realidades se acusan. Y esa realidad no es ya un sistema de relaciones espaciales, sino temporales, que exige ser pensada mediante «conceptos radicalmente distintos de los que nos aclaran los fenómenos de la materia». Aunque, en rigor, toda correalidad es vida, son esas coexistencias y sucesión en el tiempo lo que más ceñidamente llamamos vida. La vida por antonomasia es la vida humana. El conocimiento de ella implica una función vital de la razón. Si el problema del hombre como tal no ha podido ser hasta ahora resuelto, [115] suscitándose así en los últimos tiempos una pérdida de confianza en la ciencia, es –dice Ortega– porque se ha insistido en tratar al hombre como «naturaleza», llevando incluso a la investigación de su vida espiritual los procedimientos de la razón física, que concibe siempre el ser al modo fijo y estable de Parménides. Pero el hombre no es fijeza de relaciones, sino fluidez de ellas; no es necesidad, sino libertad; no vida rígida y uniforme, sino vida que se crea a sí misma. «Para hablar, pues, del ser del hombre –escribe Ortega en Historia como sistema– tenemos que elaborar un concepto no-eleático del ser, como se ha elaborado una geometría no-euclidiana. Ha llegado la hora de que la simiente de Heráclito dé su magna cosecha». Lo que a ese otro tipo de realidad cuadra es la razón vital o viviente, en que el conocimiento es una «como función interna de nuestra vida». Y como este vivir nuestro es una sucesión y relación de actos en el tiempo, como «para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia», a ese nuevo tipo de razón, que nos permitirá ya conocer al hombre como el ser fluido y sin sustancia que es, lo podemos llamar también razón histórica.

3

Tal es, en forma escuetísima, la epistemología y la ontología general de Ortega, como yo al menos la interpreto. Tal vez ahora podamos comprender mejor qué sentido, a la vez último e inmediato, tiene aquello de que «Yo soy yo y mi circunstancia». La frase se hubiera entendido mejor si Ortega hubiese dicho: «Mi vida está hecha de mí y de todo lo que me rodea». Estrictamente, el yo es la conciencia; en sentido más amplio es toda la persona, un sistema de relaciones, y aun pudiéramos decir de proporciones, entre la vitalidad, el alma y el espíritu de cada cual, y entre estos y el mundo exterior. La circunstancia no la constituyen sólo tales o cuales condiciones inmateriales y físicas en rededor mío; es todo aquello con que yo «me encuentro» para mi vida –incluso mi alma y mi cuerpo.

Ahora bien: lo uno condiciona lo otro. Lo que nos limita, también nos determina. El yo a secas, independiente, es una abstracción, porque no hay una naturaleza humana permanente. El yo se concreta en carne y hueso; pero lo que constituye la vida de esa concreción individual son sus relaciones con lo que está fuera de ella. El vivir de cada hombre es lo que le pasa y lo que hace; son las incitaciones que recibe y las reacciones con que contesta; es, sobre todo, el hacer que él mismo elige entre posibilidades innúmeras: un hacer hacia las cosas, un ocuparse y comprometerse con ellas. Tampoco la vida en abstracto existe, por consiguiente; su ser es su actividad, una constante elección de quehaceres que lleva implícita la libertad. [116]

Las relaciones del hombre con su circunstancia constituyen la dimensión personal a que, por obra de su voluntad, puede exaltarse el mero individuo humano; por ellas la persona se logra o se frustra. De aquí que el problema de la vida para el hombre, su salvarse, implica siempre un salvar las circunstancias que le rodean. La «reabsorción de la circunstancia», que dice Ortega, no puede tener otro sentido que el de comprenderla y elevarla a un nivel tal de dignidad que responda a la universal armonía y congruencia del mundo.

El hombre no es sólo espectador de su circunstancia; sino también, quiéralo o no, actor en ella. Además de la relación cognoscitiva, tiene con los demás seres una relación estimativa, por la cual su acción cobra sentido. Esa relación consiste en la percepción y enriquecimiento de los valores. En la teoría orteguiana del valor se echa de ver, una vez más, la tendencia del filósofo a conciliar lo ideal y lo real. Los valores son objetivos; el hombre no los inventa; no se los otorga a las cosas; los descubre en ellas. Pero, al mismo tiempo, éstas los tienen como cualidades «irreales», que no todos los hombres pueden, sin más, percibir o estimar.

El descubrimiento de los valores es la gran tarea de la cultura, y su realización la gran faena de la historia. En una y otra se advierte el empeño de la razón por hacerse vida, por acreditarse como razón vital. Es en este linaje de pensamientos donde más se echa de ver la influencia de Hegel sobre el pensamiento orteguiano –no obstante las reservas que hacía él sustenta. Cuando Ortega nos describe el pensamiento «imperial» del creador de la filosofía de la Historia, nos parece, mutatis mutandis, estar hablando de sí mismo. Si la razón no es para Ortega lo que crea la historia, sí piensa, con Hegel, que toda historia tiene razón en el sentido de que toda vida lleva en sí sus propias razones de ser como es.

El contenido de la historia lo dan la sociedad y la cultura, fenómenos dinámicos. La una y la otra son, desde luego, formas de relación y de vida, de articulación del hombre con su circunstancia, la inmediata y la remota. «No hay sociedad –dice Ortega– si no existe en los miembros la conciencia de pertenecer a un grupo». La organización social, cuyas formas políticas y jurídicas nacieron de la pura exuberancia vital («el origen deportivo del Estado»), ha ido evolucionando según el sistema interno de relaciones en que la solidaridad se jerarquiza, y a su vez esas relaciones están determinadas por la perspectiva de los valores en cada sociedad, según los perciben, para cada época, sus grupos rectores. Ortega derrochó saber y sutileza en la caracterización de los grandes períodos históricos y de su «estilo vital» (recuérdese, por ejemplo, su magnífica meditación sobre la España de los castillos). Es «vulgar progresismo» suponer que los valores de una época hayan de ser necesariamente superiores a los de una época anterior. Sólo lo serán en la medida en que sirvan para procurar una mayor abundancia y «altura» de vida. En general, la historia es «la realización progresiva de la moralidad, es decir, de las ideas», lo cual está a cargo de «los mejores», [117] de las minorías más sensibles en el turno dominante de las generaciones, unidades de coexistencia, de coetaneidad, que constituyen el elemento dinámico de la historia.

De aquí las severas ideas de Ortega sobre España primero, y después sobre el sesgo de nuestro tiempo. El problema de su España «invertebrada» (falta de cohesión en torno a una autoridad verdadera) fue el mayor y acaso el único que en Ortega tomó los caracteres patéticos de la angustia. Su patria, donde «lo ha hecho todo el pueblo, y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer», ha ido desfilando por la historia sin jerarquía verdadera, sin dirección orgánica. Sus gentes directrices se empeñan en vivir del pasado nacional, lo que es una manera de no vivir. Hombres y pueblos cargan ineludiblemente con su pasado; mas han de vivir desde él, para superarlo, y no en él, para conservarlo, como quisiera el casticismo hispánico, del que Ortega consideró por algún tiempo representante máximo a Unamuno. Cogida entre dos fanatismos –dice Ortega–, el religioso y el casticista, España vegeta fuera del régimen vital de nuestro tiempo. Desentendida de la tarea europea del espíritu, cuya manifestación más viva y fecunda es la ciencia, se sostiene de creencias, no de ideas. Y como las creencias son algo en que se está, mientras que las ideas son algo que se tiene, que se ejercita para abrirle mejor destino al hombre en el mundo, la vida española ha perdido dinamicidad. Este problema de su patria –que Ortega quizás exageró para darle mayor fuerza a sus incitaciones– le inspiró muchas de sus páginas más emocionadas y severas, de las que arrancó el impulso para su breve acción política. Frustrada en cuanto a realizaciones inmediatas, esa obra de agitación intelectual acaso está hoy más viva que nunca.

Fue Ortega de los primeros en percibir «la grave crisis que hoy atraviesa la historia occidental». «El hombre de Occidente –dijo– padece una radical desorientación, porque no sabe hacia qué estrellas vivir». Se ha producido, según Ortega, un divorcio entre la cultura y la vida; el «tema», la faena de nuestro tiempo ha de consistir esencialmente en superar esa escisión. Una de las manifestaciones más graves de la crisis actual es la desjerarquización de la sociedad misma. Conocida es la energía con que el espíritu aristocrático de Ortega reprobó «la revolución de las masas». Esta nivelación, no por la cultura, sino por el ascenso mecánico de los más incultos al primer plano de la vida social, le pareció desmoralizadora: había dejado a Europa sin un verdadero régimen de valores. Como éstos, por su propia naturaleza, se ordenan jerárquicamente, así también los hombres capaces de estimarlos. Consecuencia de esa subversión, a juicio de Ortega, es que la democracia, de fórmula política que sólo es –y cuya excelencia como tal reconoce–, se ha convertido en pretensión general, invadiendo zonas de la vida y de la cultura que le son ajenas. En suma, la salvación de los pueblos europeos le pareció a Ortega depender del restablecimiento de la autoridad culta. Esas ideas no tenían nada que ver con el fascismo, como tan a la ligera se dice a veces. El fascismo lo disputó siempre Ortega como un régimen de pura acción y violencia – la negación misma de las ideas. [118]

La manifestación subjetiva de la cultura la constituyen los que Ortega llamó nuestros «mundos interiores», es decir, la religión, el arte, la ciencia, la vida moral. Son modos diversos de interpretar la realidad y, por tanto, de orientar la vida. La cultura se origina en la emoción religiosa: aspira a penetrar en «la gran sinfonía donde se justifican todas las acciones, donde todas las cosas se ordenan y adquieren ritmo y valor». No nace, pues, del cálculo utilitario, sino del esfuerzo vital que rebasa la mera satisfacción de las necesidades; es obra no tanto del trabajo como del mismo espíritu que caracteriza al deporte. En ese ejercicio de la acción como lujo vital encuentra el pensador español –como el holandés Huizinga-- el orinen de las más perdurables instituciones y empresas humanas y uno de los pocos signos alentadores de nuestra época.

Ya dejé sugerido el respeto que siempre tuvo Ortega para el fenómeno religioso, aunque no lo sintiera como experiencia personal. Su mentalidad clásica, en lucha siempre con lo que de romántico había en su temperamento, se mostraba refractaria a lo que en toda creencia religiosa creía hallar de vago y difuso, de puro «mito». Juzgaba la religiosidad como una supervivencia de lo primitivo, de lo espontáneo. La ciencia, en cambio, era el régimen intelectual que se establecía «sobre el material espontáneo y salvaje de la conciencia». «La verdad no tiene otro camino», afirmaba. En el progreso científico hallaba «la única garantía de la supervivencia moral y material de Europa», y el remedio principal a la decadencia española.

Uno de los temas en que Ortega más abundó fue el del arte y lo estético en general. Ya indiqué cómo lo asociaba al fenómeno «cósmico» de la expresión. El arte es símbolo, metáfora, modo de vincular las cosas con el resto del mundo y, sobre todo, al hombre con los demás hombres. De ahí que las formas del arte varíen con las interpretaciones de lo humano, con los repertorios epocales de valores. Así se explica la aparición y auge de los géneros literarios, por ejemplo, sobre los que Ortega dejó tan agudos esclarecimientos en sus Meditaciones del Quijote y en otros estudios. El conciliador de idealismo y realismo se inclinó siempre en sus gustos hacia un tipo de expresión artística donde la materia real y el «documento» sirviesen sólo como medio y fundamento para la «creación de formas». Tempranamente desenvolvió ese criterio en sus admirables exégesis del pintor Zuloaga, de los Zubiaurres. Pero ya en 1915 señalaba el nuevo rumbo de los gustos estéticos hacia una esencialización todavía mayor del arte, viendo en ello un «síntoma curioso de la mutación que en ideas y sentimientos experimenta la conciencia europea». Diez años después, su tesis, o mejor dicho, su diagnóstico sobre «la deshumanización del arte» hacía época. No solamente el arte plástico, sino también la música y la poesía se fugaban de la realidad, es decir, del «aspecto humano» de ella, de la belleza entendida como comunicación sentimental. El antipatetismo de Ortega vio eso con simpatía. Años antes había dicho que «el arte es una subrogación de la vida». Ahora los artistas nuevos daban un ejemplo de «pulcritud», de separación de fronteras. Con esa pureza, sin embargo, el arte nuevo respondía mejor al ejemplo creador de la vida misma. [119]

Concluyamos esta sumarísima referencia a las doctrinas especiales más importantes de Ortega con alguna idea de su pensamiento ético. Profundamente informado por su intuición de lo vital como norma decisiva de los valores, ese pensamiento postuló siempre una correspondencia entre la conducta y el ser «auténtico» de cada cual –el que resulta de las intimaciones más profundas del yo. «Veo la característica del acto moral –escribió Ortega– en la plenitud con que es querido. Cuando todo nuestro ser quiere algo –sin reservas, sin temores, integralmente– cumplimos con nuestro deber, porque es el mayor deber la fidelidad consigo mismos». No se ha de «considerar la moral –escribe en otro lugar– como un sistema de prohibiciones y deberes genéricos, el mismo para todos los individuos. Eso es una abstracción...» Estas ideas se siguen lógicamente de la metafísica y de la antropología orteguianas: todo es relacional; todo es en y para la vida, y ésta no tiene responsabilidad sino ante sí misma. Cada vida es su propia razón de ser.

Resulta en verdad difícil no ver en esta doctrina, según la cual el único pecado es la falsificación, la hipocresía, un peligroso relativismo ético. Sin duda, la vida se enriquece como espectáculo con esa exclusión de toda norma que ella misma no sancione. Pero la estimación primordial de los valores más vitales deja los criterios éticos expuestos a las mayores indulgencias. Así se explica, para mencionar sólo un ejemplo que siempre me pareció estragador, que en su elogio de Mirabeau, Ortega nos presente a éste como arquetipo político, a pesar de su falta de escrúpulos y casi precisamente por ella. Su prurito de deslindar las zonas de la conducta, dándole a cada cual su autonomía, le lleva a veces a sacrificar la otra tendencia, integradora, que su pensamiento acusa. Ese concepto puramente técnico y amoral de la política conlleva, en el fondo, cierto utilitarismo. Si algún dechado admite Ortega en el orden de la conducta es, como Nietzsche, el de la moral heroica, la moral de la proeza. Máxima ejemplaridad humana es la de aquellos hombres egregios que sienten la muerte como ingrediente final de la existencia, y cuya fidelidad a sí mismos no consiste en ahorrar la vida, sino en «exponerla con sentido». Pero es justamente ese sentido, por el cual la muerte vale la pena, lo que en Ortega nos resulta indeciso.

4

Si echamos ahora una mirada de conjunto al cuerpo de doctrinas que he tratado de resumir, lo que más original e importante nos parece es la idea, poderosamente sustentada, de un nuevo tipo de razón, o más exactamente, de una nueva función de la racionalidad. Por siglos se pensó que la inteligencia sólo tenía una tarea: penetrar, por la intuición y el análisis, [120] en la realidad supuestamente única, a la que se atribuía una estructura fija y en la que se incluía la naturaleza del hombre. Al intuir que esa estructura no es una esencia, sino una coexistencia, y que es la relación de mutua dependencia lo que constituye el ser de las cosas individuales, su «vida», anticipó ya Ortega una revisión de la idea de la Naturaleza misma, ajustándola al concepto vitalista. Esta concepción le llevó a penetrar más hondamente en el ser del hombre. Si tal dependencia se daba en la estática realidad espacial, más aun debería ocurrir en el dinamismo del ser temporal. Carente éste también de naturaleza fija, sólo podía atribuírsele una realidad fluida, esencialmente relacional. Más que ningún otro, su ser consistiría, no en sustancia alguna, sino en sucesión y dependencia. Fiel a su dualismo originario y, sin embargo, integrándolo en un general relativismo metafísico, vino así Ortega a poner frente a la razón «física», naturalista, de construcciones matemáticas y procedimientos descriptivos, la razón vital por antonomasia, la razón histórica, intuidora de la única realidad que se da en el tiempo, la de la vida humana. Desde aquel trasfondo metafísico se proyectó hacia una filosofía autónoma del hombre y de la historia, una filosofía que, desasida de prejuicios «científicos», se valiera de sus propias intuiciones y procedimientos narrativos para captar y exponer una realidad distinta. Por eso, en definitiva, la impresión más general que el gran filósofo nos deja es la de un magnífico intérprete del espíritu humano y de su historia. Ortega es sobre todo un filósofo de la cultura.

Por eso también su filosofía, para realizarse más allá de la pura teoría, necesitaba asistirse de un poderoso arte de escritor. Expuso sus ideas Ortega con un repertorio de virtudes intelectuales espléndidas. Rigor de información y de observación previas; audacia para pensar con cabeza propia y «renacer –como él decía– de un credo habitual a un credo insólito»; anchura de visión para abarcar todas las manifestaciones conexas de un hecho cualquiera, o de una idea, y penetración honda en sus implicaciones; pulcritud y sutileza en el razonamiento, frecuentemente ilustrado con sabias y amenas referencias a la vida y a la historia; y como resultado de todo ello, una claridad insuperable, un derroche de luz sobre las ideas y las cosas. En esas cualidades se advierte también la síntesis orteguiana, por como combinan la sensibilidad con la inteligencia; la razón con la imaginación –esa especie de anticipo del conocimiento conceptual, al que la ciencia misma no escapa. Muy influido sin duda por la fenomenología alemana, Ortega estrenó en España toda una técnica nueva del pensar –mezcla de concentración en las esencias y de divagación sugestiva–, cuya influencia en todos los países hispánicos ha sido extraordinaria.

A eso se añadió un don de expresión inigualable. La opulencia del vocabulario; el ingenio para usar giros populares potenciando su sentido; la prodigalidad y la belleza de las imágenes, nunca trilladas; la armonía estructural de la prosa, y la gracia de sus quiebros; una amenidad expositiva, en fin, capaz de hacer seductora hasta la exposición de las ideas más abstrusas, se integraron para que el estilo de Ortega fuese uno de los más excelsos logros literarios de nuestra lengua y aun de todas las lenguas. Por rara ventura, [121] junto al filósofo se dio un gran escritor, como en Unamuno y Santayana. Ciertas páginas de Ortega, descriptivas, narrativas o de crítica estética, son de un primor y de una fuerza expresiva realmente prodigiosos. No creo, por ejemplo, que en español se haya escrito nada superior a algunos momentos de su meditación sobre la caza, en el prólogo «a un tratado de montería».

A ese estilo se le ha reprochado a veces su belleza, por considerársela reñida con la austeridad filosófica. Particularmente se le ha censurado a Ortega lo que estiman un abuso de imágenes. Ya él mismo se cuidó de responder a eso en su ensayo Las dos grandes metáforas y en otros lugares. La metáfora, arguyó con su habitual sutileza, no sólo no es un lujo, aun para el filósofo, sino que es «un instrumento mental imprescindible», incluso «una forma de pensamiento científico». Vale como símbolo e hipótesis. «Mediante ella conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual». No es difícil ver al fondo de esos argumentos una repercusión de la idea orteguiana de correalidad. En definitiva, la metáfora no hace sino aludir a las relaciones y correspondencias entre las cosas, interpretando «el fenómeno universal por medio de otro particular más asequible».

Lejos, pues, de ser el estilo de Ortega una especie de excrescencia o repujado, es, por lo pronto, la forma expresiva que naturalmente resulta de la pujanza enorme de sensibilidad y de intelección que en él se integra. Pero además, o por lo mismo, es también el logos que corresponde –como lo ha mostrado agudamente Julián Marías– a la orientación capital de su pensamiento: a su doctrina y método de la razón vital e histórica, la cual no es discurso lógico, sino presentativo y narrativo, una suerte de fusión del pensamiento con las intuiciones sensibles. No se trata de que Ortega sea un filósofo y, además, un escritor admirable, de tal manera que lo mismo pudiera haber sido lo uno sin lo otro, o lo otro sin lo uno; sino de que, precisamente por haber sido el tipo de pensador que fue y por haber pensado lo que pensó y como pensó, tiene su arte de escribir las cualidades que tiene. En otras palabras, entre el filósofo y el escritor en Ortega hay una relación no casual o de mera coincidencia, sino necesaria y orgánica.

5

Y ahora, señoras y señores, no sin excusarme con ustedes por haber ocupado tanto tiempo su atención, permítanme todavía unas palabras más para ensayar un juicio personal y general, que acaso ustedes mismos esperen, porque la terminación de una vida y su obra parecen hacerlo oportuno, aunque inevitablemente provisional. [122] Huelga decir que a las limitaciones de una insuficiente perspectiva se añadirán, en el caso presente, las que procedan de factores más personales.

Desde hace más de treinta años Ortega y Gasset es una de mis grandes devociones de lector. Puede asegurarse que lo ha sido para toda la generación de que formo parte, con escasas excepciones acaso más detonantes que sinceras. Ni hay inconveniente en reconocer –usando una palabra favorita del propio Ortega– que ha habido hasta una «beatería» orteguiana: cierto éxtasis más o menos incondicional ante su obra. Esto se ha debido a muchas causas. La más inmediata, esa misma seducción de su estilo a que acabo de referirme, la cual fue uno de sus instrumentos de «imperio» en pueblos como los hispánicos, que siempre han amado mucho los lujos de la expresión.

Pero con los modos de decir le admiramos también a Ortega los de pensar y hasta cuando fueron adversos al sesgo de nuestras propias ideas o a la vocación de nuestro espíritu. Pues sobre la gracia de la palabra tuvo la del pensamiento, que parece consistir menos en el poder de la verdad que en lo refinado de la verosimilitud. La misma contrariedad que en él hallábamos nos enriquecía provocadoramente. En una época todavía de mucho aldeanismo cultural del orbe hispánico, Ortega nos traía aires de mundo, nos forzaba a sacudir las rutinas de opinión, a reconocer problemas insospechados, a prevenirnos contra la logomaquia y la «frasificación». Si no siempre podíamos aceptar sus dictámenes, rara vez dejamos de sentirnos luminosamente penetrados por ellos. Esto fue así también en España: pero nuestra América sobre todo, ávida de instalarse en su tiempo, le bebió la palabra. Por eso –sea dicho sin subrayarlo– no fue nada justo el maestro en ciertas manifestaciones de altivo desdén con que en sus últimos años nos obsequió a los hispanoamericanos. Si en alguna parte ejerció magisterio fue entre nosotros.

Pero ahora, pasada aquella larga época de deslumbramiento y –¿por qué no decirlo?– cuando ya no estamos expuestos a alguna de sus reacciones olímpicas, la gratitud que le guardamos y la admiración que con cada nueva lectura más se nos afinca no han de vedarnos el juzgarle con un poco siquiera de aquella exigencia crítica que él nos enseñó y que tan severamente aplicó a muchos de sus contemporáneos, en España y fuera de ella.

Pongamos lo negativo por delante. Cuando tratamos de precisar lo que de Ortega «queda» en un orden sustantivo, nos sorprende lo difícil que el intento resulta. Esto acontece siempre en alguna medida con todos los filósofos: sus mundos de abstracción no son fáciles de concretar. y la abundancia de lo problemático en ellos suele absorber lo categórico y diluirlo. Pero Ortega es particularmente concreto, y tan definido en sus afirmaciones como en sus negaciones. Es, además, riquísimo de sustancia. Sin embargo, esta sustancia no parece cuajar lo bastante para llenarnos el espíritu. En parte se debe eso a la fragmentación y dispersión de su doctrina, entregada en forma por lo general ensayística y no siempre conclusa para cada tema, sino remitida con aplazamientos y puntos suspensivos cuando más excitada tenía nuestra expectación... [123]

No es sólo, empero, cuestión de forma. El pensamiento de Ortega carece de afincamiento metafísico suficiente. En páginas anteriores he tratado de sugerir las estribaciones que me parece tener en su concepción correlacional de la realidad. Ortega mismo, sin embargo, si no abdicó de esas posiciones metafísicas iniciales, ciertamente no las explanó ni aprovechó. Prefirió orientarse hacia una filosofía de la vida humana, dejando así reducida su doctrina a una antropología no por profunda menos carente, en su solo terreno, de verdadera raigambre metafísica.

A causa de esto, su pensamiento carece de proyección trascendente. Aunque el propio Ortega escribió que «no se puede vivir sin alguna instancia última cuya plena vigencia sintamos sobre nosotros», esto es, sin dar alguna respuesta al «adónde vamos y de dónde venimos» rubeniano, es justamente esa instancia última, esa respuesta decisiva, lo que en él no encontramos. Su repugnancia a la irracionalidad, a lo «místico», le impidió todo lo que no fuera meramente aludir a esos problemas primordiales y finales de cuyo misterio se alimenta lo que llamamos «angustia metafísica». De tanta luz que en él hay, Ortega carece de claroscuro, y por eso también como de bulto filosófico. Atento sólo a la forma de la vida, que consideraba esencialmente correlacional, no nos dijo cuál pudiera ser, en último término, la razón trascendente de ella, su sentido extraempírico. No habló de destinos últimos, sino de destinos históricos. De aquí que su misma filosofía de la vida y de sus contenidos, privada de referencias ulteriores, se quedase atenida a una elucidación descriptiva y crítica, más que propiamente explicativa; a una programación sin justificación.

Por supuesto, desde los criterios y métodos adoptados por Ortega, así tenía que ser. A pesar de su desdén hacia el positivismo formal y hacia el pragmatismo, su pensamiento es, después de todo, una suerte de positivismo plenario, para el que se declaró alguna vez propicio – un positivismo vitalista, no poco matizado de instrumentalismo. Injusto fuera reprocharle que se atuviese rigurosamente a las que consideró limitaciones insuperables del conocer, o que encuadrase el conocimiento dentro de las exigencias vitales. Pero esto no hace sino explicar el que hallemos su meditación falta de plenitud y como afectada, además, de cierta frialdad tras su displicente elegancia. Aunque la filosofía pretenda emular el rigor objetivo de la ciencia, solemos esperar de ella que sea también, en alguna medida, un «saber de salvación», y Ortega, hasta como filósofo de la vida, nos perece más un «espectador», un testigo o un crítico, que un inspirador. Quien jerarquizó tan lúcidamente los valores, no siempre nos orientó hacia los más altos. Pasado el fervor socializante de su juventud, una creciente «sofisticación» mundana y su impenitente aristocratismo llegaron a hacerle parecer insensible, por ejemplo, a los ideales de justicia social y de libertad que son hoy la pasión del mundo. De tanto hacer de la vida razón de sí misma, tendió en exceso a la autojustificación de ella, o de lo más patentemente «vital» en ella, como la fuerza; o bien a exaltar con cierta frivolidad lo puramente estético y deportivo. En suma: tuvo Ortega la inteligencia prodigiosa; pero no la generosa pasión, salvo en lo tocante a los problemas de España. [124] Caudaloso de ideas, le faltaron ideales de sentido moral y de dimensión humana. Nos ilumina, mas no nos calienta el alma. Quien le conoció sólo por sus escritos, llegó a admirarle profundamente; no tuvo modo de amarle.

Dicho todo esto, que es bastante severo, como se ve, añadamos enseguida –y no por prurito de equilibrio o por deferencia a su gloria– lo que el genio de Ortega significó, a pesar de esas limitaciones, para el mundo hispánico y aun para toda la cultura occidental de nuestro tiempo. Desde Vives no había dado la península una cabeza tan universal, y acaso pueda decirse que fue la primera estrictamente filosófica en su historia. De fijo, la más independiente y creadora. En la brillante Generación del 98, cuyo Nous fue, nadie proveyó a sus preocupaciones y consignas más sustancia conceptual o más militante energía, a la par del «místico» Unamuno. Tábano incansable de la apatía política y cultural de su patria, europeísta sin claudicaciones, Ortega se valió de sus escritos y de la memorable Revista de Occidente para hacer entrar a España en la conciencia europea, o por lo menos a la conciencia europea en España. Las ediciones de la revista también hicieron época. Gracias a ellas, el acceso a la cultura y al pensamiento contemporáneos –y aun a los de épocas anteriores– cesó de ser privilegio de viajeros estudiosos o de pedidores de libros al extranjero, para convertirse en fuente inmediata, fecundadora de todo el mundo hispánico. Por lo que toca a su tierra, en fin, no cabe olvidar el vigor y la profundidad con que Ortega preparó los espíritus para la rectificación nacional, ni el servicio político directo que a esa causa le dio mientras pudo serle útil. Hoy día, como antes dije, acaso su pensamiento está más vigente y activo que nunca.

Pero Ortega distó mucho de tener sólo estatura hispánica. Con razón le llamó Curtius uno de los pares de la inteligencia europea contemporánea. Atrevámonos a añadir que seguramente fue uno de los de inteligencia más sensible, más varia de atención y rica de saber. Pocos escritores de su tiempo han escrito tan versadamente y con tanta acuidad como Ortega sobre temas tan distintos como Goethe y Kant, Frobenius y Einstein, Galileo y Proust, el Imperio Romano y las últimas excavaciones egipcias o el arte de la caza. Extraordinario fue el repertorio de cuestiones que Ortega se propuso y sobre las cuales tuvo siempre algo nuevo y profundo que decir.

En el orden filosófico, ya aventuré que aún están por precisar los linderos de su originalidad respecto del pensamiento europeo. Es probable que cuando esto se haga, quepa reconocerle al filósofo español el intento más deliberado de resolver ciertas antinomias que aquel pensamiento no había logrado superar –la oposición entre subjetivismo y objetivismo, idealismo y realismo, absolutismo y relativismo–; que se pueda ver en él, al mismo tiempo, al salvador de la razón frente a las demasías irracionalistas y, con Bergson, de la intuición frente al racionalismo excesivo; que se le reconozca, sobre todo, como el formulador del concepto fecundísimo de la «razón histórica» frente a la razón «física»; [125] que se le acredite, en fin, frente a las oscuridades existencialistas, el planteamiento más luminoso de la filosofía de la vida después de Dilthey, la comprensión más profunda de lo histórico desde Hegel y la más serena confianza en un mundo que, no obstante sus crisis actuales, veía Ortega vocado a la mayor dignidad del hombre.

Pero no son, en definitiva, los criterios ni las doctrinas orteguianas lo que más sentimos como núcleo de nuestra deuda para con él. Es el ejemplo egregio que nos dio en la búsqueda y valoración de la verdad mediante la superación de las rutinas de la inteligencia y del sentimiento, el escrutinio agudo de cosas y doctrinas y la pulcritud de una reflexión por igual desasida de vagos idealismos y de realismo vulgar; es su esclarecimiento luminoso de las zonas más problemáticas de la historia, de la sociedad y de la cultura; la penetración, tantas veces profética, con que nos llevó a advertir las intimaciones capitales de nuestro tiempo; es, en fin, la vasta delicia de leerle, beneficiándonos así de una vida a la vez austera y mundana, dedicada toda ella a las más severas tareas de la inteligencia y a las más delicadas fruiciones de la sensibilidad.

Todo eso suma tanto por sí solo, que hoy, al quedar silenciada para siempre aquella voz que llenó todo el mundo hispánico, no podemos menos que inclinar la cabeza, llenos de reverencia, de gratitud y de congoja, ante la tumba que acaba de cerrarse.

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2007 www.filosofia.org
José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
Hemeroteca