Leopoldo Lugones
Un Congreso libre de trabajadores intelectuales
El eminente escritor y periodista argentino D. Leopoldo Lugones ha enviado a nuestro querido amigo D. Nicolás M. de Urgoiti la siguiente carta:
Buenos Aires, 4 de marzo de 1925.
Sr. D. Nicolás de Urgoiti.
Mi querido amigo: Debo a usted una carta con tan larga prórroga, que ha pasado ya el tiempo de escribirla; pero una ausencia de siete meses en complicados viajes por Europa y América, si no disculpa, motiva cierto derecho al perdón que le pido para empezar, y que me anticipo, seguro de su benevolencia. De Ginebra a Lima, sin más que una estación de veintiún días en Buenos Aires, como transeunte de hotel, es mucho trayecto para que no se distraiga uno hasta da la amistad, exclusive otras preocupaciones.
Entre tanto, veo por una trascripción atrasada que D. Luis Araquistain publicó tiempo ha en El Sol –al cual tanta gratitud debo– un comentario sobre cierta actitud mía que la falta de información le habrá hecho apreciar erróneamente y que motiva esta rectificación, no menos tardía.
Refiérome a la iniciativa para un Congreso libre de trabajadores intelectuales, que promovió y fomenta el publicista peruano don Edwin Elmore, quien me hizo el honor de consultarme al respecto en agosto pasado, pues, según parece, no alcancé a explicarme bien cuando le expuse mis reparos –y vaya todo a la cuenta de mi incompetencia, que me es sumamente cómodo reconocer.
El objeto de ese Congreso –empecemos por el principio– sería “la organización del pensamiento hispanoamericano”, y su libertad significaría desvinculación oficial completa. Un día, pues, reuniríamonos en la Habana, por ejemplo, y a nuestras propias expensas, varios, muchos o todos los “intelectuales” de América y de España, con el objeto de “organizar”, sin ningún programa previo, “el pensamiento hispanoamericano”.
Deferente a toda idea generosa, por más que la considere quimérica, empecé por manifestar al Sr. Elmore, que siendo generalmente los escritores –a empezar por mí– gente muy ocupada y de cortos recursos, la dificultad de reunirlos tras un largo viaje y para una permanencia dispendiosa por su propia eventualidad, era tan seria, que sin sus previos estudio y resolución, nada eficaz podría intentarse.
Díjele en seguida que la convocatoria ilimitada de “intelectuales” se malograría por demasiado numerosa, dado el funcionamiento necesariamente breve de un Congreso reunido en tan precaria condición económica; mientras que la limitación a determinados individuos resultaría imposible, sin otro Congreso previo para efectuar la clasificación.
Y por último, le hablé del propósito, o, mejor dicho, de la falta de propósito, recordándole que hasta los Congresos científicos con temas precisos y limitados, suelen malograrse en la vaguedad.
Pero, nada hablé, porque no venía al caso, de dictaduras blancas ni rojas, como Araquistain parece creer, ni pretendí subordinar la iniciativa del Sr. Elmore a estas o aquellas preocupaciones de política argentina. En esto consiste el error que me interesa rectificar.
Y para ello, precisaré mi objeción más fuerte: “Organización del pensamiento hispanoamericano”, es una frase perfectamente vacía.
Entre veintitantas naciones de geografía tan diversa, de intereses tan desvinculados, de razas tan distintas a veces, no puede existir, y no existe, esa comunidad de ideas que se intentaría organizar. Araquistain habla de “la admirable organización del pensamiento francés”; pero eso no se ha hecho con Congresos de intelectuales, ni mediante expreso acuerdo. Es la expresión de la nación francesa, de esta solamente, y no en colaboración con otras naciones.
¿Podría, siquiera, hablarse de una organización del pensamiento inglés en el Imperio británico, a pesar de que éste constituye una entidad política? ¿O de un pensamiento escandinavo, común a las tres naciones del Norte?
Después, existe en América un hecho que no podemos eludir ni anular; la presencia de los Estados Unidos, y con ello su influencia inevitable. No hay combinación americana viable sin esa nación, porque, a despecho de todo, América es una cosa y Europa otra distinta, así como cada nación americana es distinta de cualquier otra nación de América. La emancipación fue un resultado de esa diferencia continental y el panamericanismo es otro.
La formación nacional, ya muy diversa en los países latinoamericanos (pues hay que acordarse del Brasil) es otro obstáculo para esa identificación mental, que continuamos sin saber en qué consiste ni a qué responde. Fuera del idioma, en el cual nos entendemos perfectamente, no se ve lo que eso pueda ser, como no abrigue algún propósito político. Pero, en América, no hay política internacional posible sin los Estados Unidos.
Por lo demás, el pensamiento se organiza en la cabeza de cada pensador; y basta que éste lo exprese bien, para que lo entiendan sin dificultad todos cuantos hablan el mismo idioma.
Esto es lo que creo, y por esto mismo no creo en la posibilidad de esa reunión, aun cuando me agradaría muchísimo equivocarme.
Tenemos, sin duda, mucho bueno que hacer de acuerdo con España; pero, ello jamás saldrá de Congresos de “intelectuales” –vaga designación, reducida ya a “escritores” por el propio Araquistain– sino de proposiciones concretas, previamente formuladas por las instituciones que ya existen y que, por lo tanto, conocen los intereses concernientes a cada cual: Academias, Ateneos, Cámaras de Comercio, Asociaciones industriales, &c. Pero, todo ello también, sin pretensiones de uniformidad continental o económica, porque esta condición no existe, ni es posible crearla artificialmente.
La uniformidad de intereses hispanoamericanos es una ilusión engendrada por la comunidad del idioma; pero, ésta no ha impedido entre las naciones del mismo, la competencia comercial y hasta la guerra; mientras la poca obra de acercamiento positivo que han logrado ellas realizar basta hoy, es iniciativa de los Estados Unidos, el inevitable y para mí estimabilísimo concurrente.
Aprecie usted este puñado de hechos concernientes a la República Argentina:
Nuestra organización política es una adaptación americana; nuestra justicia federal está organizada a la americana; nuestras escuelas normales son de tipo americano; nuestro sistema monetario tiene al dólar por patrón de referencia; nuestra industria y hasta nuestras cocinas funcionan con hulla americana; el mayor volumen de nuestro intercambio corresponde a los Estados Unidos...
La influencia que todo esto ejerce sobre la organización de nuestro pensamiento es grande, y generalmente la creemos benéfica. Ella se ha refundido bien con nuestra cultura superior, que es francesa; y salvo casos aislados de proselitismo antiyanqui, sin ninguna consecuencia, por lo demás, no tenemos razón ni motivo valederos para cambiarlo. Advierta usted que quien esto le expresa, es un escritor de lengua castellana, que se ha pasado la vida estudiando el idioma, o sea nuestro más importante bien común, a título de instrumento eficaz para comunicarse, no por complacencia retórica. Pues la civilización, téngolo dicho ya, consiste principalmente en el progreso de las comunicaciones.
Si algún día voy a España, creo que podré decir allá algo de importancia a este respecto: el fruto positivo de una prolongada labor.
Pero –y aquí creo interpretar el sentimiento de mi país– los argentinos jamás subordinaremos la patria a ninguna preocupación internacional o económica. La patria debe bastarse en ella misma; y si no sucedo así, será un organismo condenado a muerte. No se vive por alianza ni por arrimo, sino por capacidad personal de vivir. El que puede vivir, vive, y el que no puede, no; y ésta es la dura ley de la existencia.
No renunciaremos, pues, a ninguna ventaja que honradamente hayamos logrado, ni dejaremos de procurarnos lo bueno donde se encuentre. Así hemos formado la patria y así continuaremos formándola.
Las ideas generales son peligrosas para los pueblos jóvenes, porque tienden a distraerlos en la contemplación o adormecerlos en la quimera. Todo pueblo joven es un organismo en vigorosa acción centrípeta. “Primum vivere”...
De no, arriesga cristalizarse en la impotencia prematura.
Concluyo. Ahora le escribí como quería, y como lo merecen su inteligencia y su rectitud.
Publíqueme eso en su gran diario, y créame siempre su buen amigo,
Leopoldo Lugones
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