Editorial
En el decurso de estos últimos meses, más exactamente, desde abril hasta diciembre del presente año, han ocurrido algunos sucesos con los cuales ha estado más o menos relacionada la filosofía. Tal es, por ejemplo, la reciente desaparición del régimen peronista, que entre otras repudiables consecuencias aparejó, hace ya algunos años, la expulsión de un considerable número de profesores universitarios, entre los cuales se cuentan algunos nombres tan respetables como los de Francisco Romero, Bernardo Houssay, Risieri Frondizi, Ricardo Rojas y otros de pareja distinción y nombradía intelectual. Por fortuna, ya el peronismo es sólo una peripecia deslucida y frustrada en sus alcances de redención social al modo como suele ser entendida por los espadones en América. Pues si bien nadie puede negar el indiscutible derecho de las grandes mayorías a disfrutar del bienestar y el adelanto a que son acreedoras, lo mismo en lo material que en lo espiritual, tampoco es posible justificar que, en nombre de esa finalidad tan respetable, se haga tabla rasa de los derechos de minorías como las intelectuales y dentro de éstas la constituida por el profesorado., No se puede obligar, en nombre del derecho de nadie, como no sea mediante el trueque de la fuerza del derecho en el derecho de la fuerza, a un hombre de la talla intelectual y moral de Francisco Romero a suscribir declaraciones de incondicional lealtad a un régimen que pretende nada menos que situar el nivel universitario al nivel de la calle en sus peores aspectos, es decir, en el de la demagogia más inconsulta y vociferante. No se puede obligar a un pensador, a un artista, a un eminente profesor a someterse a la pretensa infalibilidad de un hombre o de un régimen que aspira nada menos que a señalar todo cuanto hay que hacer, cómo es que debe hacerse, y para qué debe ser hecho. Y este fue el caso de la Universidad argentina, cuyas deficiencias podían y debían haber sido subsanadas del modo que la cultura aconseja, y nunca, como lo pretendía el peronismo demagógico, mediante la conversión sumisa de la docencia universitaria en un capítulo más de la trama que un dictador inculto y sin escrúpulos pretendía convertir en realidad impuesta a toda una nación. Mas, ya Perón y sus secuaces quedan lejos, a la distancia en que los sitúa su propia obra, si es que este nombre, con significado positivo, puede ser dado a todo lo que realizaron destructivamente. Y, por consecuencia, vuelven a sus cátedras, ganadas con el prestigio de sus saberes respectivos, [4] los hombres que como Romero el filósofo, Houssay el biólogo, Rojas el historiador, &c., han ganado desde antes de Perón, durante su nefasto mandato y después, el derecho a algo que sólo con el espíritu es posible conquistar, es a saber, el respeto de la humanidad.
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También en estos últimos meses ha sido preciso refrenar la alegría ocasionada por los sucesos que acabamos de comentar, para dejar paso al sentimiento de pena causado por la desaparición de tres grandes del espíritu –el novelista alemán Thomas Mann, el dramaturgo francés Paul Claudel y el filósofo español José Ortega y Gasset. Tres hombres ecuménicos, cuya respectiva producción intelectual es reflejo de una universalidad del pensamiento propia de hombres de esta estirpe. Pues cada uno de ellos, a través del cauce predilecto de su vocación respectiva, nos lleva a la plenitud de la realidad. Arte, ciencia, filosofía, religión, poesía, literatura, el amor, la belleza, lo caducible y lo eterno, lo idéntico y lo contradictorio, y así todo lo demás se asoma y resplandece en sus obras. Leer La Montaña Mágica es sentir ese microcosmos que somos, o que podemos llegar a ser, vibrando en reductio ad infinitum como expresión quintaesenciada pero completa del macrocosmos. La obra de Mann no es una novela, es decir, que ni es simplemente «una» entre muchas ni tampoco es «novela» a secas, sino que es un espejo del universo, una especie de mónada provista de lo que Leibniz, en su afán racionalista, quiso quitarle. Y lo mismo cabe decir de la obra de Claudel o de la de Ortega. Son los miradores del mundo a los cuales hay que asomarse para operar ese milagroso reencuentro con uno mismo, que es, entonceses, como reencontrarse con el mundo y con Dios.
Ya se han ido los tres, en esa última expedición, para la cual se deja todo de la parte de acá. Lo que ellos nos han dejado constituye parte inapreciable de ese trésor de l’esprit (para decirlo con frase cartesiana algo variada, en este caso), que justifica el mundo y la historia del hombre. Paz eterna a los que, como ellos, libraron la terrible e impresionante batalla del espíritu.
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