Revista Cubana de Filosofía
La Habana, mayo-diciembre de 1955
Vol. III, número 12
páginas 18-20

Pedro V. Aja

Sobre el programa de Sócrates

La ciencia ha venido insistiendo, tal vez demasiado, en la completa determinación de las acciones del hombre. El resultado de esa insistencia es que la libertad moral no existe. Sin embargo, hoy por hoy, voces acreditadas que nos vienen del propio mundo científico afirman que ni los mismos fenómenos de la naturaleza obedecen a leyes exactas. ¿En qué consiste y qué nuevo sesgo le da al problema de las relaciones, y de los conflictos, entre la Ciencia y el asunto de la libertad moral, esa tremenda revolución que se viene operando en el campo de las ciencias físicas? No voy a entrar en este artículo en cuestión tan ardua. Pero sí quisiera enriquecer la interrogante misma. Para ello creo que vale la pena rastrear el modo cómo, en ciertos momentos culminantes, la Filosofía ha venido enfrentándose con el problema clave de la moral.

El conflicto se da en Grecia dentro de aquella connotación amplia –el saber– en que filosofía y ciencia permanecen aún confundidas. Sin embargo, se van perfilando ya direcciones que después, en sus progresivos despliegues, darían lugar a la diferenciación neta. La investigación de los antiguos cosmólogos apuntaba necesariamente hacia la constitución de las ciencias. Mientras que con Sócrates, por ejemplo, la filosofía encontraba un cauce auténtico. Precisamente a partir del gran moralista hay un detenerse el avance de aquella ciencia. «No en balde dice Dampier-Whetham que si no hubiera sido por Sócrates y Platón la ciencia podría haber alcanzado su actual estado de desarrollo hace dos mil años».

Entre los pensadores que echaron bases firmes al desarrollo de las ciencias se cuenta a Pitágoras. El matemático de Samos vio con mucha anticipación que vivimos en un mundo que obedece leyes uniformes, e hizo de su conocimiento de la Naturaleza, no igualado antes, la base de un culto religioso. La ética del misterioso Pitágoras se fundaba sencillamente en el reconocimiento de leyes en la Naturaleza y en nosotros mismos como partes de ella. En rigor esa fe en la ley natural, ese tenerla como un supuesto, resultaría fundamental luego en la evolución de toda ciencia. De inmediato, tal reconocimiento se trasmitió a sus sucesores espirituales, los atomistas. «Nada acontece sin una causa, sino con una causa y por necesidad», escribía Leucipo, mentor de la nueva escuela y en cuyo pensamiento está la génesis de una gran parte de la ciencia moderna. Al pronto aquí nos encontramos con una doctrina [19] que somete al conjunto de los fenómenos del Universo a la ley rigurosa de causa y efecto. Pero nos vamos a encontrar también con una concepción mecanicista de la realidad. En efecto, a la pregunta inicial del intrépido Tales, ¿de qué y cómo está hecho el mundo?, los atomistas ofrecieron una respuesta materialista, como diríamos hoy: «cientificista». El secreto residía en los pequeñísimos átomos. Demócrito decía: «Según lo convencional, hay lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, y también color; pero en verdad no hay más que átomos y el vacío». Sólo los átomos y el vacío daban razón del universo entero tanto de las piedras como de los pensamientos. En tal mundo, no había lugar para la libertad moral, pues la realidad total era una enorme y complicada máquina.

Pues bien: entre otras razones, la figura de Sócrates sobresale en pugna contra esa concepción de la realidad. Ante todo, como se verá, con él la vieja investigación de los cosmólogos consolida un cambio de dirección frontal, que va a posibilitar, realmente, a la auténtica filosofía: aquélla que no es mera curiosidad intelectual sino antes más saber de salvación. En efecto, hasta ese momento, la investigación naturalista, las especulaciones en torno a la esencia y el devenir del Cosmos habían constituido la preocupación central de los antiguos pensadores jónicos, de los pitagóricos, de Anaxágoras, de los eleatas, de los atomistas. Pero con el maestro de Atenas, repito, cristaliza un nuevo enfoque. Probablemente percibió que la dirección naturalista dominante en la investigación, o bien que un mecanicismo como el que profesaban los atomistas, no sólo minaba la vida espiritual de Atenas (inclusive las bases de la moralidad, ya que no dejaba lugar a una libertad de elección), sino que, ante todo, representaba un desvío para llegar al único conocimiento verdaderamente interesante y decisivo: el saber acerca del hombre. Además, lo urgente era restablecerle sus asideros a ese hombre qua, entre el materialismo de las nuevas concepciones y un relativismo como el de los sofistas, había entrado en una profunda crisis. ¿Y cómo lo intenta?

En términos muy breves diré que en el programa de la filosofía socrática hay un totalitario antropocentrismo. Sí, ahí el alma humana es el verdadero objeto de conocimiento. Este es el profundo sentido del «conócete a ti mismo». Todas las demás disquisiciones eran estériles y hasta impías. Tal interés por el Ser del hombre es primordial porque en este microcosmos toma presencia toda la realidad, y si el hombre se preocupa por las cosas es precisamente porque ellas están en su vida. Por otra parte, Sócrates le dio primacía a la mente del hombre, tanto en lo que se refiere al origen del conocimiento, como en lo que atañe al gobierno de las acciones humanas. En efecto, aceptando que todo conocimiento nos viene a través de la mente Sócrates consideró a ésta como suprema, y para él el conocimiento del cual estaba más seguro era el que procedía directamente de su propia y más íntima conciencia. No en vano postuló que en el fondo de ella vivía la verdad, y por eso la misión del filósofo se le convirtió en la de «un partero del alma». Consecuentemente, la mente era un factor determinante de la propia conducta de los humanos, y si el hombre busca y debe buscar nada menos que la Verdad, –no se olvide que Sócrates reposibilita la Verdad frente al escepticismo de los sofistas– [20] ha de ser para ceñir a la Verdad su vida. Paréceme obvio pues que frente a un mecanicismo absoluto o ante una relativización del Conocimiento de lo ético, la filosofía de Sócrates nos llevaría siempre a una afirmación tanto de la conciencia teórica como de la conciencia moral.

La posición de Sócrates fue mantenida y ampliada, en lo que a la destrucción del sistema mecanístico concierne, por su discípulo Platón. Sería interesante poder analizar cómo este último intentó cambiar la visión del hombre como amo con aquella fe en las leyes uniformes de la Naturaleza. En todo caso, después de Sócrates, declinó rápidamente entre los directores del pensamiento griego el interés por la ciencia. Así a medida que la filosofía platónica ganaba terreno la ciencia se contraía a las partes adyacentes del mundo helénico. Para comienzos de la era cristiana el ímpetu de esta actividad se había debilitado. Entonces fue el imperio de la conciencia religiosa: fuente permanente de la creencia radical en la libertad moral.

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